viernes, 27 de junio de 2014

Monarquía o PSOE, ese el dilema del PSOE.


Le ha durado la fiesta a la monarquía una semana justa. El tiempo para hacer y deshacer algunos baúles, cambiar unos muebles, darse una vuelta por Suiza, nombrar y cesar chambelanes, hacerse unas fotos con las víctimas del terrorismo y con los colectivos de gays y de lesbianas, para el Hola y a mayor lustre de la Institución (¿para cuándo unas fotos de exquisito realismo social en algún comedor de Cáritas, por ejemplo, y mejor en blanco y negro, siempre más intensas y dramáticas?), cuando la cruda realidad se le ha parado delante, una vez más y con la firmeza inexorable de una tragedia griega.
Y es que ese malange del juez Castro les ha venido a amargar los fastos, pero que no se asuste nadie, una semanita justa era lo pactado para el asunto de la petición de procesamiento de los Duques de Palma, con todos sus flecos asociados y el evidente desdoro. Y mala cosa es el desdoro para las monarquías, como bien saben ellas mismas, porque esto es en definitiva lo que venden. Oropeles y peticiones de mano, ¡tiempos aquéllos, y no de procesamientos.
Y los flecos son una reiterada y renovada zarabanda judicial de altísimo calado social y mediático, junto con todo el aparato judicial estatal, implicado a fondo en las más que dificultosas tareas exculpatorias de la Infanta, y para cuyo desenlace, el aventurarlo, tampoco hará falta ser oráculo cumano o profeta bíblico.
El odioso yerno, cuñado y villano, irá quizás a la cárcel en el peor de los casos, aunque tal vez solo de manera simbólica, veinticuatro horas y un día, por ejemplo, como escarmiento feroz, al ejemplar y durísimo estilo Miguel Blesa, y se le impondrá además una severísima multa, y a su muy digna señora de él, multa igualmente, si bien eso estará aún por ver. Total, de una manera u otra, las pagará el suegro, y si no, nosotros, que a fin de cuentas somos lo mismo, creo. –¿Dónde tienen el número de la cuenta solidaria para la Infanta, señorita? ¿O eso va directamente por Hacienda?–
Y ruido mediático habrá, eso sí, todo y más, y el tintineo y los chispazos de las cuchilladas entre abogados de campanillas, jueces, fiscales, juristas, estamentos judiciales de esto y de lo otro, acusaciones particulares y opinantes, todo ello está por completo asegurado de aquí a la sentencia, si es que la hay y cuando se produzca, y para largo tiempo después, igualmente. Porque vendrán entonces los recursos, las apelaciones, las recusaciones, etc... y cualquiera sabemos lo que puede durar el asunto, y esto, de no asomarle otros flecos. Casi como otro reinado, y no de los cortos.
Por lo tanto, este malestar acompañará al nuevo monarca largo tiempo, como esos chicles pegados al pantalón y que acaban arruinando la prenda, pues no hay quien los despegue, o según se despegan los hilillos, dejan otro pegote al lado.
Pero sigue habiendo dos fechas en el futuro, ya no tan lejano, y en cualquier caso siempre menos lejanas que un desenlace judicial, y esas fechas sí que pueden arruinar muchísimos más jugos gástricos y podrán mantener los pantalones de la monarquía, con chicle pegado o sin él, en estado de prolongado temblor y con la raya menos impecable. Y estas, son las de las elecciones municipales, y después, las generales.
Y unas municipales no son asunto baladí para esta Monarquía. De hecho, unas municipales provocaron en 1931 su apresurado abandono del puesto. Se plantearon como un plebiscito contra ella pero sin serlo, y el resultado dio al traste con la Institución que, por lo demás, se había encargado ella misma, con su ejecutoria, de ponerse en semejante trance. Y nada dice que ahora, en diferente momento histórico, pero bien conflictivo igualmente, un hecho semejante no pudiera repetirse, sea en las municipales, sea en las generales que las seguirán.
Porque, a falta de la posibilidad de plebiscito o referéndum, negado a la población una vez y otra, por las malas, por las feas, o por la vía del desprecio, y como si celebrar o plantear dicho referéndum fuera un sinsentido ontológico, pero siendo de seguro ese muy mal camino, porque a los seres humanos con frecuencia nos encona todavía mucho más el desprecio o la falta de respeto que la injusticia en sí, no cabiendo descartar ya que la realidad pueda conducir entonces a que se tomen unas elecciones a celebrar para todo otro asunto como si estas fueran, o compensaran, el negado referéndum, o se interpreten como si así lo fueran, y máxime, con todas las circunstancias adicionales de profundo descontento hoy existentes, porque guarde entonces su Dios a la Monarquía de las consecuencias.
Naturalmente, se me puede acusar de exagerado, de indocumentado o de creyente ciego –y esto es más grave– en otros dioses menos poderosos o menores, pero sí hay algo que me cabe decir al respecto.
No hará tres semanas que en estas mismas páginas afirmé que el verdadero y seguro sustento de la Corona, hoy por hoy, era el PSOE, pero que nada garantizaba que en el futuro fuera a seguir así, preguntándome qué ocurriría si en un momento determinado dicho partido, llevado por las circunstancias y, por una vez, por su genética republicana –por más que siempre sofocada, aduciendo unas u otras conveniencias tácticas–, se aventurara a votar en asuntos referentes a la Monarquía otra cosa que no fuera el voto solicitado por la misma, o el que a ella le conviniera y, por ejemplo, se abstuviera entonces en una votación en que aquella demandara un pronunciamiento a su favor.
Porque se da el caso de que este hecho, que hace tres semanas podría parecer una hipótesis todavía remota –dados los usos y hábitos del PSOE–, es lo que precisamente se ha producido hoy, al abstenerse dicho partido en la votación sobre el aforamiento del Rey abdicado, cuestión, al parecer, de extraordinaria urgencia, pero suscitada solo con posterioridad al hecho de la abdicación, y separándose así este partido, por primera en vez largo tiempo, de lo que son los intereses de la Corona. Y estos, no sobra añadirlo, son intereses que bien podrían no coincidir con los mayoritarios de los españoles, o los del Estado mismo o, finalmente, con los del propio PSOE.
Pero la jornada, los comentarios y la consideración del significado de este hecho tan significativo, se han producido muy en sordina. Por un lado, porque es cierto que la abstención no modificaba el resultado, la votación a favor del aforamiento estaba igualmente ganada, y por lo tanto la postura ha podido pasar por testimonial sin mayores inconvenientes. Por otro lado, el anuncio de Alfredo Pérez Rubalcaba de retirarse de la política ha desviado también la atención en no pequeña cuantía. Y sobre el que esto se haya comunicado, precisamente hoy, ex profeso o no, pero resultando en tan oportuna cortina mediática, también cabría preguntarse.
Lo que no ofrece dudas, en cambio, es la contestación de Eduardo Madina sobre su retirado mentor, al menos hasta el presente. Más gélida y desapegada, imposible, y en el día en el que incluso los más opuestos se han plegado al homenaje, viniendo a señalar que a partir de ahora las cosas se van a hacer de otra manera. No está mal el rótulo para la cinta de una corona mortuoria y con el cadáver todavía por meter en la caja. Y atañe, y mucho a lo que pretendo explicar en este artículo. 
Hay, pues, dos quid de verdad a tratar, uno el aforamiento en sí, y el otro, la postura del PSOE con respecto al aforamiento, pero, por alzada, con respecto a la Monarquía misma.
En cuanto al aforamiento en sí, y con la desesperada urgencia con que se ha manejado el asunto, cabe mirarlo de dos maneras. Una con la expresión del ciudadano de a pie, lógica y de sentido común, y que podría resumirse así: –Tan bueno que parecía, vaya por Dios... pero algo tendrá que tapar si surge de pronto esa desaforada urgencia en protegerlo, ¿no?–. Lo que trae emparejada una razonable conclusión: –Y protegerlo... ¿de qué?, como se preguntará justamente más de un ciudadano, y eso ya sí que ha venido a alumbrar, en paralelo a la obtención de la deseada impunidad, indeseados campos de sospecha e inquietud, muy graves para la Institución, porque tampoco es que posea esta la estabilidad y la firmeza de la Corona de Inglaterra, of course.
Y luego está, por supuesto, la manera de contemplar esta... ¿sobreprotección? los mejor informados, no los más, seguramente, y tampoco conocedores de demasiado, y los muy pocos, seguramente sabedores de bastante más, y que, en substancia, lleva hacia dos terrenos muy diferentes, pero cada cual con sus buenos barrizales, pinchos y tapias de cristales aguzados, y contra los que el antiguo monarca tendría sobradas razones para buscar su mejor protección como, subsidiariamente, también la propugnan aquellas partes del aparato estatal interesadas en proteger esos mismos intereses, por nuestro bien, evidentemente, y como jamás dejarán de proclamar.
El primero de estos territorios enlodados sería el de la incontinencia amatoria, llamémosla así, que atañe a la honestidad del monarca abdicado, y que es aquella cualidad que tradicionalmente señala el comportamiento de cualquiera en lo relacionado con asuntos por lo general muy personales y que atañen al ombligo de cada cual, o con mayor rigor en este caso, mirando del ombligo para abajo.
Esto en sí, y añado que, por lo que a mí respecta, felizmente, es asunto que la población española tratamos, para su suerte, con tradicional benevolencia, por lo general la misma que aplicamos a nosotros mismos. Es decir, haga cada cual de su capa un sayo, y por mi parte, como por la de muchos, nada habría que decir. Y no, no tenemos ningún problema con que el viejo monarca vaya a salir de un armario, esto no es Mónaco, que ya se ocupa Santiago Matamoros de que eso, aquí, no sea posible, pero, en cambio, sí parece que el problema del armario de palacio no sea lo que sale de él, sino lo que se guarda dentro. 
Sin embargo, en el caso en cuestión, lo cierto es que el viejo monarca tenía ya planteadas –y rechazadas en los tribunales, precisamente por causa de su aforamiento, ese que ahora hubiera podido venir a faltarle– dos demandas de paternidad. Y lo que en cualquier familia ya es un incordio, además de no señalar en ningún caso hacia comportamientos modélicos, en el caso de las familias reales, no por habitual, deja de ser, entonces ya sí, un verdadero problema, máxime cuando, como es el caso, uno de los reclamantes sería un hijo mayor que el heredero y actual rey.
Felizmente también, ya no están los tiempos para problemas dinásticos, que ni siquiera caben, por otro lado, dada la potestad discrecional del monarca para señalar como sucesor a un hijo legítimo. Pero, ciertamente, dos personas pleiteando, a estas alturas, en pos de un reconocimiento que llevaría emparejado el reconocimiento, a su vez, de comportamientos que para muchos serían reprobables, no sería un jardín en el cual desearía meterse la monarquía nunca, y ahora menos, con la que está cayendo, pues supondría para ella una nueva merma de prestigio. Y el depósito del prestigio, de un tiempo a esta parte, se le ha venido vaciando a ritmo sostenido.
Así, pues, aforado de nuevo el monarca, estos pleitos serán rechazados de nuevo, las demandas de paternidad ni siquiera admitidas a trámite, y el asunto, en lo substancial, se le dará a cualquiera una higa. Sin embargo, aunque de no demasiado valga un prestigio en parte arruinado, sí vale este, y mucho, para restar o sumar votos hacia las opciones que prefieren a esta monarquía, o a otro régimen para la Jefatura del Estado. Mal panorama sería para ella, pues, que tales asuntos se hicieran ‘demasiado’ públicos, y bálsamo puro resulta así ese aforamiento obtenido tan por los pelos.
Pero peor sería, sin aforamiento, el panorama del otro frente, el económico, más y mejor e indisolublemente mezclado con las catacumbas del Estado y con el tráfico de influencias, comisiones, informaciones confidenciales, operaciones de alto interés económico, y todo ello entreverado, sin duda, con el legítimo interés nacional, justificador de tantas cosas buenas y malas, de las de celebrar, una vez alcanzados los objetivos, pero de las de callar también por los métodos necesarios para obtener dichos beneficios públicos, pero de los que tantos privados, también, sacan muy suculentas tajadas. Y siendo algunos de estos privados, hermosa palabra en los reales entornos, verdaderas privadas.
Porque, precisamente, mezclado con todo ese revoloteo de faldas anterior, y por causa de la poco divulgada, pero sí conocida a fin de cuentas, situación del monarca con la señora Corinna zu Sayn-Wittgenstein, este sería un frente en el cual convergerían comportamientos del mismo, como mínimo, discutibles y, en última instancia, sobre los cuales una justicia algo menos mediatizada y sometida a la partitocracia que la que desdichadamente tenemos, bien podría tener también que opinar, o al menos averiguar.
Y esta Corinna, audaz aventurera como de novela de la Belle Époque, le ha hecho más daño a la Monarquía que el elefante del safari y el elefante del bigotito recortado y los crisantemos, más los dos yernos sumados, que vaya desgracia, el uno, como creo que apunté en ocasión anterior, demasiado besugo, y el otro demasiado avispado.
Porque, aparte su acompañar esta Corinna acá y acullá, en calidad de fija-discontinua, al anterior monarca, en viajes sobre los que tan difícil es discernir si eran de estado o eran privados, o cuánto de cada una de estas componentes había en tantos de ellos, lo que parece saberse, a pesar de la mucha opacidad, es que desempeñó tareas y misiones para las cuales de ninguna manera estaba cualificada, y con franca perplejidad, además, de la misma diplomacia española, y el disgusto y malestar, prácticamente manifiesto y patente para quien tenía que saberlo, del staff del entorno de la Casa Real, y que, además, aparte de sus emolumentos como intermediaria y comisionista, residía en una propiedad de Patrimonio Nacional, a tiro de piedra de la residencia del monarca, reacondicionada ex profeso para ella y a cargo del presupuesto. Demasiado, en definitiva, para no seguir viviendo en el siglo XIX.
Y esto, naturalmente, sí son razones para desear más un aforamiento que una buena escopeta de caza de encargo, y para que haya que correr a hacerlo a velocidad tal, que cualquier sometido a los procedimientos de la justicia ordinaria sabe que se medirían en años, en lugar de en días. Esa justicia que es igual para todos, qué duda cabe.
Y llegamos, finalmente, al PSOE. Dije, y sostengo, que la Monarquía, en lo esencial, dependía hoy del PSOE para su existencia. Esto ha sido así por circunstancias históricas fuera de lo común y seguramente irrepetibles, y lo ha sido asimismo porque el PSOE, en última instancia, aducía defender una estabilidad institucional a la cual atribuía, en parte con buena razón, una importancia mayor que a cualquier otra cosa.
Porque, en definitiva, la Transición se hizo a la sombra del golpismo, y la mayoría de la población de entonces prefería, también con excelentes razones, cualquier cosa distinta al golpismo y al espectro de una nueva guerra civil. Y esto llevó a perdones y olvidos que hoy parecen infamantes, como a lenidades con ciertos conductas que hoy ya solo se justificarían haciendo un verdadero ejercicio de memoria histórica, pues de otra manera, en particular para los de menos de cincuenta años, es decir, una buena mayoría, no se podrían conocer ni concebir las razones que existieron entonces para ello.
Y PSOE y Monarquía, pero incluso izquierda en general y Monarquía, en última instancia, se legitimaron mutuamente, y precisaban ser cada una esa tercera pata que les permitiera construirse y equilibrarse contra los restos del franquismo, que finalmente, pasando el tiempo y por evoluciones sucesivas, devino en el actual PP. Y así fue, así se hizo y quizás no haya habido mayor concordia institucional en España que entre el PSOE de Felipe González y el entonces Rey Juan Carlos.
Hoy, sin embargo, resulta que ya no es que tan solo la Monarquía, en esta abdicación y sucesión, y en los próximos años, se juegue su esencia y su existencia, es que hoy, el que también se juega su existencia es el PSOE, por toda otra serie de razones. Y este jugarse su existencia, en paralelo temporal a la de la Monarquía, es lo que viene quizás a verse hoy, y lo que seguramente hace todavía unos pocos años no resultaba tan meridiano.
Y hoy, para el PSOE, la situación es justo la opuesta a la de la Transición. En las circunstancias de catástrofe nacional actuales, y de las que tan responsable fue el PSOE como el PP, y que pagará la Monarquía a nada que no se vea otra salida, el castigo electoral de las últimas elecciones, y el previsible, y quién sabe si aumentando de las siguientes, ha dejado en los huesos a ese esquema de poder que gobernó sin mayores angustias, fuera de la del terrorismo, durante los anteriores, digamos, treinta y cinco años. Ahora, es la compañía de la Monarquía la que parece perder al PSOE, cuando, sin embargo, esta necesita del PSOE más que nunca. En otros términos, el PSOE, para salvarse, hoy necesita ‘desenganchar’ la Monarquía para evitar que se desenganchen de él sus votantes, quienes, a su vez, se desenganchan del PSOE para ir a otras alternativas de izquierda, en lo esencial, todas ellos republicanas.
En ese sentido, ese voto inesperado pero esperable del PSOE en el asunto del aforamiento del monarca abdicado es seguramente la señal, que la Monarquía esperaba y temía, de que los tiempos van a cambiar notablemente. Y no ocurre nada más ostensible por el momento por la sencilla razón de la existente mayoría absoluta del PP.
Pero esta no es más que un espejismo ya, fáctico todavía, sin duda, y aún capaz de gobernar contra el 80% de la población, esa que no les vota a ellos, más la que no vota a nadie, pero espejismo, y hoy, seguramente, ya una antigualla histórica que, en lugar de tener dos años y medio de vida, pareciera que tiene cuarenta, tal ha sido la magnitud de los desastres de los cuales la ciudadanía no es ignorante en absoluto, pues los conoce y los padece en grado extraordinario.
Y este espejismo aún ha podido  apuntalar, por el momento, a la Monarquía, pero tal vez ya no pueda volver a hacerlo, y al próximo traspiés serio, se tambalee. Y el PP podrá soportar su propio tambaleo, pues a fin de cuentas es y será dueño de una substancial cantidad de voto relativamente estable, siempre favorecido por el hecho extraordinario de que la derecha española vota a un único partido que ocupa todo el espectro, desde la antigua derecha extraparlamentaria hasta el límite con la socialdemocracia, y sin una fisura, pero es posible, en cambio, que la Monarquía no lo resista. Dependerá, es obvio, de la magnitud del traspiés, y esta, a su vez, de los próximos desarrollos electorales. Y todo ello de no mediar, además, nuevos factores en contra, que nunca pueden ser descartables.
Pero el PSOE, como aparato y como fuerza parlamentaria enfrentada a la alternativa de su propio desmantelamiento, no ha tenido otra que permitirse el lujo simbólico de negarse a aforar al rey saliente, absteniéndose, en un comportamiento que no es un guiño, sino una señal de acatamiento a sus bases, pero no solo consentida por la cúpula ante la proximidad de su substitución por un conjunto de fuerzas aún por conocer y determinar, sino por la evidencia de que, de seguir apoyando a la Monarquía contra un sentir de las bases cada vez más indeciso y difuso, entre otras cosas, por la apabullante crisis económica y de paro, estas, las que todavía no se le hayan ido, bien podrían optar por no seguir en el redil, sino por acudir a los de la competencia. Y es que, en definitva, votos, son amores.
Porque no es que Podemos le haya hecho un roto muy significativo al PSOE en votos contantes y de vellón, es que le impide, de facto, y mucho más allá del número de votos en sí, continuar con la política que venía sosteniendo en lo económico y en lo institucional, so pena de que su electorado, sin más, se trasvase al vecino. Y ante eso, el Rey no vale una misa, y ya algún candidato propone, además, la denuncia del Concordato con la Santa Sede. Sorprendente y urgentísimo asesar, tan apremiante, parece ahora, como el aforamiento, después de cuarenta años, eso sí, y en veinticinco de los cuales hubiera podido hacerse todo ello con bastante mayor comodidad.
En política, ciertamente es legítimo que un partido, una vez señalado por muchos dedos como responsable en buena parte de la crisis, se ponga a señalar a su vez con el dedo, y como culpable, a un señor que mató a un elefante, y que copulaba,  extraparlamentariamente, digamos, con más damas de lo común, lo supernumerario, lo extraordinario y lo aconsejable. Y teniendo a quien echarle la culpa, cuando, además, no sea el señalado una monja de la caridad, sino alguien o algo ya suficientemente marcado por sus propios errores, de algún modo en esa dolorida casa del PSOE, algo se descansará, pero serán días cortos los de su descanso, porque, en realidad, de últimas, tendrán que señalarse a sí mismos y hacer algo insólito, y no solo limitarse a entonar parecido mea culpa a ese que, con excelente actuación, vimos cómo bordó el del elefante, como vimos también de qué le sirvió.
Y es que no corren ya tiempos para el mea culpa cuando a uno le siegan la hierba debajo de los pies a mayor velocidad de la que uno escapa del cortacésped de la realidad. Son tiempos de dejar de hablar de lo que se dice que se hace, pero sin hacerlo, y si no, de dejar que lo hagan otros, por lo menos para averiguar si, en lugar de solo hablar ellos también, es verdad que hicieran algo. Porque el primero que haga, lo que se dice hacer, según están los tiempos, se va a llevar todo el bote. Pero esta vez, o reaccionan el PSOE con pirueta circense, barra libre y nuevo menú, o la clientela, la recaudación y el bote se los llevará el bar de enfrente, que está nuevo de paquete y pone con las cañas, gratis, unas tapas ideológicas que te caes.

Han abdicado los reyes de alrededor, el de aquí, y el Papa de Roma. Tal vez sería hora de que el PSOE, si es que desea sobrevivir, abdique también, pero de todas sus abdicaciones, que han sido más que todas las de los citados juntos. Y si no, que dejen paso. O bueno, tendrán que dejarlo aunque no lo dejen. Porque, cuando no se acaba siendo otra cosa que un nombre, antaño bien prestigioso, pero todo lo que se hace niega ese mismo nombre, ¡y durante cuarenta años!, es decir, otro franquismo, se diría que ha pasado el tiempo suficiente para poner el inevitable cartel del desahuciado ideológico forzoso: Traspaso, alquilo, vendo o liquido. Urge. Interesados, razón portería. Calle Ferraz, 70. Madrid. Informan el señor Alfredo o su hijo Edu. Abstenerse curiosos.

miércoles, 25 de junio de 2014

¡Nos han superado!




Soy consciente de que está fotografía puede dañar el equilibrio emocional de muchos de mis lectores. Y me disculpo por ello.
Pero tranquilicémonos y vayamos por orden.
No es una grada para la visita de un Papa, reconvertida después para cultos de otra latría.
Don Luis Bárcenas no ha percibido comisión alguna por este campo de fútbol, ni siquiera en diferido ni como simulación, por mucho que cueste creerlo.
El PP tampoco y UGT no ha organizado ningún curso en el lugar.
No es una iniciativa de don Carlos Fabra, aún llevando todo su inconfundible sello.
Hasta donde me resulta, ni el señor don Francisco Correa, ni el señor don Álvaro Pérez, mejor conocido como "El bigotes" ni el señor don Juan Antonio Roca están tampoco implicados en su promoción y puesta en funcionamiento de la instalación.
Creo, pero esto no he podido documentarlo hasta tener una absoluta seguridad, que Santiago Calatrava no es el arquitecto responsable del proyecto.
Dato importante, esta instalación no se encuentra en la Comunidad Valenciana, ¿Puede concebirse semejante sinsentido?
Tampoco lo está en el término municipal de Marbella. Más difícil todavía, si cabe.
Y ni siquiera se encuentra en la Comunidad de Madrid, auspiciada como necesario acto promocional por parte de la Alcaldía Excelentísima de esta capital.
Es más, no está en España. Lo siento muchísimo. Es desolador.

Pero entonces, ¿Para qué puede promover nadie ni entidad patrocinadora alguna, semejante campo de fútbol?
¿Podremos soportar tamaña competencia desleal?
Pero aún queda algo más estremecedor, más inconcebible, mas inimaginable, más insufrible, más descorazonador, algo que representa una verdad última y radicalmente destructora de todo consuelo y de cualquier posible resto de fe en la humanidad: y es que los hay todavía más gilipollas que nosotros.
Porque ni en eso, y a las pruebas me remito, somos ya los primeros... y esta es la definitiva y aniquiladora verdad. De nada nos han servido dos, tres décadas en la cima toda obra humana, todo logro, toda innovación –finalmente– antes o después se ven superados por otros.
Sólo... sólo nos quedaría un nimio, débil, último, mínimo y postrero consuelo o recurso Comprar ese campo, por lo que cueste, llevarlo a la Comunidad Valenciana, derribar media ciudad histórica, a elegir a dedo cuál, para situarlo en el centro de la misma, declararlo de utilidad pública y obligar a nuestra selección, eso sí, bien se entiende, pagando dicha compra y los desplazamientos y estancias de los jugadores del bolsillo de todos los españoles, ¡qué menos!, para que nuestros antiguos campeones del mundo jueguen sólo y exclusivamente allí y en lo sucesivo.
Ah, y para no dejar a mis lectores presas de la comezón cognitiva más insoportable, –¿pero dónde está eso?, ¡coño!–, anoto que este campo de fútbol se encuentra en Ucrania. Y su fotografía procede de un periódico serio, es decir, extranjero. Y si estos tienen y usan sus filtros, han comprobado y concluido que no se trata de un fino trabajo de Photoshop o incluso les consta su ubicación y, en consecuencia, lo han publicado, yo tan sólo me limito a remitirles a ellos.
Fuente: diario La Repubblica, Roma, Italia, 24-06-2014, en un reportaje sobre los campos de fútbol más extraños del mundo.

domingo, 22 de junio de 2014

El día del Corpus. 2014.


– ¡Don Job, amigo mío!... Pero hombre de Dios... ¿qué le ha pasado a usted? ¡Parece un Ceomo!

–¡Don Alberto, qué alegría verle! Cuánto tiempo, amigo mío, cuánto tiempo... Pues ya ve usted... el día del Corpus... Pero más me valdrá olvidarlo.

–Pero, qué ha tenido usted... ¿un accidente? ¿Se ha caído? ¿Se ha roto algo?
–Hombre, accidente, accidente... según quiera mirarse, y roto... poca cosa, más bien magulladuras... Pero es que me da vergüenza contarlo... Uno, hay cosas que preferiría no contarlas... Ni saberlas tampoco. Mejor dejarlo.
–A ver, hombre, a ver... A su edad, no querrá venir a contarme de un accidente de burdel, ¿no? Y si fuera una torpeza que tuvo, o un resbalón en una escalera, pues ¿a quién no nos pasa?... Y ya sé que es usted muy mirao, muy discreto y muy suyo, pero hombre, don Job... ¡no poder contarle un accidente a un amigo, ya me dirá usted!... ¿O lo abofeteó una dama? Siempre será usted igual... y que va a ser eso... ¡Pues lo mismo da, hombre, desahóguese! Para lo poco que nos pasa y para lo que se nos ha quedado el tiempo, si no nos contamos ni las penas entre amigos...
–No, no, que no, que siempre lo pone usted por donde no debe... Aunque sí, vaya... fue por causa de una dama, que no por culpa de ella, pobre Merceditas...
–¿Merceditas? ¡Vaaaya! O sea, que sí que lo conozco bien, que diga lo que diga usted, un lío de faldas más... Pero, por todos lo diablos, ¡que tiene usted noventa y cuatro años, y ni un céntimo, hombre! ¿Pero es que no piensa asesar de una pajolera vez?
–Si va usted a empezar a faltarme como acostumbra, coja por donde ha venido y no me moleste más, que bastante tengo ya con...
–Discúlpeme, hombre, discúlpeme... ya sabe que hablo vehemente, pero sin ánimo de faltarle, solo que los que lo conocemos sabemos que las faldas, de siempre, lo han perdido. Así que perdóneme, que no quería ofenderlo y cuénteme... ¿quién es esa Merceditas? ¿Su sobrina nieta, esa que me contó una vez?
–No, no, la sobrina que le conté y que me paga el móvil lo nada que gasto con él, vamos, que sólo recibo llamadas se llama Yolanda...Y lo debe de hacer por cariño de verdad, porque, si no, no se explica, sabe ella de sobra que no tengo un duro... Así que va a ser verdad que algo me quiere.
–Pues claro, don Job, si bien sabe usted, y sin falsas modestias, que cualquiera que lo conozca un poco lo tiene que querer a la fuerza, y además es su única familia, y aunque solo fuera por escucharle las batallitas... hasta yo pagaría gustoso.
–Vaya, ahora la mano de cera y jabón, ¡lo que puede la curiosidad! Pero no se moleste en pelotearme, si se lo voy a contar igual, después de todo... Si es que me deja usted.
–Lo dejo, lo dejo, íbamos por Merceditas...
–Eso, Merceditas... Era compañera mía del Instituto, del treinta y cuatro en adelante. Si habrá llovido ya...
–O sea, de su quinta. A ustedes, de niños, oiga, ¿qué les añadían al biberón? ¿Dinamita?
–Déjeme seguir, hombre...
–Lo dejo... ¿Quiere usted un traguito?
–De qué... ¿el traguito?
–Del cartón de Don Simón, es lo que hay, pero menos da una piedra...
–Ea, venga el traguito.
Don Job bebe del cartón un sorbito como de pájaro y se lo devuelve a su amigo.
–Pues vamos con ello. A la Merceditas, le tiré los tejos bien tiraos acabada la guerra, pero aunque parecía que se quería dejar querer, se conoce que no sería yo de su gusto del todo, y me dio calabazas una vez y otra, y cada cual acabamos tirando por nuestro lado y no nos volvimos a ver. Sin embargo... ya en los sesenta nuestros bien entrados, nos encontramos un día por la calle... y nos reconocimos con bastante cariño.
Aunque si le digo la verdad, estaba más seca que un bacalao... De esas mujeres avinagradas de aspecto, aunque seguía siendo bien simpática y charlatana, pero la vida y las circunstancias le habían comido el seso. Fue funcionaria de algún negociado... no sé decirle muy bien, y nunca se casó, me contó, como tampoco se recató de contar, como si lo tuviera a gala, que nunca había catado varón, ni ganas, y lo decía como con orgullo de mártir y como muestra de ejercicio de fe. Vamos, que aquellos malos tiempos la habían dejado en puritita carne de sacristía, a mi entender... De esas mujeres de la posguerra –y lo que le siguiera– perdidas para la razón... Nada más que del triduo a la novena, a las catorce estaciones, misa y rosario diarios, estampas de santos, misales, hojas parroquiales, congregaciones marianas, Acción Católica... y toda esa parafernalia. ¡Un espanto, vamos, una estantigua!
Pero, ya ve usted, sin embargo... nos caímos en gracia otra vez, charlamos un buen rato, tomamos un café... y acabó dándome un número de teléfono... Eso sí, como quien le hiciera entrega de la hostia consagrada a un zulú. Y lo demás, pues qué voy a contarle... lo que hace la soledad también, que es muy mala. Así que, de vez en cuando, la llamaba y paseábamos, pero le prometo solemnemente, don Alberto, que nunca le volví a tirar los tejos, pero eso también tiene su explicación.
Porque le pinto el cuadro, verá... vestida siempre de negro, o con un hábito por una promesa de no sé qué, de la que ni se acordaría, la pobre... seca como una anchoa, y en los mismos huesos, mal tapados por algo que llamarlo pellejo sería caridad... un crucifijo de un palmo bailándole debajo del gañote, con más arrugas y colgajos que el de un buitre, y más escapularios encima que huesos en un nicho, y echando jaculatorias a cada paso cada vez que se cruzaba con el Maligno... Pues yo qué sé, cualquier minifalda, cualquier cartel, cualquier cosa y en cualquier parte... yo mismo, si decía jolines. Y eso hace treinta años. Imagínese ahora.
Ella se empeñaba en llevarme a misa, y yo, en invitarla a una horchata. Pero, al final, como el juicio siempre es el juicio, poco a poco, pasando el tiempo, la horchata acabó por pedirla ella y dando ya por imposible mi presencia en misa. Y así largos años y hasta hoy. Nos veíamos igual un año sí, otro no... pero al final, o la llamaba yo, o me llamaba ella. Y venga otra horchata en verano, o un nescafé en enero. Y le juro que no es más que la pura verdad... Le tenía cariño porque la quise, o porque amaba mi propio recuerdo, un cariño más de abuelo que de compañero, usted comprenderá el caso, aunque si le digo la verdad, no me daba casi más que pena... Aunque, eso sí, mire usted, tenía aún una voz casi juvenil, cristalina, no le encajaba con el aspecto...Y sonreía en cuanto se despistaba y se dejaba llevar por la charla. Entonces, parecía como si se le quitara todo el aparato y la pompa de auto de fe que cargaba encima y se convertía en una persona dulce y encantadora.
Y el jueves, el diecinueve, anteayer, el día del Corpus, ¿no?... me llamó y me preguntó si me importaba acompañarla un rato a dar un paseo. Ya la última vez que la vi –más de un año hará– estaba muy, muy delgada, muy pequeñita, casi un pajarillo, aunque caminaba bien, despacito, como debemos a esta edad, pero podía hacerlo horas, y con un bastón que más lo usa para apuntar y ayudarse cuando un paso difícil... Pues como yo, la verdad, que todavía nos valemos, mal que bien.
–Así que usted le tiene cariño a Merceditas, don Job... ¡Siempre con media docena de balas en la recámara, que jodío, el abuelo, aunque algunas no sean balas perdidas! Y ya me cuesta verlo a usted pidiendo una horchata, pero si lo dice usted, será... Nunca sabemos nadie donde están nuestros Waterloo.
–Pues sí, le tengo cariño, ¡y no sea borde, que no veo qué tenga de malo!... Me llamó al móvil diciendo que era el día del Corpus, que hacía un día precioso y que si la acompañaba a llevarle unas flores a un Cristo de no sé dónde, por la Gran Vía. Le dije que sí, quedamos en Alonso Martínez para ir dando un paseo, no me pilla lejos de mis comedores de las monjas y mi puente... y allí que me fui, a la puerta de la cafetería Santander. Llegó en un taxi, ella sí se puede permitir esos lujos... Y me traía una bolsa llena de verdura y de fruta, ya ve usted que sabe cómo ando, que me falta de todo lo imprescindible. Y venía también con sus flores para el Santísimo, perfumada de violeta, bien peinada, y seca, sequísima de cuerpo, casi daba miedo verla, pero me dijo sonriente: –Lleva tú la bolsa, pesa, y deja que me agarre de tu brazo, que ya no camino muy bien. Parecíamos cualquier pareja de viejos enamorados... Dios la bendiga.
–¿Y entonces?, porque me tiene usted en ascuas...
–Pues la verdad es que era un día precioso, pero extraño, había algo fuera de lugar, el aire como incierto, como algo artificial, no sé cómo decirle... Cogimos la plaza abajo, hacia Fernando VI para ir a dar a Barquillo, dirección Gran Vía. Yo iba contento y, ¿sabe?, si le digo la verdad, casi orgulloso. Un día de delicia, no me dolía nada, que ya es de reseñar, Merceditas colgaba de mi brazo como una novia y me iba contando cosas, contenta, con ganas de hablar y llena de ganas de vivir, si es que tal se pudiera decir...
No paraban de pasar coches de policía y había alguna gente en grupos, con banderolas de España. Llegamos a la Plaza del Rey, donde la Casa de las siete chimeneas, ya cerca de Gran vía y, de pronto, había allí reunida toda la policía de España, si no más... Y también otro montón de gente con banderolas.
–¡Uy!... Me parece que es un partido de fútbol, hijo mío, dijo Merceditas, –unos gamberros bebidos que no quieren más que jaleo... lo malo es que tenemos que llegar a Gran Vía y me da miedo pasar entre tanta gente que no mira ni por dónde anda.
–Pues será un partido, pero no lo parece, le dije. –Además, lo que creo es que la policía no deja pasar para allá... Mira, está todo acordonado y cortado hacia la Gran Vía, la policía delante, impidiendo el paso. Vete a saber que pasará ahí detrás...
–Ah, no, fíjate bien, me dijo ella, lo que hacen es mirar las bolsas y registrar... ¡Qué cosa más rara... y entonces, los dejan pasar de uno en uno!
–Pues tienes razón, eso va a ser. Pues vayamos con cuidado y que nos registren, como somos dos asesinos peligrosos...
–Y en estas, se nos paran delante cuatro policías como cuatro castillos de grandes.
–¿A dónde va usted, señora, con ese vestido y ese ramo de flores?
–¡Pues a dónde voy a ir, hijo! A llevarle estas flores al Santísimo, que es el día del Corpus... Yo todos los días del Corpus llevo estas mismas flores a la capilla del Santísimo de la Iglesia de San José, la que está en la Gran Vía, enfrente casi de Bellas Artes... ¿Es que tiene eso algo de malo?
–No, señora, no tiene nada de malo, pero usted así no puede ir.
–¿Así? ¿Así cómo? Pues como he ido toda la vida, con mi hábito de penitente y mis claveles rojos y amarillos... sesenta años que llevaré haciendo lo mismo, año más, año menos... ¿O es que ahora no se le pueden llevar flores al Santísimo? Pues para buena cosa está quedando España, pero los del fútbol con las banderas sí que pueden pasar, ¿no?, borrachos y dando voces, anda que cuando lo cuente en la parroquia...
–Le repito que así no puede pasar, lo siento, son órdenes.
–¡Pero que así, ni qué ordenes ni que órdenes! ¿Pero es que a usted le parece que pueda ser una terrorista o una hincha de esas que gritan ordinarieces peor que verduleras? ¿Es que ya no se va a poder pasear por la calle para llevar flores a una iglesia? Pero, ¿quién puede mandar semejante disparate? Regístreme el bolso, si quiere, ande, y la bolsa del caballero que me acompaña, también... mire bien. Y espere, agente: ¡mi DNI! Soy funcionaria jubilada, miembro honorario del Consejo de Caritas diocesana, me llamo...
–Y la verdad, don Alberto, es que la Merceditas se fue alterando, alterando, y ya hablaba casi a voces. Y en estas, un secreta de paisano –digo yo que sería eso– se acercó a nosotros y le preguntó al policía: –A ver, ¿qué pasa aquí con la señora?
–Pues que la señora dice que va a llevar esas flores a la Iglesia de San José, que es el Corpus, y que quiere pasar así–, y extendió la mano hacia ella, como quien señalara un caso irremediablemente perdido.
–El secreta la escrutó de arriba a abajo, de la cabeza a los pies, y de los pies a la cabeza, sacudió la suya, se encogió de hombros y nos dijo: –Esperen aquí un momento.
Se separó unos pasos, agarró su móvil, su radioteléfono o lo que fuera el chisme e hizo una llamada. Después se paseó nervioso como un minuto, algo alejado de nosotros, y en estas llegó hacia él un oficial de policía, o un comisario, y se pararon a hablar, pero mirando hacia nosotros.
Vinieron juntos. El oficial se dirigió directamente a Merceditas:
–A ver señora, se siente, pero tenemos que repetírselo: así no puede usted pasar hoy hacia la Gran Vía. Además de que está cortada y la iglesia cerrada. 
–¿Que la iglesia está cerrada una mañana del Corpus? Venga hombre, que me sé yo mejor que bien los horarios de mis iglesias, eso es como si me dijera usted de una juguetería cerrada un cinco de enero... Vamos, por Dios, una iglesia cerrada por el Corpus... Soy muy vieja, señor oficial, desde luego, pero no tonta.
–Pues es que además, señora, así como va, es por completo imposible que se le permita pasar. Haga el favor de darse la vuelta por dónde ha venido o, si insiste, tire esas flores. Son órdenes superiores que tenemos que acatar.
–¿Que tire las flores? ¡Habrase visto barbaridad!... Y eso, ¿por qué? ¿Porque lo dice usted? Y... así, ¿cuál así? ¿Así cómo? ¿Qué tengo de malo, a ver? Y además... ¿qué es así? Por todos las santos, voy con mi hábito morado que visto desde hace medio siglo, mi bolso y unas flores rojas y amarillas, los colores de la bandera de España, y que le llevo al Santísimo como le he llevado siempre todos los jueves del Corpus... Pero es que ¿se han vuelto ustedes todos locos?
–Señora, intervino bilioso el secreta, y tirando a alterado –lo que va usted es abusando de las canas y haciéndose la lista, lo que va usted... es disfrazada de enseña o bandera republicana, insultando a los símbolos del Estado, precisamente hoy, día de la coronación del Rey, que va a pasar con la Reina por la Gran Vía para que lo salude todo el pueblo, y usted, lo que está haciendo es profesar una fe republicana, sabiendo que hoy está prohibida toda exhibición de sus símbolos, y queriendo hacernos pasar a todos por idiotas. Y si no está usted detenida y fichada, no es más que por respeto a su edad, no somos unos brutos por más que algunos lo digan... y usted lo piense.
–Y entonces fue el acabose, don Alberto. ¡Quién lo hubiera dicho de la Merceditas! Reaccionó como si la hubiera picado un escorpión.
–¡¿Que yo voy disfrazada de bandera republicana?! ¡Pero será usted gilipollas, necio, zafio, besugo, mastuerzo, mala gente, esbirro, piojo hambriento, lacayo de un rey menor que Cristo Rey, Nuestro Señor y Redentor!... Tira, Job, tira conmigo pa’ la Iglesia, que yo voy a llevarle sus flores al Santísimo, y estos hijos de Satanás que nos peguen un tiro por la espalda, si quieren. Y se me agarró del brazo que casi me lo arranca, y tiró de mí con la fuerza y decisión de un marinero borracho. Ciega iba... ¡Y con santa razón, la pobre de la Merceditas, don Alberto!
–Y claro, anduvimos tres pasos, no creo que llegaran a cuatro. Se nos echaron encima los cuatro castillos con las porras desenfundadas... ¡figúrese, contra nosotros, dos nonagenarios! y no tuvieron ni que usarlas... Nos dieron unos tirones p’atrás y nos fuimos al suelo de una, y sonó la cosa como el que tirara un dominó al suelo.
–Al caerme, solté la bolsa, claro, y salieron rodando... tres berenjenas, un racimo de plátanos, unos tomates, un melón de esos amarillos de piel de sapo, un buen montón de fresas y una col lombarda. Y para qué queríamos más... ¡Qué desdicha y qué bobada, Señor! Quedó la plaza del Rey, toda de rojos morados y amarillos, parecía la de don Manuel Azaña, de existir tal entelequia. Entonces el secreta, con una sonrisa de perfidia y sacrosanto triunfo, me dio una patada en la cara, como quien no quiere la cosa, cuando estaba en el suelo. Ya ve usted... Se quedaría a gusto el chinche.
–Y el caso es, fíjese usted, que yo no había caído en lo de la Merceditas y el hábito, los colores de las flores... ¿Quién va pensando en semejantes memeces? Sabía que coronaban al Rey, pero ni se me pasó por la cabeza la relación con el día raro, pensé también en un partido de fútbol, el mundial ese... que ni que fuera la batalla de Lepanto, el cuento que le echan... Ya sabe..., que yo ni veo ya la tele, ni siquiera en el hogar del jubilado, ¡para lo que cuenta! pero ya ve usted, habrá que ver la tele, y si no, o delito o riesgo de cometerlo.
–¿Y qué? ¿Que hoy se ha quedado usted sin palabras, don Alberto, no? Y por primera vez en mucho tiempo... ¿Ya entiende lo de la vergüenza, verdad?  Más lo recuerdo, más vergüenza me da contarlo, pero van varias veces que lo hago... y todos se quedan así como usted, sin palabras, apagados. Es la vergüenza, que puede superar a la indignación, pues ya lo creo, porque no es posible que las personas podamos venir al mundo para que nos pasen cosas como esa... Una cosa es que a alguien lo parta un rayo, se lo coma un león o se vaya a la guerra y le peguen un tiro... y otra, esto. Estas cosas no deberían pasar, y cuando pasan, nos quedamos como sin alma. Eso es lo que pasa.
–¡Dios mío, amigo mío! Es verdad, según me ha ido contando, de pronto he perdido el alma con el corazón. Se han ido al mismo sitio, no sé cuál, alguno que está fuera de lo que se puede explicar. Pero, dígame, por favor, dígame, ¿cómo está usted? ¿Qué se hizo? ¿Qué le ocurrió a Merceditas? ¿Ha pasado usted por el hospital?
–Pues pasamos los dos por el hospital, claro, tenían casi más cara de susto los cuatros mocetones que nos tiraron que nosotros. El secreta desapareció, ya con el deber cumplido, y uno de los policías hasta se nos disculpó por lo bajini Llegó la municipal, vinieron dos ambulancias y fuimos cada uno a un hospital... Yo tengo una fisura en la nariz, pero de la patada, un dedo roto, y más magulladuras de las que querría contar, pero en lo substancial, estoy bien, aunque con el alma rota o, mejor... eso, ida, helada. Me dieron de alta enseguida... y muchas enfermeras me sonrieron.
Eso sí, tuve que pasar por comisaría: resistencia a la autoridad, exhibición de símbolo prohibidos, alteración de orden público... Me caerán tres mil años y un día... pero ¿sabe lo que le digo? ¡Que me vengué! Me oriné aposta en la silla donde me tomaron declaración, y empujando hasta la última gota. Les dejé el suelo perdido. ¡Que se jodan! Puse la mejor cara de pena que pude, y ¿sabe qué?, que hasta unos calzones y unos pantalones limpios me tuvieron que dar, se fue un guardia a comprarlos a un chino, y no hubo forma de que me dejara pagárselos, y otro guardia, jovencito, en aparte, también me pidió disculpas. Mucha mala conciencia había allí adentro, créame...
Lo peor es Merceditas... Se ha roto la cadera, está en la UCI, ayer le recompusieron lo que pudieron. La visité por la tarde, estaba más sola que la una, y muy, muy mal, la pobre... Solo me dejaron estar un par de minutos. No creo que se reponga de esta, tiene la cabeza perfecta, pero no tendrá más fuerzas, lo presiento. Y ahora escuche bien: me pidió que le acercara su bolso, lo abrió y me deslizó en la mano cien euros. –La mitad para ti, para las verduras, y la otra mitad para un ramo de claveles rojos, amarillos y con muchas lilas, para el Santísimo, para que él se lo dé a los republicanos, que falta les hará... me musitó al oído. Me apretó la mano muy fuerte, me dio un beso y me sonrió.
¡Ya ve usted, republicana, Merceditas! Pues como yo obispo... Se me partió el corazón. Y esta mañana, antes de venir para acá donde nos encontrábamos antes, compré un ramo, pero de cien euros, para el Santísimo... que más que una persona lo que debía yo de parecer con él era un arbusto andando... y lo he llevado a la iglesia de San José.
Igual llevaba como medio siglo sin pisar una iglesia Lo he dejado en la capilla del Santísimo, en el suelo, frente a la barandilla, que encima de ella no se tenía de lo grande que era. Cuando me marchaba me salió trotando detrás un sacristán, o lo que fuera, diciéndome que si me había vuelto loco, que cómo se me ocurría llevarla al Santísimo un ramo con esos colores, que hiciera el favor de llevármelo. Ni me volví a mirarlo. Salí por la puerta y me vine hasta mi banco de la Castellana.
Y sabe bien que no tengo un céntimo, ni para las migas de las palomas ya, pero esta tarde, de lo que le queda a mi bolsillo, y de un escote que hice con cuatro compañeros a los que les conté el caso, compro otro ramito, este pequeño y de las mismas flores, y se lo llevo a Merceditas a la UCI, si es que aún sigue allí... Y ya me entiende usted.
–Menos mal que no hace frío, ¿verdad? Tome usted otro sorbito de vino, don Job... No soy capaz de decirle nada, tengo como un nudo en la garganta.
–Gracias don Alberto, no le diré que no al sorbito... Y no se preocupe por decir, si yo ya he visto de todo, y además, ya pasó.
–Pero si puede quédese un rato más y acompáñeme, cuénteme de usted, dónde está ahora, que hace mucho que nos nos veíamos... y llevamos hablando de mí ya demasiado, hombre.

lunes, 9 de junio de 2014

Monarquía y República III


Tal vez sea lo más chocante del presente debate sobre la Monarquía en España, la necesidad de legitimarla con el advenimiento de cada nuevo monarca. Y ello, en rigor, es radical y precisamente contrario al hecho de regirse por una monarquía misma y es, sin duda, bien significativo. Porque el paso de un rey al siguiente, cumplidas las condiciones hoy legales de la aceptación por las Cortes y del juramento del investido, advenido o ensalzado en los términos que especifican las leyes, debiera al menos aparentar ser un hecho perfectamente natural, fuera de pleitos dinásticos, que, por esta vez, parece que es lo único que no se suscita. Algo es algo.

Sin embargo, el debate sobre la legitimidad monárquica es el verdadero fondo de la cuestión y lo curioso es que no solo lo suscitan quienes dudan de ella, o manifiestamente proclaman que no existe, sino que sus propios partidarios apelan a su nítida existencia –a su entender– como si fuera un artículo de fe, cuando, sin embargo, pocas cuestiones más espinosas y enquistadas nos trajo el pasado y mantiene aún el presente, por ser, en definitiva y como mínimo, dicha legitimidad más que discutible y sin duda opinable. 

Y este debate sobre la legitimidad no resulta ocioso, pues es el fondo verdadero de la cuestión. Y es el fondo de la cuestión porque el pleito sobre Monarquía o República ya había quedado zanjado en 1931 con la renuncia, huida o dimisión de Alfonso XIII, después de un largo reinado, en lo básico desastroso, permitiendo una dictadura, la de Miguel Primo de Rivera, que logró enemistarse con todo el espectro político, desde estudiantes a militares, desde conservadores a republicanos, y enfangarse en las guerras africanas, cuyo único beneficio verdadero lo experimentaron los fabricantes de ataúdes. De últimas, solo salvó el reinado el propio hecho en sí de su partida y la admisión en la célebre carta del Duque de Maura firmada por el Rey como la de su renuncia al trono, que no abdicación, en la cual la Corona hacía depositaria de la soberanía de la nación al pueblo español. Tardío, pero significativo reconocimiento, viniendo de quien venía, y aunque fuera per interposta persona.

Sin embargo, toda la articulación legal y constitucional inmediatamente posterior del Estado español, libremente constituido en República, perfectamente legítima y democrática según los usos de la época, quedó desmantelada con el sanguinario golpe de estado del general Franco que, tras su victoria, hizo y deshizo a su antojo la totalidad del entramado institucional, sustituyendo en la práctica cualquier legitimidad por el derecho de guerra y su artículo único de obligado cumplimiento en lo substancial: el simple vae victis.

De esta forma, mediante un referéndum sin control alguno, y con la propaganda a favor del ‘No’ prohibida, es decir, ajeno a cualquier uso democrático civilizado, incluso para la época, el franquismo estableció en 1947, por su cuenta y riesgo y desde los poderes omnímodos de aquella dictadura, que la forma del Estado Español sería, en lo sucesivo, nuevamente la monarquía, esta con el trono vacante y desempeñando de manera interina, pero a perpetuidad, la Jefatura del Estado el propio dictador hasta nueva orden del mismo, o hasta que se produjera el ‘hecho sucesorio’, es decir, su propio fallecimiento, como con pintoresco –o patético– eufemismo se denominó oficialmente y en lo sucesivo el asunto.

No siendo suficiente la parcial y atrabiliaria decisión, endosada a los españoles apelando a su propia y falseada aquiescencia, el año siguiente el dictador comunicó al detentor de los derechos dinásticos de la monarquía, Juan de Borbón, que esta, por decisión igualmente exclusiva del dictador, no sería repuesta un día en su persona sino en la de su heredero Juan Carlos, saltándose así, en primer lugar, con la decisión anterior, la legitimidad democrática, y con esta segunda también la dinástica. Ni que decir tiene, aunque conviene recordarlo, que esta segunda decisión, una vez más, no fue negociada, votada ni consensuada sino, sencillamente, impuesta sin más, un trágala enésimo, en este caso para la dinastía, con carácter de irrevocable y por supuesto no sometida a consulta de la voluntad popular y fuera de cualquier tipo de ejercicio democrático de ninguna clase.

En 1969, otro referéndum, en similares condiciones de transparencia y de desigualdad sobre la propaganda de las opciones, algo más maquilladas, eso sí, por los tiempos, pero substancialmente las mismas, es decir, ninguna, refrendó la así llamada Ley Orgánica del Estado, separó los cargos de la Jefatura del Estado y de la Presidencia del Gobierno, ostentados hasta entonces conjuntamente por el dictador y estableció como su futuro sucesor, a título de Rey, a Juan Carlos de Borbón.

Hasta aquí, en muy sucinto resumen, la torcida legalidad franquista, que infectó, inficionó, o como mejor prefiera decirse, la legalidad de esa reinstauración por decreto de la monarquía. Decisión tomada en solitario por la Dictadura y que por muchas gruesas capas de maquillaje que le colocara ella misma, más las sucesivas, aportadas con delicado esmero en la Transición –pero estas, si se me permite la puntualización, de más difícil justificación intelectual–, trajeron en su conjunto el hecho cumplido e inevitable de la restauración monárquica, aunque jamás sometida a refrendo popular en igualdad de condiciones frente a la opción contraria, la de la República.

Fallecido el dictador, dio comienzo la llamada Transición, durante la cual se llevó a cabo la labor, suficientemente conocida y ponderada por todos, de adecuar la legislación de la Dictadura, transformándola, hasta convertirla en otra muy diferente, adaptada a usos democráticos más o menos asimilados con los de nuestro entorno y tiempo.

Y esta tarea, también hasta cierto punto, ha salido airosa en gran número de aspectos y durante un buen plazo de tiempo, pero se acometió también con el defecto de base de no enmendar algunos de los enredos más intrincados que dejó la dictadura fascista. Y aquel espíritu no revanchista y el acuerdo de no pedir cuentas que caracterizó fundamentalmente a la Transición, pudo tener sus aspectos positivos y resultar comprensible, máxime entonces, en el sentido de que el borrón y cuenta nueva parecían producirse en beneficio general o mayoritario para no añadir aun más graves problemas a los ya gravísimos que existían en la época.

Pero lo cierto es que en la reinstauración efectiva de la Monarquía y la articulación por aproximado consenso de la Constitución del 78, se atendió a muchos aspectos positivos por entonces novedosos aquí, en particular en lo tocante a la inclusión de derechos nunca disfrutados y que los tiempos demandaban, y que así acabaron por hacerse felizmente consuetudinarios, pero, a su vez, se cerraron en falso otros asuntos que decidieron no tocarse y sobre los que no fue posible establecer nunca ningún tipo de matizaciones. En consecuencia, a día de hoy, algunos preceptos constitucionales empiezan a ser chocantes por su existencia y, en cambio, otros no se cumplen, y aun otros más sencillamente no existen, constituyendo todo ello razones justificadas, y por las cuales también se insta hoy, desde muchas posiciones diferentes, a los necesarios retoques a efectuar a la Constitución; nada que suponga enormes revoluciones. Los mayores buques, de vez en cuando, recalan en astilleros y nadie se hace cruces por ello, incluso si salen pintados de otro color.

Porque, frente a quienes argumentan que la Constitución fue votada mayoritariamente en el 78, y tal cosa es cierta, y que dichas elecciones fueron democráticamente impecables, lo cual también lo es en el sentido del recuento, pero algo menos en el de la igualdad de oportunidades para la propaganda de las opciones al sí o al no, en cuanto a lo que significaba y trajeran una u otra opción, lo también cierto, y que resulta en un grave vicio de fondo sobre la realidad democrática de entonces, es que, con las cuestiones puestas sobre el tapete de la Transición, y con los fusiles hasta después del 23-F todavía apuntando a las sienes de la izquierda, la posibilidad de optar o no por una Monarquía o una República, literalmente no existió jamás. Y esto, además de no ser, por una vez, un vicio más del franquismo, pues fue posterior, sí que atañe, y muchísimo, al fondo actual de la cuestión de la legitimidad y sirve más que bien de justificación para todos aquellos que siguen siendo partidarios de proponer una confrontación civilizada entre ambas opciones por la única vía posible, la del referéndum.

La izquierda, en aquellos años, seguramente con buena parte de razón para obrar así y justificarlo, intercambió su derecho a la existencia o a la vida, hasta entonces no solo cuestionada, sino sencillamente prohibida a todo efecto institucional, por la firma de una especie de perdón, extensivo al futuro, no solo sobre los hechos militares y sus secuelas, sino también sobre buena parte del entramado legislativo sucesivamente impuesto de manera del todo ajena a toda posibilidad de discrepancia y consenso a un 50% como mínimo de la población de España. Es decir, en otras palabras, y a falta de otra alternativa, ya que era un lo tomas o lo dejas, la izquierda de la época se avino a legalizar a posteriori el robo ya acontecido de la soberanía al conjunto de los españoles a cambio de la seguridad de no volver a ser fusilada y de la inclusión de algunas de sus aspiraciones en la Constitución. Y si tal cosa fuera comprensible entonces, sin embargo, hoy ya no lo es con toda certeza.

Así, la Monarquía se vio en la tesitura de ver añadidos, volente o nolente, a los ya habidos vicios o carencias de consenso en los mecanismos de su reinstauración durante la Dictadura, en lo tocante a su legitimidad verdadera, otros, menos ostentosos, pero de la misma índole, es decir, de insuficiencia flagrante de su legitimidad democrática misma, por vicio de nacimiento, podría decirse, durante y a consecuencia también de la Transición. Y así hasta hoy.

Y esto es así, y lo será igualmente, al margen del desempeño, más acertado o no, de la función por parte de las personas llamadas a ello, el Rey Juan Carlos recién abdicado y el futuro Rey Felipe VI y sus sucesores. Y un asunto es la simpatía, el carisma, la popularidad y el acierto, o sus opuestos, con los cuales los titulares de la Corona y sus familiares desempeñaron, y vayan a desempeñar, sus tareas, y a su vez lo mismo es, en lo tocante a popularidad, antipatías o simpatías para quienes juzguen y contemplen desde su propia óptica, todas legitimas, por cierto, e igualmente respetables –pues tales se supone que son hoy las reglas teóricas del juego, y así se proclama a diario desde todas partes, salvo que se llegue a la conclusión de que nos están engañando–, y otra el hurto de soberanía consumado, ya de casi ochenta años de antigüedad, pero jamás reparado, y del cual, con mayor o menor voluntad propia, pero sin duda no con ausencia de ella, ha sido beneficiaria una institución que, desde la legalidad, sin embargo, y en parte por su propia decisión, ya estaba formalmente acabada y puesta fuera de juego.

Por otra parte, suponer grandeza, sentido de la justicia y de la historia y respeto a la voluntad popular, bien sabemos cualquiera que es mucho pedirle a instituciones que, en lo substancial, son mecanismos de poder, se benefician de él y llevan en el genoma la necesidad de ostentarlo y compartirlo lo menos posible, máxime cuando, además, dependen, para perpetuarse, del más antiguo y desprestigiado de los conceptos de cómo alcanzar el poder, el derecho de sangre, una anacronía histórica hoy casi imposible de comprender, como el derecho feudal o los juegos del circo romano.

No obstante, y a pesar de ello, hoy, día 8 de junio, decía Manuel Vicent en el diario El País, con su agudeza y limpieza habitual, que el mejor regalo que podría hacerse a sí mismo Felipe VI sería un referéndum sobre Monarquía o República, porque lo iba a ganar. Y añadiré que estoy casi de acuerdo en que, en efecto, lo ganaría, y seguramente de manera amplia, y en que el propio gesto en sí ahondaría la diferencia, a mayor abundamiento.

Pero no estoy de acuerdo con el fondo de la cuestión. Pues lo que pienso es que no es a la Monarquía a la que corresponde decidir sobre su legitimidad o plantearla. Lo que realmente cerraría la Transición y colocaría a España en el verdadero estatus de un auténtico estado de derecho, no solo proclamado de boquilla, sino real, ese con el cual toda la clase política gusta de adornarse, pero que en la práctica mal se compadece con los hechos observados, sería precisamente que dicho referéndum lo instaran el común acuerdo de los partidos, o una amplia mayoría de ellos, para así devolver la voz que le fue retirada a los españoles en su día por medios que hoy cualquiera considera por completo execrables e inadmisibles desde cualquier óptica que pueda contemplarlos.

Y es más, cerraría de verdad la Transición y España adquiriría el estatus de un auténtico Estado de Derecho, el que un mecanismo de consultas populares solicitadas mediante la obtención de firmas –en número siempre muy elevado, para evitar consultar sobre fruslerías,– fuera consagrado por la Constitución como método para la resolución de controversias, en aquellos casos en que la población lo solicitara, y no sólo dejándolo reservado a sus políticos, con su uso o, mejor dicho, desuso, del artificio vicario actualmente existente y, en virtud de la existencia de dicho mecanismo, entonces, ya por mandato constitucional, cualquier referéndum instado, sobre el asunto que fuera, hubiera de celebrarse dentro de determinados plazos, sin otros condicionantes y con resultados vinculantes para todos.

Por lo tanto, y ya me cuesta por lo que lo aprecio, quisiera enmendar a don Manuel y decirle que no es el Príncipe o el Rey quien tiene que preguntarnos, a instancia suya, si lo queremos mucho, sino nosotros, a exclusiva y soberana instancia nuestra, hacerle conocer nuestro amor o desamor, pero bien expresado en números y a los efectos oportunos, a él y a todos aquellos que pretenden obrar por bocas ajenas, ostentando una representatividad mediatizada y, como todos sabemos, falseada por demasiadas otras consideraciones. Porque las preguntas directas y efectuadas a todos sobre un asunto específico son las únicas que de verdad proporcionan la contestación adecuada y a la cual atenerse y, eso es, en definitiva, lo que se le hurta a la población al negarle la consulta y lo que constituye un verdadero vicio antidemocrático al cual no se puede negar que seguimos todavía sometidos.

Y entonces, oídos los interesados, es decir, todos los españoles, la Corona, de ganar, sí vería esta vez realmente legitimada su existencia, y tal cosa, la clarificación misma, sería excelente para toda la sociedad e incluso, en este caso, también para los republicanos, si perdiéramos, porque se habría elegido de verdad en libertad, y ese sí es de verdad el valor que cuenta. Y de perder la Monarquía no ocurriría más que habría que aportar los cambios pertinentes a la Constitución, y apenas nada más. Difícilmente fuera a cambiar gran cosa la existencia de los españoles con la victoria de unos u otros, pero sí ganaría, e inmensamente, la sociedad civil, finalmente propietaria así y responsable de sus decisiones, lo cual no sería pequeña mejora democrática.

Y una Corona o una República, verdaderamente legitimadas, que es por donde empezaba el artículo, no llevarían más que a evitar, hasta nuevos tiempos que nadie puede anticipar, un debate sobre legitimidad a cada nuevo cambio de monarca, y los que le sigan, debate lamentable, pero necesario por los vicios de origen expuestos, y que no vemos en los países de nuestro entorno cuando a un Presidente de la República le sucede otro con estricta normalidad, y lo mismo valga con la testa coronada que sigue a su antecesora y sin que a cada uno de estos relevos media Francia o media Holanda o media Europa sientan la necesidad de solicitar el debate o la revisión de su forma de estado. Pero, si aquí ocurre así, y no puede negarse que ocurre, habrá que preguntarse por las causas y dejar de hablar de atrabiliarias reivindicaciones de la izquierda, porque lo de verdad atrabiliario es a lo que estuvimos sometidos, todos, de origen, pero sin haberlo sabido enmendar jamás.

Por lo tanto, hoy, y se supone que desde unos usos democráticos teóricamente muy mejorados, al menos en teoría, solicitar, postular o exigir un referéndum sobre monarquía o república no parece tampoco más que hablar de una restauración más, y bastante suave, de hecho; pero nada menos que la del derecho de los españoles a expresar su opinión sobre uno de los asuntos de mayor calado en su convivencia y que afecta directamente a su forma de regirse en libertad.

Vendría a ser la petición formal al comité que corresponda para que la pelea la celebren de nuevo los dos boxeadores, pero sin que uno de ellos, siempre el mismo, lleve una mano atada a la espalda.

Tiene la Corona una buena tarea por delante, qué duda cabe. La primera, instar una solución del problema territorial que siga haciendo posible la propia España dentro de sus límites territoriales actuales, pero previa a esa, está la de instar una articulación de derechos, incluido el propio encaje territorial, que pueda satisfacer a los muchísimos más, y no a los bastantes menos, para así alcanzar de verdad un poder arbitral aceptado y respetado por mayoría. De no lograrlo, esa labor la hará una República y más antes que tarde, y la Monarquía no podrá ya vender su 23-F, incluso si fuera por todos proclamada su prístina inocencia, durante otros cuarenta años más. La monarquía, tradicionalmente, es una institución, al menos en España, más apoyada por la derecha que por la izquierda, y lo que tendrá que vender para sobrevivir es más democracia y representatividad y centrarse mucho, mucho más, en el sentido político de derechas e izquierdas en España. Si terminara por depender exclusivamente del apoyo del PP, o derecha equivalente, y tal cosa en un mañana imaginable no es para nada improbable, el primer vaivén electoral importante la llevaría al desván de la historia.

Esta transición monárquica, hoy obligada por errores de bulto en su propia gestión interna más que por el propio deterioro físico del monarca y llevada a cabo en estos días, probablemente con eficacia y oportunidad táctica en la elección de sus tiempos, tiene, sin embargo, que dotarse también de una visión estratégica que será lo único que podrá mantenerla a flote, máxime, cuando pilotará una nave que apenas mantiene con enorme esfuerzo la línea de flotación, con la mitad de la tripulación enojada con toda justicia, y parte de ella aun al borde del motín.


Ignoro si el futuro Rey instará un referéndum, no todo me dice que no para mi propia sorpresa, o si lo permitirá el PP en su lugar, u obrando como su testaferro algún día, pero, salvo milagro, antes o después habrá de hacerse, aunque solo fuera por salud democrática. Y que entonces gane el mejor.



Hoy mismo, noveno Roland Garros, Rafa Nadal for President... Y perdónenme los lectores el guiño.