martes, 23 de abril de 2013

La fiesta de la palabra, el día del libro, la soga en casa del ahorcado.

Dijo, creo que Juan Jacobo Rousseau, pero vayan ustedes a averiguar, que me acuerdo del pecador malamente, pero no de dónde pecó, que hay una edad en la cual tenemos dentro muchas más palabras que cosas. Se refería a esa edad incierta, sin fronteras definidas, entre la niñez y la preadolescencia. Pero el tiro, muy atinado, hoy en día se le quedaría bien corto. Porque el aserto es verdadero ya para toda edad y condición. Tenemos más vocabulario que conocer cabal de lo que nombramos pero, es más, tenemos incluso antivocabulario, a modo de imposible intento de ignorar las palabras que sí llevan cosa dentro, a modo de pretensión de desconocimiento de lo sabido. Que no es poco pecado.

Nombramos como seres humanos dotados de habla, pero como buenos y disciplinados simios que somos también, más que nada imitamos, imitamos todos en todo y cuanto antes y más, mejor, a ser posible. Cuanto antes imitamos, mejor parecemos. El propio ser de la cultura se diría que es el imitar, así se hace cultura y la cultura se hace imitando. Quien puede, aporta una esquirla, el resto imita a secas. Y la incultura, que también requiere su esfuerzo, y no poco, se hace de la misma manera, imitando también y aportando otra esquirla, o quitándola, mejor. Y si no me creen, páguense un concierto del señor Justino Bieber y vean como este imita a cualquier otro adolescente exitoso e inimitable, y todos los que acuden a verlo, también lo imitan a él. Imitadores de imitadores de imitadores. Cajas chinas, pues, con el saber dentro. ¿Pero cuál saber? A saber... El saber de imitar, tal vez. Palabras sin qué, existencias sin cosa.

Y recuerdo perfectamente cómo hace cuarenta días, ya una cuaresma, que es palabra con mucha sustancia dentro, leí por primera vez en mi vida el término escrache. Pero como lo leí en donde lo leí, en el diario El País, mi primera reacción fue la de vaya farfolla esta, a saber qué querría decir la errata nuestra cotidiana de cada párrafo... Y continué leyendo muy por encima, a toda velocidad, en diagonal apresurada, buscando la sustancia de lo noticiado hasta comprender, igualmente deprisa, que de lo que hablaba el suelto era de que algunos ciudadanos habían acudido a llamar cabrón a un cabrón a la puerta de su domicilio. En fin, una tautología simple. Las palabras con su cosa y en su sitio. Nada que mereciera mayor esfuerzo de entendimiento, fuera de una cierta novedad de procedimiento. O, bueno, perdón, esa fue solo mi hipótesis. En realidad, como diría Gila, alguien había ido a llamarle algo a alguien, según registraba el papel. –Aquí hay alguien que es un... lo digo sin mirar a nadie...– 

Pero me anoté mentalmente que tenía que acudir a buscar en la RAE aquello de escrache, palabra sin demasiada genética local, me dije, y que me parecía sin asociación posible a primer golpe de oído con habla cristiana cabal o conocida y que me sonaba más a centroeuropea rebozada de hispanidad advenida que a cosa posible y de curso legal en los dominios del Rey Nuestro Señor.

Sin embargo, no lo hice, no corrí a visitar a la autoridad de la lengua, pero en poco más de un par de días ya no me hacía la más mínima falta. Hablaban de escraches en la portada del ABC, en los informes del CNI, en la CNN, en la BBC, en el PP, en el PSOE, en UPyD, en la Agencia EFE, en la PDA (la pescadería de abajo), en CCOO, en UGT e imagino que en la JUJEM también hablaría el JEME de ello con todas las siglas de otros humanos a su sigla subordinados, que para una confrontación seria y casi como una guerra que hay de vez en cuando, según algunos, qué menos podría exigírseles.

Palabras todas ellas llenas de cosas, estas de arriba, sí, siempre y cuando uno en lugar de una cabeza organizada según lógica natural tenga las neuronas cuadradas y colocadas por orden alfabético, o que, extendiendo todas a una su axón tocaran el hombro de la de delante, ¡Numerarse, ar! Y, sí, efectivamente, escrache también lo citaba la RAE. Y para sosiego de todos, que imagínense si de verdad hubiera sido una errata el despiporre o despiporren, como también figura en el tomo.

Resulta entonces que en Argentina, según sanciona la Autoridad de la lengua, escrachar es fotografiar a una persona. En resumen, pero esto ya es sólo hipótesis mía, se trata de un término onomatopéyico, scraach, scriich, screech, criic, que suenan incluso bastante mejor que clic para imitar muy bien el ruido que hace un objetivo cuando abre y cierra el obturador. Y si fuera palabra adulta, con más de cincuenta años, fotografiaría muy bien, pero con el oído, a aquellas cámaras de estudio, aquellos cajones de apertura lenta –¡no se mueva!– que sonaban exactamente así. Ítem más, en italiano, de donde vienen tantos modismos argentinos, scricchiolìo –con esa ese líquida, cosa imposible en español, de ahí la e por delante–, significa crujido o más exactamente crujidito, que lo puede hacer un ratón merodeando, lo puede hacer un mecanismo más o menos silencioso o una tabla del suelo pisada con disimulo.

Así pues, un escrache es exactamente a lo que suena, una vez que suena. Una vez que la palabra ha tomado su cosa, que el verbo se ha hecho carne. Escrache, escrachar, es fotografiar. Lo que equivale a informar cumplidamente a Evaristo y a la ciudadanía interesada en ello que se le ha visto, que es el uso exacto en que dio el término ashá en la Pampa y luego acá, importado sin aranceles. –¡Sabemos quién eres y dónde vives, listo!–, que en resumen es de lo que se trata con lo de hacer la foto, para que se publique.

Pero héteme que hoy, pasada la cuarentena de días, el término en cuestión, ya más repetido que la palabra rescate (ya saben, lo que se le tiene que pagar a un secuestrador), parece que va a ser nada menos que prohibido. Prohibir una palabra... Suena como a ciencia ficción o como a ciencia inquisición, mejor dicho. –Que te he visto Fahrenheit, que tienes el ojo claro–. Ahí es nada, van a prohibir las fotografías, pues, y el día menos pensado la temperatura. En prevención de que a ladrones presuntos se les pueda llamar presuntamente ladrones a la cara, que es evidente uso impropio e intolerable del lenguaje, pudiendo llamarlos cacos, pero anteponiendo el Usted, como sería más civilizado, entiendo.

Así, un alto mando del Cuerpo Nacional de Policía, ( http://politica.elpais.com/politica/2013/04/22/actualidad/1366630655_201564.html ) ha dispuesto que los cuerpos policiales bajo su mando no pueden utilizar dicha palabra, debiendo sustituirla por acoso, amenaza o coacción. A lo cual ha contestado el SUP (la cosa que esto contenga, por favor, se la ponen ustedes) que, como tales términos implican la comisión de un hecho delictivo que pudiera no serlo, ellos recomiendan que el término escrache se sustituya por seguimiento o manifestación pacífica. Y en estas emplean su tiempo. Con el dinero público. La policía emplea su tiempo en enmendar el diccionario. Policía de la palabra, policía o sinónimo arcaico de limpieza que hoy escruta vocablos, antes medía el largo de las faldas, mañana vigilará de nuevo ovarios insumisos o santos rosarios –o suras– rezados o recitados o no y con mejor o peor disposición. El Diccionario secreto de Camilo José Cela, que era censor, ha de seguir siendo secreto, y los demás diccionarios también. Mala cosa los diccionarios, peor cosa la lengua. Jehová, Alá o el Jefe así lo piensan y disponen en consecuencia. Hágase en nosotros según su voluntad. A todo esto, los jueces, ni una palabra sobre palabras que, sin embargo, y en lo de cosificarlas y descosificarlas se las pintan mejor que lo hacían Martes y Trece. ¡Dónde va a parar! Millán, un abrazo.

Lo chusco es que el acoso y la coacción quien se los practica al diccionario y al entendimiento recto es el señor comisario y, más gracioso todavía es que seguramente no se le haya ni pasado por la cabeza lo que está haciendo. De ser el diccionario de la RAE texto jurídico de obligado cumplimiento, como ocurre en Francia para ciertos asuntos con su equivalente de allí, por ejemplo, y donde si a usted se le ocurre escribir en el manual de una manufactura la palabra inglesa software, en lugar de la obligada, francesa y adaptada ex profeso, logicielle, se multa al fabricante y andando, y el aparato no sale al mercado hasta que se corrija la barbarie. Así se las gastan en la periferia del Borbonato con las cosas serias. ¡Anda y que no nos queda por aprender!

Y lo que nos íbamos a reír con el delito de lesa RAE. Pero aquí se prohíbe el sombrero de tres picos y algunos lustros después se lo ponen, manu militari, a la Guardia Civil misma. Y lo bien que le sienta. –¡Alto a la Guardia Civil! ¿Qué lleva usted debajo del sobaco, con disimulo sospechoso y artero, alimaña? ¡Cielo santo! ¡Un diccionario!, acompáñenos al cuartelillo...–. Es decir, la guerra a la inteligencia que siga sin cuartel, como debe ser, señor Millán Astray. Y en esta guerra nunca se hacen prisioneros. Solo que las cabezas hoy ya no se cortan, aunque imagino que solo será por complacer en algo a Bruselas. Felizmente, basta con vaciarlas, empezando por su diccionario interior, por la brújula de marear las cosas, que es el poder de entender y de expresarse con tino.

Así que es eso. Tenía razón el santo padre Rousseau. Tenemos más palabras e incluso más negaciones de palabras dentro de la cabeza que cosas. Es más, para mí que Rousseau era un afrancesado. Que por eso los tuvimos prohibidos, qué menos. Debe de ser que a algunos las palabras les duelen como las muelas, pero nunca las palabras que no entienden, que esas no tienen cosa, así que de qué les iban a doler, sino las que sí entienden.

No es ya mentar la soga en casa del ahorcado lo que molesta, es que molesta mucho más mentarla en casa del que ahorca, ¡dónde va a parar!, y además pretenden los del oficio que mentarla en sus sacros domicilios sea delito. Pero ahorcar, no. Ahorcar es normal, siquiera figuradamente, pero irle con reconvenciones al verdugo, eso nunca. Los cadáveres secando al sol, los cadáveres los lunes y al sol, sí que son lo normal. Molesta un poco tener que verlos, también es cierto y también es normal. Pero respetar las sogas no es cuestión de normalidad o no. Es cuestión de que es obligatorio llamar al verdugo funcionario, con sus trienios, como si fuera un profesor. Y todo porque hay insumisos de la lengua a quienes se les ocurre hasta la vesania de llamar a las cosas por su nombre, aunque sea por su nombre en lunfardo, y eso no se puede tolerar, no sé si en la Pampa, pero aquí no, desde luego. Desde Viriato. Desde Argantonio.

Así que, por decreto de Gobernación, por huebos, necesariamente, según el afamado caso judicial, el apellido Bárcenas ya no existe. En Alemania los de apellido Hitler se cambiaron el nombre. Aquí no se le cambia el nombre a nadie. Pasa sencillamente a no ser un nombre, a no existir y listo, que es otra cosa. Bárcenas ya es una palabra que no se corresponde con cosa alguna. La tenemos dentro de la cabeza quién sabe por qué, pero sobra, no hace referencia a nada real. Ocupa lugar sin razón alguna para ello y, por lo tanto, solo molesta. Es por higiene mental. Lo hacen por nuestro bien. Gracias les demos porque se las debemos.

Y tampoco habitamos casas hace tiempo, disfrutamos de soluciones habitacionales, como dijo en su día la también comisaria Maria Antonia Trujillo, y no quedan profesores hace decenios, que son profesionales curriculares, sea eso lo que fuere, y posea o no posea cosa referenciada la oración, y como tampoco existe ya la emigración. Eso, a Dios gracias, esa palabra horrible ya ha sido extirpada. Es un vocablo que usarán ya solo cuatro pedantes, como el término antonomasia o, como adultos infantilizados a la fuerza, que creen todavía en unicornios o en elfos. Emigración es palabra a la cual no se le podría asignar, ya ni queriendo, referente real, a lo sumo despacharla con un dibujo imaginario, como de bestiario medieval, donde figurara un viejo y detestable ser imaginario con una maleta imaginaria de cartón y una necesidad de comer también por completo imaginaria, peor aun, torticera. No se le podría escribir una carta ni mandarle un chorizo y un queso a la poste restante, Montpellier. France.

Existen, sí, perífrasis de indudable belleza emparentadas con el viejo término, movilidad exterior, por ejemplo, como proclama la también comisaria política Báñez, porque sale de casa el hambriento para afuera, ya que no se puede salir para adentro, eso es cierto, pero es un para afuera de menor entidad, de escasa importancia, como decir irse a poner, otra vez, pero siempre otros muchos más, los lunes al sol, a la plaza del pueblo, a malversar el subsidio en cerveza. Cosas de vagos y maleantes. Nada de coger el AVE, o un autobús a Suiza, y solo por molestar, para hacer que no cuadren los números, que eso sí que son entidades reales y sagradas, tablas de Excel con muchísima cosa dentro. Además, un parado, con qué dinero... –A ver, ¿con qué dinero, mala persona, ha cogido usted un autobús hasta Düsseldorf?, ¿Es que acaso su dinero es negro? Seguro que es dinero negro el que se lleva usted para movilizarse exteriormente...–, le espetaría el Comisario Guindos. Y todos son ya comisarios, comisarios antisintácticos, comisarios de la palabra sin cosa, delegados gubernativos del vacío verbal: –¡Disuélvanse!, les gritan a las palabras, desde la autoridad del uniforme, del escaño, del puedo. Hasta los Comisarios Europeos han dado en comisarios sin cosa, pero con comisarías de papel que empapelan mejor que la Santa Inquisición. Papelia nuestra. Europa nostra. Palabras con la cosa nostra dentro. Palabras y despalabras que empapelan y matan de hambre, de desesperación y de vergüenza.

Y tampoco en esto de la movilidad exterior está bien visto el afrancesamiento. Otra cosa sería marcharse a Cantón o a Dublín a emprender, que eso sí que es bueno y recomendable. Porque emprender es hoy, por el contrario, una palabra con cosa de verdad dentro, con cosa buena, fetén y de primera, porta nada menos que la fe verdadera, es un ostensorio que custodia la Sagrada Hostia mismísima que se adora hoy en día y que es lo único que nos hace hombres y, además, emprender non olet, es bien cierto, señor César, no huele ni siquiera a coles en una buhardilla con doce camas en Lyon.

Pero, ¿emigrar? –¿Pero será posible que haya todavía gente que use términos tan desagradables y teñidos de mala fe como emigrar? –Ande, desfile, infeliz, que si no lo mando al trullo es porque la semana que viene ya será de pago y ¿acaso tendría usted más dinero negro para poder pagárselo, ¡delincuente!, después de habérselo gastado en movilidad exterior?... No sé qué me frena de darle así con la mano vuelta... no sé qué me frena...–.

Y caemos, entonces, en palabras sin cosa de nuevo, en palabras que son lo contrario de sí mismas, en los oxímoron, en expresiones como halos, como sombras pálidas del entender y del decir, caemos en el incremento desacelerado del aumento o de la disminución, en el crecimiento negativo que, porque ya estamos todos acostumbrados a oírlo, pero... ¿crecimiento negativo? ¿Ha visto alguien alguna vez algo, fuera de ese ideal platónico que son las matemáticas, crecer negativamente? ¿No será que algo mengua, se reduce, se consume, se termina, se decrementa, se murió o la espichó sin más? –¿Vamos a menos, ministro?– –No le diría yo ni que sí ni que no, pero estoy seguro de que ese menos también es un bonito sitio al cual dirigirse, dará oportunidades de emprender, qué duda cabe...–.

Y aquí, el texto transcrito, lo expresado en escritura, frente al texto oído con su timbre y su inflexión, no es de ninguna manera capaz de expresar la calidad sonora, la dicción, la calidez y la firmeza del verbo del comisario Montoro. Ese policía de las carteras ajenas vacías y santo benefactor, arcángel, más bien, de las propias con cosa sólida, que sí que es capaz, en homenaje al sentido verdadero del idioma, de darle un latigazo restallante al término más sonoro y calificativo del castellano y dejarlo convertido en algo parecido a la expresión de la boca de un ciudadano que se hubiera cruzado con el puño de Miguel Tyson.

Así que Bárcenas, finalmente, que es algo que no existe, la palabra con menos cosa que uno imaginarse pueda, y que trabaja, pero no trabaja, que es, pero sin ser de ninguna manera real, para que se jodan Aristóteles, Tomás de Aquino y Manolo Kant, cobra un sueldo que no cobra, pero solo a modo de simulación de algo que no acontece en absoluto y en billetes imaginarios, según contaba una verduguesa, que tampoco parece palabra con cosa este oficio tan nada femenino, y en virtud de lo cual, seguramente, sea buena palabra esta, imagino, y digna, ergo, de imitación. Demás que como es jefa de los azules, con frecuencia viste de rojo, por seguir vaciando contenidos y simulando simulaciones. O por disimular las salpicaduras.

Como el viejo chiste ruso, pero parafraseado, para adaptar las palabras. Ellos fingen que nos pagan y nosotros fingimos que no trabajamos. Ellos fingen que nos gobiernan y nosotros fingimos no ser ciudadanos. Ellos fingen que nos hablan, nosotros fingimos que no les entendemos. Palabras sin cosa, cosas sin palabra.

Sin palabras, pues, y a la orden, a lo que digan. Lengua no candeal, para fastidiarnos a una amiga y a mí, y a algunos otros. Historia universal de la infamia verbal. Diccionario revisado de lo que no significa nada. Puesta al día de lo que no se puede ni se debe expresar. La palabra al patíbulo. Comisarios todos del verbo malbaratado. Y, encima, hoy es el día del libro. ¡Y un cuerno los libros, señores comisarios! De unicornio, bien se comprende.

¡Rousseau, maldito afrancesado, métase usted el Emilio por el Gonzalo! ¡Ar!

martes, 16 de abril de 2013

Escraches, doña Margarita Thatcher y otras actualidades.

La afamada novela de Albert Cohen, Bella del Señor, una rotunda obra maestra, cuenta entre sus muchos precios con el de ser el escrito, de los necesariamente pocos que en mi amplia ignorancia haya podido visitar, que realiza el alegato más devastador y manifiesta la irrisión más corrosiva contra la antigua Sociedad de las Naciones, refundada y devenida después de la Segunda Guerra Mundial en la actual ONU, pero habitada tan de los mismos vicios y malformaciones que la lectura hoy de la citada obra bien permitiría confundirla con la anterior organización, setenta años después, pero manifestándose todavía dentro de la más estricta contemporaneidad solo con intercambiar el nombre de la una por el de la otra sin más, y cualquiera entendería absolutamente lo mismo sin necesidad de explicación adicional ni de actualización de una sola frase.

Y esto no solo por la propia grandeza de la obra, que disecciona la condición humana con la misma claridad e intemporalidad de un clásico, sino porque los vicios de la organización citada son exactamente los mismos, lo cual no es mérito solo del autor, sino demérito catastrófico de las sociedades del presente y mucho es de temerse que también de las del futuro.

Y venía este preámbulo porque acabo de leer una larga entrevista a Kofi Annan, el anterior Secretario General de la ONU, de la cual extracto esta frase:  Sé que hoy tenemos un problema: la confianza entre los líderes y la gente está rota. El contrato social que existía entre Gobiernos y el pueblo está roto. Si tuviera que ir a España, a Portugal, a Chipre o a cualquiera de los países en que tenemos este problema y hablase con la gente corriente, me dirían: “No puedo cuidar de mis padres, no puedo pagar facturas de hospital y el Gobierno me dice que no hay dinero. De pronto empiezan las dificultades en los bancos y aparecen millones para salvarlos. Los ricos cuidan los unos de los otros, no les intereso yo como individuo”. 

La entrevista es extraordinariamente interesante, aunque a mi entender no exactamente por decir las cosas que dice ( http://elpais.com/elpais/2013/04/11/eps/1365693757_959820.html ), como la arriba citada y por otras varias consideraciones más de parecido tenor, sino por venir de quien vienen y por llevarme esto a hacerme una reflexión casi obligada y sin duda perpleja sobre la esquizofrenia del poder o de tantos poderosos. Pues lo que choca, precisamente, es ese tenor de las consideraciones que ponen en evidencia las contradicciones casi insoportables entre lo actuado, que pertenece sin remedio a la trayectoria pública de cada cual, y lo dicho a posteriori o lo que se manifiesta hoy que se pensaba mientras se actuaba de otra manera. Lo cual bien podría considerarse como paradoja de otra galaxia por no llamarlo irrisión, por enunciar como propio el discurso necesariamente perteneciente al sometido, siendo que se es o se ha sido un miembro del poder y dotado por ello, se supone, de alguna capacidad para actuar en el sentido de modificar dicho orden de cosas que ahora tanto parecen molestar al prócer.

Porque esta frase, tan razonable e hija legítima de la evidencia, viene emitida por alguien que sin duda pobre no lo es ni lo ha sido nunca, además de señalado en su momento por sospechas de corrupción, sino poderoso y repetido ex dirigente máximo del más inoperante de los organismos que existían y existen y a quien, como mínimo, se podría tildar con cierta tranquilidad, pues, de inconsecuente. Y aunque decir, como dijo, que la guerra querida por Bush II, por ejemplo, era una guerra ilegal, efectivamente fue un acto que cuenta en su haber, si hubiera deseado de verdad dar un aldabonazo o actuar según esta su supuesta y declarada conciencia a posteriori, tendría que haberle dimitido en las narices al señor Bush y haberle abierto de verdad un segundo frente, y todo ello explicando las razones y explayándose, que es de imaginarse que pobre y menesteroso no se habría visto por ello, pero habiendo dado en cambio un ejemplo al mundo, con lo cual su figura hoy sería otra, de muy diferente grandeza. Sería tal vez un Mandela, en lugar de un alto funcionario que se queja a destiempo y que se hace pues más que sospechoso de mirar hacia la nueva dirección que marca la veleta.

En definitiva, que el discurso del victimado vengan ahora a hacerlo los victimarios, aunque no sea este exactamente el caso, pero si lo ronda, es, entre las esquizofrenias del presente la que tal vez resulte la más llamativa y, desde luego, insufrible.

Otro caso de alto funcionario que, al abandono de su cargo, radicalizó a fondo su discurso, y este aún con mucha mayor energía, es el de Federico Mayor Zaragoza, funcionario español que dirigió la UNESCO muy largos años y que hoy también parece más casi un simpatizante del 15-M que el alto mandatario, flexible como un junco, que se plegó durante repetidos mandatos a lo que hubiera de plegarse, con mejor o peor cara, sin duda, y con mayores o menores bascas en su fuero interno seguramente, pero que, al igual que el anterior y que tantos otros, también podría haber optado por la dimisión y la denuncia a tiempo, y no después de haberse hecho toda una carrera y de haberse asegurado una saneada situación económica, aunque sin acusaciones ni evidencias de corrupción en su caso, pero al que es de suponérsele que ya desde el primer mandato se habría hecho del cargo del estado de las cosas y de la imposibilidad de acometer modos de acción diferentes, caso de habérselos planteado.

Y debo admitir también que no es este segundo ejemplo el más sangrante, pues es cierto también que mantuvo una larga polémica con los Estados Unidos por sus intromisiones en contra de ciertas acciones humanitarias y culturales que emprendía su Agencia en numeroso países, con la pretensión de supeditarlas a sus planteamientos políticos e incluso religiosos, y que esto llevó a numerosos roces y amenazas e incluso al impago repetido de las cuotas debidas al organismo por parte de la potencia americana, como medida de presión para cambiar determinadas actuaciones de la UNESCO.

Pero sumo ahora a lo anterior las consideraciones de Iñaki Gabilondo en su video blog, que hoy también eran de enjundia, al hacerse eco de este mismo tipo de discurso al comentar los resultados de las encuestas, en este caso en España, sobre la confianza de la población con respecto a sus políticos. En concreto, los datos del observatorio de la cadena SER, de la empresa My World, con los datos sobre el punto de vista de los ciudadanos sobre lo que está ocurriendo en España. Y señalan estos datos que ya es mayor, encuestas  la mano, el número de ciudadanos que cree más eficaz la acción de los movimientos sociales y de protesta que la acción de los partidos políticos o la de los sindicatos.

Le cito, más o menos textualmente: “Es un dato novedoso y que no se había producido anteriormente. Es decir, la población cree que hay que pasar a la acción y a una participación más activa en la vida pública. Contrasta esto además con la puntuación cada vez más positiva para Caritas y otras asociaciones cuya acción sí se considera efectiva”. Concluye Gabilondo con la observación de que la ciudadanía sí parece creer aun en la democracia y en la política, pero junto a la opinión cada vez mayor de que los partidos políticos serán cada vez menos necesarios en el futuro, lo que parece al mismo tiempo un pisotón a los políticos, pero una llamada de socorro a la política.

Visitada la página del obSERvatorio, he encontrado otro dato el cual, aun entre el panorama de verdadero horror que dibujan los datos de las diferentes encuestas, me ha parecido todavía más llamativo: sólo el 11% de los ciudadanos respalda el actual ‘estado de las autonomías’ y el 50% pide ya dar marcha atrás en el mismo. Sin embargo, y es curioso, esto no lo cita en su listado de penas el señor Gabilondo, al que estimo, pero con el cual discrepo frecuentemente por muchas cuestiones, digamos, de índole oficialista, como sin duda lo es esta.

Porque precisamente parte del problema es que no hay partido político ni miembro respetable del establishment, como bien pudiera serlo él mismo, que se animen a arrojarle a ese mal apaño más pedradas que las justas, pero con el resultado de con esta actitud obligarán a que sea un tsunami, antes o después, lo que acabe por resolver el asunto. Pero dudo mucho que el señor Gabilondo, ni yo mismo, deseemos verdaderamente un tsunami. Sería lógico y deseable entonces postular que las cosas se hicieran antes, a tiempo y según razón, y mejor que el tener que añadirse más tarde y tal vez a regañadientes a otro tipo de soluciones más drásticas, con sus cirugías mayores.

Porque esa lacra de estas autonomías, desde luego no la menor de las que padecemos, se la llevará finalmente una marea de votos insumisos, o tal vez de no votos, o el ya casi imparable independentismo catalán o el tradicional golpe de péndulo, tan del lugar. Pero ya es hoy el estado autonómico, manifiestamente, otro cadáver más, y el no querer verlo quienes acusan a su vez a otros de no ver otras cosas diferentes pero igualmente conspicuas, no es más que el viejo cuento de la viga en el ojo ajeno.

Porque, en definitiva, los partidos gestionan hoy el árbol podrido, gordo y enorme que los cobija mientras los expertos discuten no se sabe de qué y los técnicos dicen que no hay sierras suficientes, y los notables y atenidos a resolver este y otros asuntos hablan siempre de cosas muy diferentes a la sombra acogedora del mismo, pero que ya chirría amenazante como una grúa cargada y coja, y milagro será que la cosa no acabé en tragedia y aplastamientos, mientras los bomberos atienden a quién sabe cuáles otras supuestas calamidades que no son ni la mitad de potencialmente graves como esta que por desgracia les y nos incumbe.

Y comentaba igualmente Gabilondo que es notable la apatía con la que reaccionan a estas encuestas los partidos políticos, pues es evidente que no lo hacen y actúan como si creyeran que aun tienen tiempo. Y a esto añado yo ahora más consideraciones.

No lo hacen porque creen que tienen tiempo, efectivamente, como ocurrió en Italia, pero donde acaban de descubrir, para su asombro, que ya no lo tienen y sin tener, además, tampoco la más remota idea de cómo arreglarlo. Porque tal fue precisamente el discurso con el fustigó en sus mítines electorales Beppe Grillo a la clase política italiana, y porque, como pronosticó, este va a resultar ser el quid de la cuestión. Dio a la clase política o, perdón, a sus usos actuales, como acabados y, al contrario del nuestro conocido y patético mal uso local de gritar enfebrecidos: ‘márchese señor X, márchese señor Y, apeló a algo mucho más sensato y democrático que solicitarle a gritos al legítimamente elegido que abandone el cargo reconociendo su incompetencia, lo cual nunca hará nadie, porque lo que hizo fue apelar a la población para que los echara con ese arma indiscutible que la democracia pone en manos de todos, lográndolo, sí, pero con los votos o, mejor dicho, negándoselos.

Y lo logró hasta el punto de que la ingobernabilidad a la que esto ha llevado a Italia obligará a repetir unas elecciones donde el resultado aun puede ser todavía mas contrario a los usos políticos establecidos. Y ojalá así lo veamos, añadiré, pues anunciará voluntad de regeneración allí y la provocará de rebote en muchos otros lugares, que falta hace.

Y es bien claro que una solución como esta, contra los usos hoy habituales y establecidos de la política, tal vez no gustará en exceso al señor Gabilondo, como no gusta en Italia a parte de la izquierda y además a muchas personas honradas y de indudable buena fe, y aún mucho menos al señor Kofi Annan y a tantísimos otros políticos, instalados todavía en un oficialismo que es precisamente la gafa ahumada que no les permite ver y el cristal que sí que hay que romperles, pero sí pone de manifiesto que vías hay y que, dadas las encuestas, esos caminos, hoy especulativos, se recorrerán aquí también, así que sigan pintando los mismos bastos.

Porque todo, hasta las cosas más sagradas tienen caducidad en política y en el conjunto de las actividades humanas. Lo que hoy es legítimo, de ley, mayoritariamente creído y aquello dado sin más por cierto, como verdad revelada o como hábito cultural hijo de los siglos o de los milenios, de pronto un día cualquiera deja de ser tan bueno, de ser verdad, de ser creído, de ser aconsejado y, finalmente, de practicarse. Aquello que antes una mayoría tenía o daba por bueno y, de paso, eterno, de pronto ya lo es solo para una pequeña minoría y, finalmente, para casi nadie.

Y no digamos ya cuando las condiciones materiales de vida menguan de manera alarmante y en contra siempre de los mismos, pero que ya son los más, y cuando la política tradicional no parece tener soluciones adecuadas en sus manos, las que sigue proponiendo no funcionan o aun empeoran las cosas y cuando, para mayor abracadabra, no sólo no se rectifica la manifiesta inconveniencia de ciertos usos, sino que encima se  llega a culpabilizar a los administrados como si estos malos usos y las incompetencias, los errores tácticos y estratégicos, las responsabilidades y, ya muy frecuentemente, los delitos de los administradores fueran causados por alguien distinto que ellos mismos. Llegados a este punto las encuestas dicen mucho, pero aún dirán más las urnas a su debido tiempo.

Y máxime cuando las ideas de todo tipo, las religiosas, las sociales, las políticas, las económicas... van y vienen también de esta manera y cambian, y además gustan de desaparecer y regresar disfrazadas de algo distinto, haciendo como que se han ido pero siguiendo vivas por debajo, pareciendo muertas y de pronto resucitando al mismo tiempo que otras, aparentemente pujantes, fallecen de golpe en la plenitud de su madurez, como si de un accidente se tratara.

Y no es casi nunca este cambiar de muy largo recorrido, porque en el corto transcurrir de una vida humana aquello que se aprendió como conducta deseable a seguir, y muchas veces con bastante esfuerzo, hay que desaprenderlo después para embarcar como deseable o como socialmente recomendable algo que es casi su opuesto. Y parece que solo cabe, en lo personal, dejarse llevar sin reflexión por el río del cambio o darse a la perplejidad, caso de no querer o poder asumirlo. Pero el político, en cambio, no puede adoptar esa actitud, pues cambia el paso con los tiempos o perece.

De esta manera, también la legitimidad política así como la de ciertos usos legales, antes indudables, hoy dudosos, está sujeta al mismo tipo de modificaciones, al menos en lo que respecta a las prácticas democráticas tenidas como tales y a los resultados de las elecciones. Esta legitimidad se renueva cada cuatro años y continúa, llueve o truene, siendo válida durante los cuatro años siguientes. Pero como esto es cierto y además todavía legal de toda ley, aprovechan los legalizados así para tildar de ilegales a quienes les afean sus conductas infames o protestan con cierta contundencia. Y llegamos así a los escraches, de los cuales, la encuesta arriba citada dice hoy, 15 de abril de 2013, que el 59% de la población dice apoyarlos o entenderlos. Pero me habita la certeza de que los números no serían estos mismos, sin embargo, si a la población se le preguntara si le parece bien el que un político, no un hambriento, robe. Es decir, los números no solo legitiman, sino también informan de que ciertas legitimidades también pueden estar sujetas a cambio o a súbitas inversiones de valores.

Es decir que, a mi entender, al político presuntamente demócrata y legitimado por los números, no al dictador, que eso ya sería caso a parte, sin embargo sí que le va su supervivencia en comprender que los números también le obligan a legitimar a su vez o siquiera a tolerar nuevas actitudes, mal que le pese. Y esa estulticia ontológica de proclamar, como ha hecho reiteradamente en estos días la señora Cospedal, que los escraches son una práctica nazi, como si un desahucio fuera una broma, y tratar de resolverlos mediante la fuerza pública o con multas que insultan estas sí y verdaderamente a la razón, se califica por ella misma y demuestra de manera muy fehaciente que, efectivamente, la política parece haber perdido no sólo la más mínima capacidad de autocrítica, sino por completo la comprensión y el respeto por la ciudadanía, lo cual trae la contrapartida de la desafección de la misma, primero y la más que probable expulsión por la vía de los votos del político o políticos capaces de comportarse con semejante ceguera, segundo.

Porque por más que se quiera afirmar lo contrario, un escrache a un político es una molestia que dura unas horas, en poco o nada menoscaba sus derechos pues no queda impedido de entrar o salir y de decir o no lo que tenga que seguir diciendo en su labor política, y de impedirle el paso o de agredirle alguien ya se encarga de inmediato la policía de protegerlo y de denunciar el hecho, como es su deber, y caso de incendiarle la casa, lo cual no se ha dado, no le cabe tampoco a nadie ni a mí tampoco la más mínima duda de que se trataría de un delito y como tal sería considerado, con toda razón.

Pero mientras los términos se mantengan dentro de lo que, digamos, podría llamarse una cacerolada, por más que ruidosa, molesta y muy irritante, parece más bien asunto de muy menor entidad, máxime si comparado con los padecimientos reales que sí sufre un desahuciado, que son de toda otra entidad y dureza. Y no comprender esto ni admitir el político ser sometido a esta mínima amonestación, que no afecta al sueldo, por cierto, bien dice cual es el entendimiento de muchos de ellos sobre el sentido y los deberes de su cargo, al cual cualquier discapacitado intelectual y también moral, que no son pocos entre los de su clase, como en tantas otras, sabe de sobra y antes de empezar que hay acudir ya llorado de casa. 

Además, sobre la legitimidad democrática y los números que la sustentan cabría hacer también una reflexión, pues el que esté legitimada de esta manera y no de otra, también es discutible porque, igualmente números a la mano, cualquier mayoría de las llamadas absolutas, casi nunca y salvo circunstancias en verdad extrañísimas, lo es si referida a la totalidad de la población con derecho a votar. Un 40% aproximado de votos a un solo partido otorgan dicha mayoría, lo cual significa que descontada la abstención que siempre ronda el 30%, cuando no más, ese mágico 40% del 70% restante de población, significa que con un 28% real de votos de la población ya se alcanza el derecho a mandar sobre ese 72% restante que, o no ha expresado opinión o lo ha hecho a favor de otras contrarias o diferentes.

Y esto no es más que una disfunción de la democracia parlamentaria cuya única corrección posible, en los casos de mayorías absolutas, y dado que no existe, pero lo cual también sería buen tema de reflexión, mecanismo ninguno para obligar al mantenimiento de consensos, con los resultados que se ven, sería la voluntad efectiva de gobernar para los más y nunca para los menos. Pero como esto no se hace ni hay ley, al parecer, que obligue a ello y por más que las declaraciones institucionales siempre se hagan en sentido contrario, proclamando que se gobierna para todos, y como esto jamás es así, y en la actualidad la evidencia es todavía más sangrante, es de lógica que la mayoría verdadera y matemática de la población, en cuya contra se gobierna, muestra una desafección progresiva y una voluntad de modificar tal estado de cosas.

Y sé bien que venirle a la ‘Ley’ con mayúsculas y no digamos a los políticos con razonamientos matemáticos, aunque sencillos y comprensibles como de escuela primaria o como se la llame ahora, no es más que una manera canónica de perder el tiempo, aunque los números no dejan de ser verdad y explican mejor que bien el divorcio entre ese supuesto gobierno de una mayoría sacralizada como legítima y absoluta pero que, a la hora de la cotidiana desafección, no lo es de ningún modo, y esa es pues la razón, junto al manifiesto mal hacer, de que el porcentaje muchísimo más elevado de la población real que, en definitiva se ve gobernado por quien no eligió de ninguna manera, acabará por encontrar los modos de hacer oír su voz y de tratar de dictar también su ley.

Y la encuesta de intención de voto de hace apenas una semana es meridiana en certificar a día de hoy la defunción de este bipartidismo, enemigo de la diversidad y de la modernidad, y espejo de esa denostada y decimonónica práctica de esta legislatura mandas tú y yo la siguiente, y los cambios... a lo Lampedusa, pues juntos PSOE y PP ya no suman ni el 50% de las preferencias... y bajando.

Tal vez haya sido la mejor noticia vista en los últimos tiempos, el anuncio de la creación de una mayoría opuesta, desde luego por articularse, pero de la que saldrá el cambio, quien sabe si a la italiana llevándose un partido todavía por definir la mayoría del bote que hay en la mesa, quien sabe si articulando un nuevo y viejo símil frente popular vía UPyD, IU y los restos del naufragio del PSOE que pretendan o a los que se les deje acudir al banquete. Y es y sería apasionante si no fuera que todo ello es la consecuencia del hambre, de la nueva miseria, de la desesperación, del desmantelamiento del estado del bienestar, de su sentido, significación y necesidad, y el resultado de haber andado en muy poco tiempo cincuenta años de camino hacia atrás.

La transparencia, la participación ciudadana y la modernidad, que son conceptos con los que se llenan la boca quienes menos los practican y los comprenden, cambiarán en poco tiempo multitud de usos políticos. La vieja delegación del voto cada cuatro años cambiará también, la sociedad de Internet y de la inmediatez ya no podrá entregar cartas blancas a semejante plazo, así como la contractualidad misma de las promesas electorales tendrá que sustanciarse de una manera efectiva, so pena, precisamente, de perder la esgrimida legitimidad. Si es ilegal vender un jabón que lava amarillo, pero del que se proclama que lava blanco, será tarea de la ciudadanía lograr que en no demasiado tiempo sus dirigentes se atengan a los mismos códigos so pena de acabar también despedidos, que es como ya vamos acabando todos, pero en la mayor parte solo por culpa de su mendaz y torticero lavar siempre y sin falta amarillo más que sucio.

Y, finalmente, esta crisis primeramente de valores sociales, creada y alimentada por un cúmulo pavoroso de planteamientos ideológicos que postularon una tolerancia irresponsable con las peores prácticas económicas que los seres humanos hayan sido capaces de pergeñar, parece que no le sobrevivirá largo tiempo a la inhumación, mañana, de uno de sus más conspicuos fautores, la señora Margarita Thatcher y a la cual hoy, como patética y vergonzosa irrisión a sus conciudadanos, parecida a la pavorosa leyenda Arbeit macht frei (el trabajo te hace libre), que presidía la entrada del campo de concentración de Auschwitz, la alcaldesa de Madrid y la autoridad al mando le quieren poner calle en la ciudad. A nuestra tradicional y buena amiga de Gibraltar, como todos sabemos.

Así que, lo menos que se podría postular mañana, como presente para el entierro de la enterradora del estado del bienestar, sería prometernos un sonoro y futuro escrache ante el cartel con el nombre de la nueva calle que, por ayudar a los siempre poco imaginativos políticos, bien podría situarse en los aledaños de la madrileña plaza de la República Argentina. Lo digo, porque no pierdan oportunidades de obrar con razón, justicia y mesura. De nada.

Como para que luego pida nuestra bendita derecha que digamos que no se han vueltos locos. Venga Dios, lo vea y nos llame, ¿adivinan a qué?, pues a otro escrache. Contra la mayoría de sus mandos, que nunca ciudadanos de a pie, evidentemente. ¿Y dónde, preguntan? Pues en la Costanilla de los Desamparados, dónde si no... Pásenlo.


(P. s.)
Y el PSOE, ¡ay el PSOE, madre!, me llega el e-mail, como siempre, de su blog Líneas Rojas y abro el correo, el anuncio del nuevo posteo y busco el link... ¿Pero dónde está el link?, no hay link, pues no está el link, pues vaya... Sólo hay un letrero abajo donde dice textual: darse de baja. Bien, pues pincho el letrero, más que nada por ver si el error me llevara al camino correcto y me sale una pantalla que me informa ¡sin haberme pedido confirmación! de que se me ha dado de baja del boletín, gracias. ¡Anda que así vais a vender vosotros el caballo, muchachotes competentes y a la última!
Así que me queda ahora la zozobra de si volverme a dar de alta en semejante alimento espiritual o si dejarlo así, y hágase vuestra voluntad, llenos de gracia.
Pero, por caridad con vosotros mismos, llamad por lo menos a cualquier zagal de catorce que seguro que os indicará, por menos de 300.000 euros, cómo tenéis que hacer las cosas, siquiera las informáticas, y si no... consultad gratis con el cuerpo técnico de Beppe Grillo, que esos sí que saben de blogs, jomíos...
–¿La eme con la o, niños?–, –moooo...–, ¿La te con la o?–, –toooo...–, –y ahora todos juntos–..., –¡Amotoooo!–.
Que así nos va y les va. Y nos seguirá yendo.

domingo, 7 de abril de 2013

Monarquía y República I


Realmente y puestos a mirar con seriedad, la monarquía como tal no tiene en lo fundamental casi ninguna culpa de lo que está pasando hoy en el país. Sí es, para muchos, la primera o la más conspicua y popular de las instituciones del estado, la que detenta la jefatura nominal del mismo o su supuesta encarnación como tal y aquella a la cual, por lo tanto, se le dedican las mayores lisonjas y ditirambos en el entendimiento de que constituye algo así como la piedra clave del ordenamiento jurídico e institucional.

Pero también es aquella contra la que cargan, y con muy buena razón, otros muchos igualmente, por su mala imagen actual y pasada, por su teórica inutilidad y, principalmente por lo mismo, por su poder de representación, por resultar la cabeza visible de un sistema que parecía razonable pero que se está haciendo realmente invivible.

Sin embargo, nada es así. La piedra clave del estado es el relativamente pequeño y casi sencillo texto jurídico que es la Constitución, al cual y por su mandato, la monarquía debe plegarse la primera, así como el resto de las instituciones, al menos en lo que atañe a las intenciones o al espíritu del texto.

Y esto es así porque ya desde la constitución de los Estados Unidos de América, y de todas las que le siguieron después, orientadas en la misma línea y que son las que hoy predominan en el mundo, estos textos o acuerdos legales de base, lograron vehicular la primacía de los pueblos como generadores de derecho sobre la voluntad de simples o únicas personas físicas a las que se les retiró finalmente su inacabable y ya entonces –y no digamos hoy– por completo incomprensible e indefendible suposición de sacralidad e inviolabilidad. Naturalmente esto incluye de igual manera a los dictadores, que nunca faltaron, y cuya principal tarea, demás y después de los fusilamientos, es la de modificar estos textos a su antojo y necesidad.

Y esta proclamada primacía de lo popular y también cabría que decir de lo público, que palabras son las dos casi de la misma matriz, es un hito histórico y jurídico que es el principal legado intelectual del Siglo de las Luces, pero hijo legítimo también de los largos quince decenios de luchas sociales libradas por todo el mundo y que abarcan desde la Revolución francesa hasta la época de la Gran Marcha china, hace apenas setenta años. Y aun todavía faltan hoy países que tienen que adaptarse a estos hechos, que para algunos todavía serán nuevos.

En este contexto, la supresión o no de una monarquía parlamentaria, como es la española, no equivale en absoluto a la remoción de la piedra miliar o al establecimiento de un nuevo punto cero del sistema. Porque el verdadero punto cero es la Constitución, el estado de derecho que sanciona y la institución de la democracia parlamentaria que prescribe como mecanismo de funcionamiento para la sociedad. Dentro de ello, y no hay más que mirar al mundo alrededor, que la institución de la jefatura de cada estado sea una monarquía, una república u otra forma de las que tantas hay, apenas tiene alguna importancia real ni fáctica en el mundo actual.

Por lo tanto, tan posible y viable es un cambio de monarquía a república como el contrario, aquí y en cualquier parte, no suponiendo apenas más que modificar algunos puntos de las constituciones diciendo Presidencia de la República donde dice Corona, o viceversa.

Tal es exactamente la realidad y aunque muchos puedan desear y buscar hasta una guerra civil para que nunca ocurran una de esas cosas o su contraria, lo cierto es que entregarle y dedicarle a la cuestión más de lo que se merece, que es bien poco, será perder el tiempo, el dinero, las energías y, dado el caso, la sangre.

Pero lo que sí es cierto es que hoy son dichas instituciones presidenciales y mucho más las monárquicas las responsables de su propia supervivencia y ello por simple razón de su posición. Haciendo un paralelismo seguramente comprensible, una república o una monarquía contratan mediante mecanismos vicarios y bien pautados, por lo general, elecciones, a los señores entrenadores de cada equipo de fútbol, que son, en el ejemplo, los gobiernos de cada nación. Cuando van mal las cosas o al gusto de los menos, los entrenadores se cambian, y son los primeros en caer en épocas de malos resultados como cualquiera sabe. Pero cuando las cosas van realmente muy mal y de forma muy continuada, los señores aficionados salen a las calles a quemar automóviles y tiendas, a gritar que no hay derecho y a exigir la cabeza del presidente, la modificación absoluta de la manera de funcionar de la entidad y a pedir la asunción de la representación de tan sagrado bien por otro equipo institucional nuevo que haga las cosas o las mande hacer de otra manera, deseablemente mejor.

Y hoy, tal vez, nos encontremos o nos vayamos aproximando ya bastante más al segundo de estos casos que tanto desquician a la afición. Porque las cosas van muy, muy mal y además de forma continuada. La crisis es ya casi constitucional, en el sentido de que los mandatos, exhortaciones o deseos del sagrado texto no se cumplen en su buena mayoría. Algunos sobran, otros faltan, otros son puro cascarón y oropel vació de cualquier contenido real y faltos de la existencia de ningún mecanismo que los convierta en imperativos. El derecho al trabajo y a la casa, la protección jurídica y social de los más débiles, en fin... para que contar. Cualquiera lo conoce.

Por lo tanto, me atrevo a vaticinar que dentro del orden de prioridades con el que está urdido el estado español y que es el siguiente: constitución de la que emana el estado de derecho, monarquía simbólica como jefatura del mismo con cierta función moderadora añadida, y los tres poderes teóricamente equivalentes y clásicos, gobierno, parlamento o poder legislativo y poder judicial, lo que más se tardará en retocar a fondo en el sentido de reformarlo para hacerlo más eficaz e imperativo será el texto de la Constitución.

Los gobiernos, que caen mucho antes que el resto de las instituciones y que van y vienen de forma continuada, están destinados precisamente a ello y son, de hecho, la válvula de escape del sistema, y bueno es además que no se eternicen siempre los mismos porque eso no genera más que corrupción sobre más corrupción, como igualmente y para nuestra desdicha tan bien sabemos, pero en el estado de profundidad de la crisis que nos ocupa, el PP será sustituido sin duda en dos años por otro partido o coalición que muy difícilmente podrá cambiar el estado de cosas. Si la profundidad de la depresión sigue siendo la misma o parecida, y no digamos si peor, el tiro al alza irá entonces e inevitablemente contra la monarquía y, es más, de poco le servirá a esta haberlo hecho muy bien, regular, mal o peor, porque la afición lo que pedirá entonces será la cabeza del presidente de la entidad y dará más o menos lo mismo que sea el actual, su hijo o una nieta bajo condiciones de regencia, que eso sí que sería chusco y decimonónico, pero lo que nunca es descartable, demás que los males siempre gustan de arracimarse.

Naturalmente, siempre cabe imaginar en política acciones contra natura, porque bien podría desde luego la monarquía instar un cambio constitucional en el sentido de primar iniciativas populares ya imprescindibles y de dotar del contenido y los medios que le faltan a determinados mandatos constitucionales, los arriba citados y alguno más, pero esto, salvo milagro inimaginable, no es algo que pueda esperarse de esta monarquía, de la cual tampoco cabe decir, salvo verse obligado a ello por acontecimientos por ver, que cuente en sus filas con algún Solón de Atenas.

Y estas mismas consideraciones son válidas para otro tipo de formas de estado. Detrás de la catástrofe política y económica actual de la Unión Europea, acechan sin duda cambios de esta clase. Suponer una monarquía en Francia parece tal vez excesivo, pero en Bulgaria sí han hablado de ello. Imaginar una República en España o algún tipo de dictablanda aquí mismo, en Italia, en Grecia, en Polonia o en Hungría, donde casi han llegado a bordearla recientemente, no me parece hoy que sea hablar con grandes fantasías.

En definitiva, y regresando al símil, que las aficiones salgan a la calle cada vez más embravecidas con los malos resultados de la Liga, no es fantasía en Grecia, sino ya realidad, no lo es en Portugal donde apenas es poco menos y lo será pronto aquí o en Italia y de seguir los acontecimientos al ritmo que se suceden.

Por todo, y a mi entender, la monarquía española no esta solo debilitada por sí misma o por su mala cabeza, porque desde luego bastante se ha ayudado ella sola en los últimos tiempos, dilapidando un abundante capital social, sorprendente por las condiciones en las que lo obtuvo, pero que sin duda era un haber más que apañado, sino que lo está mucho más en su función de ser la cabeza visible del estado. Y, para su desgracia, este estado poco crédito merece ya de la ciudadanía. Difícil será que el promedio de la misma le eche las culpas a la Constitución, que también las tiene, y mucho más fácil será ver una propensión al republicanismo, y no tanto por sí mismo seguramente, sino porque algo hay que cambiar cuando truena. Y tronar, lo que se dice tronar, ya está tronando casi lo suficiente. Y si, finalmente, cambiados dos o tres gobiernos más, nada sirve para nada, le llegará verdaderamente el turno de la cirugía a ella misma y para entonces quizás ya ni pueda ni sepa cómo pararlo y su supervivencia resulte más que dudosa. 

Otra cosa es que seguramente tampoco solucione ya gran cosa un cambio de forma del estado, porque el mayor de los males ni mucho menos reside aquí en la monarquía o en Portugal en su República, aunque sí sirviera eso de revulsivo y alguna cosa se hiciera algo menos peor, lo que ya sería algo para muchos a saludar con alegría y esperanza. Pero de ninguna manera se resolverían los problemas reales, estructurales y de fondo, que hoy son mucho mayores que los de sufragar un príncipe, un rey o un presidente, porque no está ni estará en manos de cualquiera de ellos el resolverlos salvo cambio de una estructura e ideología de base mucho más arduas de modificar, que son todo el paradigma actual de la globalización con su desestatalización sin sustituto visible, con su dictadura de las finanzas y el propietariado, con su errática y desigual política impositiva, con su obligación de privatizar los bienes públicos, con el abandono de los conceptos de propiedad pública y de servicios público debidos y no sujetos a la tiranía del beneficio, con su libertad de comercio sin contrapeso ni contrapartida y con el desmantelamiento generalizado en Europa de las industrias estratégicas nacionales y de las de producción de bienes de consumo locales, que es de donde procede verdaderamente el monto mayor del paro.

Si alguien cree de verdad que todo este conglomerado de males absurdos y su rapacidad asociada, que es lo que ha traído los actuales seis y los futuros siete u ocho millones de parados, van a poderlo cambiar el futuro Señor Príncipe o el futuro Señor Presidente de la República, que tengan suerte y que puedan soñar cosas tan deseables dormidos como las que sueñan despiertos.

Porque finalmente, cuando se derrumben las mesas y los rascacielos de los trileros, lo cual ocurrirá sin duda, y las santas, esquilmadas, robadas y pacientes poblaciones se vean en las calles convertidas primero en indigentes y después en hordas, que es lo que acaba ocurriendo cuando no se atiende a ellas como es debido, y se hagan estas conscientes de su enorme poder, no quedarán helicópteros para que salgan volando los presidentes, los monarcas y sus hechuras, porque ya habrán escapado en ellos los financieros, que conocen muchísimo mejor que nadie cuando se hace necesario  abandonar a tiempo. Y no, no sé qué será peor, si que tardemos mucho o que tardemos poco en verlo, porque si llega a verse ese día, sólo significará que para entonces ya todo será un andrajo aún mucho mayor de este que ya padecemos.

sábado, 6 de abril de 2013

Conversaciones en la Castellana


El antiguo debate entre monarquía o república, que procede de la antigüedad clásica, pero que en sus formas modernas es del siglo XVIII, se hizo álgido en el XIX y fue resuelto en la inmensa mayoría de los países entre dicho siglo y el XX. Algunas monarquías nos quedan, así como teocracias, pero son simples relicarios sin reliquia, humo sin fuego, residuos de antiguas costumbres más que de realidades sociales y que resurgen o mueren acá o allá, pero que andan ya fuera del camino de la historia. Una tarde cualquiera caerán la teocracia iraní o la monarquía saudí y esos países, o cualesquiera otros sometidos hoy a parecidos anacronismos, embocarán vías más modernas y no habrá mucho más que hablar. 

Y lo mismo cabe decir de las monarquías llamadas constitucionales del Reino Unido, de Holanda,  de España u otras asimiladas donde a buen seguro ni siquiera se cortarán cabezas el día del cambio. Porque en el fondo de su corazón las ciudadanías no creen hace ya mucho en esas instituciones. Lo que mantenemos a sabiendas es un aparato parecido al de una ópera, con sus teatros, actores, coristas, galanes, coimas y cuerpo administrativo, y seguramente por la única y sencilla razón de que el montaje operístico alternativo, o zarzuela en nuestro caso, conocemos igualmente que nos vendría a costar lo mismo.

Con ver el espectáculo de colgantes, cintas, dorados, bruñidos, taraceas, oropeles y la sustancia de los discursos que se emiten desde iguales alturas en Rusia, en Francia, en China o en Italia para incensar a sus republicanísimas presidencias, y sin tener que darse un paseo por mayores exotismos, creo que cualquiera entiende en su fuero interno que, para dar en eso, poco debate merece celebrarse. Por lo cual, pues no se celebra, pues el fuero real de la cuestión hace ya tiempo que está resuelto, a lo Lampedusa, y la discusión por el huevo parece que tampoco vaya a quitarle el sueño a demasiados.

Pero sí es cierto en cambio que no hubo que ir por ninguna parte del mundo rompiendo candiles a sablazos para sustituirlos por bombillas eléctricas. La gente ella sola fue deseándolas y obteniéndolas. Lo contrario sí que es cosa hoy de hacerse notar, como prohibir la música o cerrar una web porque publicó una foto de alguna princesa a la que el viento alzó sus faldas o la de otra que liberó en privado sus reales tetas para darse un baño en el mar, pero siendo pilladas por un paparazzo, ¡ay desdichadas!, quedando así privadas, al parecer, de su sacralidad y el adquirido tono azul de su torrente sanguíneo. No son todo esto más que payasadas destinadas a acabar, aunque eso sí, solo para dar en otras. Recorrer el camino que lleva a sustituir el Nos del plural mayestático y el pellejo de armiño por lo de los miembros y las miembras se hace y se hará siempre, pero a mí me permitirán que me ría de corazón de ambas cosas.

Y como bien decía Manuel Vicent en celebrada columna en el diario El País, es increíble la calidad y variedad de las cosas que la gente es capaz de ponerse en la cabeza, y se refería, de hecho, a sombreros o asimilados, que no a metáforas –aunque igual se podrían considerar también–, y desde esa óptica lo que sí que merecería apuntarse también es la pasión de la especie por el disfraz en general.

Pasión que parece obedecer al mismo mecanismo psicológico que se rastrea desde la infancia más temprana, el de los niños de dos años que creen que tapándose los ojos ya no son vistos por los demás, quedando así sus acciones en la impunidad. Tal parece calcado el mecanismo del gusto por el disfraz y casi nadie reniega no ya de él, sino de la creencia, igualmente absurda que la del niño, de que alguien vestido de algo es efectivamente ese algo de lo que se viste. De ahí al pontifical, al sambódromo, al alzar la pirámide, al baldaquín de Bernini, al día del orgullo gay, al desfile de los espermáticos mozos en uniforme de gala, a la genuflexión o al besamanos, poco camino hay que andar. Y lo anduvimos, lo andamos y lo andaremos siempre y sin falta y por mentira que parezca.

Y por mucho que la realidad pase una vida informándonos a todos de que las cosas no son así, casi nadie deja entreabierta la puerta del ascensor de casa, con la debida deferencia, para que el conocido e inofensivo yonqui del sexto que viene detrás suba con nosotros, pero sí lo hacemos con el caballero desconocido pero impecablemente trajeado de Armani y perfumado de lavanda  que entró cuando se cerraba el portal y que, casualmente, fue el que atracó a mi hermana mayor cuando regresaba a casa del banco, donde ya se había fijado en él mientras traficaba muy serio con unos papeles. –Y es que no veas qué hombre, un caballero en toda la acepción de la palabra... el último que se te podría ocurrir que te fuera a sacar una navaja...–.

Así que, reenlazando, el problema de la monarquía o la república y en su razón, precisamente, de ser un problema resuelto, es lo que lleva a la curiosa consideración de cuántos son los problemas aparentemente resueltos que  parece que se niegan a admitirlo ellos mismos, casi como si poseyeran personalidad y se resistieran a abandonar su puesto de trabajo. Trabajo que consiste, en lo básico, en darle trabajo en vano a quienes se tendrían que aplicar a resolver otros problemas más reales y acuciantes que los ya resueltos, y no alcanzándose a imaginar tarea más baladí a la cual dedicarle esfuerzo...

Y de esta manera seguía perorándole el hombre de edad mediana al anciano que estaba sentado a su lado en el penúltimo banco público que quedaba en el Paseo de la Castellana.

–¿Monarquía o República, entonces?, ¿pero es que está usted de broma amigo Job, es que de veras cree que no hay nada más sustancial de lo que ocuparse? ¿Nosotros mismos y el paisanaje alrededor  nos estamos empezando a morir literalmente de hambre y el problema es la forma del Estado? No, por favor, el problema es la sustancia del estado, no lo dude ni un segundo, y cuanto más dure el debate sobre la forma, más se le seguirá haciendo el juego a todos los que no están interesados en el debate sobre la sustancia, que es lo que de verdad nos da y nos quita y nos trae esta desolación que tenemos–.

–Porque este tipo de problemas ya resueltos parecen casi cosa, o caso o como si se tratara de amantes despechados, de los que no se resignan nunca a la situación de su despido, sin duda procedente. Y lo hacen como tantísimos otros que, por más que resueltos, siguen dando sus absurdas vueltas y su testimonio permanente de algo que no parece otra cosa que simple discapacidad intelectual. Ya lo habían resuelto con excelente juicio nuestro abuelos y tatarabuelos y mire vuesa merced de lo que nos ha servido...–.

–Y es que siempre existen y existirán, además, y como leí hará pocas semanas, dos profesores de matemáticas, en el País Vasco y en Murcia, que sostienen que la Tierra no se mueve y que esta es el centro del Universo. Y se ponen, ecuaciones en mano, a demostrarlo en el libro que han escrito. Y a su alumnado que le den. Y si protesta alguien, se saca a pasear la libertad de cátedra, señora a la cual, como lleva por nombre Libertad, no hay quien se le acerque a darle un bofetón, demás que sería delito. Y el indignado a la cárcel y el bobo a impartir conocer y sabiduría. Como toda la vida.

– Y otra más, un mandocantano cualquiera, tal señor Güemes, so capa de venirle a cómodo para sus intereses, acusó a un médico prestigioso, un tal señor Montes, de ¡cuatrocientos! asesinatos. Ni que decir tiene que, ante la profunda lógica del asunto, intervino la fiscalía y se estudió a fondo la cuestión. Y que los muertos apenas superarían el millón lo dejó bien claro el que el galeno no pisara la cárcel ni pagara multa alguna–.

–Sin embargo sí que le costó el puesto de trabajo, que dependía del tal Güemes, privándonos así a todos de ver si el Asklepio hubiera logrado superar a Stalin, a Pol Pot o siquiera a Mengele, como tantos le creyeron al punto, pero el Güemes en cuestión, sin embargo, ahí siguió tranquilamente con sus actividades de trasvase de lo público a lo privado sin padecer mayores molestias laborales, desazón moral de ninguna clase ni existir fiscalía que le importunara siquiera por causa, digámoslo así, de sus fantasías catastrofistas. Hoy trafica libremente con enfermos y sus enfermedades y con los beneficios que estos le aportan, pues tal es su trabajo y a pocos les asombra, que es tal y como debe ser para seguir manteniéndonos todos dentro de esta lógica estricta que nos rige–.

–Y aun hay un otro mandocantano, ahora aspirante al cargo de Nuestramo, en unas tierras ultramarinas que les dicen el Venezuela, que afirma que el buen Padrecito anterior se le aparece con forma de pajarillo para bendecirlo, pero no se le ríe nadie, pero nada, ni una risilla por lo bajo, ni lo agarran dos mozos como dos castillos y se lo llevan al hospital a que los entendidos en el asunto le den corrientes o tisanas, y tampoco un solo huevo se le ha estrellado en la cara, ni le han tirado una alpargata, y amén más, otro orate completo, prepósito igualmente al mando de su pedanía, una Corea de Arriba, sale en la tele amenazando con una pistola a... los Estados Unidos de América, ahí es nada...–

–Y tenemos también aquí mismo, para seguir celebrando la ceremonia de la razón, dos millones de pisos vacíos que nadie se puede soñar comprar, y ya al margen de la profunda lógica de su construcción, siendo así que nuestro crecimiento vegetativo nunca alcanzó el de la India, ni se plantea siquiera la idea de bajar su precio a los niveles simplemente necesarios para su venta ni se ponen tampoco en alquiler, pues faltaría otro desfalco... Simplemente se quedan ahí, ¡por razones contables y de balance!... centenares de kilómetros lineales de urbanizaciones a medio empezar, a medio seguir, a medio acabar o ya terminadas y vacías para siempre. En pocos años serán una ruina real, pero todavía un bien contable, seguramente. Y no habrá campo de reeducación, ni veinte años de trabajos forzados capaces de hacerle entender a quien carezca de lógica suficiente para sumar dos y dos que la contabilidad, incluso la bancaria, también es ciencia tiene que quedar supeditada a razón, y no viceversa. Cuando hasta la teología acaba por tener más sentido que la práctica bancaria es señal de que verdaderamente ya solo queda esperar en los cielos. Oremus, pues, amigo. Tal y como nos aconseja nuestro Santo Padre Francisco, que de pura pena que deben de darle el género y la grey, ni Papa de Roma sostiene querer ser, su obispo solo, dice... y va que arde, y no me extraña–.

–En resumen, amigo Job, que andamos ahora mismo infanta de España abajo, infanta de España arriba –Pero por Dios, con lo buena moza qué parecía y con esos querubes de niños que tiene–, con su augusto padre tocado del ala, del colmillo de elefante, de la costilla numeraria y de las supernumerarias o flotantes, tocado de las vértebras de su real espinazo, tocado de sus imperiales hinojos también y tocado de los yernos, uno demasiado besugo, el otro demasiado vivo, tocado de mal de abdicación, que es disfunción terminal entre los de su clase, y como consecuencia de todo ello andamos unos con las quijadas desencajadas de asombro, otros indignados, otros alzando los hombros y, y... ¡que advenga el Príncipe!, como claman otros más, o usted mismo, desdichado amigo mío, pero ya casi sin cabeza como veo... Como si acaso fueran a cambiar los que les escriben los discursos y los que les eligen las tapicerías de los sofás y el ton y el son, estos últimos con mucho lo peor. Para eso hace falta mucho más que una Revolución francesa. Tendrían que recomponernos el genoma a la especie, así que átame usted esa mosca por el rabo...–.

¿Y a imagen y semejanza de quién dice usted que habría que recomponerlo, don Alberto?...–.

¡Ay, calle, calle, don Job, Jesús, qué espanto! Tome, tome usted otro pedacito de pan. Atendamos a las palomas. Atender y cuidar, cuidar de lo necesario, atender a lo imprescindible, al hambre de las criaturas, no seamos como ellos, pero écheles poquitas migas y despacio, que todavía nos queda una hora para que abran el comedor de Caritas...–.