domingo, 11 de marzo de 2012

La nube, o la biblioteca de Alejandría (i).


Desde la invención de la escritura, es decir, desde que el hombre se hizo hombre y preñó el futuro, lo escrito, no tanto por su importancia en sí, sino por la duración de los soportes, tendía a poder sobrevivir centenares de años, y no vale esto solamente para los textos cincelados en piedra o en materiales duraderos –algunos de los cuales han sobrevivido milenios–, sino también para los escritos sobre materiales derivados de los vegetales: pergamino, telas, papeles de diferente tipo, madera incluso, etc.

Y esta supervivencia era ajena al propio contenido de los textos. Su propia calidad física los hacía legables no solo de manera voluntaria, sino por el mecanismo que lleva a las cosas a conservarse por dos vías, una, el cuidado constante que tiende a prestárseles durante generaciones a las que se considera que tienen mayor valor y la otra, por el descuido, el olvido y el abandono, que a veces resulta inmejorable preservador, pues las escamotea de la mano de los hombres dejándolas en un estado de suspensión de uso y de desconocimiento general de su existencia que es, afortunada y precisamente, lo que las mantiene a recaudo, de no sobrevenir catástrofes naturales o humanas sobreañadidas.

Y este segundo mecanismo era particularmente generoso en la preservación de los textos, manuscritos, cartapacios, carpetas, legajos, infolios, volúmenes, correspondencias y documentos de toda clase que la Galaxia Gutemberg no solo, sino su mundo anterior, el mundo de los escribanos y amanuenses, fueron acumulando conjuntamente, de manera voluntaria e involuntaria, a la vez, y para el futuro.

Y llego ahora a donde deseaba, el universo de los textos literarios y los de las casi infinitas otras actividades de los seres humanos, en todas su formas, se sometía, como no y en su momento, al juicio de valor de su tiempo, que estaba sujeto, como no puede ser de otra manera, a los condicionantes y usos de cada época. La actualidad dictaba igualmente su ley, pero el original, el manuscrito en sí, del tipo que fuera, aún los vedados a la multiplicación por causa de su poca utilidad, escasa fama, falta de pertinencia, simple mala suerte u otras causas, se salvaba en numerosas ocasiones de su destrucción por causa del simple azar, y aún habiéndose perdido con el tiempo una buena mayoria de ellos, no pocos sobrevivieron intactos, o casi, hasta momentos futuros que supieron valorarlos de otra manera.

En muchos desvanes, zaguanes, baúles y salas cerradas de tantos lugares del planeta, siguen aguardando tesoros empolvados que, todavía, podrán ser descubiertos, evaluados y estudiados a la luz de otras mentalidades. El pasado seguirá mandando sus mensajes al futuro, pocos, mal cribados y dejados al azar del devenir incierto de las cosas de los hombres, pero seguirá mostrándose sorprendente y fructífero.

Y es de suponer que no sólo aparecerán nuevos ejemplares de obras del pensamiento ya de éxito en su tiempo, sino que se descubrirán también otras piezas desconocidas y no dadas al público en su momento, por causa de su previsible rechazo, por los temores o precauciones del propio autor, o por su escasa valía entendida así en su tiempo (y siendo juicio este que a veces la posteridad comparte en casos, pero nunca en todos, y llegando el futuro a considerar en ocasiones como obra maestra lo que su época condenó al ostracismo o el olvido, por no hablar del fuego).

Y vamos al hoy. La producción documental es casi infinita, así como la literaria y cualquier otra a considerar, sin embargo, el uso del nuevo soporte virtual al que se la va confiando progresivamente y a una velocidad de abandono de los materiales tradicionales que no podría ni imaginarse hace veinte años, y destinada a crecer exponencialmente en el sentido de que llevará a la ‘nube’ la práctica totalidad de los que es el pensamiento humano, y sus obras, lleva emparejados dos problemas gravísimos que ya se pueden vislumbrar perfectamente.

El primero será la desaparición casi automática de contenidos de pensamiento inéditos, protegidos por la confidencialidad de los discos duros o elementos de almacenaje informático equivalentes (propios y ajenos) y no hechos públicos previamente y aún incluso según el mismo autor vaya elaborándolos y viéndose sometido a esa zarabanda de contraseñas, formatos incompatibles y demas servidumbres y estorbo informático, que todo usuario de estas máquinas padecemos. Lo escrito en papel descansará en paz, tal vez en sencilla y respetuosa carpeta y podría ser leído por cualquiera durante un plazo de tiempo bastante largo, nunca menor a algunos centenares de años, lo confiado a un disco duro y olvidado en él durante un solo decenio, puede convertirse en ilegible incluso para su propio autor, si no ha tomado la precaución de darlo al papel y dejarlo al cuidado de una gaveta, o de actualizar constantemente la ‘versión’ del software dentro del que vive el texto y la de la propia interfaz ferretera de cada soporte físico.

Puede incluso quedar intacto el disco duro, pero su ‘enchufe’ al sistema informático haber caído en desuso, como ha ocurrido ya media docena de veces en menos de treinta años, y así convertir la recuperación de esos datos en tarea muy costosa y a menudo casi imposible. El constante cambio de formatos y lógica del hardware y del software deja casi irrecuperables en plazos cortísimos de tiempo las ‘piezas’ de pensamiento, e incluso aun en vida y bajo la férula de su propio autor. No digamos ya las obras confiadas a la nube, al cuidado de terceros para quienes no constituyen más que un estorbo, siendo su tarea prioritaria el poder vaciar estos ‘servidores’ donde ‘residen’, como en un hotel, tales ideas, para hacerle sitio constantemente a otros contenidos nuevos.

Fallecido un autor de no importa qué, desde un médico a un sociólogo, desde un poeta a un inventor, todo aquello que estos no hayan dejado confiado a un medio tradicional, desaparecerá casi instantaneamente en el momento en que se dejen de usar o pagar sus cuentas de ‘almacenaje’ y en el instante en que esos discos duros sean reformateados o, más sencillamente, desmantelados y tirados a la basura.

Da la sensación de que una verdadera enciclopedia de saber, tal vez, además, el más original y heterodoxo, es decir, aquel sobre el que sea más difícil obtener un consenso para su publicación en cada momento histórico, sea el candidato mejor favorecido para sufrir la desaparición definitiva. Un disco duro, un pen drive,una tarjeta de memoria... en la basura y a la intemperie, no sobrevivirán en estado de uso ni siquiera un lustro.

Una tableta cuneiforme guardaba muy poca información en relación a su volumen, sin embargo, tenía la potencialidad de conservarla durante milenios. En las condiciones actuales, un inédito confiado a la tiranía del software y el hardware, permanentemente cambiantes, lo será entonces de verdad y para nunca jamás. No quedará en un cajón sometido a los azares del tiempo, sino que desaparecerá incluso de la virtualidad en la que haya ido residiendo mientras, mal que bien, existía. No aparecerán entonces un códice de Milán ni unos manuscritos del Mar Muerto, dejados por nuestro tiempo, en ningún momento futuro previsible. Una vez más será un drama de irrecuperable pérdida de sabiduría y de diversidad.

El juicio del tiempo, el de los contemporáneos, que es el que determina la difusión o no de una obra, se volverá entonces materia aún mucho más inapelable, pues la no difusión, lo será no solamente para la contemporaneidad, sino que se extenderá a cualquier línea de futuro imaginable. Así, las ideas alternativas, no admitidas, heterodoxas, incomprensibles, intolerables, criminales incluso, o radicalmente equivocadas según el sentir de cada momento, además de las simplemente tachadas de aburridas, malas o de impopulares (que no es lo mismo), no gozarán de la segunda oportunidad de la que sí han disfrutado tantas ideas del pasado, tenidas por locas, estúpidas, acientíficas, peligrosas, heréticas o descabelladas en su día y que en cambio contenían importantes semillas de verdad vistas a la luz de un saber posterior o actual (aunque igualmente sujeto a revisión en tiempos futuros), y así, en resumen, no habrá lugar a ese juicio de apelación que a veces reserva el futuro para lo que hoy desdeñamos, por la simple y sencilla razón de la desaparición verdaderamente definitiva de los conceptos, creencias y pensamientos de todo tipo no confiados a ‘los papeles’ y que hubieran podido quedado quedar largo tiempo en letargo para poder poder ser redescubiertos y sometidos a nueva consideración, a revisión y cumplido estudio.

Y el segundo problema, de una magnitud tal vez aún mayor, es nuestro desconocimiento real de cuál sea la verdadera fiabilidad del soporte al que le estamos confiando el saber acumulado hoy en día por la humanidad.

Este soporte, en la actualidad, es predominantemente electromagnético y lo será mucho más abrumadoramente en un plazo muy corto. El más que previsible paso de la desaparición del libro físico, tal vez en un máximo de veinte, cuarenta años, quedando relegada su existencia al nicho de los artículos de lujo o de objeto de veneración para nostálgicos, supondrá que el repositorio del saber humano migrará a otro tipo de existencia, mucho más barata y multitudinaria, pero de alguna forma mucho más de evanescente, confiada a soportes digitales, parte de ellos físicos en poder de los usarios, y parte de ellos, y cada vez en mayor cuantía, según pase el tiempo, en soportes distribuidos en lo que hoy llamamos la ‘nube’ (y mañana quién sabe), pero que consiste igualmente, en esencia, en un soporte físico electromagnético, cuyo contenido se distribuye por cable o por satélite tanto para generarlo de ida como para recuperarlo de vuelta, y se almacena mediante las no poco volátiles corrientes electromagnéticas, –y dentro de bien poco en fluídos mixtos tecno-biológicos o en evanescencias cuánticas–.

Pues bien, de la misma manera que la magnitud de cualquier catástrofe natural (o inducida por el hombre) que pueda esperarse, siempre habrá un momento indeterminado del futuro en el que una cualquiera de ellas por ocurrir, superará la magnitud de otra anterior conocida, porque siempre se puede esperar una inundación mayor, una erupción mayor, un meteorito mayor, una guerra mayor, etc..., el más temible enemigo de una sociedad que deposite todo su saber en soportes electromagnéticos será entonces precisamente una tormenta electromagnética de la suficiente magnitud –u otro fenómeno natural–, sin olvidar un conflicto atómico, u otra obra futura de la pravedad humana que todavía no conozcamos o hayamos intuído, y que la habrá sin duda, cabría añadir.

El no haberlos experimentado en los escasos ciento cincuenta años en que nos manejamos con este tipo de conocimientos, y sus tecnologías derivadas, no descarta en absoluto que no los haya habido ya y que no pueda haberlos en lo sucesivo. Un aumento súbito de radiación, incluso de muy corta duración, puede dejar a la especie más o menos intacta, algunos millones de cánceres arriba o abajo, pero posee el potencial de descabalar irremediablemente todos esos ceros y unos amorosamente acumulados en óxidos de silicio dopados con tierras raras y en discos cerámicos y metálicos de altísima tecnología. Nuestras cintas, nuestros discos duros, nuestras cámaras de seguridad, nuestro saber todo y nuestro mundo, pueden convertirse en el equivalente a un montón de arena de un instante para otro, y aún suponiendo la fortuna de quedar los humanos, como tal especie, todavía intacta.

Será como la destrucción de la biblioteca de Alejandría, a millones de veces su escala. Por nuestro propio bien futuro, y el de nuestros descendientes, sigamos generando también diversidad de soportes. Que se guarden, por favor, cinceladas en piedra, o escritas y protegidas en pozos de enorme profundidad, y en muchos lugares, las ecuaciones de Maxwell, la tabla periódica de Mendeleyeiev, las fórmulas relativistas, la descripción del mecanismo del diferencial, la obra de Darwin, el descifrado del código genético y la coral de la Novena sinfonía de Beethoven, para ir empezando.

Y suban, por favor, y tranquilamente a la nube, en millones de copias, la Biblia y el Corán, y las obras completas de Paris Hilton o de Justin Bieber, si así les parece.



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