jueves, 23 de mayo de 2013

Yo-yo Aznar


Y postulo que el ex presidente Aznar es un yo-yo porque va y vuelve, porque nunca acaba de irse, porque nunca jamás pierde la oportunidad de decir lo que menos conviene, lo que más molesta a la razón, porque amenaza con volver, y porque es un yo y yo y yo y yo más y yo mejor y yo siempre, por causa de estar habitado, seguramente por nascencia, por suerte para él y por desgracia para su prójimo, de uno de esos egos a prueba de todo que en anteriores momentos históricos alumbraban uno tras otro a jítleres y genjiscanes, alejandromagnos y felipesegundos a nadie y cruzaban Rubicones de un empujón y un espadazo, y emanaban esencias de hoz y de coz y eran proferidores continuos de inapelables diosloquiere, con su posterior corolario de desaparecidos, sacrificados y elevados a los altares.

Porque le mira uno a la cara, a su gestualidad carente de toda empatía, y se hace consciente de inmediato de dos cosas que asustan. De su inconsciencia, en primer lugar, y de la seguridad de que cien, doscientos, mil años antes y de no mediar estos tiempos, afortunadamente para todos algo más blandos, hubiera sido el gustoso propietario de la piedra y el cuchillo de degollar por los cuales desfilarían todos los que hiciera falta. A su esclarecido e infalible criterio, bien se entiende.

Y eso ego es por completo refractario a las consecuencias de su propio pasado, de sus errores, de sus corruptelas y de sus deslealtades. Porque es inasequible al desaliento, como Onésimo Redondo, y no sé si sea por lo de Quintanilla de Onésimo, que tanto frecuenta o frecuentaba, o porque verdaderamente nació así, incombustible, inquebrantable, imperturbable en el error y hacedor firme de guardias frente a los luceros, mejor que cualquier hierático guardia real de esos que decoran, para la confortación moral de turistas, las puertas de los palacios reales de media Europa.

Le debemos las patochadas internacionales más sublimes –entendiendo sublime en la acepción grouchomarxista del término– que ningún presidente español se haya nunca permitido (con excepción, eso sí, de su sucesor, con su inefable sentada ante la bandera del amo USA, que ya hacía falta también estar fuera del mundo, desde luego), pero haciéndolo igual de inefablemente sentado, bien despernancado sobre la mesa, como cualquier cuatrero o buscavidas, y en la compañía más estólida pero peligrosa del mundo, la del más que presunto genocida señor Bush, allá en las Azores. Y se permitió ir a una guerra y hacer cómplice al pueblo español de sus atrocidades inherentes y contra la voluntad del 92% de los consultados, sin que mediara peligro grave, ni mediano ni ínfimo al que apelar como banderín de enganche para semejante capricho.

Y el único beneficio conocido para este país a cambio de semejantes actos de vesania política resultó ser una medalla USA del Congreso expendida y prendida en su persona. Medalla para uso exclusivo de sí mismo y a colgar solamente de sus presidenciales escápulas. Y me supone una verdadera delicia intelectual imaginarlo, vestido solo con su ex bigote y mirándose al espejo que ampara asimismo la intimidad de su catalán, con el patacón al cuello y suspirando avinagrado por tiempos mejores, pues ni él seguramente ignorará que más le valdrá no hacer demasiada ostentación del mismo en ninguna parte, más que si marcha de conferencias y de ronda de consejas no solicitadas por Pennsylvania, o Wyoming o donde le dejen esos indios de los que tanto gusta.


Y la boda de la niña no desmereció tampoco en lo buñuelesco, berlanguesco o albertosordiano, juntando los invitados más pavorosos y hoy seguros candidatos a sacamantecas, aunque buenos ya solamente para amedrentar criaturas de épocas pre informáticas. Porque allí estaban todos, desde el padre y padrone y la madre de todos los chorizos y estuprador de menores, por añadidura, el Cavaliere –por lo que cabalga de pago, el título honorífico, supongo– Berlusconi, al montañero Bárcenas, el señor de las helvéticas cumbres y de las cajas bien resguardadas, mago de confianza para finanzas y afananzas, o los colegas de la banda del ¡me lo llevo!, manso manso y atado cuidadosamente con la Gürtel de cuero fino, aunque en este caso, un respeto y ¡oiga! que era una celebración solo privada, así que trayéndole, por ser vos quien soy, un buen regalo para la nena del himeneo, pero sin llevarse a cambio esta vez ni una cucharilla de alpaca, que en casa del jefe a nadie le conviene andarse con rapacidades creativas. Las manos quietas, por una vez. Hasta parecían todos gente de bien, de los que jamás se llevarían una comisión ilegal o no ayudaran a cruzar a una anciana ciega la calle absteniéndose de hurgarle en el bolso.

Y hubo el asunto del Perejil, sencillamente porque se le emperejiló a este perejil de todas las salsas, y a nada anduvimos de que nos metiera a todos en un conflicto de verdad, con sus funerales de estado, solo por el exceso de testosterona y de ideología de la de puño, puntera y bastón, sin más matices ni mariconadas, como en los buenos tiempos de Santiago y cierra España, de los tercios de Flandes, de la sarracinas con los Sarracenos y leña al mono, cuando mandó montar una operación militar de calado para desalojar de un peñasco inhabitable a cuatro guardias marroquíes de la porra, y sin querer yo faltarle en nada a las porras, se entiende. Y en fin, todo por montar un Lepanto para alivio de su ego, como aquel que se aliviara de otras urgencias inevitables. E imaginemos solamente a un enfervorizado Ussía enrolado de mercenario en la gesta, pero que hubiera vuelto manco, y para qué querríamos más, escribiendo el desdichado con la otra mano sobre el impar Caballero del Triste mostacho. Sí, lo confieso, Aznar me hace soñar cosas de otros mundos.

Y España va bien, y ¡como iba!, vendiendo las joyas de la corona, las de la abuela y la suegra y vaciando la cartilla de la primera comunión de quienes hubiéramos debido ser sus herederos. Y enterrando todo el dinero en cemento de Ley y afirmando que el cemento en sí era oro y el oro cemento, dos Janos bifrontes, a modo de dos especies idénticas de lo sublime. Y ahí los tenemos ahora, el oro, el cemento y el ahorro hechos gases nobles en la atmósfera y que será, podríamos temernos, a donde propondrá ahora el Querido Líder que vayamos a buscarlos acuciosos si, haciendo él un personal y terrible sacrificio por España, solo por España, todo por España y no sustrayéndose a su deber y si alguien volviera a llamarle para... ¿para qué? Pues para lo mismo que el general Armada suspiraba con que le llamaran, me temo. Para recordarnos como se estiraba el brazo con el ángulo correcto de hombro, ¡Franco, Franco, Franco!, que bien me resuenan aún en los oídos la jaculatoria o los ladridos, según gustos, desde niño.

Y no acabó aquí el espectáculo, porque, en la más fantástica de las actuaciones circenses que un ego político haya protagonizado en el siglo XX, se pegó inmisericordemente con el martillo de herejes en los mismísimos machos por, contra lo que aconsejaban la prudencia, la lógica, la inteligencia y, no último, contra lo que le decía ¡su propia policía! y por no esperar dos días, apostar a todo o nada ¡con dos cojones! a que los autores de los atentados de Atocha eran etarras. Y le salió cruz la mamarrachada y el mostachos le quedó abrasado por la auto explosión. Un Ecce homo, pero de risa, como al que le explotara un petardo en el puro... tiempos aquellos. Se dejó en una semana, primero la mayoría absoluta, después la mayoría simple y, finalmente, el gobierno. Todo un ejercicio de tino y olfato político, de mesura, de savoir fair y de diplomacia. Un estadista. Y solo paga de tanta e inverosímil enajenación la cara que se le quedó. Cuando tengo un mal día, saco del cajón la foto de su día después, la miro y algo se me enderezan la cosa o la jornada, y dicho sea sin segundas, no vaya a creerse el gachó...

Y este es el estadista, pues, el yo-yo, el superyo, el superego que viene hoy a salvarnos, a enmendarle la plana a los suyos, de arriba a abajo, a los que nombró y dejó puestos de su propia voluntad y mano y también con rara y fina agudeza. Ese Rato despedido a diplomáticas patadas del FMI y que hoy anda solicitando árnica por los juzgados, a ese Rajoy que él mismo ensalzó, elevó y propuso, en la esperanza seguramente de que no alcanzara el cargo ni le hiciera sombra a su sol, a ese Camps, el figurín sin sustancia que llevó a la Comunidad Valenciada del estado del bienestar al estado del limosneo, a ese Blesa al que le ha cabido el honor de suceder a Mario Conde en los placeres penitenciarios y de lo criminal, a ese Rodríguez, su antiguo portacoz, detenido borracho por un accidente de automóvil provocado por su causa... Toda una plantilla a contratar para los cursillos de emprendedores y de procura de la excelencia. 

Y hoy, por si le quedara alguna parte de España con la que enemistarse, no ha tenido otra idea que irse a morder y a encizañar a los suyos. Siempre el estadista, siempre con su finezza habitual. Y añadiendo la deslealtad a sus ya muchas otras virtudes y cualidades. Y yo que renegaba de Giulio Andreotti, al que Dios ya ha llamado a su siniestra, mentecato de mí...

Monsieur Chirac, antiguo colega en el cargo, de parecida extracción ideológica, pero, eso sí, de esa derecha educada, francesa, europea, incluso civilizadora si comparada con la nuestra, le llamaba en sus círculos privados, cordialmente,  l’imbécile. Pero como es término francés y las traducciones siempre distorsionan y generan matices indeseables o difíciles de glosar, dejo a mis lectores la labor de buscar su significado en Google.

viernes, 10 de mayo de 2013

Beatriz Talegón

Beatriz Talegón, mediática y, además, tentativamente auto postulada candidata del PSOE para esas primarias a celebrarse ad calendas graecas, ha expresado lo siguiente: detrás del 15-M puede estar la derecha. Y si bien el entendimiento de la frase parece gravitar mucho más sobre cuál sea el sentido exacto de la palabra ‘detrás’ que en la palabra ‘puede’, y aún asumiendo para el término ‘detrás’ aquel que a menos ‘mano negra’ pueda parecer querer referirse, la cosa desde luego tiene su enjundia. Porque si lo que quería expresar con el ‘detrás’ es que los ocupantes más que civilizados de las plazas, esa muchachada, los perroflautas y los viejunos, según agradables término al uso, quienes, como yo mismo, anduvimos revoloteando por allí, somos personas de derechas o agentes de la misma, creo, sinceramente, que habría que encabezar una colecta para sufragarle el psicólogo o, con más urgencia aun, un sociólogo y un politólogo de guardia que la entuben y estabilicen.

Si en cambio postulara su creencia de que el movimiento puede favorecer a la derecha, aun a pesar de sí mismo, como parece desprenderse de su artículo, ya sí se podría entrar en un debate de mayor profundidad, y hablar entonces de utilidades, efectividad y tempos de este tipo de movimientos sociales, con el ejemplo italiano delante de los ojos, y entrar en consideraciones que ya no descalifican necesariamente su frase y que, desde luego, bien podrían glosarse.

Y aunque desconozco a cuál aprendizaje o a cuáles sólidos, turgentes y ubérrimos pechos ideológicos se prendan hoy los cachorros de la socialdemocracia –presunta, bien se entiende– y, es más, ignorando si Talegón, como militante de dicha parcialidad, está sometida aun a dicho aprendizaje en razón de su edad –así como un educando aventajado profundizaría con disciplina sus conocimientos de mandarín, u horticultura ecológica–, o sí ya está en condiciones de sentar oficialmente doctrina y es entonces de ella misma y de otros como su compañero Óscar López, por su feliz y advenida condición de ideólogos titulados, de quienes emana el conocimiento o alimento teórico que apacenta novicios y publicita saberes políticos, lo cierto es que, si algo parecía estar claro hasta hoy, es que el movimiento 15-M no era un movimiento de derechas desde ninguna perspectiva que se quisiera contemplar y a nadie, o a casi nadie, se le había ocurrido hasta ahora emitir tal presunción y más de la manera en que lo ha hecho ella porque, en definitiva, quiero yo pensar y pensará ella misma de sí que tampoco deseará parecerse, en el refinamiento ideológico y analítico, digo, al Ministro del Interior, el señor Fernández Díaz, capaz de decir que el aborto es terrorismo y descansar tras ello.

Porque si la frase hubiera rezado más o menos: ‘la derecha puede aprovecharse del movimiento 15-M’, el enunciado merecería atención, pero ya no por lo atrabiliario. Porque es cierto, además, que entroncaría con una forma de pensar muy de la socialdemocracia de hoy en día, muy bien rastreable, por ejemplo, en Italia por causa del advenimiento del movimiento M5S, y donde personas de indudable valía intelectual y de probada ejecutoria de izquierdas, muchas de ellas en el entorno de la socialdemocracia, manifiestan un tipo de pensamiento parecido, entre el desprecio manifiesto a este tipo de movimientos ‘transversales’, como también está de moda decir, y la descalificación que les aplican de ‘no ser de izquierdas, los más tímidos o la de ‘ser de derechas’, los más aventados.

Pienso, por ejemplo, en Daniel Cohn-Bendit, (El País, 05-05-2013) metiendo en el mismo saco al neo fascismo de Amanecer dorado y al M5S, que para qué abundar en ello y en las interminables piruetas del personaje, o en Iñaki Gabilondo, no un político, pero sí persona de probada y sin duda respetada sensibilidad progresista, o en la también reputada periodista italiana Concita de Gregorio, que dirigió L’Unità, porque ambos, Gabilondo menos, De Gregorio bastante más, cargan asimismo contra este tipo de movimientos y aduciendo ese mismo tipo de consideraciones, de que solo favorecen estos a la derecha.

Y no seré yo quien diga que no son comprensibles esas formas de ver el fenómeno, porque, bastante menos en España, bastante más en el M5S italiano, la carga de populismo que sin duda arrastran, da razones sobradas para la preocupación y porque en lo básico, los fascismos, surgieron de dirigentes y clamores populares que no parecían en principio que fueran a remar en esa dirección.

Luego razones existen para la preocupación y tenerla es síntoma sin duda de poseer una conciencia ciudadana, aunque en este momento histórico la situación sea distinta, porque se trata de poblaciones que ya han mantenido trato prolongado con la democracia, que conocen lo que significan unos decenios de vida en armonía y progreso social, lo que desde luego no se puede decir de las masas, todavía casi analfabetas y semi esclavizadas de principios del siglo XX en Alemania, en Inglaterra, en Italia y no digamos ya en la Rusia zarista. Las comparaciones sirven solo hasta cierto punto, y no querer perder la memoria histórica es más que aconsejable, desde luego, pero aquí no se está hablando de Soviets ni de represión policial o militar generalizada y asesina como la de aquella época. O, por lo menos, no todavía.

Y esta preocupación expresada con la rotundidad de esas frases descalificadoras para con los únicos movimientos verdaderamente sociales y populares que se han dado en Europa desde finales de los años sesenta o principios de los setenta, (si exceptuamos los acontecimientos, casi podría decirse que descolonizadores, habidos en la Europa del Este), sí resulta comprensible dicho agobio, en cambio, desde la perspectiva de que en cualquier empresa o asociación molesta siempre, y mucho, la competencia, en particular la que se dedica o la que vende más o menos el mismo producto que uno fabrica, pero con éxito creciente y además con originalidad. Y lo cierto es que las socialdemocracias tradicionales bien están dejando ver lo poco que comulgan con estos movimientos hijos de la crisis, sin duda, pero mucho y también de la modernidad cuando, sin embargo, poca duda debería de caberles de que también son hijos más que legítimos de una sensibilidad bastante parecida a la de ellos mismos, siquiera en teoría.

Y se ha pasado en apenas dos años, en la socialdemocracia española, desde la tolerancia o indulgencia de un impertérrito Rodríguez Zapatero al respecto de estos, hasta este coro cada día más amplio que descalifica desde la izquierda a los movimientos sociales como el 15-M y que los tacha de inoperantes, en el mejor de los casos y no sin cierta razón, o los califica de cripto fascistas o favorecedores de la derecha, por los votos que restan a la izquierda tradicional, y como es el caso del tema de esta reflexión.

Sin embargo, son movimientos que poseen aquello de lo que la política tradicional carece: agilidad, originalidad en las acciones, modernidad de pensamiento (para bien o para mal), libertad de acción, manejo eficaz de las nuevas tecnologías, capacidad de arrastre en las redes sociales, capitalización del descontento, siquiera en la vistosidad de las acciones, que no en los resultados, radicalización en el sentido positivo del término, carencia de obligaciones y de favores debidos a padrinos, a lo cosa nostra, asunto este tan mediterráneo y tan característico de los usos de la política oficialmente estatuida, etc...

Y sí, es cierto también, que no son estos movimientos lo transparentes que proclaman, sin duda y, además, son semi-asamblearios, es decir, poco o mal articulados, resultan manipulables con cierta facilidad y, hasta ahora, desperdician y fragmentan el voto, en particular el de la izquierda, que es de donde, y por la izquierda, evidentemente, para dolor de Talegones y demás miembros de ese establishment, se les escapan y se les seguirán escapando los simpatizantes y los sufragios. Porque Talegón, con su juventud, su facilidad de comunicación, su arrolladora simpatía, su aire de razonable sinceridad y su porte o continente de personaje ‘alternativo’, tan de moda todo ello una vez más, es, sin embargo, un miembro del establishment, y la prueba es que piensa y se expresa como tal. 

Porque el problema es precisamente ese, el establishment y su estabilidad y cuál sea su papel en los próximos tiempos, dado el desprestigio de la política tradicional originado, precisamente, por el vergonzoso comportamiento de ese mismo establishment. Porque la contienda política hoy, y más en el futuro, no se articulará tanto sobre las ideologías izquierda-derecha, sino sobre la eficacia en la gestión de lo público, la tansparencia comprobada, la intolerancia frente a las componendas con daños a terceros y frente al despilfarro y al clientelismo, el cumplimiento de los deberes del poder para con la comunidad, el respeto a las promesas electorales y la consecución de un reparto social más igualitario.

Y esto, tanto en asuntos que atañan a la gobernación general como a los de la auto gobernación de la propia empresa privada. Porque seguramente la propia empresa privada se verá sometida en algún futuro a regulaciones algo más estrictas y a ser dirigida u obligada a funcionar de una manera algo menos ‘auto’, viviendo cambios algo más que solo cosméticos en el reparto de los beneficios, en los derechos y en el peso tanto del propio accionariado como de las responsabilidades y las remuneraciones, para lo bueno y para lo malo, entre los trabajadores y los propietarios.

Incluso, cabe aventurarlo, serán la propias nociones de propietario o empresario y la de asalariado las que seguramente se redibujarán parcialmente en un futuro no muy lejano, adquiriendo cada uno de los dos términos contrapuestos parte de las ventajas y las desventajas, de las prerrogativas y de las obligaciones de la otra parte. Porque lo ‘transversal’, para entendernos, también habrá de llegar allí, al corazón de la empresa.

Ese parece el destino de un capitalismo algo más inteligente que el actual y será a lo que se llegue a la larga, si triunfa un proceso de ajuste y humanización, ya imprescindible y que, de alguna manera, poco a poco parece irse prefigurando y empezando a exigir desde la calle, y no precisamente en los despachos de esos think tanks, que, excepto para aconsejar cómo acopiar con éxito creciente moneda de curso legal a quienes los sufragan y los mantienen, dan la sensación de que llegan tarde a todas partes y de que todo cambio social y de aires los pilla siempre con la bata entreabierta y en el excusado, por expresarlo con delicadeza.

Y todos esos cambios los demanda la modernidad, y muchas cosas más aún, y que finalmente sea capaz de llevarlos a cabo una política anclada en sus usos tradicionales, sea de izquierdas o de derechas, que por sus hechos, que desmienten con tanta frecuencia sus palabras, parece negarle carta de posibilidad y de existencia a todas las novedades expuestas arriba, es lo que lleva a pensar que, efectivamente, la izquierda tradicional tendrá bastante pronto un competidor dentro de sí misma (y aunque no se avenga ni reconocerle el nombre a esos competidores o prefiera cambiárselo, como el caso que da origen a estas líneas) que muy probablemente la desmantele primero, como es su temor, pero finalmente la refunde.

Y lo mismo, o casi, cabrá decir de la derecha que es mantenida por votantes que también desearán comer de forma regular o, por lo menos, como comían antes. Y es que, cuando los usos políticos comprometen los presupuestos básicos de la convivencia, los votantes vuelan a otros nidos sin necesidad ninguna de que todos ellas sean refinados analistas y politólogos. Con tener un estómago que se queje, ya basta y sobra para que cualquiera se ponga a dar piruetas ideológicas y a descabalar urnas, compromisos y mayorías tradicionalmente inamovibles.

Los movimientos sociales las vaciarán primero de un buen porcentaje de votos y, en consecuencia, de valor y capacidad efectiva para malgobernar con comodidad y de facilidad para continuar con los malos usos sin sufrir consecuencias por ello. Que este proceso cambie la política y las sociedades porque obligue a las derechas e izquierdas tradicionales a pactar lo que no quieren y a ceder algunas de sus ya completamente absurdas prerrogativas, so pena de verse rebasadas o gravemente amenazadas de ello (como acaba de ocurrir en Italia y lo cual, aun siendo un pasteleo vergonzante, no deja de ser igualmente cierto que les ha obligado a adoptar medidas en sentido contrario a los intereses de las oligarquías dominantes) o que, simplemente, las políticas tradicionales se vean de verdad y definitivamente rebasadas por una marea de votos alternativos, ajenos y que no comprenden, dará finalmente en algo sustancialmente similar, un cambio en las políticas en el sentido de dar mayor protagonismo a las ciudadanías y eficacia al poder emanado de ellas para que desempeñe con mayor justicia y eficacia las tareas de verdadera necesidad y utilidad pública a las que está llamado a atender. O, como no, también quizás podría dar en lo opuesto, en una dictadura, pero donde ya, como en todas, todo su orden aparente será entonces desorden moral y llevaría a otro discurso. Pero los culpables de todo ello, eso sí, seguirían siendo los mismos. Es decir, estos mismos.

Mientras tanto, cabría señalarle a doña Beatriz y a muchas otras gentes de una izquierda progresista y honrada en muy buena parte, que de poco les servirá serlo si los hechos de gobierno, cuando lo ejercen, o la labor de oposición desmienten una vez y otra aquello que proclaman. En tiempos turbulentos el futuro suelen apropiárselo quienes no tienen demasiado que perder ni demasiadas obligaciones con el presente, y de la modernidad será el futuro, siempre, pero esta modernidad o este futuro malamente suele ser imaginados, comprendidos y deseados por quienes cargan con demasiado pasado, con demasiados compromisos adquiridos e intereses creados, con demasiado que defender y por quienes padecen poca hambre real, y de la de justicia también, contra la que luchar para sobrevivir.

Pero hoy, para la ideología de progreso y para la izquierda tradicional, el principal problema es que en muchos hogares y lugares de Europa estos son tiempos ya de hambre pública, un hambre ya visible y manifiesta, un hambre de otros tiempos. Y lo peor para ellos, con mucho, es que el hambre en buena parte y esta vez sí, se ha producido también por culpa de los suyos, por errores propios, por tibieza ideológica y no solo por los sempiternos manejos que se le achacan a los de enfrente, que tienen sin duda su culpa, pero no toda. Y esa realidad hoy la conoce y la irá conociendo cada vez más gente, pues tal es la característica principal de esta modernidad, que los velos que ocultan las partes premeditadamente opacas y oscurecidas de la realidad de las cosas hoy resultan velos transparentes, tules inútiles, y este es el fenómeno creciente e imparable de la universalidad de la información, cuya primera consecuencia es que la población cada vez se fiará menos de sus políticos mientras estos no enmienden sus comportamientos, definitivamente caducos.

No hay cosa más antigua ni con más pasado e intereses creados que la Iglesia Católica, que está manifiestamente desapareciendo por incapacidad definitiva y manifiesta de asumir y de desear cualquier modernidad, y no ocurre esto ni siquiera por un problema de falta de fe de la feligresía, porque quienes tienen la fe no se hacen ateos, sino que se dirigen en goteo imparable a cualquiera de los establecimientos religiosos de enfrente, que ofrecen lo mismo, o incluso más caro, pero con un diseño bastante más acorde con los tiempos. Pero lo mismo parece empezar a pasarle ya a los modos de la política tradicional. Parece poder extendérseles ya un diagnóstico casi definitivo de mortal antigüedad, de inadaptación  irreversible a la composición del aire de los tiempos que ellos mismos han contribuido a hacer venenosos, el aire y los tiempos. Y cada vez que abren los ojos en medio de su coma parecen manifestar cada vez mayor desorientación, como bien se colige de sus declaraciones.

Y un día aparecerá a su cabecera un médico con bata de topos rosa, un piercing en la mejilla y tatuajes desde el bálano hasta la nariz, aunque mejor que bien preparado, competente, listísimo y ya jefe de servicio, que les comunicará amablemente su fallecimiento. Y requiescant in pacem.

Adaptarse o morir, y lo que dan es toda la sensación de estar optando sin duda por lo segundo y, lo más gracioso, es que sus verdugos habrán sido ellos mismos. Porque no es la izquierda ni la derecha, Beatriz, lo que alienta detrás de los movimientos sociales, es que la honradez y la eficacia, que no tienen patria porque su patria debería estar obligatoriamente en todas partes, como proclamaría cualquier Internacional Socialista, incluso de las hoy venidas a menos o a nada, pugnan por comparecer en una escena pública que debiera de ser su lugar natural de expresión y de existencia, pero como ya no pueden hacerlo por la vía tradicional, estos testarudos personajes, que no son actores económicos y que parecen solo simples abstracciones, pero que sin embargo sí que cuentan y pesan, ¡y cómo!, en las motivaciones de los hombre, buscarán y encontrarán otras.

Y si la honradez y la eficacia no se dicen, no se proclaman, no se gritan y no se obtienen, ni lo manda decir, proclamar, gritar y obtener la Internacional de los tuyos, que también debería de ser la de los míos, lo hará la calle, pero habréis sido vosotros quienes hayáis obligado a apelar a los métodos callejeros y entonces, serán unos muchachotes iguales que tú, Beatriz, con la misma juventud y preparación, con las mismas razones e ilusiones, pero que habrán elegido la acera más estrecha y más resbaladiza, la del futuro, quienes vendrán a llevarse tus votos y los de tantos otros. Y lo que hagan de verdad con ellos, honradamente, no lo sabemos hoy ni tú, ni yo ni nadie. Pero yo ya rezo para que se los lleven y para que lo hagan mejor que tú y los tuyos, que tantos de nosotros, o para que siquiera lo intenten. Y es más, tal y como ya están las cosas, se percibe la sensación de que aun e incluso si se equivocaran, por lo menos la empatarían.

Please get out of the new one if you can’t lend your hand, for the times they’re a changing, como cantó Bob Dylan en legendario himno, ¿y cuando?, pues en 1963, cincuenta años de nada... pero alguna vez será cierto. Y añadió tiempo más tarde al respecto: no era una declaración, era un sentimiento.

Y es seguro que muchos igualmente, siguiendo nuestros sentimientos, que no sólo nuestros bolsillos, haremos lo posible para cambiar de médicos y el recetario, que estos, los tuyos, los nuestros, los míos y los de ellos ya nos cortaron los pies y las manos, la nariz y la lengua, y aun siguen los sabios galenos, al alimón, mirando como distraídos hacia salva sea la parte, y sin posibilidad de distinguir en la serenidad de sus semblantes si el siguiente corte lo harán a la izquierda, a la derecha o al centro de la misma, a mayor abundamiento.

Miserere nobis.

martes, 7 de mayo de 2013

La corrupción de la corrupción.


No es seguramente la corrupción en sí el peor de los usos políticos –y sociales– que desestructuran una sociedad. Lo peor, hoy, aquí, lo peor en los países endeudados de Europa, donde sin duda más abunda esta, es su ignorado (y cuando no ignorado, soslayado) efecto pantalla, su capacidad para tapar con eficacia asombrosa la existencia de otros problemas más sustanciales y estructurales, las causas más serias que están detrás del mal estado de las cosas de todos y que son lo que debería verdaderamente ocuparnos, pero que, sin embargo, no parece que le quiten el sueño a muchos de los que debieran de verse más que atenidos por el asunto.

La corrupción es un asunto capilar, táctico que no estratégico, hijo de la practicidad o de la viveza y de la moral o, más bien, inmoralidad de cada cual, que ayuda sin duda a mejor bandearse por la existencia, es un asunto que en lo sustancial atañe casi más a lo personal que a lo social y que no es debida a causas de ley más que de manera secundaria, porque a lo sumo se ve favorecida solo por razones de mal uso o de incumplimiento de la misma. Es decir, sí existen leyes que se ocupan de ella porque, oficialmente, también se considera un mal y así está sancionada hasta cierto punto su figura, siquiera con la boca pequeña.

Y aunque la población, con muy justificada razón, cada vez se molesta e irrita más por su capilaridad tan manifiesta y llevada a la luz cada vez con mayor eficacia y también porque el castigo para la corrupción, teóricamente sancionado igualmente por la ley, en realidad se ve desdibujado y se hace inoperante hasta los extremos que todos conocemos, la indignación parece que se dirige solo contra estos robos digamos como de pollería, pero a lo grande, contra esta realidad incuestionable por bien conocida y constantemente descrita. Sin embargo, no es la corrupción lo peor con lo que bregamos, ni mucho menos. Padecemos las poblaciones robos felizmente bendecidos y estatuidos que son indescriptiblemente mayores que los de pollería.

Y aunque la corrupción produce un grave malestar social y, en paralelo un ruido mediático inacabable y distorsionador, bien podría afirmarse que el beneficio que trae, y no es pequeño, contemplándolo desde el punto de vista de los despojadores, que no de los despojados, es que no se habla así de cuestiones mucho más profundas, graves y enjundiosas, pero de las que bien convendría y tendría que hablarse también, y mucho, y desde luego desde el punto de vista de los despojados, que son o somos la inmensa mayoría.

Y en virtud de la inapelable conclusión de Rafael Sánchez Ferlosio, –cito de mala memoria, no en su textualidad estricta–, de que parece significativo que el periódico traiga siempre y sin excepción, todos los días, cuarenta páginas de noticias, ni una más ni una menos, la consideración adicional que cabe hacerse es que si las cuarenta páginas se dedican entonces siempre y exclusivamente a hablar de un aspecto, la corrupción, para el ejemplo, no se deja evidentemente espacio ni mental ni de papel para hablar de otros temas de parecida o mayor enjundia.

Y de lo que no se habla nunca, en definitiva, nada se le permite saber entonces a quien bien le vendría conocer de ello, que es a la comunidad, a la ciudadanía y, en consecuencia, todo aquello que los medios de comunicación social no tocan o soslayan con cuidado, por no decir ya los responsables políticos, queda desnudado de eso precisamente, de su característica de perteneciente al bien o al mal común, y de la posibilidad de poder constituirse, por lo tanto, en cuestión de importancia primaria y que sin duda mucho nos atañería a todos.

Por lo tanto el mal verdadero, y desde luego peor que el de su propia existencia, es la eficacia de la corrupción como mecanismo velador o difusor, como pantalla de otros fenómenos, o comportamientos o carencias menos visibles y deliberadamente ocultos, pero mucho más graves. 

Cuando todo el debate político e ideológico se centra exclusivamente en afear y afearse mutuamente los episodios de corrupción que, en la práctica, son casi infinitos y aparentemente consustanciales, podría decirse, a la propia latinidad, lo que realmente se hace es dejar una vez más de lado el debate ideológico que en realidad es el que tendría que venirse realizando, o planteando o por lo menos poniendo en conocimiento de todos para intentar participarlo así, siquiera de refilón, a la sociedad.

Porque hay una cuestión que parece de lógica. Si la corrupción es característica, digamos, estructural, de base antropológica, caracteriológica casi, cosa como de la cultura latina o de la masa de la sangre, y signifique esto último lo que signifique, pero que es como lo explicaría –tan contento y dándolo por verdad de ciencia– el pensamiento de la derecha eterna, tan colorista y efectivo en algunas de sus consideraciones, no cabe duda, sin embargo, de que con esas mismas características ¿climatológicas, culturales, raciales, de psicología de masas?, en diferentes ocasiones y momentos de la historia, estos mismos pueblos, aunque infectados siempre, se supone, de los mismos males y miasmas, sin embargo, sí han sido capaces, incluso recientemente, de alumbrar estados, urdimbres sociales y economías efectivas mejor funcionantes y, más o menos, algo más satisfactorias para el general de sus poblaciones que aquellas con las que actualmente contamos.

Por lo tanto, supuesto un nivel de corrupción más o menos generalizado, más o menos alto, pero aproximadamente similar, momento a momento, con cualquier otro periodo histórico, si bien la diferencia hoy en día es que somos más conscientes del mismo, debido a la mayor facilidad para que la información se mueva y se haga pública por nuevas vías muy estrictamente modernas no, modernísimas, porque a fin de cuentas la red es un recién nacido que, a efectos de la historia humana, apenas tendría unos segundos de vida; entonces, la verdadera diferencia entre momentos favorables y momentos desfavorables o de gran crisis para las sociedades, no sería la existencia o no de dicha corrupción, tan real e igual en cada época como el aire o el agua lo puedan ser de un siglo a otro respecto de sí mismas, sino a la existencia de otras características o fenómenos que son los que realmente generan la diferencia.

Y no puede entenderse sino que tales factores diferenciales son las ideologías, los supuestos teóricos que, mejor o peor expresados, más o menos ocultos voluntariamente o no, permiten y generan unos y otros estados de cosas. Y si el actual es desfavorable, negativo indeseable, injusto, desestructurador, en fin, portador de las calamidades que cada cual prefiera asociarle, la causa no parece ser otra que aquella que dependa de sus factores variables, no de las invariantes, como bien podría considerarse a la corrupción en sí y en razón de todo lo anterior.

Por lo tanto, el tiro estratégico de quien desee enfrentar ese actual estado de cosas debería de realizarse al alza, pasando por encima del estado de corrupción, aunque no por supuesto ignorándolo ni dejando de oponerse a él, pero considerándolo solo como una más de las muchas disfunciones de las que ocuparse, y llevando obligatoriamente la vista y el pensamiento a retrotraerse en la contemplación y seguramente a meditar sobre la reposición razonada de ciertos supuestos ideológicos que se dieron por abandonados o por muertos y que son, muy exactamente, el barro del que provienen estos lodos.

Por lo tanto, entre el extremo ya arcaico de una colectivización obligatoria –o contemplada solo como deseable– y en el cual se movió parte del pensamiento de izquierdas durante mucho tiempo, pero habiendo sido derrotado ese criterio casi definitivamente por el poder de las armas y el dinero, conjunta y solidariamente, según su necesidad y, además por sus propios abusos y errores, y el haber dado sin más las sociedades a lanzarse al extremo opuesto, el de la privatización de la casi totalidad de las cosas, que es el marco ideológico en el cual nos movemos hoy en día en Europa, con los desastres asociados que le vamos viendo; bien se podría intentar plantear, probar o ver cómo hacer para poner en tímido funcionamiento otros tipos de prácticas, hijas de supuestos ideológicos un poco más matizados y que anduvieran medianamente equidistantes de uno u otro extremo y de los cuales ya se han visto más que suficientemente los males e incapacidades que generan.

Y como la corrupción política es mal en sí como el cáncer, pero al cual no se le conoce todavía definitivo remedio, pero ello no impide ciertamente ni la vida ni la prosperidad del general de las poblaciones más que en cierta medida, parecería hora de dejar de centrarse en los quinientos, mil o diez mil millones que se le puedan escapar por esta causa a una economía media como la nuestra, para enfocar, en cambio, esas otras causas, ideológicas sin la más mínima duda, por las cuales permitimos que se nos escapen cincuenta mil, cien mil, doscientos mil millones en otras partidas.

La primera, la deuda inflada a beneficio de terceros, la segunda, el sostenimiento obligado de entidades bancarias y financieras arruinadoras y arruinadas, la tercera, el gasto por duplicado y triplicado en entidades políticas innecesarias y sui generis, útiles tan solo para colocar políticos y, la cuarta, la erección, sin debate alguno sobre su utilidad, conveniencia y necesidad, de interminables infraestructuras de algunas de las cuales, con descorazonadora frecuencia, ni siquiera se sabe ni siquiera y mientras ya se están construyendo a que van a ser dedicadas y lo cual, ya por sí solo, dice bastante, así como de otras igual de inútiles que aquellas de las que se sabe ya inapelablemente que no han servido para nada, como esas autovías de peaje, costosas y rutilantes, pero ¡ay! sin clientes conocidos que deseen circular por su pulido asfalto o esos trenes del futuro que corren como aviones, pero que circulan medio vacíos porque el común, aun deseándolo, no puede sufragar el precio absurdo de sus billetes.

Por lo tanto, el discurso ya no debería de ser tanto sobre la corrupción solamente, sino sobre la estupidez, por un lado, con su mal cálculo, y sobre la mala fe, que al cálculo equivocado le añade el torticero, y sobre alguno bueno, que también los hay, pero efectuado casi siempre solo a ventaja y beneficio de pocos y que requiere, como contrapartida, el expolio necesario de muchos. 

Y como mejor descripción de la locura simple y sin más matices, contamos con dos millones de viviendas vacías en un país como España, en las cuales se podrían alojar ocho o diez millones de nuevos pobladores, es decir, un cuarto de los que somos hoy en el país, lo cual significa, sin más, que hoy mismo lo que habitamos no es más que un estado contagiado de demencia faraónica o de satrapía sobrevenida que en nada desmerece a otros de los cuales, sin embargo, nos hemos ido librando con terrible esfuerzo. Como esas manos muertas  del siglo XVII español, un siete por ciento del total de la población absolutamente improductivo y entregado exclusivamente a la oración y mantenido a costa de terceros, o como aquellos gastos militares para sufragar ejércitos a escalas hoy impensables y que se llevaban porcentajes del diez, del quince, del veinte, del treinta por ciento de la riqueza del país para convertirla en humo de incienso o en humo de pólvora, alternativa y también complementariamente.

Entraba a raudales el dinero de las indias, el de colonias, pero en su muy mayor parte salía con las mismas a pagar las deudas de la locura, la vesania y la tiranía de cada época. Y corrupción había igualmente cuanta se pudiera describir. Hoy, no entra otro dinero que el se recauda in situ y a mala pena, más el que se pide prestado, pero es este un monto de monetario que ya no da para sufragar demencias, aunque sí resultaría bastante para una vida normal, civilizada, aseada y a tono con la época, y de llevarse las cosas públicas según razón y sentido común.

Y no hay tiranía hoy, teóricamente, dicen o gustamos de decirnos, pero si parece haber una tiranía de la teoría ineficaz o inexistente, de la equivocación sin enmienda, del pensamiento errado y del mal cálculo por no decir del no cálculo, del mal aprovechamiento de lo que hay, que no es mucho, pero tampoco tan escaso como para justificar un elogio de la miseria como el que venimos escuchando en cada desayuno.

La catástrofe de la burbuja inmobiliaria, la verdadera crónica de un robo anunciado, ella sola, con esos dos millones de habitáculos vacíos, con su coste aproximado de una larga cuarta parte del PIB de un año, es donde está de verdad enterrado el estado del bienestar, junto al excedente de trabajo y al esfuerzo de la población que más que descabelladamente lo sufragaron, y que hoy no es otra cosa que todo lo faltante, bajo la figura de la deuda, además, y como último Inri, inflada esta a mejor ventaja de sus acreedores.

Y ante esto la corrupción no es el mal mayor, sino el menor, porque sólo era esta misma la tasa oculta que nos cobraban el listo, el vivo, el sinvergüenza y el delincuente, porque esta corrupción era solo el tres, el cinco, el diez por ciento de esa otra cifra del mastodonte inmobiliario, hipotecario y financiero y a cuya cuenta hay que poner irremediablemente el noventa por ciento restante de nuestra ruina.

Y ese casi treinta por ciento de PIB que se nos evaporó de la vida económica casi coincide, es curioso, con la cifra del paro, con la de la pobreza, pero ese porcentaje de población que incurrió en la locura hipotecaria, no está constituido por supuesto y en su inmensa mayoría por un hatajo de sinvergüenzas, sino por una capa entera de la población engañada, deslumbrada falsamente y malamente aconsejada ex profeso y, por ende, estafada y, en este caso, sí que por un buen hatajo de vivos, casi todos impunes, pero, por otro, y eso es lo verdaderamente criminal e imperdonable, por otro de ciegos voluntarios y culpables, sus autoridades, que hubieran debido defenderla de todo ello, pero que en cambio demostraron que no sabían lo que hacían ni lo que dejaban hacer, por haber abandonado voluntariamente todos los pilotos el norte del bien común y por el también culpable y mal gestionado lassez faire,  laissez passer, por el abandono y el balbucir ideológicos, por la estrategia confundida y equivocada, por la ignorancia política, económica y, aún mas grave, moral y ética, y por su tolerancia frente al afán de lucro sin recabar el imprescindible sometimiento de este a un control, y por la carencia, además, de cabezas que pensaran y piensen a largo plazo, que vigilaran, moderaran, condujeran según lógica, dieran el alto si fuera necesario, sometieran las cosas al necesario criterio del bien común o más bien, de simple inteligencia fáctica y que intentaran dirigirlas a buen fin para todos, y no solo para algunos pocos.

Y ahora, para tapar las causas y las aguas mayores y menores, para disimular el olor de las alcantarillas que ya fluyen al descubierto, después, entonces, por lo tanto, en consecuencia, solo se gasta más pólvora en salvas, se culpabiliza a los estafados, se tacha cualquier manifestación apenas más violenta que una reunión de parroquia, casi que de golpe de estado, se critica la desafección y se refuerza el esquema policial. El intelectivo, jamás, por supuesto.

Y sí, ante todo ello, incluso ya puede ir siendo razonable el pensar, como tantos critican y como tantos se rasgan las vestiduras por ello, que cuanto peor, mejor. Porque es casi imposible quitarse de la cabeza la sensación de que los responsables están cavando sus propias tumbas políticas e ideológicas con estas timbas y con los huesos de los emaciados que ya enterraron y con los de los que ya esperan a pie de fosa, y que, por tanto, antes o después, disfrutarán finalmente ellos también, junto a sus infelices prácticas, de sus merecidas sepulturas. Pero no serán un panteón venerado porque no pocos bailarán sobre ellas y no faltarán jueces que proclamen la danza macabra como legítima.

Y no, no será elegante y hasta algunos estaríamos dispuestos a considerar que no parecería muy ético.

Pero sí resultará comprensible.