miércoles, 14 de marzo de 2012
Miguel Espinosa: la piedad, la admonición y la burla (I).
Voy a entregar unas líneas sobre este escritor excepcional. Para algunos, entre quienes me incluyo, el mayor novelista español del siglo XX. El único en España quizás, cuya obra pueda resultar comparable con la novedad, la radicalidad y la originalidad de las de Jaroslav Hasek, más, y de Bogumil Hrabal, menos, o de Herman Hesse, incluso. Más y menos en las similitudes, que no en la majestad, si se me permite la palabra. Pero también están en su obra Rabelais, Góngora, Cervantes, Descartes, los presocráticos... en fin, el mundo.
Obra tan excepcional que, según cuenta la leyenda, Rafael Conte, que fuera el máximo exponente de la crítica literaria española, empeñó su voluntad y todo su prestigio, ya en el cénit de su carrera, para obtener algo imposible. Que el Ministerio de Cultura le otorgara de manera póstuma el Premio Nacional de las letras, cosa taxativamente prohibida por los estatutos del mismo. No lo logró, aunque al parecer faltara poco para ello, pero la anécdota y la intención ya expresan lo suficiente.
Añadir, como opinión propia, que Espinosa enfrentó además, y pienso que voluntaria y conscientemente, la inabarcable y asombrosa tarea de pretender reescribir El Quijote, desde la misma dimensión intemporal, humana, moral y filosófica, pero ceñido igualmente a la más sangrante realidad de su tiempo –y de todos los tiempos–, armado de un lenguaje originalísimo, centelleante, desafiante, explosivo y difícilmente imitable. Algunas solas páginas de su obra valen toda la obra de muchos escritores estimables. Y lo valen desde su forma y su fondo, por la luminosidad y precisión del cómo se dice y la hondura del qué se dice, siempre imbricados, simultáneos, inseparables y lanzados al mundo en una forma sorprendente de arte mayor.
No logró finalmente reescribir el Ingenioso hidalgo, y tal vez nadie pueda hacerlo ya y por la misma razón por la cual ya no se puede volver a postular el teorema de Pitágoras, pero no le quedó lejos, logró armar un mundo de mundos, una metáfora de los seres y de las cosas y no quedó segundo a nadie, excepto a su modelo. Alcanzó en Escuela de Mandarines y en La Fea burguesía la altura de las hipérboles de Rabelais, la chispa y la capacidad de andar pegado al suelo de la Celestina y de la mejor picaresca, la hondura moral de Leonardo Sciascia, la concisión brutal y la lógica inapelable de Rafael Sánchez Ferlosio y la trascendencia y la pretensión de retratar, y de vengarse del mundo del propio Miguel de Cervantes.
Junto a una arquitectura inusual en sus novelas, la libertad de pensar, la osadía intelectual, la sabiduría, y también la burla y el sarcasmo más escarnecedores junto a la piedad más homérica atraviesan la obra de este moralista implacable, moralista de aquellos que aman la vida, no de los que alumbran inquisiciones y tormentos, y que parecía poseer la capacidad de ver y penetrar acontecimientos, situaciones y seres con la lupa de la omnisciencia, pintando un arcoiris de todas las luces, desde las más abyectas a las más sublimes.
Y al igual que Cervantes, también fue un perdedor en su día a día, duro, injusto y habitado de escaseces, considerada su obra por pocos y despreciado y maltratado por muchos y por la cotidianidad mezquina de las cosas y de los hombres peores, con su pequeñez, su ignorancia y su envidia.
Tal vez le faltó su Argel o le sobró una mano –quién sabe– y hoy, a los treinta años de su fallecimiento, a los veinte de la publicación póstuma de La fea burguesía y a los treinta y ocho de la de Escuela de Mandarines, año 1974, que le llevó veinte años de escritura, a tiempo casi justo para colocarla a modo de losa inamovible y de befa sobre la tumba del dictador, quien transita como sombra y ectoplasma del poder por todo el sótano y los cimientos de la novela; quiero rendirle homenaje por la radical actualidad de sus páginas, y por los siglos que le quedarán de lo mismo, porque los tiempos, mudanza a mudanza (y quiénes hubiéramos ido a imaginarlo hace solo treinta años) ya son casi nuevamente sus mismos tiempos, y esta constatación tan dolorosa, y al margen de muchas otras razones, ya lo justifican y dan cuenta de su actualidad, que no es la del hallazgo del día o la de la vigencia efímera de la crónica periodística, sino de aquella que permea lo clásico para convertirlo en vigente y siempre ejemplificador.
Transcribo a continuación la mayor parte del capítulo 12, Razones matemáticas, de su Escuela de mandarines, como testimonio de su vigencia social y literaria y de la potencia descriptiva de su escritura.
Otro día traeré su venganza, pero también su piedad, que tan necesitado sigue el mundo de ella, transcribiendo fragmentos de La fea burguesía.
Miguel Espinosa. Capítulo 12. Razones matemáticas, en Escuela de Mandarines, páginas 136 a 141, de la edición de Santillana S.A., Editorial Alfaguara, copyright 1992 de Herederos de Miguel Espinosa, y de la editorial citada, la edición.
... –Recorro el Imperio con doble misión –continuó Trenio–: recoger los sinónimos del vocablo becario y calcular los ingresos de las autoridades, lugar por lugar y rincón por rincón. Con parecer arduo el primer empeño, el segundo resulta imposible para un sólo individuo, por lo cual viajo con trece calculistas, capaces de multiplicar mentalmente hasta cuarenta guarismos de cuarenta cifras y hallar su raíz cúbica con veinte decimales.
–Y ¿son adictos estos calculistas, o simples contratados? –inquirió Abellano.
–Son estipendiados y meros técnicos –repuso Trenio–. Operan con números, reciben sus salarios y nada preguntan; comen mucho.
–A esto se llama eficacia –sentenció Contecio–. ¿Qué opinas de la “Regla Para Calcular en Dieciocho Jornadas el Sueldo de una Autoridad”?
–Desde los orígenes de la Feliz Gobernación –contestó Trenio–, legiones de estudiosos quemaron arrobas de aceite por encontrar una fórmula capaz de resumir los beneficios de las autoridades. Hacia el año 872430, un cierto Brisaldo, alguacilillo de Celebraciones, inventó el “algorritmo Imperial o Receta que halla los Totales Ingresos de cualquier Prohombre”. Mucho dio que hablar la novedad; pero, tras cien mil polémicas, probóse su inutilidad. El Procónsul Filadelfo prohibió la investigación de sistemas para averiguar las nóminas de nuestros gobernantes, por lo cual la afición cayo en desuso y regresión, como tantas en tiempos del autócrata. Imperando Fulpino, el Mandarín Matemático creó la Escuela de Calculistas, donde floreció un grupo querenciado por la vieja cuestión. Domarco, persona de la facción, fundó la Polimántica, o “Ciencia que computa las Ganancias de Quienes nos rigen”: De ahí surgió Zopiro, autor de la citada “Regla”, obra mediocre y torpe, repleta de falsedades. Nuestro hombre, escribanillo del Gran Lego de los Emolumentos, poseía mentalidad de recetario, quimerizada por la panacea de la fórmula. Brisaldo, Zopiro, Domarco, incurrieron en la equivocación de concebir los ingresos de las autoridades como forma de lo general, cuando son manifestacines de lo particular. Pensando de aquella manera quisieron abstraer consecuencias de tales sucesos, y elevarlos a teoremas; más de lo particular no cabe decir universal; el problema sólo admite relato y estadística. En cualquier caso, la Polimántica será un arte, pero jamás una ciencia.
– ¿Y en qué consiste ese arte? –preguntó Contecio.
–En hacer sencillamente las cuentas a las dignísimas autoridades –aclaró Trenio–,
cargo por cargo,
función por función,
asimilación por asimilación,
adjuntía por adjuntía,
plus por plus,
emolumento por emolumento,
estipendio por estipendio,
dieta por dieta,
nómina por nómina,
gratificación por gratificación,
gaje por gaje,
remuneración por remuneración,
minuta por minuta,
obvención por obvención
viático por viático,
subvención por subvención y reintegro por reintegro.
–¡Arte de paciencia! –exclamó Pascalio.
–Y de fantasía –añadió Abellano–. Se me fríen los sesos de imaginar la cuenta del famoso Donato, que gozó de tres mil beneficios y llegó a firmar como Tribunal de Instancia.
–Hacer la cuenta a Donato sería hoy ejercicio para parvulitos –puntualizó Trenio–; tanto en las prebendas como en la copia de sus adulaciones, el Panegirista de Filadelfo está superado.
–¡Vaya! Y ¿quién ocupa ahora el primer lugar?
–Se lo disputan Filostro y Odenzo –manifestó Trenio–, personajes odiados por todos los calculistas. Sabed que Filostro disfruta los siguientes cargos:
Filósofo Enmucetado y Contrastado,
Gran Lego de los Enmucetados,
Lego de Antipanfletos,
Boca de la Réplica al Panfleto,
Ditirámbico del Hecho,
Fiscal de Silenciosos,
Amonestador de Ateos,
Remunerador de Servicios,
Lengua de la Palabra Ortodoxa,
Oídor de Purgados,
Pastor de Prosélitos,
Juez de Condescendientes,
Mentor del Jornal de un Bracero,
Lego Anexado de los Relatores del Hecho,
Secretario de una Residencia de Becarios,
Instructor General de Irresolutos,
Padre de la Palabra a Punto,
Oficial de las Rápidas Respuestas,
Encomiasta de lo Estatuido,
Espía del Bien de Todos,
Vademécum Universal de Reflexionados,
Maestro de Aquiescentes,
Nominador de Demiurgos,
Elector del Vocablo Sibilino,
Lego de los Sustos,
Director Espiritual de Afectados,
Acuñador del Fonema Punzante,
Relator de los Preceptivos Cielos,
Inspector de la Mueca tras la Voz,
Procurador de la Hogaza Estatal,
Heredero Universal de la Dialéctica del Bote y del Rebote,
inventada por el Lego de las Posibilidades y otros cien más, que callo para no fatigaros con minucias.
–Por los Dioses, ¿son remunerados todos esos cargos? –preguntó Pascalio.
–Absolutamente todos, –contestó Trenio–, según un sistema tan complejo que el propio Filostro ignora sus ganancias. Por ejemplo, como Fiscal de Silenciosos, función casi honorífica, cobra cuarenta mil monedas básicas, más un acrecimiento del trece por ciento por cada callacuece advertido, cifra que sube al quince cuando el taciturno exhala siquiera un suspiro en alabanza de la Feliz Gobernación; si el silente porfía en el mutismo, aquel trece aumenta inexplicablemente en un tercio de su elevación al cubo. A la suma obtenida debe añadirse el importe de las dietas, computadas por meses de cuarenta días si el Lego de los Sustos recorre las provincias, o de treinta y cinco, si habita la Ciudad; también los imprevistos de representación, la cuota del riesgo y la llamada Sextena, argucia que le permite recibir cuanto cobrarían seis Fiscales de Silenciosos, si los hubiere; se justifica tal por opinar que nuestro hombre sustituye a seis. Luego viene la porción de daño sufrido, invención que embolsa a Filostro el salario de un Historiador Enmucetado; inmediatamente...
–¡Maldito perro! –exclamó Abellano.
–Inmediatamente –prosiguió Trenio–, aparece la institución de reserva,
las acumulaciones,
la porciúncula,
las obvenciones,
el reparto,
las tasas,
las alcábalas,
la prima de dedicación,
el cuscurro,
la provisión,
los lustros,
que son quinientos, y otras enrevesadas apreciaciones, cuyo sentido ignoran el pagador y el beneficiado. ¿Quién podría hacer la cuenta exacta? Indudablemente nadie, ni siquiera con aproximación de millones.
–Si los calculistas y tú, meticulosos expertos, os declaráis impotentes, ¿cómo puede Filostro conocer sus ingresos? Dímelo –manifestó Pascalio–
–Por el expedito procedimiento de arrojar las monedas a una troje y contarlas después –replicó Trenio–. Aún así, nuestro Juez de Condescendientes jamás tendrá saber real de sus beneficios, pues precisa de cincuenta cajeros para hacer el arqueo, y es de suponer sisa, amén de las naturales pérdidas en los dos acarreos preceptivos: de las oficinas públicas a la troje, y de ésta a su casa. Hemos previsto que Filostro pierde en tales operaciones un tres por ciento del total percibido. Empero, ese total sigue siendo una incógnita.
–¡Las ganancias de Filostro! –comentó Pascalio–. He aquí un problema no resuelto por la ciencia. Los adversarios de los mandarines habrán de callar, entregarse y reconocer su fracaso en esto.
–¡No nos entregaremos! –exclamó Abellano–. El Lego gana quinientos millones. ¿No es verdad, Trenio?
–La cifra debe de ser mayor.
–¡Mil millones! –gritó Abellano.
–Como científico y hombre que ama los números, sólo puedo ofrecer esta hipótesis: “En el mundo se da que un cierto Filostro, Lego de la Feliz Gobernación, percibe una cantidad de monedas mayor que ochocientos millones y menor que equis”.
¡Pero ignoramos el valor de equis! –dijo Trenio.
–¡Diez mil millones! –sentencio Abellano. Y todos, como enloquecidos, comenzaron a discutir sobre los ingresos del Oídor de Purgados, haciendo caso omiso del especialista. Y como bebieran, acabaron ebrios.
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Alberto, gracias por el ojo o el acierto en la selección, es seguro que quien no haya leído a Miguel Espinosa querrá leerlo; en mi caso, ni a J. Hasek ni a B. Hrabal, a Espinosa una buena parte, así que tomo nota de tu índice apuntando a los checos. Pero yo entré a muy otra cuestión. Si no has leído estas líneas de Juan Espinosa sobre su padre, léelas. Lo que cuentan los hijos sobre sus padres suele ser algo que sumar o restar a lo que sea que creyéramos que fueron, caso de que sepamos quiénes son sus hijos, pero en todo caso como aproximación bien poco fiable, aparte descontar la piedad interpuesta y que las biografías contadas, además, suelen ser épica tontorrona. Con todo, en este caso, me ocurrió algo particular: por una parte casi fui capaz de aproximarme a la infancia de este niño, junto a un padre tal vez excesivo para cualquiera de ellos y, por otra, me llegó como un esforzado afán de sinceridad por parte del adulto que, después, redactó la semblanza. Con frecuencia ignoro la biografía de aquellos a los que leo, pero esta aproximación a Espinosa... ¿cómo decirlo? ... me sirvió para, en cierta medida, entender más y mejor lo que dejó escrito. Un saludo.
ResponderEliminarhttp://www.um.es/acehum/miguel_espinosa_mi_padre.htm