domingo, 25 de marzo de 2012

¿Acato y respeto?

Sopire, lenire... (adormecer, aliviar...). Alessandro Manzoni, Los novios.



Ni acato ni respeto. Tal manifestó Gaspar Llamazares, con tan meridiana y provocadora claridad, con respecto a la sentencia condenatoria al juez Baltasar Garzón por prevaricar, según muy discutible parecer, en el asunto de las escuchas del caso Gürtel.

Y hacía referencia la frase a esa cansina salmodia, jaculatoria o bisbiseo, a ese acato y respeto, acato y respeto... que un día y otro oímos entonar a multitud de políticos en relación a todo asunto judicial que se falla en contra de sus intereses.

Y no será ocioso pararse a analizar un punto el sentido de ambos términos y su relación con las cosas de todos y las de la administración de justicia, porque bien pueden arrastar los dos palabras más flecos de los que parecen y den cobijo, inadvertidamente, a repugnantes ácaros, efizcamente ocultos debajo del exquisito fieltro de una alfombra tan primorosamente cepillada.

Dice nuestra Real Academia, la del picudo frontal, que acatar significa:

1. tr. Tributar homenaje de sumisión y respeto.
2. tr. Aceptar con sumisión una autoridad o unas normas legales, una orden, etc.
3. tr. ant. Mirar con atención.
4. tr. ant. Considerar bien algo,

junto a algunas acepciones más del término, que no vienen a cuento.

Lo cual visto, llevaría a pensar que a los permanentes emisores de la frase más les valdría decir acepto o accedo en lugar de acato, pues esa sumisión y ese homenaje por allí escondidos no parecen compadecerse muy bien con la situación que se pretende calificar con la frase. Cuando el tribunal emite sentencia en contra de los intereses propios, mal puede uno pensar en decir: tributo homenaje de sumisión y respeto al juez o al tribunal que emite la sentencia. Podría entenderse quizá –por civilizado uso y costumbre de diplomacia y conveniencia del lenguaje político–, el que no proclamen el perjudicado o sus representantes: –me jodo y me aguanto porque no me queda otro remedio–, pero de ahí a rendirle homenaje al juez, ya hacen falta unas tragaderas por cuya exhibición más desdoro que pretendida ejemplaridad parece que vayan a obtener con su comportamiento. Y no digamos en asuntos en los que la propia correspondencia entre lo que muchísimos entienden por justicia y lo que dicta la ley, o sus intérpretes (y cosa verdaderamente compleja este discriminar entre la una y los otros, y por donde llegan gran parte de las disputas, por cierto), es casi inexistente.

Máxime, cuando sumisión, según la alta autoridad al respecto, nuevamente, significa ni más ni menos que lo siguiente:

1. f. Sometimiento de alguien a otra u otras personas.
2. f. Sometimiento del juicio de alguien al de otra persona.
3. f. Acatamiento, subordinación manifiesta con palabras o acciones.

dicho así, y con este juego inesperado y para engarbullar las cosas, más digno de un tejemaneje de picapleitos que de luminosa Academia, de esas definiciones deliciosamente cruzadas en virtud de las cuales sometimiento es acato y acato es sometimiento, y váyanse ustedes a averiguar la explicación entonces, si es que pueden y sin más ayuda, pero que por suerte –cómo no–, acaba viniendo a traernos el viejo padre latín, que siempre llega renqueante pero todavía esclarecedor para echar un cable cuando hace falta y que nos explica que someter significa en tan jurídica lengua muerta, textualmente, poner debajo, en el entendimiento antiguo y tan gráficamente deportivo o de ejercicio de cuartel, pero tan poco relacionado con la idea de justicia, más que en lo que emana de la propia idea de fuerza, de colocar la caliga sobre el cuello de otro, serpiente, infiel o bárbaro que sea, o como en esos espectáculo del debatir de la razón que son la lucha grecorromana, el sumo, el kick boxing o cualquier otra querella reglada de caracter muscular, en la cual gana finalmente la montaña de carne que quede encima de la otra y logre asfixiarla, o casi, sirviendo a continuación la metáfora para tantos otros actos de imperio y de fuerza que no es necesario traer a cuento, de puro manidos.

Así que aquella coletilla acuñada por abertzales y demás adláteres de ese mundo suyo tan propio y cuya comprensión me resulta tan ajena, sin embargo bien parece traída a capítulo y venir más que a cuento, y resultar en una pertinente y hermosa lección al castellano administrada, en perfecto castellano asimismo, y ahí les duela a unos y a otros, que es esa fórmula tan oída igualmente de: acato por imperativo legal, de donde la idea de sumisión y de acuerdo con lo que no se está de acuerdo queda mejor que bien excluída, pero se atiene la expresión al espíritu democrático y de necesaria sujección a la ley, expresando magníficamente la discrepancia junto a la admisión de lo ineludible, y haciéndolo mucho mejor que apelando a esa sumisión de resignados cabestros que viene de contrabando con el término acatar. ¡Dónde va a parar, por dios!, y aunque me duela reconocérselo a sus inventores, tan imperdonablemente feístas pero tan bien iluminados para la ocasión. Y quién hubiera ido a suponérselo.

Acaten pues ustedes, o acatemos, pero por imperativo legal, por favor, y verán cómo quedarán mucho más dignamente sus señorías, o cualquiera, cuando le pisen un callo o el cuello, verán que se les entiende mejor, y habrán expresado igualmente la voluntad de no romper la baraja, a pesar de los pesares y por la causa que sea, y que es en definitiva lo que se quiere venir a comunicar con la fórmula. No siempre decir dos palabras menos resulta más conciso, puede ser todo lo contrario, y resultarlo más y mejor con dos más, y por mucho que el asesor de imagen le reclame desesperado a su educando como si fueran a hervirlo.

Y vamos ahora al segundo término de la frase, el respeto, donde el asunto aún puede resultar todavía más sangrante, pues si la ley puede incluir, para ser ley para todos, la necesidad de su acatamiento –por imperativo de la propia causa por la que existen las leyes–, el reclamado respeto en sí bien puede ser palanca del todo innecesaria para obtener que la locomotora de la ley ande igual de egregiamente.

Volvemos pues a los brazos de la autoridad preceptiva, y nos comunica ésta, desde su caserón del Prado, que respetar son todas estas cosas:

1. tr. Tener respeto, veneración, acatamiento.
2. tr. Tener miramiento (‖ respeto, atención).
respeto.
(Del lat. respectus, atención, consideración).
1. m. Veneración, acatamiento que se hace a alguien.
2. m. Miramiento, consideración, deferencia.

Ninguna de las cuales, excepto tal vez consideración o deferencia, (algo así como un respeto aguado, o desleído al 50%, o como el chiste, oiga usted, un respito...) parecen venir a significar, nuevamente, lo que el penitente viene a querer expresar con la triste salmodia. ¿Veneración, un cazo más de acatamiento (y seguimos cruzando definiciones, que más que diccionario parece un crucigrama), miramiento?

¿Veneración es lo que siente el Gobierno por la junta electoral cuando esta le retira un vídeo de propaganda?, ¿veneración es lo que siente el ciudadano por la ley, el tribunal sentenciador o el oficial judicial cuando estos mandan desahuciar y desahucian, por ejemplo, a quien tenía ya media casa pagada, quitándole la casa, perdiendo la parte de dinero ya entregada y comunicándole a los efectos oportunos que aún sigue debiendo la totalidad de su crédito desde su nueva residencia en la calle?

¿Y veneración a quién o a qué?, además. Se ha de venerar la Constitución, se ha de venerar al Tribunal Supremo o se ha de venerar al señor Carlos Dívar? Y si éste y su alto tribunal, por boca de su portavoz, Gabriela Bravo, consideran “inadmisibles” los ataques “a los integrantes de un poder judicial que actúa con imparcialidad, independencia, rigor y seriedad”... reclamando, evidentemente el respeto y por lo tanto, ut supra, la “veneración” hacia sus personas, deferencia que, al parecer, el cargo debe de llevar adjunta, no parecen comprender que no puede ser así de ninguna manera en democracia operante y efectiva, pues una cosa es el respeto protocolario y la cortesía entre estamentos, más o menos civilizadora, si así se quiere verlo, y el obtener el acatamiento de los ciudadanos –por imperativo legal– a las leyes y a las sentencias judiciales, y muy otra que la ley, las sentencias y sus emisores no puedan ser criticados rigurosamente una y mil veces, discrepar de ellos, execrarlos, si así se cree, y proponer que se cambie lo que se crea necesario.

Tal cosa es la democracia y así lo proclama el viejo adagio británico tan citado como olvidado: –no estoy de acuerdo con lo que dice pero daría mi vida para que usted tenga derecho a decirlo–, o argumento parecido e impecable en el espíritu, que no en mis palabras exactas, citadas de mala memoria, y que tan bien retrata las diferencias en el entender del asunto entre demócratas verdaderos y otros demócratas a los que tal vez les falte todavía un hervor contra los bacilos del autoritarismo.

Algo bien fácil de comprender, parecería, pero que tampoco debe de ser lo mismo que entiende Monsieur Sarkozy, en su enésima boutade, con esa abracadabrante proposición de penar a las personas que accedan a las webs en las que se incite a la violencia. Más o menos, proponer el llevarme a la carcel en mi calidad de fumador de Ducados, antes que cerrar la fábrica de los mismos. Cosas veredes, Sancho.

Si además, y en lo personal, los representantes de la ley (o de la política) no son siquiera capaces de discriminar entre sus libérrimas –por supuesto–, crencias políticas y religiosas, y su función de juzgar y actuar por encima de las unas y de las otras, como intérpretes estrictos de la legalidad, y se abandonan a espectáculos que ellos tal vez no los consideren así, por causa seguramente de su propia insensibilidad y –cosa terrible para jueces– su incapacidad para discriminar entre actos públicos y privados, pero para muchos perfectamente calificables como sumamente inadecuados, por no decir prácticamente impresentables como, por ejemplo, en el caso del citado Carlos Dívar, Presidente del Tribunal Supremo y del Consejo del Poder Judicial –nada menos–, con aquel besamanos público a un representante de la iglesia católica, pues al igual que por ninguna parte ni por ningún estamento se le va a exigir el tratarla con desprecio, lo que sería absurdo y seguramente ilegal, no parece tampoco en absoluto necesario, ni recomendable, mostrarse obsequioso, servil y feligrés, como las fotografías inapelablemente atestiguan, con unos representantes de parte que otra parte considerable de la nación no tiene por suyos, y por que más que tenga todo el derecho a serlo en lo que atañe a su vida privada, pero no cuando esté investido de función pública que exigiría, tal es la palabra adecuada –aunque no por imperativo de ley en este caso, vaya por dios, y qué curioso–, un continente personal de estricta imparcialidad. Y qué menos que exigírsela a quien hace su profesión de ella y a quien manda a su portavoz a llamar al respeto a la misma. ¿Cuál imparcialidad, la de besarle la mano al obispo? Podrán llamárle al asunto libertad, que tampoco será fea palabra, y si así lo desean, pero imparcialidad no, qué vamos a hacerle.

Lección que muy bien pudiera haber aprendido de la periodista Ana Pastor, entrevistando a personaje tan poco fácil como el presidente iraní Mahmud Ahmadineyad, desde el necesario respeto (sin veneración) a su persona y cargo, pero también desde el respeto a sí misma, con su melena tristemente encarcelada por religiosa fetua, pero escapando finalmente libre y feliz de debajo del pañuelo, sin que se le diera una higa, y ateniéndose perfectamente al respeto (y esta vez sí con veneración, supongo) a su profesión de ella, que consiste en preguntarlo todo, lo que gustara al mandatario y lo que no, lo protocolario, pero también lo necesario y lo debido a la audiencia del servicio público que estaba prestando, igual que el que presta el juez, pero sin servilismos innecesarios y que estarían de más. Y esta vez, ahorraré la explicación del latinajo servilis, por felizmente meridiano y fácil. Basta con intercalarle un espacio en el lugar exacto.

Y lección igualmente para Soraya Sáenz de Santamaría, en igual actitud que el juez, pero ella ante el obispo Blázquez, quien se permitió ¡nada menos! que opinar pública y negativamente hace bien poco sobre su vida privada y su matrimonio civil, lo que ya es expresión de barbarie, de falta de protocolo y de actitud de parte, y a quien sin embargo ella, esta mañana, radiante la mirada (fotos en prensa igualmente), le permitía que la tomara de las manos, no en saludo profesional y eficaz, operativo, neutro, entre iguales, sino como padre amántisimo nuevamente acogiendo a su feligresa pecadora, y atestiguando que, evidentemente, y a juzgar por la cara, no sólo le respeta, sino que le reverencia o venera. Y que le reverencia en nombre de todos, por lo tanto, y quizas así lo crea seguramente nuestra representante desde la altura de su cargo, y lo considere un bien de caracter general.

Con más de una y más de dos que yo me conozco tendría que haber topado el arzobispo, después de insultarlas, y ver cuál sería el comportamiento de una persona libre, entera y completa en acción, además de civilizada, lástima.

Así que ni acato ni respeto, acatar solo por imperativo legal, y de respetar lo justo, respetar a lo sumo, e igualmente por imperativo legal, a la ley misma, pero dificilmente a las personas en sí y menos aún a tantísimas de aquellas portadoras de tantas sacras representaciones e investiduras a las que no honran, o mejor, deshonran por ideología de parte, en los casos más suaves, y por comisión de delitos, igualmente por encargo de parte, como las financiaciones irregulares de los partidos o directamente por uso y beneficio propio del cargo, con sus expolios, y a todos lados mirando, bien se entiende, norte y sur, izquierda y derecha.

Así que hora sería de proclamar que tantos honorables y excelentísimos y, visto lo que ha habido que ver, honorable Camps, honorable Matas... y lo que quedará por ver, tienen, a lo sumo, el derecho protocolario a disfrutar de los títulos y, junto a ellos, el deber de apechugar con las críticas, que va con el sueldo.

Y si intolerable es para ellos que se opine, critique o se haga escarnio público, befa y mofa de lo que para muchísimos es risible, vayan y cambien la constitución para convertirlo en delito, si pueden, pero intolerable (y con igual derecho al uso del término) lo es igualmente para los administrados el que los administradores no sean imparciales, no sean honrados, no sean intachables en el desempeño de cualquier cargo público y que, en consecuencia, también pueden proponer a traves de sus representantes, o mientras todavía puedan, el cambiar las leyes necesarias para corregir los abusos de ley. Que, por cierto, son materia infinitamente más grave que una burla o una palabra más alta que otra.

Los fusilados ilegalmente siguen esperando en sus fosas la llegada de la ley con sus palas para desenterrarlos y con sus preguntas por hacer, pero esto, al parecer, es delito. Poner ante la justicia a los responsables del expolio Gürtel, con los medios habituales que usan los jueces para poder hacerlo, intervenciones y escuchas, también es delito.

¿Qué es lo que es intolerable, entonces, qué es más intolerable, qué es lo que hay que acatar y respetar según los intérpretes de la Constitución? Sería deseable que lo interpretaran de una vez, que para eso se les paga, y si sólo cabe interpretar lo que se interpreta, entonces lo que habrá que cambiar será la ley o a sus intérpretes, o a ambos, y eso también habrá que proponerlo y decirlo, sea o no desacato, y con todo el irrespeto debido que cada caso genere y merezca, por supuesto.


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2 comentarios:

  1. Y con todo, y si me permite, exigente, sutil e infatigable señor filólogo, don Alberto, hubiera sido ese `acato y respeto` una retórica, un arma, un vade retro, al avanzar torcido de las sentencias, un poner en su sitio, empujándolos, a los jueces, el arma que les mentara que, a pesar de la humana falibilidad, son ministros del santísimo sacramento de la justicia, aun mediado el sacramento por las leyes, administradas y sacramentadas estas por las sentencias que van dictando -pero nunca sacramentadas en la acepción de disimular y aun de esconder y ocultar, que también tiene este verbo, la que acatan, fervorosos, estos ministros-, sentencias que debieran hacernos partícipes a todos de la hostia de la ley, que ya no digo justicia, en lugar de servirse sus señorías de ella -de la hostia, digo- para, en efecto, como cueros melindrosos, pretender someternos y humillarnos mientras nos hacen tragar por la fuerza las ocultaciones y los disimulos que se han hecho hábito en sus actitudes, actuaciones y sentencias.

    Deslumbrada y agradecida, su leal anónima ...

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  2. Novela policíaca -'Cuestión de fe', Seix Barral, 2010; videntes, consultores astrales y taroristas-, de Donna Leon, ya usted sabe, una norteamericana enamorada de Venecia, ciudad en la que vivió gran parte de su vida y en la que se halla instalada en la actualidad, al punto de que la traductora de sus novelas, redactadas en inglés, está obligada a dejar tal cual docenas de nombres y expresiones en el italiano en que fueron escritas. En esa misma Venecia vive y trabaja, esta vez durante el ferragosto, el comisario Brunetti. Un juicio, con sus magistrados, sus togas y birretes, sus funcionarios, sus avvocati, sus denunciantes y sus acusados, bien dispuesto pues el teatro para comenzar otra función: "La sala estaba dotada de un sistema de megafonía, y había micrófonos delante del juez y en las mesas de los abogados, pero el sonido fallaba y las voces que salían de los dos altavoces situados en las paredes estaban distorsionadas por los parásitos, no se entendía una palabra (...) Brunetti se preguntó si también los jueces se aislarían del sonido y se limitarían a observar los gestos, si habrían aprendido a distinguir la verdad o la falsedad de lo que se decía por los ademanes que acompañaban a las palabras no escuchadas. Además, en una ciudad tan pequeña, cada abogado tenía una reputación que daba la medida de su integridad, de manera que lo único que tenía que hacer un juez experimentado era leer los nombres de los que representaban a cada una de las partes para saber dónde estaba la verdad. Al fin y al cabo, la mayoría de lo que se decía eran mentiras o, cuando menos, evasivas e interpretaciones interesadas. DE TODOS MODOS, LA FUNCIÓN DE LA JUSTICIA NO ERA LA DE DESCUBRIR LA VERDAD, SINO LA DE IMPONER EL PODER DEL ESTADO A LOS CIUDADANOS". No he podido dejar de recordar este posteo, no por la novedad de lo leído, sino por la reiteración de la realidad en los libros. No hay manera de escaparle, al parecer, vaya donde vaya uno. Saludos.

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