A mi entender, la monarquía ha jugado su baza de la abdicación en el momento exacto, con precisión suiza y visión estratégica china, a largo plazo, larga vista y con inteligencia. Y el que yo, como tantos, sea republicano no debiera interferir en el juicio, con lo cual y además, de nuevo se recibe la lección de que quienes hacen, o hacemos, es decir, los republicanos, las cosas invariablemente en contra de nuestros intereses, bien podríamos tomar ejemplo.
Porque que pintaban bastos para la Corona lo sabe cualquiera, pero cómo encajar ella misma el bolillo bien encajado, según estaba el patio, ya era cosa de bordadoras con experiencia. Pero alguien, quien fuera, atinó con el botón adecuado dentro de ese panel pavoroso donde había centenares de ellos, todos parpadeando en amarillo, naranja y rojo, más todas las alarmas sonando, y ni uno en verde que en algo sosegara al piloto.
El cuadro era el siguiente. Si no se decidía ya por la abdicación, concluía el período normal de sesiones en Cortes en menos de un mes, llegaría el verano, a cuya vuelta se preparan siempre los otoños calientes, en este caso, ardiente por los resultados electorales de hace unos días y, sobre todo, por el compás de espera que impone el PSOE para su nada imposible reestructuración, pero de la cual probablemente podría salir otro buen manojo de bastos para la Corona, de darse en sentido contrario a sus intereses dicha reestructuración, y caso de haberla. Porque el que el PSOE lleve divorciado de sus bases cuatro decenios, no implica necesariamente que estas vayan a seguir contando otros cuatro, y las bases del partido, desde luego, no mantienen, militante a militante, ni muchísimo menos, el mismo discurso que el aparato, y este discurso de ‘abajo’, que quiere subir ‘arriba’, tampoco aparenta ser favorable a la Corona. Máxime con una previsible elección por la totalidad de la militancia, pues aunque el aparato pueda controlar las candidaturas, lo cierto es que las posibilidades de control no serán las mismas, y en el futuro, menos.
Porque el garante principal de la monarquía española, por más que verdaderamente cueste pensarlo, decirlo y escribirlo, es precisamente el aparato del PSOE, pero que hoy ya no tiene necesariamente que obrar según los mismos condicionamientos que en la Transición lo llevaron a adoptar la postura que aún mantiene, pero contra la innegable esencia de su propio ser. Y la duda de la postura que adoptara el PSOE en un futuro de unos meses, que no tendría que ser necesariamente una opción republicana, sino, por ejemplo, la laxa, bien adecuada para esas almas ni frías ni calientes, pero igualmente temible para la monarquía del optar simplemente por la abstención, llevaría a la Corona a quedar solamente mantenida por, además de en, manos exclusivamente del partido de centro derecha, el PP, en libre caída electoral, puesto que de los partidos catalanistas y vascos bien poco le cabe ya esperar a la institución.
Y la perspectiva de que el PP pudiera en las próximas elecciones bajar de un tercio del total de sufragios y, por lo tanto, dejar de bloquear las reformas constitucionales y un posible referéndum sobre monarquía o república, ciertamente era y es difícil, pero de ninguna manera imposible, porque cualquier futuro vaivén a peor, tampoco imposible, en la actual situación económica, vaivén que bien podría llegar, además, por terceras vías ajenas y que la soberanía nacional, o lo que queda de ella, no puede controlar (por ejemplo, el FMI ya solicita otra subida del IVA y más contención de salarios), dejaría todo el tinglado institucional en una situación no vista desde la muerte del dictador. Y la muy respetuosa transición que se hizo entonces, por no decir obsequiosa, envainándose la izquierda la mayoría de sus postulados, bien podría no ocurrir de la misma manera, de existir en el futuro próximo diferentes mayorías.
Además, el ejército no es el de entonces, la Iglesia tampoco o, mejor dicho, pesa muchísimo menos, aun a pesar del mantenimiento todavía de privilegios sin sentido ya en el mundo actual, y el mundo económico, el verdadero y todopoderoso poder fáctico del presente, no se casa con monarquías o repúblicas, que no son cosa de su mundo, pues por ello son precisamente los verdaderos reyes del presente y se casan con quien les da la gana y se divorcian igualmente, y de patada en la popa, si les cuadra. Y el que exista un contubernio milenario entre monarquías y poderes económicos, y no digamos ya en España, no quita que en cada ocasión en que el poder económico lo juzga beneficioso para sus intereses se las quite de en medio, igual que también, por cierto, puede adoptar el camino contrario. En resumen, se apoyan mutuamente y pueden ser amigos ocasionales por el interés, pero también pueden dejar de serlo en función de las circunstancias.
Lo cual no quita, por cierto, para que, también esta mañana, el rey haya recibido una de las ovaciones más largas de su carrera, precisamente en un foro empresarial. Y aunque en este mes veremos muchas, largas y repetidas, porque, como le dijo Mariano Rajoy a Pérez Rubalcaba, en uno de sus raros rasgos de humor, en estoy país enterramos bien, lo cierto es que da lo mismo porque, al margen de que las ovaciones agradan a cualquiera, aunque vacíen la cabeza y entumezcan el conocer, sabe también la Corona, que tiene larga memoria, como la Iglesia, que las palmas de hoy bien pueden ser pitos mañana, por no decir palos, mediando cualquier fruslería.
Y el año próximo es año electoral, y hágase el CIS el loco o no, y fuera que de verdad desconociera las previsiones electorales para las europeas, o fuera que prefiriera callarlas para no atizar la hoguera, hipótesis a la cual me apunto, lo cierto es que todas las opciones de reparto del espectro político apuntaban en estos últimos meses a una situación muy poco desahogada para la Corona.
Añádasele a todo esto la bomba de relojería catalana, también para el otoño, y la subsiguiente que siempre puede activarse en el País Vasco en cualquier momento, es decir, el viejo e irresoluto problema de la estructuración territorial del Estado y de sus separatismos, y en dos comunidades donde el PP es ya solo un partido testimonial, más el descontento social permanente por los recortes y el paro, que todos los otoños se agudiza por la caída, del todo inevitable, de la actividad turística; y el panorama se hacía de verdad descorazonador para los intereses y la estabilidad monárquica o, con mayor rigor, descoronador.
Por lo demás, plantear la renuncia monárquica a mediados del próximo año, ya en puertas de la campaña electoral de las generales, obvia el decir que llevaría a la Corona a unas perspectivas y a una incertidumbre todavía mayores y para ella indeseables.
Con todo ello, las fechas se iban cerrando porque, antes de las europeas, en campaña o en precampaña electoral, era impensable que el rey, salvo gravísimo asunto de salud, pudiera abdicar por la misma razón de incertidumbres y de posible introducción de factores contrarios a su propio interés en la campaña, y después de ellas solo quedaba la ventana de un mes para disfrutar de un período medianamente cómodo, cómodo al menos en lo referente al apoyo en Cortes, por la ayuda segura que el ya dimitido Rubalcaba se ha apresurado a prestar, con lo cual, el asunto numérico queda resuelto sin más y se puede alardear de un 80% de mayoría favorable, que es tal y además es cierto en términos institucionales, pero que cualquiera sabe que es una cuenta que cualquier tarde puede resultar como las de Bankia, a nada que otro vaivén electoral convierta a la calle en institución y a algunas instituciones les pueda señalar la calle. Y eso, por más que el sistema bien se cuida siempre de que no pueda ocurrir, es igualmente cierto que en ocasiones ocurre, y entonces es cuando los monarcas cogen los trenes, los aviones y los helicópteros hacia sus dorados y llorosos exilios.
Y, no me abstendré de decirlo: en esos casos las coronas pagan no solo sus culpas, sino y con buena demasía las ajenas, máxime en estas monarquías constitucionales y parlamentarias actuales, donde las coronas tiene un margen relativamente cerrado de actuación. Pero esto y alguna cosa más y con cierta extensión, lo expuse hace ya un año en otro texto, Monarquía y República I, en este mismo blog, que enlazo ahora, porque siempre pueden existir lectores, pobres, capaces de ir verlo, y porque resulta hoy de bastante mayor actualidad que cuando lo escribí. Hecho asombroso este, pero del que no me quejaré yo, pues solo faltaría.
http://albertocaffarattoblog.blogspot.com.es/2013/04/monarquia-y-republica.html
http://albertocaffarattoblog.blogspot.com.es/2013/04/monarquia-y-republica.html
Con todo lo dicho, pues, el monarca ha obrado perfectamente según y para sus intereses. Su decadencia física es obvia, y de eso, nadie puede culpar a nadie, pero su ascendiente (o decadencia, ponga cada cual lo que prefiera) es hoy la tercera parte del de hace veinte años, aunque en este caso sí por culpas exclusivas del monarca mismo y de su familia.
Así, con el paso dado el lunes, la monarquía se ha asegurado el borbón siguiente en el trono, con las bendiciones numéricas todas y, por lo tanto, con las loas institucionales generalizadas, en estos días rayanas en el ditirambo, más las que vendrán que las harán pequeñas, y solo con un posible cuestionamiento efectivo, desde ahora a dos años vista, pues el moral de poco vale, y que podría depender de un vuelco electoral general, añadido a otro vuelco en sentido pro republicano, nunca imposible dentro del propio PSOE. Pero hasta ese momento el nuevo rey, a poco bien que le vayan los asuntos, estará bien asentado en el trono, caso de que no intervengan nuevos factores, hoy imponderables, o de él mismo, y con torpezas parecidas a las de su padre. Visto de esta manera, la monarquía tiene por delante casi dos años de partido sin presión y en cabeza de la tabla, que no es poco rédito. Y del caso Urdangarín y señora, ya se ocupará quien tiene que ocuparse de ello.
Porque el que a la monarquía la ayudan todos y a la república nadie no es una fantasía de republicano, sino la constatación de toda una vida, como la de que las feas nunca gana los concursos de mises. Y de la imbricación del aparato estatal de todos con la monarquía de unos deja testimonio un esclarecedor ejemplo de esta misma mañana. Preguntado el Fiscal General del Estado por un periodista sobre el posible desarrollo futuro del caso de la Infanta Cristina, el señor Torres Dulce contestó dulcemente –qué menos–, lo siguiente: –Hombre, tampoco vayamos a creer que la justicia sea el lobo feroz...–. Así que, y atragantado por el respingo, como de costumbre, por mi insana costumbre de ver el noticiero a la hora de comer, cosa que cualquier médico de familia debiera prohibir, me dije: –Vaya, pero si este señor es nada menos que el fiscal general... y lo que está haciendo, en su infinita bondad, es tranquilizar nada menos que al imputado. ¡Qué grandeza de corazón la suya!–. O, en síntesis, haciendo lo que cualquier fiscal de a pie, siempre mirando todos ellos por el sosiego y el bienestar de los acusados. Y si esto no es poderío institucional, Majestad, venga Dios y lo vea.
Y bien, terminados los antecedentes, vayamos ahora con otras consideraciones.
Pienso que en España se confunde con frecuencia la Monarquía con la existencia del propio Estado de derecho y con la Constitución que la sanciona. Es más, se oye con frecuencia decir por parte de los interesados en ello que la Monarquía fue quien trajo el Estado de derecho. Pero no es así, porque estos dos entes, el uno abstracto, más o menos, y que viene a ser la suma integral de una plétora de corpus jurídicos, y el otro, solo el principal de ellos, están bien por encima del hecho de que la Jefatura del Estado la ostenten una monarquía o una república y ambos son fundamentalmente ajenos a ello, si de verdad hablamos de Estado de derecho y de lo que es en esencia una Constitución, respectivamente.
Y del actual régimen de libertades existente, más o menos efectivo en según cuáles aspectos de las mismas, también se oye proclamar que, en buena parte, se debe a la voluntad del Rey. Yo no creo que sea así, y esto sin entrar a discutir de su mejor o peor voluntad o valía personal. La Constitución y el marco de derechos vigentes hoy en España son, con los matices que se deseen, los que corresponden a nuestro tiempo, lugar y compromisos internacionales, y cuando no era así, durante la Dictadura, y particularmente hacia su final, resultaba ya del todo obvio que, aun a pesar de la Dictadura misma, la aspiración de una buena parte de la población no era nada más que a parecerse en todo lo posible a los países de nuestro entorno, lo cual incluía necesariamente, entre otras cosas, adaptar nuestra juridicidad.
Y los ejes fundamentales del Estado de derecho y la Constitución misma fueron pergeñados en la Transición con la colaboración de una muy amplia representación de opiniones, y modificados sucesivamente por causa de nuestra pertenencia a la Unión Europea, y todo ello no fue obra del Rey o de la Monarquía más que en parte. Igual que los vehículos de una época más o menos son todos parecidos en lo substancial, lo mismo ocurre hasta cierto punto con las legislaciones, y tan difícil es atribuir la paternidad del mecanismo de un artefacto, retocado en todas partes por miles de ingenieros, como atribuir a una u otra cabeza, coronada o no, los méritos de cuerpos jurídicos que se redactan en comandita, consensuando toda clase de aspectos y que, en substancia, son extremadamente parecidos entre sí en la mayoría de los casos, aquí, en Finlandia o en Sudáfrica.
Una constitución es un marco legal y solo dice, en el caso de la española, que la forma del estado y su jefatura es la Monarquía Parlamentaria y Constitucional y estableciendo, además, muchísimas más cosas, pero estableciendo también que, mediante los acuerdos necesarios, se pueden institucionalizar otras alternativas diferentes, así como eliminar las que se acuerden. Y este poder establecer otras cosas, se entiende que debe producirse dentro de la legalidad, no a porrazos. Ese es el consenso y hasta aquí, se diría que más o menos pudiéramos estar todo el mundo de acuerdo. Y la misma Constitución señala además, es decir, incluye, los mecanismos mediante los cuales se estipulan los porcentajes necesarios a recabar para poder ser modificada de nuevo legalmente. Y más que claros, son meridianos, por lo que no resulta difícil en absoluto atenerse a ellos. Imposibilita cambios fáciles, es cierto, pero no los prohíbe. Una vez más, mediante los acuerdos necesarios, cualquier cosa podría cambiarse. Es más, deben cambiarse en ocasiones, en la medida en que la juridicidad es como la ingeniería, una obra humana que constantemente se moderniza y adapta a circunstancias nuevas y cambiantes. Lo válido antes, no tiene por qué serlo más tarde. Y aunque la jurisprudencia va más despacio que la informática, también avanza y se cambia a sí misma.
Sin embargo, lo importante en sí, es el Estado de derecho y sus instrumentos, el primero de los cuales es la Constitución, donde, más o menos, está escrito lo que se puede y lo que no, según acuerdos que siempre pueden modificarse.
A su vez, la Constitución establece también los supuestos para llamar a referéndum, estipulando nuevamente cifras y casos. Así, en general, la Constitución bien podría verse como una digna y vieja dama respetada por todos que dice una buena mayoría de cosas preciosas, sensatas y razonables, aun omitiendo otras. Pero lo malo, el pero, es a quién se las dice y cómo se la escucha y atiende, que es por donde empiezan los descosidos en la convivencia.
Y sin duda cansa oír estos días el discurso siempre machacón del Presidente Rajoy apelando a las mayorías necesarias, nunca existentes, para poder ponerse a modificar asuntos, la Constitución misma, o el convocar un referéndum sobre monarquía o república. Y cansa precisamente, y duele, porque niega, por supuesto, y con la ley en la mano, la misma ley que, sin embargo, cuando le conviene, le permite sin mayores problemas alterar lo que sea de su interés. Y porque es cierto, además, que existen mecanismos de discrecionalidad bastante absoluta, por no decir absolutista, mediante los cuales los gobiernos hacen o dejan de hacer a su mejor albedrío, rompiendo así con sus mayorías parlamentarias puntuales mecanismos de determinados consensos, que tal vez no deberían estar tan sujetos a los vaivenes de estas mismas mayorías. Porque lo cierto es que, cuando interesa, la Constitución se modifica, y en un solo día si preciso fuere, como en el caso nefando de la inclusión en la misma de las cláusulas para el pago de la deuda exterior.
Pero resulta aun más chocante el permanente atenerse unos y otros a cumplir escrupulosísimamente ciertas partes de la Constitución, y el dejar por completo de lado otras. Y esto sí que ya da para más preguntas y considerandos porque, en castellano, este uso tiene un nombre inapelable, el de Ley del Embudo, pero sobre la cual, sin embargo, la Constitución no se pronuncia, aunque bien hubiera debido. Y además, faltan casos contemplados en la Constitución que, no obstante, resultan casi obviedades a nivel de la ciudadanía, como el del derecho a la sanidad, por ejemplo, aunque sí figura en ella el de la vivienda digna, que ya me contarán los lectores... Porque, así expresado, queda serio y grandilocuente, pero no es más que un mal brindis al sol, pues no solo no compromete a nada, sino que carece de toda articulación para imponerlo, y encima, seguramente haya sido todo ello así redactado ex profeso, indicando la necesidad pero dejando su solución a voluntades jamás habidas, lo cual seguramente sea aun más grave y significativo y hace que duela más, porque viene a ser como instituir el derecho a comer jamón, pero sin fijar cantidades, ni calidades, ni frecuencias, ni tamaños del marrano y pudiendo además pasar por jamón, entonces, los muslos de ratón como los de elefante, o un saco de heno.
Son esos aspectos de la Constitución que no son sino humo; en resumen, simple filfa, paripé, irrisión. Y sobre todo ello, vienen después y además las interpretaciones de la misma, materia esta ya del todo celestial, pura patrística de la modernidad, contar los ángeles que caben en la cabeza del alfiler, verdaderamente. Porque este es otro de los grandes problemas a resolver, no ya solo el de la Constitución en sí con sus aciertos y errores, sino el de sus interpretadores a sueldo de los intereses varios a obedecer, que llevan igualmente a que se cumpla el sacro mandato con todo el escrúpulo posible para esto sí, pero para esto otro, no y nunca. Y se acabó la discusión, dejando amplios territorios de insatisfacción, sensaciones de pésima administración de la justicia y de los derechos por parte de la población, y un desacuerdo muchas veces generalizado.
Y tenemos, a mayor imperfección y carencia democrática, al gran ausente, la posibilidad de convocar un referéndum a instancias de la población, y no del poder, sobre cualquier asunto; a la suiza, para entendernos, mediante un número de firmas X reunidas por parte de la ciudadanía. Y esta sí que es la carencia de las carencias, pues aunque sin duda podría constituir la puerta de entrada para multitud de cuestiones de índole seguramente populista, como de hecho ocurre asimismo en Suiza, no se puede negar que es la forma de expresión más directa posible de la voluntad de una mayoría. Y, de hecho, de existir en la Constitución española dicho mecanismo, bien diferentes serían los usos de la clase política, que podría resultar enmendada en multitud de cuestiones por parte de la población mediante decisiones directas, claras y fundamentalmente democráticas, bien diferentes a los excesos de la representación vicaria y siempre per interposta persona, la de los diputados y senadores, atenidos fundamentalmente, no a complacer a sus votantes, sino a seguir la disciplina de su partido, lo cual necesariamente diluye la mayoría de las reclamaciones y deslíe por completo la representatividad, pero esa representatividad que, sin embargo, es la que se esgrime siempre casi como arma arrojadiza y como sagrado argumento para justificar abusos cuando se presentan reclamaciones que, en virtud de ello, encima, se tachan de ilegales y antidemocráticas. Todo lo cual, contemplado nada más que con un poco de distancia intelectual, parece propiamente un espectáculo circense y no algo investido de la necesaria seriedad que la política demanda.
Porque, de disponer de un mecanismo siquiera medianamente automático de referéndum y por exigente que fuera éste sobre el número de firmas, la población, que se supone y dice la Constitución que es la depositaria última y verdadera de la soberanía, dispondría así de un verdadero sistema de control y de contrapeso sobre los órganos que la representan –o que no nos representan, como reza el eslogan–, y no solamente de ese tardío recurso al pataleo que son las elecciones cada cuatro años, siempre a toro pasado y mucho después de los hechos, y sometidas además a toda clase de violencias y tergiversaciones institucionales, vía masaje televisivo y mediático, y por la bastante incomprensible de la mixtificación de la voluntad de los votantes en razón de la Ley Electoral, esta en sí, realmente otro circo y verdadera catástrofe antidemocrática, con algunos casos en verdad insultantes, como el del valor y representatividad de un mismo número de votos emitidos en según cuál lugar del país, y con los cortes obligatorios, además, de los porcentajes mínimos, que no solo eliminan la riqueza que supone la abundancia y diversidad de ideas, por más que algunas fueran peregrinas, sino recompensando en todavía mayor demasía a los que ya han ganado de por sí, siendo esto un perfecto ejemplo, uno más, de refinada injusticia antidistributiva también en este campo.
Así, todo el sistema, que se desgañita hablando de transparencia, pero que no dispone todavía ni siquiera de una ley al respecto –uno de los dos países de Europa donde aún pasa esto, tengo entendido– y que, sin embargo, proclama a toda hora su inocencia y buena intención, no permite de ninguna manera ser ‘auditado’, ni mínimamente, por la población, remitiendo solo cada rectificación de decisiones ad calendas graecas de las siguientes elecciones. Es decir, en resumen, vuelva usted mañana con sus molestas quejas.
Y, por todo lo citado, el debate sobre monarquía o república y sin necesidad siquiera de entrar a ponderar sobre las bondades de una o de otra, queda simplemente rechazado por el sencillo sistema de la dilación permanente. Mañana, mañana, mañana... Rechazo sobre el referéndum y sobre su mera posibilidad, rechazo sobre la transparencia de las actividades y acciones de la Casa Real y sobre la propia necesidad de su existencia o no, rechazo a debatir sobre la representatividad democrática y el control de las instituciones, sobre las cuentas de los partidos, sobre los mecanismos para controlar la corrupción, sobre una nueva ley electoral, sobre el problema territorial. Y descubrimos hoy que, además, y después de cuarenta años de reinado, resulta que tampoco existían previsiones, legislación ni estatus alguno sobre la abdicación y el abdicado, que hay ahora que improvisar en tres tardes, como si no hubiera en el país más juristas que bares, como si fuera un asunto de marcianos, ontológicamente imposible, y como si no hubieran abdicado ya hasta el Papa de Roma y la mitad de los reyes del entorno.
Es el no hacer, más el no dejar hacer, la política del perro del hortelano y el someter toda cuestión de urgencia al pudridero, los dos cajones que enseñaba Franco, según la anécdota seguramente apócrifa, pero intelectualmente más que ben trovata, el de los asuntos que solucionaría el futuro y el de los asuntos que ya había solucionado el pasado. Franquismo puro y duro, pues, pura abdicación de la realidad; en resumen, confiar en que el problema, cuando explote, le explotará en las manos a otros. Y, Virgencita que me quedé como estoy, como último y refinado instrumento de reflexión intelectual, jurídica y política.
Y sí, muchos queremos una república, y es por la misma razón por la cual la gente prefiere un portátil a una pizarra, una cuestión de lógica de los tiempos y de modernidad, de preferir bombillas a candiles, por más que también de los segundos se puedan reportar algunas ventajas. Pero es igualmente verdad que, en los términos planteados, lo que falta en realidad no es más que muchísimo más Estado de Derecho, mucha más representación de la voluntad popular, pero la cual, por cierto, y en el caso de la Monarquía, también podría resultar no ser republicana.
Y, en definitiva, el personaje-florón al que se coloque, constitucionalmente, al mando supuesto, pero representativo del Estado, sea éste rey, sea presidente –y digo supuesto, porque el mando real evidentemente lo detentan otros personajes en otros lugares y del todo ajenos a la soberanía y a la elección y control democrático de los mismos, aunque eso sea otra cuestión–, creo que es asunto definitivamente mucho menos importante que todo lo anterior. Será tal vez una cuestión de corazón y, seguramente, incluso de estética, pero ni el rey ni el presidente de la república son quienes ayudan a comer, a vivir, ni establecen derecho alguno. Los sancionan y, a lo sumo, incluso pueden instigar a que se satisfagan necesidades, pero este es trabajo de otros y es con mucho el más importante.
Y no digamos hoy, cuando es la casa lo que se cae por los cuatro costados, el gas se escapa de las tuberías, los cristales están rotos, el tejado deja entrar el agua, pero los vecinos, por lo que discuten, es por la derrama para comprar una alfombra y por su color y dibujo. Y además, todo lo que digan los catorce de familia que andan gritando en el salón se la trae al pairo al abuelo, que se ha quedado con el mando del televisor en el bolsillo y que de ninguna manera piensa devolverlo.
Y por supuesto, será manido, pero también viene a cuento, preguntar si esta república-panacea que muchos preferimos será la república francesa o la norcoreana, esto al margen de que, si fuera uno a leerse sus respectivas constituciones, se parecerán más de lo que cualquiera imagina. Por lo tanto, y algún político también lo ha señalado, primero habría que, entre los republicanos, pero también entre el resto, ponerse a hablar y alcanzar acuerdos sobre de cuál república exactamente se estaría hablando, y con cuál entramado constitucional habría que urdirla, para empezar.
Además, y de últimas, resulta siempre que es más la discrecionalidad del poder que la Constitución quien verdaderamente dispone y hace o deshace, y que, por lo tanto, otra de las cosas a las que convendría mirar con mucha seriedad, y también antes, es hacia estos mecanismos de discrecionalidad del poder, legislando sobre cuáles poderes discrecionales serían de verdad necesarios, y en según cuáles supuestos, para evitar que, so capa de eficacia y operatividad, la excusa habitual y sempiterna, el poder de cada momento se lleve, de hecho, la Constitución por delante u obre como si no existiera, como tantas veces ocurre.
¿Un ejemplo? Asunto libertad de expresión, cortesía de un lector, es el siguiente, no por pequeño –no es un desahucio–, sino una mudanza voluntaria, menos significativo.
http://elventano.blogspot.com.es/2014/06/la-casa-del-rey-obliga-el-jueves.html
Y a resultas de todo ello, la Monarquía y sus partidarios, hoy mayoritariamente pertenecientes a partidos de la derecha española, y lo cual, por cierto, no fue así en el primer tercio del siglo XX, han tomado los deseos del republicanismo al pie de la letra. Y salmodian todos ellos igualmente y con el mismo entusiasmo: España, mañana, será republicana. Mañana, mañana, mañana.
Y mañana será siempre mañana mientras los partidarios de la república no ganen unas elecciones y tres quintas partes de este país se pongan de acuerdo para revisar bastantes cosas que hoy parecen demandas de simple justicia y claras necesidades de este tiempo, modificando la Constitución en lo que sea necesario y se acuerde, permitiendo referéndums por iniciativa popular, instaurando salarios sociales, garantizando la sanidad sin excepciones, construyendo y alquilando viviendas populares de propiedad del Estado, con los beneficios sociales que ello supone, controlando escrupulosamente el gasto público y auditando severamente –y antes– cada razón para acometerlo, más la transparencia en sus licitaciones y resultados, dando preferencia a la enseñanza pública y considerándola lo que es, una cuestión estratégica y la principal inversión de futuro generadora de riqueza y estabilidad, respetando y vigilando el medio ambiente, cuyo deterioro es otra inmensa fuente de gasto innecesario, fomentando la igualdad entre sexos y sancionándola legislativamente de manera efectiva mediante leyes vinculantes, arbitrando protección para las gestantes y la infancia y ayudas a las familias, pero sancionando todo ello igualmente mediante leyes para que se cumpla, y no al estilo del ojalá simple del derecho a la vivienda digna... carente de cualquier efectividad jurídica y fáctica, como la que pueda contener una oración o un ruego a cualquier deidad.
Y, finalmente, juzgando a las personas detentoras reales de derechos inalienables que solo pueden ser retirados cuando estos perjudiquen a terceros de manera objetiva y comprobable, y estipulando estos derechos claramente como existentes y pertenecientes al marco exclusivo de las preferencias personales de cada cual y sobre las cuales ningún estado tendría nada que decir: expresión, reunión, libertad de cultos y de opinión y propiedad de las personas sobre sus cuerpos, es decir: aborto, eutanasia y testamento vital sin otros condicionantes que los imprescindibles para evitar que estos se vean mediatizados por la voluntad de terceros, libertad de consumo de sustancias cualesquiera y la legalidad de las mismas, incluso de las que lleven al deterioro de la salud, pues de igual manera matan el conducir, el trabajar y el alimentarse mal, y a nadie se le ocurre prohibir los medios de transporte, el azúcar, la sal o el trabajar en andamios.
Y la totalidad de lo dicho es por completo independiente de la forma de representación del estado y atañe a cuestiones de mayor calado y significación para el bienestar de las sociedades y de las personas que las forman. De esta y de cualesquiera otras.
Por lo tanto, ¿libertad para optar por monarquía o república? Sí, por supuesto y apenas se pueda, y exigiéndola permanentemente en la calle y en toda otra clase de foros pertinentes, pero este no es más que uno más de los derechos que por el momento nos están vedados. Y por lo tanto, el principio de su solución, hoy, pasa solamente por un triunfo electoral que dé los números suficientes para poder modificar la Constitución y sus omisiones, dirigiéndose en primer lugar a discutir a fondo sobre la propia legitimidad democrática del prohibir asuntos que para nada tienen que ver con el derecho penal o el delito y que en nada recortan los derechos de nadie. Resuelta esa primera cuestión, tan cara a los autoritarismos en general, el resto vendrá por añadidura.
Y hoy, horas después de publicado el artículo, veo que don Andrés Rábago, El Roto, ha publicado hoy esta síntesis del estado de la cuestión, tan esclarecedora y lapidaria y, al tiempo, tan perfecto resumen de lo aquí expuesto, que no me resisto a enlazarla para mis lectores.
http://elpais.com/elpais/2014/06/05/vinetas/1401988655_004525.html
Amores, pues, que son votos, y sin ellos, no quedará otra que seguir sentados esperando en las gradas del circo, pero pagando, para seguir viendo los tristes números de las antaño hermosas fieras, hoy mansamente amaestradas.
Y hoy, horas después de publicado el artículo, veo que don Andrés Rábago, El Roto, ha publicado hoy esta síntesis del estado de la cuestión, tan esclarecedora y lapidaria y, al tiempo, tan perfecto resumen de lo aquí expuesto, que no me resisto a enlazarla para mis lectores.
http://elpais.com/elpais/2014/06/05/vinetas/1401988655_004525.html
Por fin un texto extenso analizando la situación minuciosamente y tocando justo cada uno de los puntos y subpuntos que había que tocar, pero que nadie tocó, y fuera una brizna de hojarasca. Es para morirse de risa, o de asco, pensar que este ensayo sobre Monarquía y República se esconde en un blog, excelente, pero blog, mientras los más de los que leen se comen toneladas de basura y se dejan arrimar a donde bien le viene a Jesús del Gran Poder, y sus escritorzuelos se envanecen por publicar sus cositas en medios de prestige con sus hilillos de plastilina. Alguien podría añadir: ¡Pero que injusto es el mundo! ¿De verdad? Yo escribo eso, y me río del mundo y de quien lo haya parido. Darte las gracias avergüenza, Alberto, prefiero bendecirte, y muy en especial, pedirte que sigas escribiendo por y para nosotros.
ResponderEliminarAmén, Jesús. En particular por la bendición. Y, sí, claro, seguiré escribiendo.
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