viernes, 2 de marzo de 2012

El cadáver del Estado (II. El vicio oculto)



Lo que hace poco más de treinta años la generalidad del mundo occidental (excluido el gran hermano de América del Norte) entendía como los deberes y los servicios básicos que el estado debía proporcionar a sus ciudadanos, eran la sanidad, las pensiones de los trabajadores, la enseñanza y la seguridad, desglosada en seguridad exterior, garantizada por los ejércitos nacionales, y la interior proporcionada por las diferentes policías. Todos ellos eran servicios públicos en su mayor porcentaje, lo que no impedía que coexistieran otras iniciativas privadas adicionales de toda índole, de las que sus propietarios extraían sin duda beneficios adecuados y constantes.

Existía además, no solo en España, un amplio entramado industrial y financiero que garantizaba la satisfacción de determinadas necesidades básicas prestados igualmente de manera pública o a lo sumo mixta. Productos alimentarios y sanitarios con precios regulados, energías, carburantes, comunicaciones, ferrocarriles, puertos y aeropuertos, telefonía, radio y televisión y, por supuesto –el capítulo fundamental–, una banca estatal y pública. Muchos de estos procesos productivos se arrendaban en parte a privados en concepto de monopolio, pero manteniendo siempre su juridicidad de concesión, es decir, preservando la titularidad de todos, por más que se beneficiaran de ello mucho más unos todos que otros todos. Además, sectores estratégicos eran operados en parte directamente por el estado, armamentos, astilleros, explosivos, determinadas minerías, siderúrgias, automoción, químicas, cementeras, papeleras...

El peso de todo ello no era aplastante, pero sí resultaba regulador y el estado era el principal empresario industrial de cada país. Producían lo básico para sí mismos –para entenderse, una especie de hacerse el pan en casa–, las regulaciones y el proteccionismo comercial y agrario eran muy superiores a los actuales y se garantizaba de esa manera que la producción de determinados bienes, de mejor o peor calidad que fueran, sería consumida en el mercado interior. De paso, esto estabilizaba los precios y generaba impuestos, es decir, una cierta riqueza adicional para todos. Si el estado producía un producto básico a determinado precio, o si obligaba por ley a los privados a proporcionar una parte de determinados bienes a un precio fijo, esto no impedía que determinadas cantidades y calidades de tipo superior se facturaran a mayores precios, pero sin duda hacía que las diferencias se mantuvieran dentro de un margen, lo que eliminaba posibilidades de especulación y avatares tan desaforados como el vivido en muchos países en los mercados inmobiliarios, por ejemplo, durante las últimas dos décadas.

Resulta ejemplar en este sentido, y aún lo sigue siendo, el manejo del estado Alemán con los alquileres de su enorme stock de viviendas de titularidad propia, de las que no sólo extrae un beneficio público continuado, y desde hace ya más de un siglo, sino el segundo y no menor beneficio de haber conseguido un mercado estable, regulado, constante y donde las oscilaciones, comparadas, por ejemplo, con las habidas en España, o Estados Unidos, son bien pequeñas. Es un campo de actividad donde la especulación queda mejor controlada, reduciendo las oportunidades de enriquecimiento de unos, pero proporcionando a cambio lo que muy bien podría llamarse ‘seguridad’ en la población, lo que no es sin duda pequeño logro y además un gran beneficio social, perfectamente cuantificable en dinero contante y sonante.

Y todo este entramado generaba un cobro de impuestos y unos ingresos regulares por parte de cada país que en una u otra forma revertían en la población, aunque admitiendo desde luego todos las matizaciones que quieran hacerse sobre mala, peor o pésima regulación, despilfarro, desvío injustificado y cuantas salvedades se puedan hacer con mucha razón sobre el modelo, pero no admitiendo en cambio que este no funcionara adecuadamente en lo básico, ni la validez del principio general que lo sustentaba.

Era un mundo de salarios relativamente moderados, de pensiones bajas, de elevada estabilidad en el empleo, de paro escaso y no digamos ya, si comparado con cualquier cifra actual, de servicios sociales adicionales de pequeña entidad y de no muy alta calidad, pero asegurados en lo fundamental. La competitividad también era baja y la productividad escasa, sin embargo el tejido social prosperaba y las cifras de crecimiento económico no eran desdeñables, y el crecimiento, ese santo al que tanto se inciensa hoy en día, mayor o menor que fuera, era bastante continuado.

En su conjunto la sociedad era estable. El mundo parecía una gran columna de infantería que anduviera muy despacio pero que no paraba nunca. Esos estados, empresarios mixtos, no generaban entusiasmos ni apadrinaban grandes experimentos ni novedades, sin embargo eran sólidos y no cargaban con la rémora terrible de tener que pagar a uno de cada cuatro o cinco trabajadores asegurándoles un subsidio temporal a cambio de no hacer nada. Los seguros de paro eran muy inferiores o casi inexistentes, sin embargo su necesidad era relativa con tasas de desempleo del 5, 6, del 7%. La cualificación y la preparación de los trabajadores eran seguramente más bajas que en la actualidad, pero resultaban suficientes para que el sistema se sostuviera. La enseñanza básica estaba menos extendida, pero era indudablemente más sólida y exigente y ajustada a las necesidades del funcionamiento de las economías. Se nivelaba hacia arriba, excluyendo a los peores. Se nivela hoy hacia abajo, desdeñando a los mejores, y muy dudoso resulta que haya resultado esto un mejor acuerdo.

El mundo occidental nunca vivió mejor, ni habían existido anteriormente situaciones comparables de bienestar. Las regulaciones funcionaban, los ricos sin duda eran ricos, inmensamente incluso, pero la redistribución de la riqueza alcanzó porcentajes de nivelación de ingresos que, aún admitiendo todas las injusticias que sin duda se seguían produciendo, fueron los mejores cuantificados jamás y estaban en el camino de lograr sociedades prósperas y equilibradas.

¿Que quebró todo este modelo? Pues lo quebró el súbito ascenso y la inmediata asunción de un principio en apariencia impecable. El de la libertad económica absoluta, entendida en dos vertientes, libertad de comercio con la progresiva desaparición de las tasas aduaneras y la libertad de radicación en lo tocante a los lugares de producción de los bienes industriales y de consumo, con su emparejada y necesaria libertad casi absoluta de movimiento de capitales para poder sufragar dicha radicación. Pero la aparente justicia o lógica del principio de ‘produciré donde mejor me convenga y me resulte más barato hacerlo’, que a priori parece bastante razonable, unida a su necesario corolario de: ‘y además lo venderé sin trabas en todas partes’ han resultado a pesar de su apariencia impecable y de su supuesta inocencia o ‘blancura’ ideólogicas, y ya una vez convertidas en ley, en una verdadera bomba de tiempo explotando incontrolada a lo largo y ancho de la tierra y a punto de echar abajo hasta las estructuras sociales que se tenían por más sólidas y mejor asentadas.

Porque el triunfo de este sencillo planteamiento se está llevando por delante nada menos y nada más que las soberanías nacionales, los estados del bienestar, el necesario contrapoder sindical y popular, la capacidad de actuación de los estados en los ámbitos más específicos de sus competencias, cualquier concepto genérico de solidaridad y redistribución de la riqueza entendido como deber y prestado como necesario servicio a las poblaciones, ha desmantelado legislaciones exitosas y merecidamente justificadas por lo único que realmente las justifica, los buenos resultados derivados de su uso, lo que a su vez hace buenos los principios que las informaron, ha desfigurado el tejido social y moral que se dibujó después de la Revolución francesa y que, en conjunto, llevó al mundo al estado de prosperidad mayor que nunca había disfrutado, ha dejado de frenar las diferencias entre ricos y pobres para llevarlos a números hoy de décadas atrás, y más adelante quién se atreve a aventurar (y no se habla aquí solamente de España, de Grecia, o de Portugal, porque se debe incluir sin duda en el grupo a Estados Unidos, Rusia y Japón que, se mire con las gafas ideológicas que se quiera mirar, han sido las principales potencias mundiales hasta como quien dice la semana pasada) y, en lo legal, está generando a gran velocidad figuras legislativas y jurisprudencias regresivas que contradicen toda la evolución del derecho habida no ya en decenios, sino tal vez en siglos.

Es una verdadera Contrarreforma, con sus correspondientes muertos y desastres, no sólo morales. Y revertir la acción del derecho no es quisicosa, es negar la evolución y mejoras habidas en ese tiempo para remodelarla exclusivamente según los intereses de una ideología económica cuya única finalidad es el lucro, pero sin tener ya asociados los mecanismos adecuados y necesarios para que tal lucro se redistribuya en parte y hacia abajo por toda la pirámide social y hacerlo así verdaderamente beneficioso, y esto es negar de raíz una parte entera de la cultura, la civilización y la jurisprudencia generada por la especie en el largo tiempo pasado desde que la economía empezó a existir bajo la figura única de la predación por parte del más fuerte.

Y este principio, casi ecuménico, de libertad económica para todos, y para todos la misma, ese ‘a mí nadie puede decirme qué tengo y qué no tengo que hacer con mi dinero’, tan fácil de enunciar, y semánticamente tan comprensible que cualquiera, e incluso bien intencionado, con un mínimo esfuerzo intelectual puede adherirse a él a pies juntillas, puede sin embargo resultar letal, como cualquier otro maximalismo. De últimas tan huero puede manifestarse como el ‘Todo por la Patria’, pues ¿qué vaguedad es esa de ‘todo’ y qué figura es esa de ‘patria’?, tan inútil como el ‘amarás a Dios por encima de todas las cosas’, cuyo totalitarismo y falta de referente real no se pueden negar, o como ese estremecedor ‘Deutschland über alles’, cuya semilla intrínseca amamanta el mecanismo para la fabricación ordenada y masiva de botas para pisar cuellos, y que resultó tan eficaz y premonitorio como lo fuera la actividad catequizadora de Don Santiago Matamoros, realizando ese mismo trabajo con los cascos de su caballo.

Y esta libertad total de comercio podría tal vez resultar bien funcionante en un mundo que fuera todo él idéntico, encuadrado, monolítico, el mismo, pero resulta que el mundo no es ni ha sido nunca así, es una maravilla de diversidad y de creación de paisajes mentales diferentes, de soluciones sorpresa, de equilibrios sutilísmos. Y por suerte para muchos, bien podría añadirse. Pero también es un espanto de desigualdades, de pobreza, de injusticia, de explotación, de incultura y de sometimiento, para infinita desdicha de otros tantísimos. Se refiere pues el mantra a un mundo irreal, inexistente, un mundo de ideas rasadas, de lugares iguales que no existen, tan poco validable como las ideas mentales de amor, de justicia, de Olimpo de las deidades, de jardín de Mahoma o de ese Paraíso, con todos sus infiernos, de la Capilla Sixtina. Es mucho más religión o poesía que ciencia, canción de los deseos, buena para cantarla a corro en las escuelas de párvulos, pero no una herramienta real capaz de fabricar pan, de mimar el agua, el maíz y el arroz nuestros de cada día, de proporcionarle lo verdaderamente necesario a los hombres, y que no son solamente mercancías, imprescindibles unas sí, pero otras poco, nada o en absoluto.

Y así, averiguado, a mi entender, qué quebró el modelo, la siguiente pregunta es: ¿y cómo lo hizo? Y la respuesta es sencilla. Esos libérrimos actores económicos, que en nombre de esa libertad que exigieron, o más bien compraron, y que se les ha otorgado ahora por ley, que cogen su petate productivo, deslocalizan sus industrias y se las llevan a otros lugares donde los costes del trabajo son una fracción, los del terreno y puesta en marcha de las instalaciones igualmente, y los añadidos de los costes sociales exigidos en su nueva radicación para permitirle la actividad, otro tanto de lo mismo, empiezan a fabricar masivamente, a vender a menor precio, a lucrarse en mayor cuantía por la mucha mayor venta de sus productos y a proclamar –con razón–, que tal cosa es un bien para los consumidores que obtienen más y mejores productos a menor precio, además de resultarlo, por supuesto, para sí mismos. Y hasta aquí, nada que discutir. Es cierto, hay más productos, son mejores y cuestan menos. No se puede negar. Adicionalmente los fabricantes se hacen más ricos. Bien parecería tal cosa el paraíso y la feliz substanciación bajo felicísimas especies reales y de vellón de la fábula de la gallina de los huevos de oro. Pero no. Lo que es en realidad es el cuento de la lechera y además una vieja estafa piramidal.

Y pronto lo averiguarán los chinos cuando en cincuenta, ochenta, cien años les ocurra con África lo mismo que ahora nos acontece con lo que entendemos hoy como occidente. Y será un círculo que seguirá alimentándose de lo mismo, si nadie revisa el modelo, porque el modelo lo que hace en realidad es alimentarse de la pobreza existente en grandes espacios de la tierra, perpetuando el mecanismo y beneficiándose de aquellos lugares que en peores condiciones económicas y sociales se encuentran en cada momento. Se localiza el lugar, se compra al tirano local y se traslada el petate para producir a ínfimo precio con los esclavos que este proporciona a un precio simbólico.

Y ya en el siglo I todo esto no resultaba una novedad en absoluto, pues ya gozaba de dos mil años de jurisprudencia, pero que ahora lo vendan como ¡Eureka! y modelo ético y productivo a seguir, ya cuesta más digerirlo. Y no es en absoluto descartable que, pasado un número adecuado de ciclos, en un momento determinado se produzca el movimiento a la inversa, viniendo a producir a costes y con métodos prácticamente feudales, en lo que hoy es Europa o América del Norte, reducidas para entonces a un estado, con las adecuadas salvedades, comparable a lo que podía ser la Europa carolingia, o la del año 1.000, frente a las invasiones tártaras o musulmanas. Tierra de explotación y de conquista. Y no es un lamento sobre la vieja Europa, es un lamento sobre la explotación y la conquista, sin importar el lugar donde se den o vayan a darse.

Y resulta chusco ver como en esa sociedad, bárbara desde nuestro punto de vista, la del tiempo de nuestros antepasados Doña Isabel y Don Fernando, y sus sucesores, estos permitían hacer exactamente lo mismo a sus súbditos en lo tocante a salir fuera a explotar y a marchar en busca de aventura, a quienes se lo permitían hacer, bien se entiende, que eran pocos, pero con una salvedad fundamental a tener muy en cuenta. El particular que se dirigía a Indias con el norte exclusivo de rapiñar, que eran todos de esos pocos, podía y además debía hacerlo, pero tenía que salir obligatoriamente en camisa. Incluso los grandes del reino partían de estos pagos con el ajuar contado, servidumbre reducida al mínimo imprescindible –para los usos de ese tiempo– y permiso real para llevarse exclusivamente argent de poche,contabilizado y tasado, pero jamás su capital. A efectos de salir con él por la puerta, su capital ya no lo era en absoluto. Y naturalmente hacían lo posible por llevarse todo lo que podían, pero estaba prohibido, que no es pequeño matiz. Porque el estado y la corona, la corona y el estado, entonces uno y trino –y entendieran entonces como entendieran lo que era de su bolsillo y lo que no– no se andaban con miramientos en lo tocante a la salida de divisas de particulares. No había ningún inconveniente con la idea de que algunos súbditos se hicieran ricos fuera, es más, era imprescindible para la Corona, que bien se beneficiaba de ello, pero tenían que hacerse ricos in situ,a machete y arcabuz y a su riesgo, pero no por lo que se llevaran para poder lograrlo. Tenían permiso y encomienda de rapiña allá, no acá, lo ya rapiñado aquí, aquí se quedaba, y, socialmente hablando, trabajo cuesta decir que, salvando las distancias, aquello fuera peor éticamente y contemplado desde la óptica de un estado cualquiera. Y todos los estados entonces obraban así, por cierto, y lo siguieron haciendo muchísimo tiempo, y con no poco éxito.

Porque el cómo se ha llegado a esto, concluyendo la digresión, se fundamenta en la licencia absoluta otorgada por parte aquellos gobiernos que son precisamente los que cuentan con las legislaciones sociales más avanzadas del mundo, para explotar el trabajo esclavo o semi esclavo, allí donde otros estados lo permitan sobre las espaldas de sus, evidentemente, súbditos. Y el matiz es precisamente el término licencia absoluta. Y esto es una contradicción verdaderamente monstruosa. Es, de hecho, el equivalente a una patente de corso. Cada empresario o conglomerado industrial o financiero que sale de occidente con la música a otra parte, o, mejor dicho, de cualquier país mejor situado a otro mucho peor situado en lo económico, ejerce su hoy bien legitimado, y además tratado de sacrosanto, derecho a hacerlo, sometiéndose nada más que a las leyes de la competencia, y obrando aparentemente para su bien y aduciendo además el ya explicado arriba para todos, derivado de la reducción de precios que sin duda se obtiene. Pero ahora cada estado permite, al tiempo que finge ignorarlo, que cada uno se lleve en este viaje un vicio oculto en el maletín de las divisas, la semilla de la destrucción del lugar que abandonan.

Cada nueva central de atención al cliente que, por poner un mínimo ejemplo, nuestra antigua Compañía Telefónica de todos, hoy llamada estrella del movimiento en ese patois universal que tanto gusta a tantos, establece –por imaginar un sitio– en el subcontinente indio, hace y logra exactamente lo descrito, un mayor beneficio para la dicha Compañía, que ingresa en mayor cuantía en los bolsillos de sus accionistas, un aumento de la actividad económica en el lugar de radicación, el pago de impuestos, los que sean, en la misma sede y el beneficio para nosotros de que un vecino de Madrid le tenga que preguntar a uno de Islamabad un dato sobre la calle Usera que, evidentemente no conocerá, o que otro de Bogotá le pregunte lo mismo sobre una pedanía local a una señorita de Valparaíso, Chile. Olvidaba el beneficio adicional para todos, y lo que es el quid de todo ello. Y es que, al parecer, disfrutamos así de tarifas más ajustadas, según nos cuentan.

Millones de parados en Estados Unidos y Europa son el resultado, absolutamente lógico, por otra parte, de haber deslocalizado la producción de bienes y la prestación de servicios, es decir, de habérselas llevado lisa y llanamente a otra parte. La cuantía de la merma de ingresos y el aumento de gastos por parte de los estados por reducción de la actividad económica que esto conlleva no hace falta explicarla, la citan a diario en todos los telediarios de Tokio a Los Angeles y de Atenas a Madrid, pasando por La Haya. Más parados reducen aún más los ingresos por impuestos y actividad económica de sus estados, y a su vez, requieren más gastos para poder subsidiarlos en lo más elemental. Y por supuesto ni compran, ni gastan más allá del nivel de supervivencia, porque no pueden. El resultado es un empobrecimiento general, estado a estado, lugar a lugar. La receta obvia para cualquier gobierno concernido por el bienestar general, y no sólo por el de algunos pocos de sus ciudadanos, antes que reducir los gastos sociales, sería evidentemente retomar la producción de lo imprescindible y de buena parte de lo muy necesario, en lugar de importarlo de fuera, es decir, un regreso a un cierto proteccionismo y a los monopolios, lo que pocos economistas, aunque algunos ya empiezan a hacerlo, se atreven hoy a postular.

Porque esto, hoy ya es casi un tabú religioso, y choca frontalmente con el paradigma jurídico recién constituido y con los derechos otorgados al libre comercio y a la libre radicación, que tampoco quiere admitir, bajo ese nombre que se le otorga, tan aséptico, de mercado, que se plantee además la segunda solución obvia. Que no es otra que la regulación supranacional de las actividades económicas, ya del todo supranacionales, y por lo tanto, aforadas a los efectos, y sustraídas al necesario alcance legislativo de cada gobierno, para que parte de aquello que se substrae a la necesaria redistribución de riqueza, en virtud de esta legislación liberalizadora, se pueda devolver en alguna medida y por otra vía. Resulta un círculo vicioso aparentemente indestructible, y lo es, además, a escala planetaria.

Pero da auténtica angustia y horror ver a los responsables políticos y económicos de unos y otros lugares, al frente de sus barcos que se sumerjen, proclamando que la creación de empresas, la formación y la competitividad son herramientas imprescindibles para salir de la situación y responsabilizando a sus poblaciones por el uso de servicios antes sacrosantos, reduciéndoselos y culpabilizando además a las legiones de parados por su incapacidad para encontrar trabajo. Pero las empresas a crear, ni las crean los estados, pues legislativamente ya no tienen derecho, ni pueden empujar a crearlas a sus particulares por la vía de impedir que salga y se evapore el capital local necesario para hacerlo. Y en lo tocante a captarlo de fuera, risa da, naturalmente, la idea de pretender conseguirlo de cualquier ente foráneo que pueda alternativamente decidir hacerlo en Singapur, por la tercera parte. Y así, como ejemplo de solución, de buena herramienta de trabajo, de desiderata, se declaran dispuestos a considerar, por ejemplo, esa oferta abracadabrante de un magnate de Estados Unidos, para convertir algún pedazo de nuestro país en central de una mafia del juego y de la prostitución, cambiando a su favor la legislación laboral, la autonómica, la nacional, la Constitución y hasta los husos horarios, si fuere menester. Thank you very much, Mister Samuel, take your slavery, if you agree. We are so, so pleased to meet you. Need you more non-constitutional arranges?, please feel free to suggest. Have a nice time with us.

Porque la herramienta imprescindible que debieran de utilizar, y que está ya más que inventada y probada, y que no es un venirse ahora a descubrir Mediterráneos, no es otra que una nueva juridicidad sobre la producción y sobre las finanzas necesarias para sustentarla, juridicidad amparada en la razón misma de ser de esta producción, que tiene en su raíz una índole pública y no solamente privada, dirigida al cuidado y a satisfacer las necesidades de las poblaciones con sus objetivos sociales prioritarios, y entendiendo esta producción no solamente como libre actividad de particulares, sin otro objetivo que el lucro, sino también y fundamentalmente en su calidad de bien social a proteger, tan imprescindible y tan igual de bien como la sanidad o las pensiones.

¿Y qué pensiones podrán garantizar los estados si no se garantizan paralelamente los instrumentos para ingresar los fondos necesarios, y qué fondos se podrán obtener de un solar social y económico deshabitado de producción? Y está deshabitado de producción por la sencilla razón de que el estado se ha ¡auto prohibido! proporcionarla y porque a los privados quienes también la realizaban se les ha estimulado a irse con los capitales, la tecnología, el know how (como se gusta de decir ahora) y la experiencia a otra parte. A irse para hacerse ricos, desde luego, pero ricos ¿a cambio de qué para los demás? Según las poblaciones se sigan empobreciendo y el crecimiento no se mantenga, los productos no podrán venderse en el lugar de origen, no ya entonces por falta de permisos para ello, sino por la simple imposibilidad de su compra. Y esas afortunadas empresas emigrantes venderán sus bienes a los terceros que lentamente se vayan enriqueciendo por su presencia y producción en otros lugares. Pero el punto de origen de las fortunas ya no disfrutará de la actividad económica que se genere a su alrededor porque la reinversión, los impuestos –los que sean, y de ellos los que logren efectivamente cobrarse–, los puestos de trabajo y la modificación a mejor de las infraestructuras que se hubieran podido producir en su territorio, se habrán ido igualmente a otro lugar.

No es solo –y este es el punto clave– el libre capital lo que emigra con todas las bendiciones, porque lo que se marcha también, y parece que –increíblemente– que con las mismas bendiciones, es todo lo que conlleva y genera y produce de riqueza a su alrededor, y este capital se marcha para no volver, por elemental lógica del beneficio. Y ese es el vicio oculto, que en nada preocupa evidentemente a quien emigra con sus capitales a tierras de esclavitud o de juridicidad blanda, por decirlo fino, con la única intención de incrementarlo, pero que de alguna manera sí que debiera de concernir a los políticos que se lo permiten. Pero no nos engañemos, no es que se lo permitan por creerlo honradamente buena ciencia, o que lo hagan porque sean estúpidos. Lo permiten porque se benefician de ello, o se beneficiaban, porque habrá que ver también lo que pueda traernos y traerles el futuro a este paso. Y empecinarse en pensar que ya no son tiempos estos de fusilar zares o de decapitar monarcas, puede resultar igual de erróneo. Porque el hambre, no mata solamente al hambriento. No pocas veces acaba matando también al hambreador. O que le pregunten si no al bueno de don Muammar, con toda su inmensa fortuna.

Pero lo inteligente entonces no es pretender ahora regresos de capital, hoy ya imposibles, sino impedir en lo sucesivo su salida más allá de un cierto monto, de un cierto porcentaje, en fin, sometiéndolos de nuevo, por unas u otras vías, a necesarias regulaciones, hoy ya inexistentes, y de no ser esto tampoco posible, siquiera tasarlo universalmente en salida de manera en parte disuasoria, y en parte para utilizar esa tasación para generar nueva industria. Es decir, y para entenderse, obligar a plantar árboles donde se arrancaron. Lo que tampoco es pregonar decapitaciones, por cierto.

Porque quemar o dejar quemar a sabiendas el territorio propio no puede ser otra cosa que delito, y delito grave, no pequeño desliz. No haber previsto las consecuencias de este comportamiento y los resultados de esta legislación, no dice gran cosa de la altura moral y política de los responsables de permitirla y desarrollarla, sí bastante más sobre su tendencia a la rapacidad vicaria, pero cabría aplicarles la atenuante de que era la primera vez que se intentaba un experimento de este tipo a semejante escala, pero lo que ya es verdaderamente incomprensible es que hoy, no en la situación de hace cuarenta, treinta, veinte años, cuando se empezó a aceptar e implementar este modelo teórico, y cuando ya se conocen perfectamente los resultados de estas políticas, que en algunos lugares de la tierra ya empiezan a parecerse a los de una guerra, y no a los de la normal y asumida explotación estructural o de base con la que se convive casi en cualquier parte, no se escuche por parte de los responsables políticos actuales que tienen que lidiar ahora con esta catástrofe, ninguna clase de planteamiento ideológico que de una manera u otra revise y proponga correcciones legislativas, desde locales a universales, para intentar paliar la situación.

Y, hablando ya localmente, esas jaculatorias inacabables, como de novena o bisbiseo de beaterío, sobre desafíos y emprendedores y más emprendedores y más desafíos a satisfacer a escala individual y que nos enchufan cada semana en los dominicales de toda clase nuestros buenos padres doctrinos, y esta furibunda pulsión por tener a la juventud estudiando hasta los cuarenta, es decir, su casi edad madura, y a la casi senectud vegetando en el paro o en el subsidio –pero cargada de toda una vida de experiencia y sabiduría laboral– y obligada igualmente a estudiar en los pupitres de sus nietos materias que desconocen, y desconocerán, so pena de no poder seguir cobrando paros y subsidios, con el adicional despilfarro de los escasos fondos de todos que esto conlleva, y proclamando a toda hora que sólo así se encontrará trabajo, ese que no existe de ninguna manera, ni para unos ni para otros; no sólo ofende a la razón en abstracto, sino que es una muestra definitiva de bisoñez, de inoperancia y de la incapacidad de pechar con las responsabilidades que los dirigentes asumen con el cargo, y el sueldo, que sí cobran, para articular soluciones, se supone.

Cuando hay que poner un país en marcha, y ejemplos históricos sobran, lo primero que se necesita es locomotora, y esta, necesariamente, por fuerza, por potencia, por riqueza, por poder, por prestigio y porque se le mantiene y sustenta para ello, es necesariamente el estado constituido como gobierno, con su poder legislativo y coactivo, como ente regulador y como generador y encauzador necesario de la energía social. ¿Que además se desea favorecer el privado emprender, el aventurar responsable y la mejora en los estudios y el incremento de conocimientos?, pues miel sobre hojuelas, pero sólo sobre esos pilares pilares el edificio no se podrá sostener. Si el estado no se pone de nuevo a hacer su parte de barcos, su parte de aviones, de trenes, de infraestructuras, de software, si no se se dota de los medios necesarios para proporcionar sus servicios y sobre todo, no regula, regula y regula, si no mantiene el mismo poder de coacción que se arroga frente a la población de a pie también frente al poder financiero y al industrial, cuyo capital y beneficios salen, nunca debe olvidarse, de donde se les permite y concede que salgan, es decir del territorio de cada estado, y de los bolsillos de todos sus ciudadanos, es todo el país y todo su estado legalmente constituido quienes pierden muchísimo a beneficio de casi nadie. Y de paso se fomenta la esclavitud ajena, y de seguido la propia, para mayor temblor de cartas magnas, y estremecimiento de la justicia, esa ciega, y por si a alguien le preocupara el asunto.

Algo definitivamente anda terriblemente torcido cuando en esta tierra de garbanzos –y el ejemplo valdría casi para cualquier lugar–, los garbanzos hay que traerlos de Francia, o de Chile, las alpargatas –en esta tierra de cañamos–, de China, y las naranjas, valencianas, por supuesto, de Marruecos. Se puede entender que muchos fabricados sofisticados y necesarios y procedentes de allá o de acullá hayan de importarse, ¿pero las uvas? ¿en la Mancha? Que venga dios y lo vea.

Y sí, todos sabemos muy bien que no hay vuelta atrás, ni al euro, ni a la Cee, ni a que todo se fabrique en China. Por lo demás nadie propone otra cosa, aunque el coche va desbocado y sin nadie tirando del freno. ¿Solución local propuesta?, pues sueldos chinos, naturalmente, y mandarines, cada vez más chinos, cuanto más chinos los sueldos, más trabajo de chinos, y más mandarines. Tal proponen sin el más mínimo sonrojo en la CEOE, transliterando adecuadamente sus primorosas tablas de Excel, y tal parece, matiz arriba o abajo, que los gobiernos sucesivos se vayan viendo tentados a conceder. Cuanto más bajos los sueldos y más feudales las leyes, transliterando de nuevo, antes produciremos más, proclaman. Y hasta diríase que se lo creen. Y en esas andamos y seguiremos.

Antes esclavos, entonces, antes esclavos que exigir impuestos sobre el capital, antes esclavos que tasar los movimientos especulativos del mismo, antes esclavos que decir que no a algo, alguna vez, antes esclavos que prohibirle nada a nadie en nombre de la libertad económica.

Libertad, libertad, sin ira libertad, como tan bien proclamaba aquella bienintencionada cancioncilla del sometido. No sabíamos entonces, cuando muchos, y yo también, como tantos, algo entre dientes quizás, pero alguna vez, la cantábamos, lo que con el estribillo le estábamos regalando de nuevo a los de siempre, nada menos que el perdón a cambio de nada, más la entrega no sólo de nuestros bolsillos, sino de nuestras almas también, junto a la renuncia definitiva al uso de la razón. Y al ejercicio del trabajo, por añadidura.

Más el renovado permiso para esto que ahora disfrutamos, el entierro del cadáver del estado, no, sino ademas su haberle arrojado yerto y empelotado al camino, con un tiro en la nuca y una cuchillada en la barriga, a mayor gloria y beneficio de buitres, de chacales y de gusanos.

Chin chin, mercado.

1 comentario:

  1. ¿Sabe qué viejo paisaje se me hizo presente al leer su nuevo posteo? En realidad son dos: 1. Cuando después de meses de clase, constataba desolada que mis alumnos no progresaban, que no terminaban de comprender como yo quería cuanto les venía explicando y al final ya con cierta fatiga, frustración y escepticismo. Era cuando me decía: Vuelve a empezar, pero de otra manera. Y para hacerlo, antes, `me pasaba por la ducha, me recogía el pelo y me arremangaba`, y así, cargada de paciencia y con los huesos rotos, pero muy limpia, recomenzaba: Vamos a ver, queridos ... El 2 se refiere a cuando la relación de pareja andaba falta de la sentencia que permitiera escapar del bucle, que se reiteraba y se reiteraba y se reiteraba... La estrategia venía a ser la anterior, la aplicada a los niños. Por cierto, el nuevo aspecto de su blog me encanta. Y otra consideración. Me gusta mucho el mimo que le pone a la `minucia` y al léxico de la minucia, el mismo por cierto que le aplica a la 'importancia` y a su léxico, ha de ser usted un lector muy avaricioso y, en ese sentido, no imagina qué envidia me da. Gracias por la lección.

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