Santa Marta tiene tren, pero no tiene tranvía
El tranvía de Parla.
Cuando las cosas me cuadran mal –hablo de cifras– tengo una vieja manía. La de multiplicar y dividir. O la de sumar y restar. Y el tranvía de Parla, que ha llevado a Tomás Gómez –o esa es la razón aducida, afirman– a su entierro político por haberse electrocutado el infeliz con la catenaria, ha costado 256 millones de euros y a mí, esta cifra, me cuadró mal. Mal, no. Fatal.
Porque 256 millones de euros podrán parecerle mucho o poco a según quien, pues tenemos todos el entender embotado y los oídos entumecidos por cifras cuya magnitud ni comprendemos, por más que sean de los sudados caudales de todos nosotros, pero 256 millones suman, créanme, lo que 10.000 sueldos brutos de 25.000 euros al año y aún restarían 6 millones para organizar una oración colectiva para recibir dignamente a un Papa o para poder peregrinar mil altos cargos del PSOE a Collioure a llevarle una rosa roja a Antonio Machado y pasar allí un mes postrados en hinojos, contemplando su tumba, pues saldrían los mil peregrinos a seis mil euros cada uno, que hasta en Francia resulta viático suficiente hoy en día para pasar decentemente un mes y aún sumándole, incluso, el gasto en rodilleras. Y esta fruslería, seis millones, no es más que el pico, recuerdo.
Así pues, se presupuestó incialmente la pirámide en 93 millones, costó finalmente 142, se le sumó el IVA de entonces, el 18%, y esto sumó otros 25,56 millones, quedando así el total en 167,56 millones. Las informaciones de prensa añaden que el resto, hasta los 256 millones desembolsados fueron intereses. Fueron, no. Serán, hasta 2037. Veinte años no es nada...
Y una simple resta, 256 millones del total menos 167,56 pagados por la obra –con su IVA– deja ver que los intereses suponen 88,44 millones de euros, para dicho préstamo de 167,56. No está mal el negocio de prestamista. Y sentado en tu banco esperando. Casi un 53% de beneficio para la banca sobre el dinero prestado. Nunca parecen pocas las razones para hacerse banquero...
Más. La línea del tranvía tiene 8,3 kilómetros de largo por lo cual, 256 millones de euros divididos por 8,3 (Km), dan un coste de 30.843.000 euros por kilómetro. Casi 31 millones en la báscula. Según Wikipedia, el coste medio de un kilómetro de autovía en España fue, en el año 2013, de 6,2 millones de euros. Desconozco si con los intereses bancarios incluidos o no. Pero supongamos que no, para no abusar, y dejemos entonces la cifra en diez millones de euros por kilómetro, con su IVA y sus honestos intereses. La cifra sigue siendo tres veces inferior que la del coste del tranvía de Parla.
Alguien podrá decirme ahora que las autovías no tienen tranvías y que habrá que sumar lo que estos cuestan, con sus instalaciones, catenarias, postes, mecanismos de control y cocheras. Es cierto, pero no tengo forma de averiguar su coste. Así que supondré que cada tranvía cueste lo que diez Ferrari de los de gama alta. Digamos 400.000 euros el vistoso juguete, que, por diez, pues, suman 4 millones de euros por tranvía, y esto sin que lleven los tranvías asientos de cuero. Ni ceniceros de oro y titanio. Y, para 8,3 Km de línea, supondré adicionalmente que circulen cuatro tranvías y otros dos descansen en cocheras para eventualidades y horas punta. Son seis tranvías y suman 24 millones. Lo que sesenta Ferrari. Y el gusto que debe de dar ir en ellos. En los tranvías, no en los Ferrari.
Le sumamos a estos 24 millones del material rodante otros 12 por su financiación –es decir, por los gastos en picos, palas y azadones de don Gonzalo de Córdoba, o de Parla– y se va el parque móvil a los 36 millones. Se restan de los 256 totales, y quedan 220 millones. Dividimos por 8,3 Km esta nueva cifra y el coste por Km se queda ahora en 26.500.000, maravedí arriba o abajo. Que sigue siendo 2,6 veces mayor que el coste de una autovía. Y, aún suponiendo el doble, para considerar cocheras, catenarias, el consumo de las bombillas y el de agua y Mister Proper para restregar los vagones y dejarlos como un San Luis, el precio total por km todavía seguiría siendo más de dos veces que el de las autovías. ¿De qué habrán hecho el tranvía de Parla? ¿De platino e iridio como el antiguo metro patrón que se guarda en la oficina de pesas y medidas de París?
Y cabe añadir algún dato aún. El ancho de una autovía es bastante más que el doble del de la línea tranviaria. Es decir, alguna paletada más de cemento y asfalto habrá que echar en ellas para cubrir un metro por sesenta metros de ancho en lugar de un metro por doce metros. Y en Parla, hasta donde se me alcanza, tampoco habrá habido que cruzar pantanos con pilotes de ochenta metros de altura, desecar o desviar cauces bravíos, pasar por debajo del puerto de Pajares o del de Despeñaperros, volar por encima de una ría ni tenido que rodear una floresta habitada por urogallos o amenazados lepidópteros. Parla es una aldea manchega, tan llana como cualquier secarral manchego, aldeas y secarrales estos, créanme de nuevo, paradigmas verdaderos de la planitud y de la sequedad.
Añadir que treinta millones de euros por kilómetro, y aún asumiendo que los kilómetros a efectos administrativos sean de mil metros, que vaya nadie a averiguar, dan un coste por rebanada lineal de obra de un metro de largo y diez o doce de ancho, de 30.800 euros. O 20.000, o 18.000, si le quitamos la parte alícuota en cada metro correspondiente a material rodante y sus servicios.
Tres millones bien largos de las antiguas pesetas para instalar en cada doce metros cuadrados adoquín con su firme base de cemento y tierra bien apisonada y cuatro metros de rail de hierro. Costaron, pues, estos doce metros cuadrados de adoquín, cemento, raíl y su parte alícuota de postes y cables lo que un coche de gama media, cuajado de tecnologías a la última y que ocupa prácticamente esos mismos metros cuadrados. Si fuera un piso de 120 metros, pues, 30 millones de pesetas, o 180.000 euros, sólo para hacerle el suelo, pues el resto de partidas las he sacado fuera. ¿A qué precios contratan nuestras beneméritas administraciones las reformas de sus cocinas, pues?
De lo que no cabe duda ni más preguntarse de resultas de las cifras –y sin haber nadie todavía averiguado cómo se pasó de los 93 millones presupuestados a los 142 pagados–, con su consiguiente arrastre de IVA e intereses adicionales, es de que el ayuntamiento de Parla está en bancarrota, tan rota como estarán en banca rumbosa las casas de préstamo que pusieron el dinero. Y estar un ayuntamiento en bancarrota significa que sus vecinos disponen de muchos menos servicios, pero que pagan de su bolsillo como si se les proporcionaran los habituales, ni que decir tiene.
Y un último dato, para mejor encuadrar cifras. El Ayuntamiento de Munguía acaba de contratar, por 107.000 euros, un vehículo eléctrico de 9 plazas para trasladar personas. Extrapolando al caso de Parla y suponiendo que adquiriera su consistorio autobuses eléctricos de 20 o 30 plazas y que estos costaran, –por tratarse de Parla que, como Calahorra, parece Washington–, y por decir cualquier barbaridad de cifra, medio millón de euros cada uno, para gastarse 256 millones de euros, habría que comprar 512 autobuses. Que por 25 plazas, trasladarían, de una, a 12800 personas. El 10% de la población de la ciudad en menos de una hora. El tranvía actual da cabida a 220 personas máximo. Por seis tranvías, 1320 personas.
Sólo con cincuenta autobuses eléctricos, por 25 millones de euros, no 256, y de los que circularan 35 simultáneamente, trasladarían 875 personas (880 en 4 tranvías) y para 8,3 km habría un autobús ¡cada 237 metros! No daría casi tiempo a bajarse de uno para poder subir al siguiente. Multiplicando los 25 millones por dos, para añadir cocheras y talleres y otra vez por dos para que algo arañara igualmente quien tuviera que arañar, Parla estaría servida por un transporte de ensueño, seguramente inexistente en cualquier lugar de la tierra, por 100 millones de euros. 2,5 veces menos de lo que ha pagado.
Y, ni que decir tiene, un autobús eléctrico de 24 plazas, no cuesta 500.000 euros, sino bastante menos. Y ni seguramente lo cueste uno de cincuenta plazas. Sólo era un supuesto exagerado para tratar de acercarse a la magnitud de las cifras del desperdicio del caudal público.
Y no, no es del todo obligatorio suponer que Tomás Gómez sea un corrupto o un chorizo. No lo es porque podría ocurrir solamente que fuera ciego, sordo, mudo y discapacitado intelectual. Lo cual sería más raro, pero también ocurre. Así que, para evitar lo primero, tendrá que demostrar lo segundo, y seguramente tendrá que demostrárselo a un juez. Y algunos de los suyos, por añadidura, se lo agradecerán harto si lo logra, pues podrán ir a reconstruirse orgullosos las manos, por el momento puestas tranquilamente a chamuscar en el brasero.
Ignoro si es usted consciente de que no le aprobarían en la vida una licenciatura en Ciencias Económicas o Políticas, así se matara a estudiar, quizá en Exactas, en Metafísica o en Teología, no lo sé. Se entretiene con naderías, bagatelas, fruslerías o cómo guste apodar a esa carencia absoluta de lo que suele llamarse sencillamente amplitud de miras.
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