Monarquía y República I
Realmente y puestos a mirar con seriedad, la monarquía como tal no tiene en lo fundamental casi ninguna culpa de lo que está pasando hoy en el país. Sí es, para muchos, la primera o la más conspicua y popular de las instituciones del estado, la que detenta la jefatura nominal del mismo o su supuesta encarnación como tal y aquella a la cual, por lo tanto, se le dedican las mayores lisonjas y ditirambos en el entendimiento de que constituye algo así como la piedra clave del ordenamiento jurídico e institucional.
Pero también es aquella contra la que cargan, y con muy buena razón, otros muchos igualmente, por su mala imagen actual y pasada, por su teórica inutilidad y, principalmente por lo mismo, por su poder de representación, por resultar la cabeza visible de un sistema que parecía razonable pero que se está haciendo realmente invivible.
Sin embargo, nada es así. La piedra clave del estado es el relativamente pequeño y casi sencillo texto jurídico que es la Constitución, al cual y por su mandato, la monarquía debe plegarse la primera, así como el resto de las instituciones, al menos en lo que atañe a las intenciones o al espíritu del texto.
Y esto es así porque ya desde la constitución de los Estados Unidos de América, y de todas las que le siguieron después, orientadas en la misma línea y que son las que hoy predominan en el mundo, estos textos o acuerdos legales de base, lograron vehicular la primacía de los pueblos como generadores de derecho sobre la voluntad de simples o únicas personas físicas a las que se les retiró finalmente su inacabable y ya entonces –y no digamos hoy– por completo incomprensible e indefendible suposición de sacralidad e inviolabilidad. Naturalmente esto incluye de igual manera a los dictadores, que nunca faltaron, y cuya principal tarea, demás y después de los fusilamientos, es la de modificar estos textos a su antojo y necesidad.
Y esta proclamada primacía de lo popular y también cabría que decir de lo público, que palabras son las dos casi de la misma matriz, es un hito histórico y jurídico que es el principal legado intelectual del Siglo de las Luces, pero hijo legítimo también de los largos quince decenios de luchas sociales libradas por todo el mundo y que abarcan desde la Revolución francesa hasta la época de la Gran Marcha china, hace apenas setenta años. Y aun todavía faltan hoy países que tienen que adaptarse a estos hechos, que para algunos todavía serán nuevos.
En este contexto, la supresión o no de una monarquía parlamentaria, como es la española, no equivale en absoluto a la remoción de la piedra miliar o al establecimiento de un nuevo punto cero del sistema. Porque el verdadero punto cero es la Constitución, el estado de derecho que sanciona y la institución de la democracia parlamentaria que prescribe como mecanismo de funcionamiento para la sociedad. Dentro de ello, y no hay más que mirar al mundo alrededor, que la institución de la jefatura de cada estado sea una monarquía, una república u otra forma de las que tantas hay, apenas tiene alguna importancia real ni fáctica en el mundo actual.
Por lo tanto, tan posible y viable es un cambio de monarquía a república como el contrario, aquí y en cualquier parte, no suponiendo apenas más que modificar algunos puntos de las constituciones diciendo Presidencia de la República donde dice Corona, o viceversa.
Tal es exactamente la realidad y aunque muchos puedan desear y buscar hasta una guerra civil para que nunca ocurran una de esas cosas o su contraria, lo cierto es que entregarle y dedicarle a la cuestión más de lo que se merece, que es bien poco, será perder el tiempo, el dinero, las energías y, dado el caso, la sangre.
Pero lo que sí es cierto es que hoy son dichas instituciones presidenciales y mucho más las monárquicas las responsables de su propia supervivencia y ello por simple razón de su posición. Haciendo un paralelismo seguramente comprensible, una república o una monarquía contratan mediante mecanismos vicarios y bien pautados, por lo general, elecciones, a los señores entrenadores de cada equipo de fútbol, que son, en el ejemplo, los gobiernos de cada nación. Cuando van mal las cosas o al gusto de los menos, los entrenadores se cambian, y son los primeros en caer en épocas de malos resultados como cualquiera sabe. Pero cuando las cosas van realmente muy mal y de forma muy continuada, los señores aficionados salen a las calles a quemar automóviles y tiendas, a gritar que no hay derecho y a exigir la cabeza del presidente, la modificación absoluta de la manera de funcionar de la entidad y a pedir la asunción de la representación de tan sagrado bien por otro equipo institucional nuevo que haga las cosas o las mande hacer de otra manera, deseablemente mejor.
Y hoy, tal vez, nos encontremos o nos vayamos aproximando ya bastante más al segundo de estos casos que tanto desquician a la afición. Porque las cosas van muy, muy mal y además de forma continuada. La crisis es ya casi constitucional, en el sentido de que los mandatos, exhortaciones o deseos del sagrado texto no se cumplen en su buena mayoría. Algunos sobran, otros faltan, otros son puro cascarón y oropel vació de cualquier contenido real y faltos de la existencia de ningún mecanismo que los convierta en imperativos. El derecho al trabajo y a la casa, la protección jurídica y social de los más débiles, en fin... para que contar. Cualquiera lo conoce.
Por lo tanto, me atrevo a vaticinar que dentro del orden de prioridades con el que está urdido el estado español y que es el siguiente: constitución de la que emana el estado de derecho, monarquía simbólica como jefatura del mismo con cierta función moderadora añadida, y los tres poderes teóricamente equivalentes y clásicos, gobierno, parlamento o poder legislativo y poder judicial, lo que más se tardará en retocar a fondo en el sentido de reformarlo para hacerlo más eficaz e imperativo será el texto de la Constitución.
Los gobiernos, que caen mucho antes que el resto de las instituciones y que van y vienen de forma continuada, están destinados precisamente a ello y son, de hecho, la válvula de escape del sistema, y bueno es además que no se eternicen siempre los mismos porque eso no genera más que corrupción sobre más corrupción, como igualmente y para nuestra desdicha tan bien sabemos, pero en el estado de profundidad de la crisis que nos ocupa, el PP será sustituido sin duda en dos años por otro partido o coalición que muy difícilmente podrá cambiar el estado de cosas. Si la profundidad de la depresión sigue siendo la misma o parecida, y no digamos si peor, el tiro al alza irá entonces e inevitablemente contra la monarquía y, es más, de poco le servirá a esta haberlo hecho muy bien, regular, mal o peor, porque la afición lo que pedirá entonces será la cabeza del presidente de la entidad y dará más o menos lo mismo que sea el actual, su hijo o una nieta bajo condiciones de regencia, que eso sí que sería chusco y decimonónico, pero lo que nunca es descartable, demás que los males siempre gustan de arracimarse.
Naturalmente, siempre cabe imaginar en política acciones contra natura, porque bien podría desde luego la monarquía instar un cambio constitucional en el sentido de primar iniciativas populares ya imprescindibles y de dotar del contenido y los medios que le faltan a determinados mandatos constitucionales, los arriba citados y alguno más, pero esto, salvo milagro inimaginable, no es algo que pueda esperarse de esta monarquía, de la cual tampoco cabe decir, salvo verse obligado a ello por acontecimientos por ver, que cuente en sus filas con algún Solón de Atenas.
Y estas mismas consideraciones son válidas para otro tipo de formas de estado. Detrás de la catástrofe política y económica actual de la Unión Europea, acechan sin duda cambios de esta clase. Suponer una monarquía en Francia parece tal vez excesivo, pero en Bulgaria sí han hablado de ello. Imaginar una República en España o algún tipo de dictablanda aquí mismo, en Italia, en Grecia, en Polonia o en Hungría, donde casi han llegado a bordearla recientemente, no me parece hoy que sea hablar con grandes fantasías.
En definitiva, y regresando al símil, que las aficiones salgan a la calle cada vez más embravecidas con los malos resultados de la Liga, no es fantasía en Grecia, sino ya realidad, no lo es en Portugal donde apenas es poco menos y lo será pronto aquí o en Italia y de seguir los acontecimientos al ritmo que se suceden.
Por todo, y a mi entender, la monarquía española no esta solo debilitada por sí misma o por su mala cabeza, porque desde luego bastante se ha ayudado ella sola en los últimos tiempos, dilapidando un abundante capital social, sorprendente por las condiciones en las que lo obtuvo, pero que sin duda era un haber más que apañado, sino que lo está mucho más en su función de ser la cabeza visible del estado. Y, para su desgracia, este estado poco crédito merece ya de la ciudadanía. Difícil será que el promedio de la misma le eche las culpas a la Constitución, que también las tiene, y mucho más fácil será ver una propensión al republicanismo, y no tanto por sí mismo seguramente, sino porque algo hay que cambiar cuando truena. Y tronar, lo que se dice tronar, ya está tronando casi lo suficiente. Y si, finalmente, cambiados dos o tres gobiernos más, nada sirve para nada, le llegará verdaderamente el turno de la cirugía a ella misma y para entonces quizás ya ni pueda ni sepa cómo pararlo y su supervivencia resulte más que dudosa.
Otra cosa es que seguramente tampoco solucione ya gran cosa un cambio de forma del estado, porque el mayor de los males ni mucho menos reside aquí en la monarquía o en Portugal en su República, aunque sí sirviera eso de revulsivo y alguna cosa se hiciera algo menos peor, lo que ya sería algo para muchos a saludar con alegría y esperanza. Pero de ninguna manera se resolverían los problemas reales, estructurales y de fondo, que hoy son mucho mayores que los de sufragar un príncipe, un rey o un presidente, porque no está ni estará en manos de cualquiera de ellos el resolverlos salvo cambio de una estructura e ideología de base mucho más arduas de modificar, que son todo el paradigma actual de la globalización con su desestatalización sin sustituto visible, con su dictadura de las finanzas y el propietariado, con su errática y desigual política impositiva, con su obligación de privatizar los bienes públicos, con el abandono de los conceptos de propiedad pública y de servicios público debidos y no sujetos a la tiranía del beneficio, con su libertad de comercio sin contrapeso ni contrapartida y con el desmantelamiento generalizado en Europa de las industrias estratégicas nacionales y de las de producción de bienes de consumo locales, que es de donde procede verdaderamente el monto mayor del paro.
Si alguien cree de verdad que todo este conglomerado de males absurdos y su rapacidad asociada, que es lo que ha traído los actuales seis y los futuros siete u ocho millones de parados, van a poderlo cambiar el futuro Señor Príncipe o el futuro Señor Presidente de la República, que tengan suerte y que puedan soñar cosas tan deseables dormidos como las que sueñan despiertos.
Porque finalmente, cuando se derrumben las mesas y los rascacielos de los trileros, lo cual ocurrirá sin duda, y las santas, esquilmadas, robadas y pacientes poblaciones se vean en las calles convertidas primero en indigentes y después en hordas, que es lo que acaba ocurriendo cuando no se atiende a ellas como es debido, y se hagan estas conscientes de su enorme poder, no quedarán helicópteros para que salgan volando los presidentes, los monarcas y sus hechuras, porque ya habrán escapado en ellos los financieros, que conocen muchísimo mejor que nadie cuando se hace necesario abandonar a tiempo. Y no, no sé qué será peor, si que tardemos mucho o que tardemos poco en verlo, porque si llega a verse ese día, sólo significará que para entonces ya todo será un andrajo aún mucho mayor de este que ya padecemos.
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