Vea usted,
ciudadano-alumno don Santiago y Cierra, y ya que ha solicitado usted esta entrevista. Esta es la capa de detritos
conocida como estrato Boyer, que aniquiló la estructura
inmobiliaria en aquel reino, y con ello, una manera de ser y existir
vigentes en la época. Una verdadera revolución en contra del
sentido y de la razón, según lo que ha sido posible documentar. El
hecho está hoy perfectamente comprobado y dio origen a una serie de
fenómenos concomitantes, creemos, y que ahora paso a explicarle.
Dicha capa Boyer
está sepultada bajo esta otra inmediatamente superior, a la que
denominamos capa de la Ley del Suelo–por el hallazgo durante
unas afortunadas excavaciones de unos antiguos y bárbaros textos
jurídicos a ella asociados–, y cuyos efectos se distinguen
fácilmente porque, ¿ve aquí?, ¿y allí y allá...?, en cualquier
lugar donde existiera en la zona un prado verde o cualquier resto de
naturaleza, mire esos tallos y musgos aplastados y secos... se le ven
inmediatamente superpuestos y asociados unos estucados, sin duda
contemporáneos, de un absurdo, pero inequívoco estilo neocalifal,
pero... ¡un milenio después del Califato!, y para cuyo
entendimiento de por qué se encuentran allí en ese número y momento aún se carece de explicación e incluso de hipótesis.
Pero son bien
visibles sus restos ricos en oro, platino, cromo, mármoles y unas
piezas mecánicas, muy abundantes, de una manufactura, seguramente de
la península Itálica, conocidas como Ferrari o Forrari,
y todo ello mezclado con el contiguo estrato denominado Gilygilato, por el nombre de un visir o un prefecto de la
zona, según dejó establecido sin ningún género de dudas el
llorado filólogo Menéndez Vidal algún año antes de que usted
naciera, en 4632. Pero, aun con estas pequeñas luces que ha costado
tantísimo obtener, puedo asegurarle que todo ello sigue siendo, en
su gran mayoría, todavía un completo misterio...
O este otro
depósito, véalo ahí –y señala el viejo catedrático hacia una
parte del holograma en movimiento que los envuelve por completo,
mientras flotan suavemente en el centro de una cúpula elástica sin
límites aparentes–, la llamada capa del sedimento Aznarense,
que consta de tres tipos de escombros primarios, unos aglomerados muy
similares entre sí y conocidos como del Ritabarberanensis
medio y tardío, con curiosísimas trazas de pieles curtidas de
cocodrilo y con restos de ¡hebillas y perlas! en cantidades
absurdas, muchas con un dudoso cuño, Lo.w.e, o .oew. o L..we, tal
vez el emblema nobiliario o el escudo de un reyezuelo local, y de cuya abundancia
tampoco sabemos explicar la causa.
Y vea, vea
–prosigue el sabio– aquellos otros conjuntos sedimentarios en los
que predomina el Zaplanio, un conglomerado rico en metales
férricos procedentes de algo que llamaban, parece ser, montes rusos,
aunque la zona, entonces, nos consta que era una amplia llanura
costera. Los restos parecen proceder de unas estructuras igualmente
sin explicación y conocidas por algunos documentos como pantanos o
jardines temáticos, o timáticos, o tomáticos... vaya nadie a saber
que sería aquello. Tal vez unas huertas, tal vez zonas ajardinadas
por algún sátrapa, o poderosos comerciantes o, tal vez, bandidos,
que aún abundaban y eran poderosos. Las grafías, cuando disponemos
de fragmentos de ellas, son siempre complejas de descifrar, ya sabe,
y estos restos se hallan agrupados con otros todavía bastante más
extraños, si cabe, pero con marcadores que los particularizan sin
ningún género de dudas como del llamado interperiodo
Franciscocampsiensis.
Estos marcadores
son telas, al parecer, procedentes de confecciones de la época.
Vestiduras y más vestiduras senatoriales de entonces, pero en
cantidades como para llenar varios transportes espaciales pesados
como los que enviamos a nuestras colonias de Sigma Centauri, y restos
numerosos de gomas de vehículos con engranajes y sistemas químicos
y eléctricos bastante rústicos y que se usaban, creemos, en concursos.
Algo así como carreras de carros, si bien en la época ya parece
establecido que fueran semovientes, y no de tracción animal, aunque
persistía aún el uso de la rueda, eso con seguridad. Un pasatiempo
de entonces esos torneos, según varios eruditos... ¡qué cosas! Y
todo ello asociado con restos de techumbres y de fachadas desplomadas
sobre sí mismas, de edificios en verdad faraónicos hasta donde se
puede determinar por sus restos, pero abandonados apenas un lustro, o
un decenio o dos después de su edificación. Antipirámides
podríamos llamarlas sin duda, joven, pues las pirámides ahí
siguen... Para que luego hable nadie de la flecha del progreso.
Y hay más
rarezas. Y estas son en verdad extraordinarias. En muchas zonas de la
antigua costa de aquella península, pero no sólo, pues nos constan
también en el interior, en infinidad de cortes que conocemos como de
la capa mixta del periodo Rajoyo-Zapateriense, quedan restos
claros de viviendas en cantidades para las que la ciencia aún no ha
atinado a aventurar una explicación. Porque lo incomprensible y lo
que nos hace pensar en posibles errores de evaluación, es que en
ninguna de ellas se haya encontrado vestigio de establecimiento
humano, fuera del propio hecho innegable de su construcción. Ni
hogares, ni enterramientos, ni depósitos con manufacturas, ni restos
orgánicos ni inorgánicos, ni tampoco trazas de ninguna clase de
ajuar, mobiliario, o de un uso práctico o ritual que lo parezca, lo
remede o remotamente recuerde algo conocido. Es como si la población
aborigen del período hubiera edificado centenares de miles de
estructuras para después... dejarlas allí sin usar. Y ríase usted,
créame, de la Isla de Pascua o de la Atlántida, que después de
todo y de lo que costó averiguarlo resultó ser una pequeña isla.
Esto es un enigma a otra escala y la escala es asombrosa. Algo jamás
visto.
Existen muchas
hipótesis para explicar los hallazgos. Se pensó en primer lugar en
lo obvio, en envenenamientos por algún proceso atmosférico o
volcánico, en insalubridades sobrevenidas e insostenibles, pero lo
cierto es que nadie ha conseguido hallar trazas de gases fijados en
los sustratos en cuestión ni de contaminantes que lo justifiquen. Es
más, adyacentes a ellos y cronológicamente contemporáneos hasta la
escala de un mes, se atestiguan los restos de complejos de
establecimientos humanos donde sí se halla, sin excepción, más
o menos todo aquello que es esperable encontrar para la época, con
muy nítidos marcadores de vida activa. Y tampoco hay rastros de
conflicto alguno, de acciones militares, de destrucciones
deliberadas, de cataclismos naturales o artificiales. Ni marcadores
químicos fuera de los normales en el período, ni atmosféricos
tampoco. Nada de nada. Los edificios se construyeron, adyacentes a
otros que sí se usaban y, hasta donde podemos averiguar, se
abandonaron de inmediato en diferentes estadios de construcción. Es
más, incluyen los numerosos vestigios también los restos de pesadas
y rudimentarias maquinarias utilizadas in situ, suponemos que
para la edificación, pero asimismo abandonadas. Así que el terreno
sigue abierto a cualquier especulación.
Hay antropólogos
que han hablado de algún tabú religioso o social, de un uso
desconocido y no averiguado, aunque no tengamos trazas del mismo,
pero... ¿qué sociedad, por bárbara que esta pudiera ser entonces,
construye un millón de viviendas en un cortísimo período de tiempo
para, acto seguido, dejarlas caer? Porque es incuestionable, y está
muy bien demostrado, que hablamos tal vez de apenas un decenio para
levantarlas y para no habitarlas de seguido y de algunos decenios sin
uso alguno hasta verlas desaparecer. Y no se trata de ninguna
Pompeya, sino que equivale la extensión de lo hallado y prospectado
a millares de ellas, pero sin cadáveres, ni restos clasificables
como militares, civiles, religiosos, artísticos, totémicos,
idolátricos o de cualquier otro uso que se conozca, ni con elementos
vitales de ninguna clase. No hay vestigios de otra inteligencia,
finalidad y uso que el propio hecho de alzarlas. Y por fuerza
levantarlas debió de suponer un esfuerzo enorme para la época, con
aquellos medios... ¡figúrese! Y con un coste social proporcional a
semejante cantidad y habiéndose constatado, hasta donde conoce hoy la ciencia,
que ninguna sociedad construyó jamás viviendas en tal masa y número
para después no utilizarlas. Se trata de una verdadera singularidad
y no cabe duda de que es un campo de investigación abierto y
promisorio, pero a la par, dificilísimo.
Y estos casos de
abandono, Santiago –prosigue el investigador–, no son
infrecuentes en arqueología, como bien sabemos todos, porque abundan
los hallazgos de asentamientos y ciudades abandonadas, pero siempre
después de un cierto período de uso, documentado y medible. Y si el
uso no se produce, se suele encontrar la causa para su abandono en
catástrofes naturales o en acontecimientos sociales, bélicos,
religiosos, en fin... que siempre se logra documentar alguna razón
suficiente, o siquiera un atisbo de ella.
Pero aquí se
trata de millares y millares de grupos de habitaciones nuevas y
abandonadas, jamás usadas y dejadas a vencerse sobre sí mismas y a
una escala, no de un asentamiento, una ciudad o un pueblo, sino en
conjuntos repartidos por todas partes en un territorio de ¡medio
millón de kilómetros cuadrados! Y además, todo ello sólo en lo
que se conocía como la Península Ibérica. No hay restos de
prácticas comparables, es decir, sin habitación documentada en
absoluto, para ese mismo período, en ningún otro lugar de Europa.
Sólo en la capa conocida como Chernobiliense, o en
yacimientos posteriores con sus mismas características, donde aún
se pueden medir los asombrosos restos de radiación. Y en cualquier
caso, esas áreas abandonadas a toda prisa sí fueron usadas y hoy
conocemos bastante bien las causas para su abandono. Causas no otras
que el jugar a dioses, en definitiva, como algunos ya lo calificaban
entonces, más la complacencia misma en la ignorancia y en la
persistencia en el error, espoleadas por la codicia y la insensatez.
Y así acabó más tarde aquel período, el Nuclear Antiguo, como
todos sabemos, el Holocausto... Pobres gentes.
Y en fin, respecto
de todo el asunto que a tantos sabios intriga, se ha terminado por
concluir que, tal vez, tales estructuras se construyeron y después
no se pudieron utilizar, pero involuntariamente, por alguna
catástrofe social, no natural, inmediatamente sobrevenida. Parece lo
único que cabe suponer con los datos científicos de los que hoy
disponemos. No parece existir causa conocida natural ni violenta que,
al menos con nuestros conocimientos, explique este asombroso
comportamiento. Se diría, pues, más un asunto de ciencias sociales
que de medir isótopos, y de cortar capas y efectuar calas y
sistematizar microorganismos. Pero, ¿cuál inimaginable catástrofe
social lleva a un pueblo a edificar viviendas como un poseso durante
un decenio y después a abandonarlas? Porque existen, además, datos
complementarios, fragmentarios e inseguros, pero indicios, no sólo
especulaciones, en definitiva, que llevan a pensar que en ese decenio
incomprensible se construyeron allí más viviendas que en el resto
de toda Europa junta.
Contabilizando las
poblaciones que suponemos para la época, hasta cierto punto
relativamente bien conocidas, se suma otro misterio al propio
misterio. Aquel pueblo contaba con menos del 10% de la población de
Europa, sumando también la de lo que entonces se denominaba Rossia,
o Rusia, pero edificaba como si todo el continente se fuera a
trasladar a aquellas tierras. ¡Y edificó para dejar abandonado de
inmediato todo lo levantado! Siguiendo este hilo, otras especulaciones,
que más parecen una interpretación humorística, sugieren que
aquella civilización se arruinó y acabó por desaparecer,
precisamente, por haber acometido dichas construcciones en semejante
número. Pero... ¿para qué se acometieron? ¡Por la constante de
Planck, le juro que lo desconozco, pero es el meollo auténtico de la
cuestión! No tenemos respuesta. No la atisbamos. Estos mismos
investigadores tipifican el fenómeno como un camino fallido en la
evolución social... y la idea ha acabado por tener un cierto
predicamento. No tanto por su lógica en sí, es mi opinión, sino a
falta de mejores explicaciones. Lo innegable es que aquella sociedad
enfiló una trayectoria para la que carecemos de explicación.
Existe una última
hipótesis pero, créame, no dudo en tacharla de ciencia ficción.
Algunos economistas e historiadores creen que en ese período no se
edificaba o manufacturaba sólo y exclusivamente según necesidad
social, como cualquiera hoy entiende y es obligatorio, sino
exclusivamente en función de unas prácticas ancestrales, no del
todo comprendidas e investigadas en su totalidad, que parece ser
denominaban “especulación”, rara palabra, algo así, pensamos,
como obrar guiados por hipótesis no demostrables empíricamente y
realizar entonces manufacturas al albur y en cantidades muy
superiores a las necesarias, ¡imagínese el despilfarro insensato
que esto presupondría!, en la esperanza de “venderlas”, otro
extraño término que tampoco comprendemos hoy muy bien, algo así
como entregar monedas a cambio de un bien, como en la antigüedad más
provecta. Pero no por sometimiento a regla de razón ni por
imperativo socialmente reglado según conveniencia para la
civilización y los seres humanos, sino, en lo que alcanzamos a
intuir, a capricho de las partes y para que terceros, y esto es lo
más incomprensible, se “lucraran” con ello, un nuevo término
que figura en textos de muy compleja interpretación, como irá
averiguando, y término este "lucro" al que a día de hoy tampoco somos capaces de proporcionarle un significado con la debida seguridad y exactitud.
Por todo ello,
insisto, no creo en esta hipótesis. Una cosa es que sea arcaica,
antigua, poco desarrollada una civilización, y otra suponer que se
entregara, sin más, al desperdicio más absoluto del esfuerzo, del
trabajo y de las materias primas. La verdad, no me parece posible.
Siempre han existido, es cierto, gastos suntuarios, más en aquellas
bárbaras satrapías de entonces, pero ¿puede denominarse gasto
suntuario a levantar no un edificio, sino centenares de miles y abandonarlos? Yo no soy capaz de
verlo así.
Porque, en fin, no
olvidemos que al tiempo no dejaban de ser seres humanos y que, de
alguna manera, también alumbraron algún principio de civilización.
Civilizaciones hoy difíciles de comprender, qué duda cabe, pues piense en que aquellas gentes aún copulaban, por poner un ejemplo.
Bien, ya veo que ignora usted lo que significa el término, ya lo
estudiará próximamente, pero le puedo asegurar que conocerá cosas
aun más asombrosas, como el que creyeran firmemente, y aún se dejaran matar por ello, en entes inexistentes o figurados y jamás vistos, o como el comer animales. ¿Se lo imagina? Y son
también extremas las complejidades con las que tropezamos cada vez
que bregamos con peculiaridades de aquel período, del cual en lo
sustancial todo es oscuro. Menos tu vientre, todo es oscuro,
como dejara escrito el mayor poeta de aquel lugar y tiempo del que,
por fortuna, se conservan algunos textos. Y, por cierto, ¡qué
hondura la de aquel aedo!, al que no me siento capaz de calificar de
bárbaro, ya ve, y aunque lo fuera...
En fin, como verá,
si de verdad sigue interesado en ello, hay todo un campo para su
doctorado sobre este rarísimo período, por ahora cuajado de
preguntas sin respuesta y de absurdos inimaginables. No puedo hacer
otra cosa que celebrar su decisión y asegurarle que cuenta usted con
toda mi ayuda y con mi guía para su esfuerzo. A fin de cuentas es
usted bien joven, no tiene todavía cumplidos los cien años y cien lunas preceptivos antes de
que alguien pueda doctorarse y vestir la muceta –hoy simbólica–,
no se azore. Pero a este claustro y a mí nos satisface su curiosidad
intelectual y su ya nada desdeñable preparación.
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