– ¡Don Job, amigo mío!... Pero hombre de Dios... ¿qué le ha pasado a usted? ¡Parece un Ceomo!
–¡Don Alberto, qué alegría verle! Cuánto tiempo, amigo mío, cuánto tiempo... Pues ya ve usted... el día del Corpus... Pero más me valdrá olvidarlo.
–Pero, qué ha tenido usted... ¿un accidente? ¿Se ha caído? ¿Se ha roto algo?
–Hombre, accidente, accidente... según quiera mirarse, y roto... poca cosa, más bien magulladuras... Pero es que me da vergüenza contarlo... Uno, hay cosas que preferiría no contarlas... Ni saberlas tampoco. Mejor dejarlo.
–A ver, hombre, a ver... A su edad, no querrá venir a contarme de un accidente de burdel, ¿no? Y si fuera una torpeza que tuvo, o un resbalón en una escalera, pues ¿a quién no nos pasa?... Y ya sé que es usted muy mirao, muy discreto y muy suyo, pero hombre, don Job... ¡no poder contarle un accidente a un amigo, ya me dirá usted!... ¿O lo abofeteó una dama? Siempre será usted igual... y que va a ser eso... ¡Pues lo mismo da, hombre, desahóguese! Para lo poco que nos pasa y para lo que se nos ha quedado el tiempo, si no nos contamos ni las penas entre amigos...
–No, no, que no, que siempre lo pone usted por donde no debe... Aunque sí, vaya... fue por causa de una dama, que no por culpa de ella, pobre Merceditas...
–¿Merceditas? ¡Vaaaya! O sea, que sí que lo conozco bien, que diga lo que diga usted, un lío de faldas más... Pero, por todos lo diablos, ¡que tiene usted noventa y cuatro años, y ni un céntimo, hombre! ¿Pero es que no piensa asesar de una pajolera vez?
–Si va usted a empezar a faltarme como acostumbra, coja por donde ha venido y no me moleste más, que bastante tengo ya con...
–Discúlpeme, hombre, discúlpeme... ya sabe que hablo vehemente, pero sin ánimo de faltarle, solo que los que lo conocemos sabemos que las faldas, de siempre, lo han perdido. Así que perdóneme, que no quería ofenderlo y cuénteme... ¿quién es esa Merceditas? ¿Su sobrina nieta, esa que me contó una vez?
–No, no, la sobrina que le conté y que me paga el móvil –lo nada que gasto con él, vamos, que sólo recibo llamadas– se llama Yolanda...Y lo debe de hacer por cariño de verdad, porque, si no, no se explica, sabe ella de sobra que no tengo un duro... Así que va a ser verdad que algo me quiere.
–Pues claro, don Job, si bien sabe usted, y sin falsas modestias, que cualquiera que lo conozca un poco lo tiene que querer a la fuerza, y además es su única familia, y aunque solo fuera por escucharle las batallitas... hasta yo pagaría gustoso.
–Vaya, ahora la mano de cera y jabón, ¡lo que puede la curiosidad! Pero no se moleste en pelotearme, si se lo voy a contar igual, después de todo... Si es que me deja usted.
–Lo dejo, lo dejo, íbamos por Merceditas...
–Eso, Merceditas... Era compañera mía del Instituto, del treinta y cuatro en adelante. Si habrá llovido ya...
–O sea, de su quinta. A ustedes, de niños, oiga, ¿qué les añadían al biberón? ¿Dinamita?
–Déjeme seguir, hombre...
–Lo dejo... ¿Quiere usted un traguito?
–De qué... ¿el traguito?
–Del cartón de Don Simón, es lo que hay, pero menos da una piedra...
–Ea, venga el traguito.
Don Job bebe del cartón un sorbito como de pájaro y se lo devuelve a su amigo.
–Pues vamos con ello. A la Merceditas, le tiré los tejos bien tiraos acabada la guerra, pero aunque parecía que se quería dejar querer, se conoce que no sería yo de su gusto del todo, y me dio calabazas una vez y otra, y cada cual acabamos tirando por nuestro lado y no nos volvimos a ver. Sin embargo... ya en los sesenta nuestros bien entrados, nos encontramos un día por la calle... y nos reconocimos con bastante cariño.
Aunque si le digo la verdad, estaba más seca que un bacalao... De esas mujeres avinagradas de aspecto, aunque seguía siendo bien simpática y charlatana, pero la vida y las circunstancias le habían comido el seso. Fue funcionaria de algún negociado... no sé decirle muy bien, y nunca se casó, me contó, como tampoco se recató de contar, como si lo tuviera a gala, que nunca había catado varón, ni ganas, y lo decía como con orgullo de mártir y como muestra de ejercicio de fe. Vamos, que aquellos malos tiempos la habían dejado en puritita carne de sacristía, a mi entender... De esas mujeres de la posguerra –y lo que le siguiera– perdidas para la razón... Nada más que del triduo a la novena, a las catorce estaciones, misa y rosario diarios, estampas de santos, misales, hojas parroquiales, congregaciones marianas, Acción Católica... y toda esa parafernalia. ¡Un espanto, vamos, una estantigua!
Pero, ya ve usted, sin embargo... nos caímos en gracia otra vez, charlamos un buen rato, tomamos un café... y acabó dándome un número de teléfono... Eso sí, como quien le hiciera entrega de la hostia consagrada a un zulú. Y lo demás, pues qué voy a contarle... lo que hace la soledad también, que es muy mala. Así que, de vez en cuando, la llamaba y paseábamos, pero le prometo solemnemente, don Alberto, que nunca le volví a tirar los tejos, pero eso también tiene su explicación.
Porque le pinto el cuadro, verá... vestida siempre de negro, o con un hábito por una promesa de no sé qué, de la que ni se acordaría, la pobre... seca como una anchoa, y en los mismos huesos, mal tapados por algo que llamarlo pellejo sería caridad... un crucifijo de un palmo bailándole debajo del gañote, con más arrugas y colgajos que el de un buitre, y más escapularios encima que huesos en un nicho, y echando jaculatorias a cada paso cada vez que se cruzaba con el Maligno... Pues yo qué sé, cualquier minifalda, cualquier cartel, cualquier cosa y en cualquier parte... yo mismo, si decía jolines. Y eso hace treinta años. Imagínese ahora.
Ella se empeñaba en llevarme a misa, y yo, en invitarla a una horchata. Pero, al final, como el juicio siempre es el juicio, poco a poco, pasando el tiempo, la horchata acabó por pedirla ella y dando ya por imposible mi presencia en misa. Y así largos años y hasta hoy. Nos veíamos igual un año sí, otro no... pero al final, o la llamaba yo, o me llamaba ella. Y venga otra horchata en verano, o un nescafé en enero. Y le juro que no es más que la pura verdad... Le tenía cariño porque la quise, o porque amaba mi propio recuerdo, un cariño más de abuelo que de compañero, usted comprenderá el caso, aunque si le digo la verdad, no me daba casi más que pena... Aunque, eso sí, mire usted, tenía aún una voz casi juvenil, cristalina, no le encajaba con el aspecto...Y sonreía en cuanto se despistaba y se dejaba llevar por la charla. Entonces, parecía como si se le quitara todo el aparato y la pompa de auto de fe que cargaba encima y se convertía en una persona dulce y encantadora.
Y el jueves, el diecinueve, anteayer, el día del Corpus, ¿no?... me llamó y me preguntó si me importaba acompañarla un rato a dar un paseo. Ya la última vez que la vi –más de un año hará– estaba muy, muy delgada, muy pequeñita, casi un pajarillo, aunque caminaba bien, despacito, como debemos a esta edad, pero podía hacerlo horas, y con un bastón que más lo usa para apuntar y ayudarse cuando un paso difícil... Pues como yo, la verdad, que todavía nos valemos, mal que bien.
–Así que usted le tiene cariño a Merceditas, don Job... ¡Siempre con media docena de balas en la recámara, que jodío, el abuelo, aunque algunas no sean balas perdidas! Y ya me cuesta verlo a usted pidiendo una horchata, pero si lo dice usted, será... Nunca sabemos nadie donde están nuestros Waterloo.
–Pues sí, le tengo cariño, ¡y no sea borde, que no veo qué tenga de malo!... Me llamó al móvil diciendo que era el día del Corpus, que hacía un día precioso y que si la acompañaba a llevarle unas flores a un Cristo de no sé dónde, por la Gran Vía. Le dije que sí, quedamos en Alonso Martínez para ir dando un paseo, no me pilla lejos de mis comedores de las monjas y mi puente... y allí que me fui, a la puerta de la cafetería Santander. Llegó en un taxi, ella sí se puede permitir esos lujos... Y me traía una bolsa llena de verdura y de fruta, ya ve usted que sabe cómo ando, que me falta de todo lo imprescindible. Y venía también con sus flores para el Santísimo, perfumada de violeta, bien peinada, y seca, sequísima de cuerpo, casi daba miedo verla, pero me dijo sonriente: –Lleva tú la bolsa, pesa, y deja que me agarre de tu brazo, que ya no camino muy bien. Parecíamos cualquier pareja de viejos enamorados... Dios la bendiga.
–¿Y entonces?, porque me tiene usted en ascuas...
–Pues la verdad es que era un día precioso, pero extraño, había algo fuera de lugar, el aire como incierto, como algo artificial, no sé cómo decirle... Cogimos la plaza abajo, hacia Fernando VI para ir a dar a Barquillo, dirección Gran Vía. Yo iba contento y, ¿sabe?, si le digo la verdad, casi orgulloso. Un día de delicia, no me dolía nada, que ya es de reseñar, Merceditas colgaba de mi brazo como una novia y me iba contando cosas, contenta, con ganas de hablar y llena de ganas de vivir, si es que tal se pudiera decir...
No paraban de pasar coches de policía y había alguna gente en grupos, con banderolas de España. Llegamos a la Plaza del Rey, donde la Casa de las siete chimeneas, ya cerca de Gran vía y, de pronto, había allí reunida toda la policía de España, si no más... Y también otro montón de gente con banderolas.
–¡Uy!... Me parece que es un partido de fútbol, hijo mío, dijo Merceditas, –unos gamberros bebidos que no quieren más que jaleo... lo malo es que tenemos que llegar a Gran Vía y me da miedo pasar entre tanta gente que no mira ni por dónde anda.
–Pues será un partido, pero no lo parece, le dije. –Además, lo que creo es que la policía no deja pasar para allá... Mira, está todo acordonado y cortado hacia la Gran Vía, la policía delante, impidiendo el paso. Vete a saber que pasará ahí detrás...
–Ah, no, fíjate bien, me dijo ella, lo que hacen es mirar las bolsas y registrar... ¡Qué cosa más rara... y entonces, los dejan pasar de uno en uno!
–Pues tienes razón, eso va a ser. Pues vayamos con cuidado y que nos registren, como somos dos asesinos peligrosos...
–Y en estas, se nos paran delante cuatro policías como cuatro castillos de grandes.
–¿A dónde va usted, señora, con ese vestido y ese ramo de flores?
–¡Pues a dónde voy a ir, hijo! A llevarle estas flores al Santísimo, que es el día del Corpus... Yo todos los días del Corpus llevo estas mismas flores a la capilla del Santísimo de la Iglesia de San José, la que está en la Gran Vía, enfrente casi de Bellas Artes... ¿Es que tiene eso algo de malo?
–No, señora, no tiene nada de malo, pero usted así no puede ir.
–¿Así? ¿Así cómo? Pues como he ido toda la vida, con mi hábito de penitente y mis claveles rojos y amarillos... sesenta años que llevaré haciendo lo mismo, año más, año menos... ¿O es que ahora no se le pueden llevar flores al Santísimo? Pues para buena cosa está quedando España, pero los del fútbol con las banderas sí que pueden pasar, ¿no?, borrachos y dando voces, anda que cuando lo cuente en la parroquia...
–Le repito que así no puede pasar, lo siento, son órdenes.
–¡Pero que así, ni qué ordenes ni que órdenes! ¿Pero es que a usted le parece que pueda ser una terrorista o una hincha de esas que gritan ordinarieces peor que verduleras? ¿Es que ya no se va a poder pasear por la calle para llevar flores a una iglesia? Pero, ¿quién puede mandar semejante disparate? Regístreme el bolso, si quiere, ande, y la bolsa del caballero que me acompaña, también... mire bien. Y espere, agente: ¡mi DNI! Soy funcionaria jubilada, miembro honorario del Consejo de Caritas diocesana, me llamo...
–Y la verdad, don Alberto, es que la Merceditas se fue alterando, alterando, y ya hablaba casi a voces. Y en estas, un secreta de paisano –digo yo que sería eso– se acercó a nosotros y le preguntó al policía: –A ver, ¿qué pasa aquí con la señora?
–Pues que la señora dice que va a llevar esas flores a la Iglesia de San José, que es el Corpus, y que quiere pasar así–, y extendió la mano hacia ella, como quien señalara un caso irremediablemente perdido.
–El secreta la escrutó de arriba a abajo, de la cabeza a los pies, y de los pies a la cabeza, sacudió la suya, se encogió de hombros y nos dijo: –Esperen aquí un momento.
Se separó unos pasos, agarró su móvil, su radioteléfono o lo que fuera el chisme e hizo una llamada. Después se paseó nervioso como un minuto, algo alejado de nosotros, y en estas llegó hacia él un oficial de policía, o un comisario, y se pararon a hablar, pero mirando hacia nosotros.
Vinieron juntos. El oficial se dirigió directamente a Merceditas:
–A ver señora, se siente, pero tenemos que repetírselo: así no puede usted pasar hoy hacia la Gran Vía. Además de que está cortada y la iglesia cerrada.
–¿Que la iglesia está cerrada una mañana del Corpus? Venga hombre, que me sé yo mejor que bien los horarios de mis iglesias, eso es como si me dijera usted de una juguetería cerrada un cinco de enero... Vamos, por Dios, una iglesia cerrada por el Corpus... Soy muy vieja, señor oficial, desde luego, pero no tonta.
–Pues es que además, señora, así como va, es por completo imposible que se le permita pasar. Haga el favor de darse la vuelta por dónde ha venido o, si insiste, tire esas flores. Son órdenes superiores que tenemos que acatar.
–¿Que tire las flores? ¡Habrase visto barbaridad!... Y eso, ¿por qué? ¿Porque lo dice usted? Y... así, ¿cuál así? ¿Así cómo? ¿Qué tengo de malo, a ver? Y además... ¿qué es así? Por todos las santos, voy con mi hábito morado que visto desde hace medio siglo, mi bolso y unas flores rojas y amarillas, los colores de la bandera de España, y que le llevo al Santísimo como le he llevado siempre todos los jueves del Corpus... Pero es que ¿se han vuelto ustedes todos locos?
–Señora, intervino bilioso el secreta, y tirando a alterado –lo que va usted es abusando de las canas y haciéndose la lista, lo que va usted... es disfrazada de enseña o bandera republicana, insultando a los símbolos del Estado, precisamente hoy, día de la coronación del Rey, que va a pasar con la Reina por la Gran Vía para que lo salude todo el pueblo, y usted, lo que está haciendo es profesar una fe republicana, sabiendo que hoy está prohibida toda exhibición de sus símbolos, y queriendo hacernos pasar a todos por idiotas. Y si no está usted detenida y fichada, no es más que por respeto a su edad, no somos unos brutos por más que algunos lo digan... y usted lo piense.
–Y entonces fue el acabose, don Alberto. ¡Quién lo hubiera dicho de la Merceditas! Reaccionó como si la hubiera picado un escorpión.
–¡¿Que yo voy disfrazada de bandera republicana?! ¡Pero será usted gilipollas, necio, zafio, besugo, mastuerzo, mala gente, esbirro, piojo hambriento, lacayo de un rey menor que Cristo Rey, Nuestro Señor y Redentor!... Tira, Job, tira conmigo pa’ la Iglesia, que yo voy a llevarle sus flores al Santísimo, y estos hijos de Satanás que nos peguen un tiro por la espalda, si quieren. Y se me agarró del brazo que casi me lo arranca, y tiró de mí con la fuerza y decisión de un marinero borracho. Ciega iba... ¡Y con santa razón, la pobre de la Merceditas, don Alberto!
–Y claro, anduvimos tres pasos, no creo que llegaran a cuatro. Se nos echaron encima los cuatro castillos con las porras desenfundadas... ¡figúrese, contra nosotros, dos nonagenarios! y no tuvieron ni que usarlas... Nos dieron unos tirones p’atrás y nos fuimos al suelo de una, y sonó la cosa como el que tirara un dominó al suelo.
–Al caerme, solté la bolsa, claro, y salieron rodando... tres berenjenas, un racimo de plátanos, unos tomates, un melón de esos amarillos de piel de sapo, un buen montón de fresas y una col lombarda. Y para qué queríamos más... ¡Qué desdicha y qué bobada, Señor! Quedó la plaza del Rey, toda de rojos morados y amarillos, parecía la de don Manuel Azaña, de existir tal entelequia. Entonces el secreta, con una sonrisa de perfidia y sacrosanto triunfo, me dio una patada en la cara, como quien no quiere la cosa, cuando estaba en el suelo. Ya ve usted... Se quedaría a gusto el chinche.
–Y el caso es, fíjese usted, que yo no había caído en lo de la Merceditas y el hábito, los colores de las flores... ¿Quién va pensando en semejantes memeces? Sabía que coronaban al Rey, pero ni se me pasó por la cabeza la relación con el día raro, pensé también en un partido de fútbol, el mundial ese... que ni que fuera la batalla de Lepanto, el cuento que le echan... Ya sabe..., que yo ni veo ya la tele, ni siquiera en el hogar del jubilado, ¡para lo que cuenta! pero ya ve usted, habrá que ver la tele, y si no, o delito o riesgo de cometerlo.
–¿Y qué? ¿Que hoy se ha quedado usted sin palabras, don Alberto, no? Y por primera vez en mucho tiempo... ¿Ya entiende lo de la vergüenza, verdad? Más lo recuerdo, más vergüenza me da contarlo, pero van varias veces que lo hago... y todos se quedan así como usted, sin palabras, apagados. Es la vergüenza, que puede superar a la indignación, pues ya lo creo, porque no es posible que las personas podamos venir al mundo para que nos pasen cosas como esa... Una cosa es que a alguien lo parta un rayo, se lo coma un león o se vaya a la guerra y le peguen un tiro... y otra, esto. Estas cosas no deberían pasar, y cuando pasan, nos quedamos como sin alma. Eso es lo que pasa.
–¡Dios mío, amigo mío! Es verdad, según me ha ido contando, de pronto he perdido el alma con el corazón. Se han ido al mismo sitio, no sé cuál, alguno que está fuera de lo que se puede explicar. Pero, dígame, por favor, dígame, ¿cómo está usted? ¿Qué se hizo? ¿Qué le ocurrió a Merceditas? ¿Ha pasado usted por el hospital?
–Pues pasamos los dos por el hospital, claro, tenían casi más cara de susto los cuatros mocetones que nos tiraron que nosotros. El secreta desapareció, ya con el deber cumplido, y uno de los policías hasta se nos disculpó por lo bajini… Llegó la municipal, vinieron dos ambulancias y fuimos cada uno a un hospital... Yo tengo una fisura en la nariz, pero de la patada, un dedo roto, y más magulladuras de las que querría contar, pero en lo substancial, estoy bien, aunque con el alma rota o, mejor... eso, ida, helada. Me dieron de alta enseguida... y muchas enfermeras me sonrieron.
Eso sí, tuve que pasar por comisaría: resistencia a la autoridad, exhibición de símbolo prohibidos, alteración de orden público... Me caerán tres mil años y un día... pero ¿sabe lo que le digo? ¡Que me vengué! Me oriné aposta en la silla donde me tomaron declaración, y empujando hasta la última gota. Les dejé el suelo perdido. ¡Que se jodan! Puse la mejor cara de pena que pude, y ¿sabe qué?, que hasta unos calzones y unos pantalones limpios me tuvieron que dar, se fue un guardia a comprarlos a un chino, y no hubo forma de que me dejara pagárselos, y otro guardia, jovencito, en aparte, también me pidió disculpas. Mucha mala conciencia había allí adentro, créame...
Lo peor es Merceditas... Se ha roto la cadera, está en la UCI, ayer le recompusieron lo que pudieron. La visité por la tarde, estaba más sola que la una, y muy, muy mal, la pobre... Solo me dejaron estar un par de minutos. No creo que se reponga de esta, tiene la cabeza perfecta, pero no tendrá más fuerzas, lo presiento. Y ahora escuche bien: me pidió que le acercara su bolso, lo abrió y me deslizó en la mano cien euros. –La mitad para ti, para las verduras, y la otra mitad para un ramo de claveles rojos, amarillos y con muchas lilas, para el Santísimo, para que él se lo dé a los republicanos, que falta les hará... me musitó al oído. Me apretó la mano muy fuerte, me dio un beso y me sonrió.
¡Ya ve usted, republicana, Merceditas! Pues como yo obispo... Se me partió el corazón. Y esta mañana, antes de venir para acá donde nos encontrábamos antes, compré un ramo, pero de cien euros, para el Santísimo... que más que una persona lo que debía yo de parecer con él era un arbusto andando... y lo he llevado a la iglesia de San José.
Igual llevaba como medio siglo sin pisar una iglesia… Lo he dejado en la capilla del Santísimo, en el suelo, frente a la barandilla, que encima de ella no se tenía de lo grande que era. Cuando me marchaba me salió trotando detrás un sacristán, o lo que fuera, diciéndome que si me había vuelto loco, que cómo se me ocurría llevarla al Santísimo un ramo con esos colores, que hiciera el favor de llevármelo. Ni me volví a mirarlo. Salí por la puerta y me vine hasta mi banco de la Castellana.
Y sabe bien que no tengo un céntimo, ni para las migas de las palomas ya, pero esta tarde, de lo que le queda a mi bolsillo, y de un escote que hice con cuatro compañeros a los que les conté el caso, compro otro ramito, este pequeño y de las mismas flores, y se lo llevo a Merceditas a la UCI, si es que aún sigue allí... Y ya me entiende usted.
–Menos mal que no hace frío, ¿verdad? Tome usted otro sorbito de vino, don Job... No soy capaz de decirle nada, tengo como un nudo en la garganta.
–Gracias don Alberto, no le diré que no al sorbito... Y no se preocupe por decir, si yo ya he visto de todo, y además, ya pasó.
–Pero si puede quédese un rato más y acompáñeme, cuénteme de usted, dónde está ahora, que hace mucho que nos nos veíamos... y llevamos hablando de mí ya demasiado, hombre.
Genial.
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