lunes, 23 de febrero de 2015

Antropología recreativa.

Vea usted, ciudadano-alumno don Santiago y Cierra, y ya que ha solicitado usted esta entrevista. Esta es la capa de detritos conocida como estrato Boyer, que aniquiló la estructura inmobiliaria en aquel reino, y con ello, una manera de ser y existir vigentes en la época. Una verdadera revolución en contra del sentido y de la razón, según lo que ha sido posible documentar. El hecho está hoy perfectamente comprobado y dio origen a una serie de fenómenos concomitantes, creemos, y que ahora paso a explicarle.

Dicha capa Boyer está sepultada bajo esta otra inmediatamente superior, a la que denominamos capa de la Ley del Suelo–por el hallazgo durante unas afortunadas excavaciones de unos antiguos y bárbaros textos jurídicos a ella asociados–, y cuyos efectos se distinguen fácilmente porque, ¿ve aquí?, ¿y allí y allá...?, en cualquier lugar donde existiera en la zona un prado verde o cualquier resto de naturaleza, mire esos tallos y musgos aplastados y secos... se le ven inmediatamente superpuestos y asociados unos estucados, sin duda contemporáneos, de un absurdo, pero inequívoco estilo neocalifal, pero... ¡un milenio después del Califato!, y para cuyo entendimiento de por qué se encuentran allí en ese número y momento aún se carece de explicación e incluso de hipótesis.

Pero son bien visibles sus restos ricos en oro, platino, cromo, mármoles y unas piezas mecánicas, muy abundantes, de una manufactura, seguramente de la península Itálica, conocidas como Ferrari o Forrari, y todo ello mezclado con el contiguo estrato denominado Gilygilato, por el nombre de un visir o un prefecto de la zona, según dejó establecido sin ningún género de dudas el llorado filólogo Menéndez Vidal algún año antes de que usted naciera, en 4632. Pero, aun con estas pequeñas luces que ha costado tantísimo obtener, puedo asegurarle que todo ello sigue siendo, en su gran mayoría, todavía un completo misterio...

O este otro depósito, véalo ahí –y señala el viejo catedrático hacia una parte del holograma en movimiento que los envuelve por completo, mientras flotan suavemente en el centro de una cúpula elástica sin límites aparentes–, la llamada capa del sedimento Aznarense, que consta de tres tipos de escombros primarios, unos aglomerados muy similares entre sí y conocidos como del Ritabarberanensis medio y tardío, con curiosísimas trazas de pieles curtidas de cocodrilo y con restos de ¡hebillas y perlas! en cantidades absurdas, muchas con un dudoso cuño, Lo.w.e, o .oew. o L..we, tal vez el emblema nobiliario o el escudo de un reyezuelo local, y de cuya abundancia tampoco sabemos explicar la causa.

Y vea, vea –prosigue el sabio– aquellos otros conjuntos sedimentarios en los que predomina el Zaplanio, un conglomerado rico en metales férricos procedentes de algo que llamaban, parece ser, montes rusos, aunque la zona, entonces, nos consta que era una amplia llanura costera. Los restos parecen proceder de unas estructuras igualmente sin explicación y conocidas por algunos documentos como pantanos o jardines temáticos, o timáticos, o tomáticos... vaya nadie a saber que sería aquello. Tal vez unas huertas, tal vez zonas ajardinadas por algún sátrapa, o poderosos comerciantes o, tal vez, bandidos, que aún abundaban y eran poderosos. Las grafías, cuando disponemos de fragmentos de ellas, son siempre complejas de descifrar, ya sabe, y estos restos se hallan agrupados con otros todavía bastante más extraños, si cabe, pero con marcadores que los particularizan sin ningún género de dudas como del llamado interperiodo Franciscocampsiensis.

Estos marcadores son telas, al parecer, procedentes de confecciones de la época. Vestiduras y más vestiduras senatoriales de entonces, pero en cantidades como para llenar varios transportes espaciales pesados como los que enviamos a nuestras colonias de Sigma Centauri, y restos numerosos de gomas de vehículos con engranajes y sistemas químicos y eléctricos bastante rústicos y que se usaban, creemos, en concursos. Algo así como carreras de carros, si bien en la época ya parece establecido que fueran semovientes, y no de tracción animal, aunque persistía aún el uso de la rueda, eso con seguridad. Un pasatiempo de entonces esos torneos, según varios eruditos... ¡qué cosas! Y todo ello asociado con restos de techumbres y de fachadas desplomadas sobre sí mismas, de edificios en verdad faraónicos hasta donde se puede determinar por sus restos, pero abandonados apenas un lustro, o un decenio o dos después de su edificación. Antipirámides podríamos llamarlas sin duda, joven, pues las pirámides ahí siguen... Para que luego hable nadie de la flecha del progreso.

Y hay más rarezas. Y estas son en verdad extraordinarias. En muchas zonas de la antigua costa de aquella península, pero no sólo, pues nos constan también en el interior, en infinidad de cortes que conocemos como de la capa mixta del periodo Rajoyo-Zapateriense, quedan restos claros de viviendas en cantidades para las que la ciencia aún no ha atinado a aventurar una explicación. Porque lo incomprensible y lo que nos hace pensar en posibles errores de evaluación, es que en ninguna de ellas se haya encontrado vestigio de establecimiento humano, fuera del propio hecho innegable de su construcción. Ni hogares, ni enterramientos, ni depósitos con manufacturas, ni restos orgánicos ni inorgánicos, ni tampoco trazas de ninguna clase de ajuar, mobiliario, o de un uso práctico o ritual que lo parezca, lo remede o remotamente recuerde algo conocido. Es como si la población aborigen del período hubiera edificado centenares de miles de estructuras para después... dejarlas allí sin usar. Y ríase usted, créame, de la Isla de Pascua o de la Atlántida, que después de todo y de lo que costó averiguarlo resultó ser una pequeña isla. Esto es un enigma a otra escala y la escala es asombrosa. Algo jamás visto.

Existen muchas hipótesis para explicar los hallazgos. Se pensó en primer lugar en lo obvio, en envenenamientos por algún proceso atmosférico o volcánico, en insalubridades sobrevenidas e insostenibles, pero lo cierto es que nadie ha conseguido hallar trazas de gases fijados en los sustratos en cuestión ni de contaminantes que lo justifiquen. Es más, adyacentes a ellos y cronológicamente contemporáneos hasta la escala de un mes, se atestiguan los restos de complejos de establecimientos humanos donde sí se halla, sin excepción, más o menos todo aquello que es esperable encontrar para la época, con muy nítidos marcadores de vida activa. Y tampoco hay rastros de conflicto alguno, de acciones militares, de destrucciones deliberadas, de cataclismos naturales o artificiales. Ni marcadores químicos fuera de los normales en el período, ni atmosféricos tampoco. Nada de nada. Los edificios se construyeron, adyacentes a otros que sí se usaban y, hasta donde podemos averiguar, se abandonaron de inmediato en diferentes estadios de construcción. Es más, incluyen los numerosos vestigios también los restos de pesadas y rudimentarias maquinarias utilizadas in situ, suponemos que para la edificación, pero asimismo abandonadas. Así que el terreno sigue abierto a cualquier especulación.

Hay antropólogos que han hablado de algún tabú religioso o social, de un uso desconocido y no averiguado, aunque no tengamos trazas del mismo, pero... ¿qué sociedad, por bárbara que esta pudiera ser entonces, construye un millón de viviendas en un cortísimo período de tiempo para, acto seguido, dejarlas caer? Porque es incuestionable, y está muy bien demostrado, que hablamos tal vez de apenas un decenio para levantarlas y para no habitarlas de seguido y de algunos decenios sin uso alguno hasta verlas desaparecer. Y no se trata de ninguna Pompeya, sino que equivale la extensión de lo hallado y prospectado a millares de ellas, pero sin cadáveres, ni restos clasificables como militares, civiles, religiosos, artísticos, totémicos, idolátricos o de cualquier otro uso que se conozca, ni con elementos vitales de ninguna clase. No hay vestigios de otra inteligencia, finalidad y uso que el propio hecho de alzarlas. Y por fuerza levantarlas debió de suponer un esfuerzo enorme para la época, con aquellos medios... ¡figúrese! Y con un coste social proporcional a semejante cantidad y habiéndose constatado, hasta donde conoce hoy la ciencia, que ninguna sociedad construyó jamás viviendas en tal masa y número para después no utilizarlas. Se trata de una verdadera singularidad y no cabe duda de que es un campo de investigación abierto y promisorio, pero a la par, dificilísimo.

Y estos casos de abandono, Santiago –prosigue el investigador–, no son infrecuentes en arqueología, como bien sabemos todos, porque abundan los hallazgos de asentamientos y ciudades abandonadas, pero siempre después de un cierto período de uso, documentado y medible. Y si el uso no se produce, se suele encontrar la causa para su abandono en catástrofes naturales o en acontecimientos sociales, bélicos, religiosos, en fin... que siempre se logra documentar alguna razón suficiente, o siquiera un atisbo de ella.

Pero aquí se trata de millares y millares de grupos de habitaciones nuevas y abandonadas, jamás usadas y dejadas a vencerse sobre sí mismas y a una escala, no de un asentamiento, una ciudad o un pueblo, sino en conjuntos repartidos por todas partes en un territorio de ¡medio millón de kilómetros cuadrados! Y además, todo ello sólo en lo que se conocía como la Península Ibérica. No hay restos de prácticas comparables, es decir, sin habitación documentada en absoluto, para ese mismo período, en ningún otro lugar de Europa. Sólo en la capa conocida como Chernobiliense, o en yacimientos posteriores con sus mismas características, donde aún se pueden medir los asombrosos restos de radiación. Y en cualquier caso, esas áreas abandonadas a toda prisa sí fueron usadas y hoy conocemos bastante bien las causas para su abandono. Causas no otras que el jugar a dioses, en definitiva, como algunos ya lo calificaban entonces, más la complacencia misma en la ignorancia y en la persistencia en el error, espoleadas por la codicia y la insensatez. Y así acabó más tarde aquel período, el Nuclear Antiguo, como todos sabemos, el Holocausto... Pobres gentes.

Y en fin, respecto de todo el asunto que a tantos sabios intriga, se ha terminado por concluir que, tal vez, tales estructuras se construyeron y después no se pudieron utilizar, pero involuntariamente, por alguna catástrofe social, no natural, inmediatamente sobrevenida. Parece lo único que cabe suponer con los datos científicos de los que hoy disponemos. No parece existir causa conocida natural ni violenta que, al menos con nuestros conocimientos, explique este asombroso comportamiento. Se diría, pues, más un asunto de ciencias sociales que de medir isótopos, y de cortar capas y efectuar calas y sistematizar microorganismos. Pero, ¿cuál inimaginable catástrofe social lleva a un pueblo a edificar viviendas como un poseso durante un decenio y después a abandonarlas? Porque existen, además, datos complementarios, fragmentarios e inseguros, pero indicios, no sólo especulaciones, en definitiva, que llevan a pensar que en ese decenio incomprensible se construyeron allí más viviendas que en el resto de toda Europa junta.

Contabilizando las poblaciones que suponemos para la época, hasta cierto punto relativamente bien conocidas, se suma otro misterio al propio misterio. Aquel pueblo contaba con menos del 10% de la población de Europa, sumando también la de lo que entonces se denominaba Rossia, o Rusia, pero edificaba como si todo el continente se fuera a trasladar a aquellas tierras. ¡Y edificó para dejar abandonado de inmediato todo lo levantado! Siguiendo este hilo, otras especulaciones, que más parecen una interpretación humorística, sugieren que aquella civilización se arruinó y acabó por desaparecer, precisamente, por haber acometido dichas construcciones en semejante número. Pero... ¿para qué se acometieron? ¡Por la constante de Planck, le juro que lo desconozco, pero es el meollo auténtico de la cuestión! No tenemos respuesta. No la atisbamos. Estos mismos investigadores tipifican el fenómeno como un camino fallido en la evolución social... y la idea ha acabado por tener un cierto predicamento. No tanto por su lógica en sí, es mi opinión, sino a falta de mejores explicaciones. Lo innegable es que aquella sociedad enfiló una trayectoria para la que carecemos de explicación.

Existe una última hipótesis pero, créame, no dudo en tacharla de ciencia ficción. Algunos economistas e historiadores creen que en ese período no se edificaba o manufacturaba sólo y exclusivamente según necesidad social, como cualquiera hoy entiende y es obligatorio, sino exclusivamente en función de unas prácticas ancestrales, no del todo comprendidas e investigadas en su totalidad, que parece ser denominaban “especulación”, rara palabra, algo así, pensamos, como obrar guiados por hipótesis no demostrables empíricamente y realizar entonces manufacturas al albur y en cantidades muy superiores a las necesarias, ¡imagínese el despilfarro insensato que esto presupondría!, en la esperanza de “venderlas”, otro extraño término que tampoco comprendemos hoy muy bien, algo así como entregar monedas a cambio de un bien, como en la antigüedad más provecta. Pero no por sometimiento a regla de razón ni por imperativo socialmente reglado según conveniencia para la civilización y los seres humanos, sino, en lo que alcanzamos a intuir, a capricho de las partes y para que terceros, y esto es lo más incomprensible, se “lucraran” con ello, un nuevo término que figura en textos de muy compleja interpretación, como irá averiguando, y término este "lucro" al que a día de hoy tampoco somos capaces de proporcionarle un significado con la debida seguridad y exactitud.

Por todo ello, insisto, no creo en esta hipótesis. Una cosa es que sea arcaica, antigua, poco desarrollada una civilización, y otra suponer que se entregara, sin más, al desperdicio más absoluto del esfuerzo, del trabajo y de las materias primas. La verdad, no me parece posible. Siempre han existido, es cierto, gastos suntuarios, más en aquellas bárbaras satrapías de entonces, pero ¿puede denominarse gasto suntuario a levantar no un edificio, sino centenares de miles y abandonarlos? Yo no soy capaz de verlo así.

Porque, en fin, no olvidemos que al tiempo no dejaban de ser seres humanos y que, de alguna manera, también alumbraron algún principio de civilización. Civilizaciones hoy difíciles de comprender, qué duda cabe, pues piense en que aquellas gentes aún copulaban, por poner un ejemplo. Bien, ya veo que ignora usted lo que significa el término, ya lo estudiará próximamente, pero le puedo asegurar que conocerá cosas aun más asombrosas, como el que creyeran firmemente, y aún se dejaran matar por ello, en entes inexistentes o figurados y jamás vistos, o como el comer animales. ¿Se lo imagina? Y son también extremas las complejidades con las que tropezamos cada vez que bregamos con peculiaridades de aquel período, del cual en lo sustancial todo es oscuro. Menos tu vientre, todo es oscuro, como dejara escrito el mayor poeta de aquel lugar y tiempo del que, por fortuna, se conservan algunos textos. Y, por cierto, ¡qué hondura la de aquel aedo!, al que no me siento capaz de calificar de bárbaro, ya ve, y aunque lo fuera...

En fin, como verá, si de verdad sigue interesado en ello, hay todo un campo para su doctorado sobre este rarísimo período, por ahora cuajado de preguntas sin respuesta y de absurdos inimaginables. No puedo hacer otra cosa que celebrar su decisión y asegurarle que cuenta usted con toda mi ayuda y con mi guía para su esfuerzo. A fin de cuentas es usted bien joven, no tiene todavía cumplidos los cien años y cien lunas preceptivos antes de que alguien pueda doctorarse y vestir la muceta –hoy simbólica–, no se azore. Pero a este claustro y a mí nos satisface su curiosidad intelectual y su ya nada desdeñable preparación.

Investigue, pues, estos arcanos, si así lo desea, demuestre su dedicación, y que entonces tenga usted toda la suerte que sepa merecer y ganarse, y que su esfuerzo nos sirva igualmente a todos los demás, mozo.

domingo, 15 de febrero de 2015

Santa Marta tiene tren, pero no tiene tranvía

El tranvía de Parla.

Cuando las cosas me cuadran mal –hablo de cifras– tengo una vieja manía. La de multiplicar y dividir. O la de sumar y restar. Y el tranvía de Parla, que ha llevado a Tomás Gómez –o esa es la razón aducida, afirman– a su entierro político por haberse electrocutado el infeliz con la catenaria, ha costado 256 millones de euros y a mí, esta cifra, me cuadró mal. Mal, no. Fatal.

Porque 256 millones de euros podrán parecerle mucho o poco a según quien, pues tenemos todos el entender embotado y los oídos entumecidos por cifras cuya magnitud ni comprendemos, por más que sean de los sudados caudales de todos nosotros, pero 256 millones suman, créanme, lo que 10.000 sueldos brutos de 25.000 euros al año y aún restarían 6 millones para organizar una oración colectiva para recibir dignamente a un Papa o para poder peregrinar mil altos cargos del PSOE a Collioure a llevarle una rosa roja a Antonio Machado y pasar allí un mes postrados en hinojos, contemplando su tumba, pues saldrían los mil peregrinos a seis mil euros cada uno, que hasta en Francia resulta viático suficiente hoy en día para pasar decentemente un mes y aún sumándole, incluso, el gasto en rodilleras. Y esta fruslería, seis millones, no es más que el pico, recuerdo.

Así pues, se presupuestó incialmente la pirámide en 93 millones, costó finalmente 142, se le sumó el IVA de entonces, el 18%, y esto sumó otros 25,56 millones, quedando así el total en 167,56 millones. Las informaciones de prensa añaden que el resto, hasta los 256 millones desembolsados fueron intereses. Fueron, no. Serán, hasta 2037. Veinte años no es nada...

Y una simple resta, 256 millones del total menos 167,56 pagados por la obra –con su IVA– deja ver que los intereses suponen 88,44 millones de euros, para dicho préstamo de 167,56. No está mal el negocio de prestamista. Y sentado en tu banco esperando. Casi un 53% de beneficio para la banca sobre el dinero prestado. Nunca parecen pocas las razones para hacerse banquero...

Más. La línea del tranvía tiene 8,3 kilómetros de largo por lo cual, 256 millones de euros divididos por 8,3 (Km), dan un coste de 30.843.000 euros por kilómetro. Casi 31 millones en la báscula. Según Wikipedia, el coste medio de un kilómetro de autovía en España fue, en el año 2013, de 6,2 millones de euros. Desconozco si con los intereses bancarios incluidos o no. Pero supongamos que no, para no abusar, y dejemos entonces la cifra en diez millones de euros por kilómetro, con su IVA y sus honestos intereses. La cifra sigue siendo tres veces inferior que la del coste del tranvía de Parla.

Alguien podrá decirme ahora que las autovías no tienen tranvías y que habrá que sumar lo que estos cuestan, con sus instalaciones, catenarias, postes, mecanismos de control y cocheras. Es cierto, pero no tengo forma de averiguar su coste. Así que supondré que cada tranvía cueste lo que diez Ferrari de los de gama alta. Digamos 400.000 euros el vistoso juguete, que, por diez, pues, suman 4 millones de euros por tranvía, y esto sin que lleven los tranvías asientos de cuero. Ni ceniceros de oro y titanio. Y, para 8,3 Km de línea, supondré adicionalmente que circulen cuatro tranvías y otros dos descansen en cocheras para eventualidades y horas punta. Son seis tranvías y suman 24 millones. Lo que sesenta Ferrari. Y el gusto que debe de dar ir en ellos. En los tranvías, no en los Ferrari.

Le sumamos a estos 24 millones del material rodante otros 12 por su financiación –es decir, por los gastos en picos, palas y azadones de don Gonzalo de Córdoba, o de Parla– y se va el parque móvil a los 36 millones. Se restan de los 256 totales, y quedan 220 millones. Dividimos por 8,3 Km esta nueva cifra y el coste por Km se queda ahora en 26.500.000, maravedí arriba o abajo. Que sigue siendo 2,6 veces mayor que el coste de una autovía. Y, aún suponiendo el doble, para considerar cocheras, catenarias, el consumo de las bombillas y el de agua y Mister Proper para restregar los vagones y dejarlos como un San Luis, el precio total por km todavía seguiría siendo más de dos veces que el de las autovías. ¿De qué habrán hecho el tranvía de Parla? ¿De platino e iridio como el antiguo metro patrón que se guarda en la oficina de pesas y medidas de París?

Y cabe añadir algún dato aún. El ancho de una autovía es bastante más que el doble del de la línea tranviaria. Es decir, alguna paletada más de cemento y asfalto habrá que echar en ellas para cubrir un metro por sesenta metros de ancho en lugar de un metro por doce metros. Y en Parla, hasta donde se me alcanza, tampoco habrá habido que cruzar pantanos con pilotes de ochenta metros de altura, desecar o desviar cauces bravíos, pasar por debajo del puerto de Pajares o del de Despeñaperros, volar por encima de una ría ni tenido que rodear una floresta habitada por urogallos o amenazados lepidópteros. Parla es una aldea manchega, tan llana como cualquier secarral manchego, aldeas y secarrales estos, créanme de nuevo, paradigmas verdaderos de la planitud y de la sequedad.

Añadir que treinta millones de euros por kilómetro, y aún asumiendo que los kilómetros a efectos administrativos sean de mil metros, que vaya nadie a averiguar, dan un coste por rebanada lineal de obra de un metro de largo y diez o doce de ancho, de 30.800 euros. O 20.000, o 18.000, si le quitamos la parte alícuota en cada metro correspondiente a material rodante y sus servicios.

Tres millones bien largos de las antiguas pesetas para instalar en cada doce metros cuadrados adoquín con su firme base de cemento y tierra bien apisonada y cuatro metros de rail de hierro. Costaron, pues, estos doce metros cuadrados de adoquín, cemento, raíl y su parte alícuota de postes y cables lo que un coche de gama media, cuajado de tecnologías a la última y que ocupa prácticamente esos mismos metros cuadrados. Si fuera un piso de 120 metros, pues, 30 millones de pesetas, o 180.000 euros, sólo para hacerle el suelo, pues el resto de partidas las he sacado fuera. ¿A qué precios contratan nuestras beneméritas administraciones las reformas de sus cocinas, pues?

De lo que no cabe duda ni más preguntarse de resultas de las cifras –y sin haber nadie todavía averiguado cómo se pasó de los 93 millones presupuestados a los 142 pagados–, con su consiguiente arrastre de IVA e intereses adicionales, es de que el ayuntamiento de Parla está en bancarrota, tan rota como estarán en banca rumbosa las casas de préstamo que pusieron el dinero. Y estar un ayuntamiento en bancarrota significa que sus vecinos disponen de muchos menos servicios, pero que pagan de su bolsillo como si se les proporcionaran los habituales, ni que decir tiene.

Y un último dato, para mejor encuadrar cifras. El Ayuntamiento de Munguía acaba de contratar, por 107.000 euros, un vehículo eléctrico de 9 plazas para trasladar personas. Extrapolando al caso de Parla y suponiendo que adquiriera su consistorio autobuses eléctricos de 20 o 30 plazas y que estos costaran, –por tratarse de Parla que, como Calahorra, parece Washington–, y por decir cualquier barbaridad de cifra, medio millón de euros cada uno, para gastarse 256 millones de euros, habría que comprar 512 autobuses. Que por 25 plazas, trasladarían, de una, a 12800 personas. El 10% de la población de la ciudad en menos de una hora. El tranvía actual da cabida a 220 personas máximo. Por seis tranvías, 1320 personas.

Sólo con cincuenta autobuses eléctricos, por 25 millones de euros, no 256, y de los que circularan 35 simultáneamente, trasladarían 875 personas (880 en 4 tranvías) y para 8,3 km habría un autobús ¡cada 237 metros! No daría casi tiempo a bajarse de uno para poder subir al siguiente. Multiplicando los 25 millones por dos, para añadir cocheras y talleres y otra vez por dos para que algo arañara igualmente quien tuviera que arañar, Parla estaría servida por un transporte de ensueño, seguramente inexistente en cualquier lugar de la tierra,  por 100 millones de euros. 2,5 veces menos de lo que ha pagado.

Y, ni que decir tiene, un autobús eléctrico de 24 plazas, no cuesta 500.000 euros, sino bastante menos. Y ni seguramente lo cueste uno de cincuenta plazas. Sólo era un supuesto exagerado para tratar de acercarse a la magnitud de las cifras del desperdicio del caudal público.

Y no, no es del todo obligatorio suponer que Tomás Gómez sea un corrupto o un chorizo. No lo es porque podría ocurrir solamente que fuera ciego, sordo, mudo y discapacitado intelectual. Lo cual sería más raro, pero también ocurre. Así que, para evitar lo primero, tendrá que demostrar lo segundo, y seguramente tendrá que demostrárselo a un juez. Y algunos de los suyos, por añadidura, se lo agradecerán harto si lo logra, pues podrán ir a reconstruirse orgullosos las manos, por el momento puestas tranquilamente a chamuscar en el brasero.