domingo, 13 de marzo de 2016

Hoy es viernes. Sin embargo, llueve.

La frase que titula, así expresada o cosa parecida, pues no me apetece ir a buscarla, es una frase hecha que califica aquellas conclusiones que no se siguen de sus antecedentes. Procede del siglo XIX, y ahorraré los detalles para no alargarme. Pero se me asoció, al recordarla, a mi vieja costumbre de regalarle, a quien acredite el adecuado merecimiento, una sartén para zurdos.

Y porque me manejo hace largo tiempo con ese tipo de manufacturas, conozco que el non sequitur, que arriba se hace patente de inmediato, aquí aparece con menor rapidez, pues siempre me encuentro a quien me contesta con un —gracias— o un —¡qué buena idea!— y a otros que, en lugar de mandarme de inmediato a freír espárragos con ella, me preguntan escamados, pero todavía esperanzados, cuál es exactamente la diferencia. A estos les reservo el refinamiento final. Muy serio, les explico que, evidentemente, las sartenes para zurdos son las que llevan el mango a su izquierda. Pues bien, con todo y eso, aún he coleccionado algún caso que contestó: ¡Ah, claro!, en lugar de partirme la cara.

Debe de ser por esta razón, el placer de dar por saco, si se me permite la culterana expresión, que el PSOE, cuando propone un gobierno para zurdos, le coloca el mango a la sartén por la derecha, con la pretensión, imagino, de neutralizar un poco su explosivo carácter y convertirla así en sartén para centristas, de esas que, como cualquiera sabe, no tienen asas ni mango para poder elegir qué mano prefiere quemarse el usuario, y que lo mismo valen para una paella a la vasca que para unos langostinos de Cuenca o unas berenjenas de piscifactoría y, ¡hala!, a pasearla por ahí como si fuera el Santo Grial, a ver quien la compra. Y como ese tipo de recipiente se manufactura sin mango, ex profeso, cada cual queda invitado a experimentar su infinita sacralidad agarrándolo por donde mejor le cuadre.

Así que, los invitados se apresuran a ello como si el jarro fuera ubre de ubérrima vaca, pues es como lo venden. Unos le buscan la sustancia por este lado, otros lo pellizcan por el otro, otros empujan de arriba tapando por abajo, lo que a la ubre le duele como no imaginan, y otros dan consejos como mirón de obra pública: —Chupa de allí, aprieta de acá, ¿por qué no lo pinchas?, prueba con una ventosa, pero hombre, ¿cómo se le ocurre a ese animal ponerle los labios a la sartén para sorber? Si es que tiene que haber de todo—.

Pero ese contenido y su recipiente resultan en su conjunto un artificio milagroso, pensado todo él mucho más para darle envidia a elevadas construcciones intelectivas —tipo Harry Potter—, que como decálogo severamente impreso en granito de nuestras incomparables cordilleras. 

En principio, la cosa que contiene el bote se llama programa, como en los teatros y en los circos y, teóricamente, ha sido escrito, afirman, con la intención de que dé leche y chuletones, pero, en realidad, conforme lo agarra cada posible cliente interesado en la compra va sentenciando: —Parece una bota de vino, pero está vacía—. —Pues para mí que es naranjada, pero está hecha con limones, no me gusta—. —Tú eres un farsante, es evidente que es una litrona de cerveza rellena de agua de chufas—. —¡Anda ya! Pero, ¿no ves que es una garrafa de aceite esencial de socialdemocracia?—. —¿¡De socialdemocracia!? Pero si está llena de burbujas neoliberales, casi hay más burbujas que líquido, ¡puaj!, valiente brebaje... ¡hazte con él una irrigación, capullo!—.

Y andan a la greña los compradores con ese destilado que nos vamos a tener que beber todos a la fuerza antes o después, aunque nadie sepa en qué consiste exactamente —y los que menos lo saben, sus fabricantes— y del que lo único claro es el nombre que van a ponerle, Ambrosía, que contiene un líquido infinitamente elástico, de tonalidad arco iris traslúcido, sin olor, sabor ni textura, y de una consistencia entre la del plomo y el neón, según la luz a la que se contemple. Y puede comprimirse una botella de Ambrosía hasta el tamaño de un garbanzo, o expandirse su benéfico efluvio hasta perfumar un estadio. 

Es más, la intención del brebaje es clara. Lo que se pretende es que el que quiera leche vea leche de vaca asturiana, con toda su nata y hasta los cuernos, el pelo y las pezuñas, si mira bien, el que vino, vino —de Rioja, por supuesto, y de la mejor añada— y el que limonada, limonada valenciana sabiamente granizada. Ríanse de la quintaesencia o de la piedra filosofal, está ideado para que Rajoy estudie en él a fondo el Marca sin necesidad de gafas, asesor ni silabario y para que Monedero, escarbando con una pipeta, encuentre postulados de Gramsci, o Rivera, las obras completas de Adolfo Suárez, pero en edición revisada, expurgada y encuadernada en exclusivas pieles de republicano e independentista, bien curadas y delicadamente cosidas entre sí.

En cuanto a lo que le encuentran sus autores al engendro, les da lo mismo por completo, así como con lo que esté hecho, a lo que sepa y para lo que sirva, mientras se use para lo que tiene que usarse, que es echárselo a un sillón presidencial de terciopelo, sentarse en él, que aquello solidifique y que no se encuentre manera de despegar del sillón al afortunado sistema cognitivo que lo ocupe. Pues es de todos conocido que, en el PSOE, no se sienta el personal con lo que se sienta cualquier cristiano, incluso un musulmán, sino con sus entendederas, pero precisamente por el gusto dialéctico de sintetizar contrarios y para poder afirmar que algo de marxismo todavía circula por sus venas de sangre rosa pálido, atornasolada de azules. 

Así, con todos estos ingredientes, nos gobernará el PPSOEC’SPODIUERCCPNVBILDBBVAJUJEMIBEXMERKL y de las JONS, con notas distintivas de exclusivo perfume francés LE PEN y mínimos raspados de corteza de Willy Brandt, esto último sólo como excipiente.

Sírvase tibio y degústese con exquisita mesura. Experimenten la feliz gobernación.

lunes, 7 de marzo de 2016

Alguna modesta observación (II)

Con referencia a la observación de un lector sobre la entrada anterior, voy a intentar desarrollar aquello a lo que su consideración me condujo.

Es del todo posible que en ese posteo me haya dejado llevar por un cierto optimismo, al presuponerle a los Borbones o a la Corona la capacidad de pilotar un viaje hacia una mayor modernidad democrática. Pero no fue buenismo o ingenuidad lo que me llevó a esa consideración. Al tratar de ponerme en el lugar de una institución que para nada estimo, pues soy republicano a secas, sin matices, no quise hacer un ejercicio de desprecio a la misma, sino obrar o comportarme como el jugador de ajedrez que ha de ponerse en el lugar del adversario para entender la situación sobre el tablero.

Y lo que me quedó claro del análisis —que puede ser perfectamente equivocado— es que la existencia de la Corona en España depende una vez más, como después del 98 y de los desastres del africanismo en los años diez y veinte del siglo XX, de la unidad de la patria, para expresarlo con el lenguaje de quienes se muevan en virtud de tal concepto.

No valieron ni en el XIX, ni en el 98, ni en esas tres primeras décadas del siglo XX las soluciones militares para mantener aquella unidad —colonial— de entonces y la Corona pagó el precio con su desaparición, como lo pagó la habsbúrgica al final de la Primera Guerra Mundial. Aquel imperio se desmanteló en una semana después de una agonía de décadas, y la Corona marchó al museo, y una semana fue una semana, no un decir ni una figura retórica.

Del mismo modo, en España, no pudo el militarismo mantener unidas las costuras exteriores y, a malapena, pudieron la dictablanda de Primo de Rivera y la posterior dictadura fascista de Francisco Franco mantener unidas las interiores, mal recosidas y repetidamente zurcidas desde la Edad Media. La transición y el posterior régimen surgido de ella, semidemocrático a ese respecto y en el que nos desempeñamos desde entonces, trataron de enterrar el problema bajo paletadas de café para todos que, mal que bien, sostuvieron el invertebrado esqueleto (a lo Ortega) igual de desarticulado que hace cien años hasta la crisis del 2008-2009.

El problema es que los cánceres de piel o de hueso no se curan con tisanas y que esta crisis última no ha sido precisamente un par de años o cuatro de actividad económica deslucida, como lo fueron las anteriores desde la posguerra, sino una auténtica descarga de armas nucleares contra un sistema que, desde la caída de los fascismos, incluso desde antes, prácticamente desde la Revolución Francesa y la Revolución Industrial y en todo el mundo ‘civilizado’, para entendernos, no sólo prometía, sino que ciertamente proporcionaba un progreso constante, infinitesimal o milimétrico a veces, pero, otras muchas, bien evidente para sus poblaciones y haciendo realidad algo que nadie puede discutir: fuera de los tiempos de guerra y sus preguerras y posguerras, las sociedades avanzadas, desde hace doscientos años, vivieron siempre mejor que en cada generación anterior.

Esa obviedad se rompió desde 1980-90 en muchos lugares del mundo, es decir, ya bastante más de una generación, y en España, de manera muy particular. No había aquí los niveles de pobreza y desigualdad actuales (medidos, eso sí, cada cual según su tiempo) desde los años terribles de la posguerra y, hacia atrás, en todo el siglo XX. Es más, la pobreza hoy, en España, afecta no sólo a legiones de desempleados, sino a todavía más empleados, personas que, después de una jornada de trabajo, no tienen para pagar la luz, el material escolar de sus hijos o una alimentación adecuada. En fin, algo que, a escala de una fracción de casi un tercio de la sociedad, no ocurría desde la Revolución Francesa.

Y es este factor el que hoy incide sobre cualquier consideración que haya de hacerse sobre el llamado problema territorial. El triunfante neoliberalismo salvaje precisa de la globalización, el desmantelamiento industrial, la subrogación de la soberanía, el libre movimiento de capitales (es decir, su pérdida, sin sometimiento a ningún tipo de consideración social), la dejación de la independencia monetaria, una legislación regresiva en derechos laborales y sindicales y la bancarización de la sociedad, aspectos todos relacionados entre sí y partes necesarias para sujetar y armar dicho modelo, que ha llevado a niveles de injusticia social y desigualdad de los que cualquiera está hoy  perfectamente informado.

La única contrapartida real a todo ello, bien visible también, fue que las libertades personales o las de carácter privado que atañen a cada individuo dieron un increíble vuelco en España desde la muerte del dictador hasta hoy, con el resultado de que la sociedad española es una de las más tolerantes y modernas del mundo en lo tocante al ámbito de los derechos personales de cada cual.

Pero esto, que no es sino un gran bien, añade un chirrido y una cacofonía incomprensibles cuando se le contrapone esa otra realidad de las pérdidas descritas arriba en todo lo tocante a la vida económica. De alguna manera, lo que perciben las personas, sujetos de tantos derechos efectivamente recibidos y existentes y de los que en verdad disponen, es que no pueden disfrutarse y ejercerse en plenitud, al estar la sociedad comida por la pobreza, la corrupción, la incertidumbre y la angustia sobre el futuro.

Dicen las estadísticas que el 80% de los menores de treinta años sigue viviendo en casa de sus padres y que los pañales de una enorme cantidad de niños los pagan sus abuelos. Esto es haber desmantelado una sociedad de arriba abajo y de dentro afuera, y lo que genera es un sálvese quien pueda sin más.

Pero el ciudadano de Ávila o el de Albacete que quiera escapar a ello no encuentra amparo en una estructura estatal imaginable y alternativa que le dé cobijo, aunque sólo se tratara de un confort espiritual teórico, figurado o solamente teológico. Después de siete u ocho legislaturas padeciendo lo mismo, menores ingresos y menos derechos laborales, mayores impuestos, más miseria y paro, y sólo contrapesado tanto mal con que, efectivamente, puede decirse esto sin que a nadie le pase nada, pero nada más, esos ciudadanos teóricos, receptores de toda clase de derechos maravillosos, pero objeto de toda clase de sevicias económicas verdaderas, no tienen donde acogerse ni a donde mirar para remediar su situación. Y así, su esperanza en el futuro, como su confianza en la política, caen y caen sin que adivinen nunca un acontecer que pudiera revertir los hechos.

Sin embargo, las poblaciones de las llamadas nacionalidades históricas, cada día en mayor número como consecuencia de todo lo anterior, sí tienen un hipotético espejismo al que dirigir su esperanza. Y lo hacen. Y quien no lo entienda es que no entiende nada. No otra cosa puede explicar que a lo largo de ocho años de crisis —tres más de duración que la larga Segunda Guerra Mundial— el sentimiento independentista en Cataluña haya dado un salto de casi veinticinco puntos. Crece, en resumen, como crecía la burbuja inmobiliaria, aquella que a tantos les parecía normal o incluso recomendable. Y, efectivamente, podría pincharse de la misma manera, pero… ¿Y si no pinchara?

Y es aquí donde se produce el choque de vectores. El sentimiento independentista catalán existió desde siempre, la historia nos lo cuenta con detalle y negarlo no es más que empecinarse en negar la realidad. Pero siempre se controló ese sentir, más por las malas que por las buenas, desde el centralismo español, y cierto que raramente a las muy malas, aunque también las hubo. Pero hoy, después de la larga crisis, las fuerzas independentistas alcanzan su máximo histórico y están cercanas a sobrepasar la masa crítica. Y a esa bomba de hidrógeno, estos solones de Atenas que nos gobiernan, para enfriarla, ¿qué es lo que pretenden seguir echándole? Café. Y si descafeinado, mejor.

De pasada, no hay contradicción en que yo afirmara, según constató el atento lector, que en el juego de la democracia no gana quien tiene más votos, sino quien suma más consensos a sus propios votos, si no ha logrado alcanzar por sí mismo una mayoría absoluta. Pero esto es válido sólo para la gobernación local, autonómica y estatal, donde la representación popular es vicaria y se articula a través de unos representantes ligados a partidos y donde los artefactos numéricos para asignar diputados desvirtúan el peso real del voto popular, y tanto en España como en Cataluña, con leyes electorales calcadas, por cierto.

Pero en Cataluña, llevados los independentistas por la necesidad, o más bien por la desesperación —comprensible— de que no se les permita celebrar un referéndum, cuando más del 40% de su población lo solicita, esa enormidad de trágala antidemocrático por parte de quien no lo autoriza, tampoco resulta permisible de ninguna manera, a mi entender, la pretensión nada democrática de que con la representación parlamentaria obtenida por las vías normales necesarias para la formación de un gobierno se pretenda asimilarla como si fuera el resultado de un referéndum, donde un voto vale un voto y no un 1,8 o un 0,6 del mismo, como la ley d’Hondt fuerza a que ocurra en función de dónde se haya emitido dicho sufragio.

De la misma manera que ya no existe la ley del Talión y nadie está autorizado a matar por su mano al asesino de su padre, en cualquier lugar civilizado un referéndum de autodeterminación precisa terminantemente de un mínimo absoluto del 50% de los sufragios más uno, pero emitidos para tal fin, y no para otro, por tratarse de una cuestión de enorme entidad y gravedad, máxime cuando en otras consultas se solicitaron con frecuencia guarismos incluso superiores a ese 50%.

Y el hecho de que no se haya podido celebrar tal referéndum por razones ajenas a la voluntad de quienes desearían instarlo, para nada autoriza a mezclar churras con merinas y a iniciar un proceso de independencia con un 47 o un 48% de votos emitidos a otros efectos, pero que, engordados mediante un mecanismo pensado para otra cosa, llevan a una mayoría superior a dicho 50% por arte de birlibirloque de picapleitos y de políticos de baja estofa y que deja transparentar muy poco respeto democrático, lo que constituye la mejor manera de quitarse a sí mismos la razón que pudieran tener.

Pero, esto al margen, lo cierto es que la situación por puntos arriba abajo ronda ya el momento de no retorno, el momento de tomar decisiones tal vez irreversibles, y exige que los interesados atiendan a un asunto medular con aproximaciones ideológicas e intelectuales algo más evolucionadas que la descalificación y el exabrupto, porque, llegando al quid, España, obviamente, como decía mi lector, no tiene solución para el problema catalán. Sin embargo, la realidad es contradictoria y absurda, no es que no tenga solución, es que la tiene pero no quiere aplicarla.

Por extensión, lo mismo vale y valdría decir para el problema vasco, no digamos ya para los dos juntos, si se produjera tal alineación astrológica. Y la diferencia con tiempos anteriores es que las tradicionales soluciones militares o represoras resultan hoy casi impensables. No porque, imagino, no las barajen muchas instancias en sus cabezas, sino porque incluso los más fanáticos del centralismo español saben de sobra que 'eso' podrá ser solución imaginable, pero no viable.

Lo cual lleva a la fuerza a una solución, no la que quisieran, sino la que logren alcanzar teniéndose todos que plegar al ‘oprobio’ de aceptar lo obvio, lo democrático y lo civilizado, es decir, sentarse a negociar y pactar. Algo que en el núcleo de la España eterna parece entenderse, se diría, como insufrible tormento medieval e insoportable dejación de su propio ser.

Y eso es lo que apuntaba yo que tiene que conocer por fuerza la Corona, la primera interesada en que no se le desmantele la granja, y de ella para abajo, el resto de las instituciones. Lo que conlleva otra obviedad: si las leyes actuales y quien más las defiende son las que ponen el bastón entre las ruedas para evitar alcanzar cualquier posible acuerdo, es evidente que, antes o después, de una o de otra manera, esas leyes habrán de cambiarse, y lo acabarán instando precisamente aquellos que hoy no quieren hacerlo, cuando alcancen a entender que no hay otra alternativa frente a un mal que todos ellos ven como superior.

Y ocurrirá más pronto que tarde. Por requerimientos de la modernidad, de la estabilidad social, del beneficio económico y del propio interés del Dios Mercado, que si algo no aguanta son las pérdidas. Al Dios Mercado le importan las patrias todavía menos que a un internacionalista de vieja escuela ideológica. La española, la catalana o la USA. Le importa recoger beneficios en lugar de pérdidas y esto querrá hacerlo en España junta, o en España y Cataluña —o Albacete— por separado. Y es lo que instará a hacer con la ayuda de toda su gigantesca facticidad, hoy más poderosa que la de un ejército.

Así, lo de menos en la actualidad es si existen un Benelux o Be, Ne y Lux, si Checoslovaquia o si Chequia y Eslovaquia y si Francia o si Francia y Córcega. Al Dios Mercado lo que le interesa es recoger sus frutos, los máximos posibles, en todo territorio sobre la faz de la tierra, y en la Luna y en Marte en cuanto estén al alcance y se llame como se llame cada lugar y se ajunten o no se ajunten unos con otros, como decíamos en el colegio.

Y algo que no hará jamás ese dios si España y Extremadura se separaran, será dejar de ir a Extremadura a cosechar, porque así se lo pida España. Se cosecha en todas partes por principio ontológico, hoy ya casi teológico y del todo al margen de la opinión del propietario de cada prado, que para eso hace treinta años se cedió amablemente la soberanía, y porque si algo resulta intolerable en particular, por añadidura, es que cualquier viejo propietario venido a menos venga a poner dificultades para que en su antiguo predio, hoy de otro, deje de celebrarse la tan sagrada eucaristía de recolección de frutos y beneficios para verterlos en la sagrada cornucopia del dios.

Así que al romántico sentir: "Yo soy libre y peculiar y, por lo tanto, tengo derecho a decidir sobre mi futuro", y a su contrafigura, aquí o en cualquier otro lugar de la tierra: "Tú harás exclusivamente lo que yo te mande, enano", se les planta delante el primo de Zumosol y el campeón de la practicidad fáctica: "Ustedes harán lo mejor y más conveniente para mantener mis cosechas, juntos o por separado, pero por las buenas, pues, de lo contrario, cosecho menos, y eso, disculpen, no es un paisaje imaginable".

En consecuencia, si se celebrara un referéndum y lo ganara el centralismo español, miel sobre hojuelas, pero si se celebrara y lo perdiera, bienvenido será el estado catalán a la central internacional de cosechas (como bienvenidos hubieran sido el estado escocés o el quebequés) y déjense ustedes de discutir más, que nos cuesta dinero a todos. Y, amén, Jesús.

Por lo tanto, lo de que siete millones y medio de productores y consumidores de alto standing, como son los catalanes si comparados con el promedio de riqueza de la población mundial, lo que los convierte en algo infinitamente más importante que el ser siete millones y medio de paquetes de tripas —como hacía decir Miguel Espinosa a sus Mandarines—, vayan a ser arrojados a las tinieblas exteriores para ser convertidos en pobres, y ello solo por el exclusivo gusto de los que siguen haciendo guardia frente a los luceros, no se lo creen ni Mariano Rajoy ni Ángela Merkel. Otra cosa es que no se cansen de decirlo, lo repitan y se les seque la lengua de reiterarlo, pero hablando no se levantan presas, hay que poner cemento. Y las cunas de los niños las mecerán con cuentos, qué duda cabe, pero no tan burdos, y los primeros que lo saben son quienes los cuentan.

Naturalmente, la posición podría estar peor que muy mal analizada y darse otras variantes que bien pudieran derivar en espantos como la toma de Grozny o el bombardeo de Sarajevo, por ejemplo, porque reconstruyendo también se gana dinero, aunque probablemente no tanto.

Para acabar, por mi parte, simpatía con el independentismo catalán, escasa, comprensión de sus causas, bastante. Con el centralismo español: simpatía, pero sólo práctica, alguna, comprensión intelectual, ninguna. Para con la democracia, el diálogo, el pacto y el acuerdo, o el divorcio civilizado, si inevitable, toda la comprensión y la esperanza.

Eso sí, y para no para no pecar de optimista, no tenemos aquí un Vaclav Havel o tan siquiera una reina Isabel de Inglaterra con sus afilados consejeros. Pero no veo qué pueda tener de malo el desearlo y el constatar que hay lugares cercanos donde las cosas se enfrentan y solucionan con diferentes modales y mejor y más moderno andamiaje intelectivo que el de nuestra inacabada e inacabable Edad Media.

viernes, 4 de marzo de 2016

Alguna modesta observación (I)



Vayamos con la Corona. Al parecer, el rechazo de Rajoy a optar a la investidura generó malestar en la Corona, dicen muchos, y es posible, como bien puede verse, de paso, que a falta de Espíritu Santo el Hijo se encuentre hoy en una tesitura similar a la del Padre en su día. A los Borbones sucesivamente reinantes me refiero. El Padre, a la hora de ponerle la mecha —en la parte que le correspondía— al mecanismo de la transición, tropezó con el escollo de un renuente, indispuesto, evasivo y recalcitrante Arias Navarro, este, no con excesiva fama de ladrón, al menos en relación a lo que había en la época, aunque bien se llevaba lo suyo y algo más, pero sí de carnicero.

Y esto no era fama. Fue un carnicero en su juventud, y tan notable, como para destacar inter pares cuando aquel oficio abundaba y tantos carniceros había que hasta trajo el hambre tamaña abundancia de matarifes, pero con ello, unido a su firmeza doctrinal, no menor que su escasez intelectual, igualmente en comparación con otros fascistas de la primera época, alcanzó las alturas. Quien no cuestiona, sino que obedece y colabora entusiasmado y además tiene y gasta puño de hierro, escala fácil. Cualquiera conoce esa tipología, o animalidad.

Pero, llegada la hora de la transición (o el maquillaje), aquel tipo insípido y acorazado que había llegado nada menos que a Presidente del Gobierno no estaba dispuesto a ponerse ni a consentir que se pusiera nadie —por considerarlo intelectualmente una traición y una mariconada— ni la más mínima gota de crema Nivea en su espalda ni en la de la nación, así calcinara el sol y el viento arruinara el cutis. Y el Rey Juan Carlos, la clase política entera y España por extensión pronto tropezaron con él.

La operación de cirugía para librarse de semejante carcinoma es de todos conocida. La pilotó Torcuato Fernández Miranda, quien, en lo tocante a luces, superaba con creces a la inmensa mayoría de la carcunda de su contemporaneidad y cuerda y dio finalmente en el relevo, encarnado en la figura de Adolfo Suárez. Es todo historia, pero nunca conviene olvidarla.

Pues bien, ante la hoy considerada casi unánimemente como imprescindible regeneración política y democrática, eso que tantos llaman segunda transición —gracias a sus luces de segunda—, y sea que se plantee la desiderata como de alta o baja intensidad, de derechas, de izquierdas o de extremo centro, el hoy rey Felipe tiene, como su padre, un bastón puesto entre las ruedas que se llama Mariano Rajoy, asimismo Presidente del Gobierno. Y es un bastón que no sólo inmoviliza y fosiliza España, sino a la propia monarquía. 

No es comparable, también es cierto, un demócrata de baja intensidad como Rajoy con el fascista de alta intensidad que nunca dejó de ser Arias Navarro, y no pretendo igualarlos por esa vía, pero sí que es cierto que, cada cual en su tiempo, constituyen un problema similar. Y el problema es que hoy, tanto la Corona como el país tienen que deshacerse de Rajoy por razones de una mínima higiene íntima, pero él no oye de ese oído ni piensa oír y, por lo tanto, la operación para descabalgarlo probablemente se esté convirtiendo en una cuestión de estado.

Por supuesto, personalizar todos los males en don Mariano es, seguro, una exageración, pues los males son los de su generación, que es la mía, los de sus congéneres y adláteres, sin olvidar tampoco a sus opositores y, concretando más, los de su ejecutiva y también ejecutoria, pero, admitiendo cuantos matices sean necesarios, lo cierto es que hoy el PP puede estar cronificando sus males en un problema de estado. Y más problema aun cuando, además, el estado está en parte cronificando su mal en el PP y en su corrupción, aunque no sólo la de este partido, pues campa como una hidra por las propias venas del estado y de él irradia hacia abajo como una cascada imparable y no precisamente de agua clara.

A día de hoy, y resultados electorales a la vista, la sociedad parece situada en el camino de alcanzar un acuerdo sobre el hecho de que está cuajada de males, aunque menos acuerdo haya sobre sus soluciones, pero esta misma sociedad se encuentra a su vez con la paradoja de que una parte considerable de ella, alrededor del 25%, o al menos de la sociedad que vota —pues de quien siempre otorga y calla poco merece hablarse—, lo hace en sentido contrario a este consenso regeneracionista, y con que, por la natural y necesaria repartición de opciones, ese 25% resulta ser la principal minoría de las muchas que componen el parlamento y el país, en definitiva. Lo cual lleva a la terrible conclusión de que existe un cuerpo con una tumoración de un 20 o un 25% de su masa, ahí es nada, sin conocerse qué médico pueda acometer semejante cirugía, máxime en un paciente que, por lo demás, deja bien claro que tampoco desea operarse.

Pero es igualmente cierto que ese 75% de españoles que hoy tiene al PP en cuarentena, por considerarlo un agente cancerígeno, es una mayoría socialmente aplastante que necesita tomar alguna medida respecto del aislamiento del mal. Y ese es el problema de estado. Del Estado, por una parte secuestrado, y por la otra, atrapado en su propia contradicción de tender, por la inercia de los grandes buques, a seguir una trayectoria de confrontación con la sociedad que lo constituye, sociedad que va conociendo que así no se puede continuar y que demanda a ese Estado mismo tomar medidas para revertir una situación que es una vergüenza propia y ajena, y que afecta de manera visible a todo lo que se tiene por lo más sagrado, la democracia, el sustento, el trabajo, el cuidado de la población, la libertad, la justicia... Toda esa panoplia de sagradas palabras que hoy cuelga de un clavo medio sacado de la pared y a punto de venirse al suelo.

Así, la Corona, dicen, parece que haya tomado partido o que lo vaya a ir tomando. No sabría yo, naturalmente, si por ética o conveniencia, aunque para el caso dé lo mismo, pero es harto probable que haya visto ya cuál sea su propio interés y que resulte de este, como en la transición, que coincida con el de la mayoría social y no con el del búnker. Si fuera correcto el análisis, la conclusión sería que, efectivamente, la Corona tendrá que pilotar, por su bien, ese cambio en el Estado al que dará lo mismo llamar segunda transición o cualquier otra invención periodística. Lo de menos será el nombre, lo importante, si ese cambio contenga alguna sustancia o si se convertirán las buenas intenciones en un paripé más.

Pero el paciente ya no está para paripés. Se puede jugar con la imposición de manos, la oración al Ángel de la Guarda o con la homeopatía cuando uno tiene un resfriado, y lo que pasará es que sanará solo o derivará en una pulmonía que la sanidad pública curará en una semana, si el paciente se deja. Pero si uno tiene un cáncer con metástasis, lo más que harán algunas yerbas será, con suerte, quitar el dolor, mientras avanza uno, tan aliviado, hacia el catafalco. Esto es lo que ya se ha venido a comprender al respecto, y hasta los Borbones puede que lo hayan comprendido. A fin de cuentas, tampoco es tan complejo conceptualizar lo del cesto y las manzanas podridas, hay quien lo logra a los cuatro años. De edad, no de legislatura.

Y si no lo han alumbrado aún, no es del todo descartable que también alumbren de seguido, así como otros poderes fácticos, que seguir demorando una estructuración coherente de un estado de estados y desoír por sistema peticiones manifestadas democráticamente por parte de una población que ejerce su derecho a expresarse, opinar, pedir y exigir, sólo podrá acabar llevando a un enfrentamiento civil tipo antigua Yugoslavia a las muy malas o, a las menos peores, a levantarse una mañana con una declaración unilateral de independencia de unos, quien sabe si ocho meses después, de otros, estilo antigua Unión Soviética. Y a ver que cara ponga entonces nuestro tradicional fascismo, cuando ni siquiera pueda optar al recurso de enviar los tanques, como era canónico.

Porque este —más la corrupción y su necesario corolario, el despilfarro, son los dos principales problemas que hoy encara la nación o, mejor dicho y peor todavía, que no encara, porque ese es el quid, que no los enfrenta. Fuera de los mínimos logros económicos, que alguno alcanza hasta el más indocumentado de los gobiernos, el principal mal hacer del PP consiste lisa y llanamente en que ha logrado algo para nada fácil. Incrementar en una sola legislatura en casi veinte puntos el independentismo catalán. Es decir, la desafección al sistema y al país. Considerando además que no ha habido masacres ni hechos de guerra, dicho logro es prácticamente insuperable.

Solo este dato sería suficiente y sobraría para que cualquier poder fáctico deseara deshacerse del autor o autores intelectuales de semejante catástrofe. No digamos ya la Corona que, por definición y tradición histórica, tiende a abarcar y poseer. Cualquier sistema político asentado tiende a desaparecer cuando se desmembran sus territorios y tan imposible es que esto lo ignoren la Corona y su entorno, como que ignoren igualmente que, a estas alturas de mundo, las imposiciones y los métodos autoritarios, además de por completo desacreditados, no llevan a la larga a ninguna otra parte más que a obtener lo contrario de lo que se pretende.

Porque entonces, ante el hecho cumplido de una declaración de independencia, la monarquía sería responsabilizada por su incapacidad de mediar para instar criterios de cordura democrática, beneficiosos para todos. Y cabe preguntarse: ¿cree alguien que hubiera caído la monarquía británica si el referéndum escocés hubiera obtenido un resultado contrario al habido? Evidentemente, no. ¿Y por qué no? Porque la diferencia estriba en que el referéndum se negoció civilizadamente, las partes hablaron y acordaron y el Estado, el británico, echó todo su peso, pero siempre dentro de la legalidad, para ganarlo. Como lo ganaría y por más diferencia casi con seguridad, el Estado español en el caso de una consulta en Cataluña o en el País Vasco.

Pero si se optara por seguir dejar pudriendo el problema y acudiendo como única y eterna solución a la imposición permanente de la fuerza, militar o jurídico-legal, como es la tentación de tantos, y ante un hecho hoy ya para nada inimaginable como la citada declaración unilateral de independencia, la Corona, en el mejor de los casos, pasaría automáticamente a ser tenida por responsable subsidiaria mucho más que por la principal perjudicada y, en consecuencia, a valer media corona o, en la peor, a tener que marchar de vuelta con ella a Roma o a Estoril o, más bien, a Riad o a Rabat, con el toisón y el escudo de los aguiluchos bajo el brazo, y siempre que el helicóptero levantara a tiempo, lo que nunca se sabe y más vale no fiar nada a ello. Y no serán aquellas ciudades malos lugares para una irritada vejez, si la bossa sona, pero seguro que no son los que más apetecería la institución.

Por todo lo cual, el estado seguramente esté tramando y ya lleve algún tiempo elucubrando sobre cómo instar al harakiri a quien sea menester, y lo estará haciendo con la Corona a la cabeza, obviamente, de la forma en que sabe hacerlo y como lo hizo en la transición del franquismo y, más recientemente, en la abdicación de Juan Carlos.

Es más, si la Corona pudo hacerle la cama a Dios Padre mismo, retirándolo cuando no quedó más remedio, educadamente y sin estruendos y para que disfrutara de la jubilación, no puede caber gran duda sobre que ya se esté haciéndole la cama despacio y con infinito cuidado a nuestro actual Arias Navarro, al tiempo que se exigirá con la misma educación —disuélvanse— a muchos de sus barones —el equivalente a aquellos dinosaurios franquistas— que hagan mutis por el foro, callados y dignamente, empujándolos con una mano armada con el palo del espectro de la justicia como estímulo para la urgencia del desalojo y armada la otra con la zanahoria de un buen retiro y un olvido pactado de sus pecados, de lo cual se ocupará igualmente la siempre adormecible mano de la justicia que, guiada como Dios manda, bien sabe hacer lo que conviene, que igual sirve para un roto que para un descosido.

En consecuencia, el aislamiento profiláctico al cual la cámara ha sometido, somete y seguramente someterá al señor Arias Navarro... digo, perdón, a don Mariano Rajoy, no solo parece ser una derivada de la postura de cada partido político que, legítimamente, decida no pactar con leprosos y corruptos sin remedio, sino que es posible que sea también la postura que se haya pactado o se esté pactando entre las otras instancias no parlamentarias, pero sí fácticas, que ocupan la cúpula del verdadero poder. Grosso modo: la Corona, el Ejército, la Iglesia, el IBEX, la banca, la patronal...

No ya solo para los lectores, para la gente normal, para mí, sino para los arriba citados, a unos por unas razones, a otros por otras, unas legítimas, otras de conveniencia, pero igualmente razones, la imagen nauseabunda de cientos de cuatreros entrando y saliendo de los juzgados, un exvicepresidente del gobierno a la cabeza de los mismos, presidentes autonómicos en presidio, toda laya de cargos institucionales, imputados, juzgados y condenados, más lo que no se sabe, pero que tantos de ellos saben y temen que tal vez se acabará sabiendo, no puede llevar a otra conclusión que, de una u otra manera, a esto se le pondrá un dique y que este actual PP será descabezado aunque sólo sea para evitar que otras cabezas más altas sigan siendo llevadas por el mismo camino.

Y como no se puede estar decapitado y silbando, Rajoy y la práctica totalidad de la vieja ejecutiva del PP serán acompañados a su retiro con las mejores palabras y modales por el bien de muchos otros, porque el delito que han cometido es el más nefando para el poder: robar y que te pillen. No es profesional, y los buenos profesionales del asunto, algunos de los arriba listados, es lo único que no consienten jamás.

Y lo que digan el PSOE, Ciudadanos, Podemos, Izquierda Unida, el PP mismo o el sursum corda es lo de menos. La única ley fáctica es la antigua ley de los espadones, o bastón o cajón. Si te alzas y triunfas, bastón de mando, si pierdes, cajón de pino.

Hoy, la ley del mercado que ha sustituido a la de los espadones es otra. Roba todo lo que puedas y tendrás nuestra bendición y además honores, pero si te pillan, desfila, memo. Y memo porque, aun gozando de todos los instrumentos para que no te pillaran, la desmesurada codicia te ha llevado a pifiarla, deshonrando así y poniendo en peligro a todo el benemérito gremio de los cleptócratas que sabemos robar con el necesario cuidado y sigilo y buen fin. Ponernos en condiciones de que nos señalen, y con hechos, eso es lo intolerable.

Son las servidumbres que tiene la sociedad de la imagen, donde ya no importa la ideología, sino la cara que te asocien a según qué. ¿Y con cuál cara podría hoy gobernar Mariano Rajoy y a qué la tiene asociada para siempre? Ni aun si estuviéramos atando los perros con longaniza lo conseguiría, me temo. No digamos ya cuando tenemos cerca de un 30% de pobreza. Gobernará tal vez el PP finalmente, antes o después de otras elecciones, debidamente custodiado y escoltado, si esa fuera la voluntad concertada de los mismos arriba citados, pero no será Rajoy quien lo haga, descuiden. Y la Corona no levantará un dedo por él... O bueno, tal vez levantará el brazo con el dedo pulgar hacia abajo.