No es seguramente la corrupción en sí el peor de los usos políticos –y sociales– que desestructuran una sociedad. Lo peor, hoy, aquí, lo peor en los países endeudados de Europa, donde sin duda más abunda esta, es su ignorado (y cuando no ignorado, soslayado) efecto pantalla, su capacidad para tapar con eficacia asombrosa la existencia de otros problemas más sustanciales y estructurales, las causas más serias que están detrás del mal estado de las cosas de todos y que son lo que debería verdaderamente ocuparnos, pero que, sin embargo, no parece que le quiten el sueño a muchos de los que debieran de verse más que atenidos por el asunto.
La corrupción es un asunto capilar, táctico que no estratégico, hijo de la practicidad o de la viveza y de la moral o, más bien, inmoralidad de cada cual, que ayuda sin duda a mejor bandearse por la existencia, es un asunto que en lo sustancial atañe casi más a lo personal que a lo social y que no es debida a causas de ley más que de manera secundaria, porque a lo sumo se ve favorecida solo por razones de mal uso o de incumplimiento de la misma. Es decir, sí existen leyes que se ocupan de ella porque, oficialmente, también se considera un mal y así está sancionada hasta cierto punto su figura, siquiera con la boca pequeña.
Y aunque la población, con muy justificada razón, cada vez se molesta e irrita más por su capilaridad tan manifiesta y llevada a la luz cada vez con mayor eficacia y también porque el castigo para la corrupción, teóricamente sancionado igualmente por la ley, en realidad se ve desdibujado y se hace inoperante hasta los extremos que todos conocemos, la indignación parece que se dirige solo contra estos robos digamos como de pollería, pero a lo grande, contra esta realidad incuestionable por bien conocida y constantemente descrita. Sin embargo, no es la corrupción lo peor con lo que bregamos, ni mucho menos. Padecemos las poblaciones robos felizmente bendecidos y estatuidos que son indescriptiblemente mayores que los de pollería.
Y aunque la corrupción produce un grave malestar social y, en paralelo un ruido mediático inacabable y distorsionador, bien podría afirmarse que el beneficio que trae, y no es pequeño, contemplándolo desde el punto de vista de los despojadores, que no de los despojados, es que no se habla así de cuestiones mucho más profundas, graves y enjundiosas, pero de las que bien convendría y tendría que hablarse también, y mucho, y desde luego desde el punto de vista de los despojados, que son o somos la inmensa mayoría.
Y en virtud de la inapelable conclusión de Rafael Sánchez Ferlosio, –cito de mala memoria, no en su textualidad estricta–, de que parece significativo que el periódico traiga siempre y sin excepción, todos los días, cuarenta páginas de noticias, ni una más ni una menos, la consideración adicional que cabe hacerse es que si las cuarenta páginas se dedican entonces siempre y exclusivamente a hablar de un aspecto, la corrupción, para el ejemplo, no se deja evidentemente espacio ni mental ni de papel para hablar de otros temas de parecida o mayor enjundia.
Y de lo que no se habla nunca, en definitiva, nada se le permite saber entonces a quien bien le vendría conocer de ello, que es a la comunidad, a la ciudadanía y, en consecuencia, todo aquello que los medios de comunicación social no tocan o soslayan con cuidado, por no decir ya los responsables políticos, queda desnudado de eso precisamente, de su característica de perteneciente al bien o al mal común, y de la posibilidad de poder constituirse, por lo tanto, en cuestión de importancia primaria y que sin duda mucho nos atañería a todos.
Por lo tanto el mal verdadero, y desde luego peor que el de su propia existencia, es la eficacia de la corrupción como mecanismo velador o difusor, como pantalla de otros fenómenos, o comportamientos o carencias menos visibles y deliberadamente ocultos, pero mucho más graves.
Cuando todo el debate político e ideológico se centra exclusivamente en afear y afearse mutuamente los episodios de corrupción que, en la práctica, son casi infinitos y aparentemente consustanciales, podría decirse, a la propia latinidad, lo que realmente se hace es dejar una vez más de lado el debate ideológico que en realidad es el que tendría que venirse realizando, o planteando o por lo menos poniendo en conocimiento de todos para intentar participarlo así, siquiera de refilón, a la sociedad.
Porque hay una cuestión que parece de lógica. Si la corrupción es característica, digamos, estructural, de base antropológica, caracteriológica casi, cosa como de la cultura latina o de la masa de la sangre, y signifique esto último lo que signifique, pero que es como lo explicaría –tan contento y dándolo por verdad de ciencia– el pensamiento de la derecha eterna, tan colorista y efectivo en algunas de sus consideraciones, no cabe duda, sin embargo, de que con esas mismas características ¿climatológicas, culturales, raciales, de psicología de masas?, en diferentes ocasiones y momentos de la historia, estos mismos pueblos, aunque infectados siempre, se supone, de los mismos males y miasmas, sin embargo, sí han sido capaces, incluso recientemente, de alumbrar estados, urdimbres sociales y economías efectivas mejor funcionantes y, más o menos, algo más satisfactorias para el general de sus poblaciones que aquellas con las que actualmente contamos.
Por lo tanto, supuesto un nivel de corrupción más o menos generalizado, más o menos alto, pero aproximadamente similar, momento a momento, con cualquier otro periodo histórico, si bien la diferencia hoy en día es que somos más conscientes del mismo, debido a la mayor facilidad para que la información se mueva y se haga pública por nuevas vías muy estrictamente modernas no, modernísimas, porque a fin de cuentas la red es un recién nacido que, a efectos de la historia humana, apenas tendría unos segundos de vida; entonces, la verdadera diferencia entre momentos favorables y momentos desfavorables o de gran crisis para las sociedades, no sería la existencia o no de dicha corrupción, tan real e igual en cada época como el aire o el agua lo puedan ser de un siglo a otro respecto de sí mismas, sino a la existencia de otras características o fenómenos que son los que realmente generan la diferencia.
Y no puede entenderse sino que tales factores diferenciales son las ideologías, los supuestos teóricos que, mejor o peor expresados, más o menos ocultos voluntariamente o no, permiten y generan unos y otros estados de cosas. Y si el actual es desfavorable, negativo indeseable, injusto, desestructurador, en fin, portador de las calamidades que cada cual prefiera asociarle, la causa no parece ser otra que aquella que dependa de sus factores variables, no de las invariantes, como bien podría considerarse a la corrupción en sí y en razón de todo lo anterior.
Por lo tanto, el tiro estratégico de quien desee enfrentar ese actual estado de cosas debería de realizarse al alza, pasando por encima del estado de corrupción, aunque no por supuesto ignorándolo ni dejando de oponerse a él, pero considerándolo solo como una más de las muchas disfunciones de las que ocuparse, y llevando obligatoriamente la vista y el pensamiento a retrotraerse en la contemplación y seguramente a meditar sobre la reposición razonada de ciertos supuestos ideológicos que se dieron por abandonados o por muertos y que son, muy exactamente, el barro del que provienen estos lodos.
Por lo tanto, entre el extremo ya arcaico de una colectivización obligatoria –o contemplada solo como deseable– y en el cual se movió parte del pensamiento de izquierdas durante mucho tiempo, pero habiendo sido derrotado ese criterio casi definitivamente por el poder de las armas y el dinero, conjunta y solidariamente, según su necesidad y, además por sus propios abusos y errores, y el haber dado sin más las sociedades a lanzarse al extremo opuesto, el de la privatización de la casi totalidad de las cosas, que es el marco ideológico en el cual nos movemos hoy en día en Europa, con los desastres asociados que le vamos viendo; bien se podría intentar plantear, probar o ver cómo hacer para poner en tímido funcionamiento otros tipos de prácticas, hijas de supuestos ideológicos un poco más matizados y que anduvieran medianamente equidistantes de uno u otro extremo y de los cuales ya se han visto más que suficientemente los males e incapacidades que generan.
Y como la corrupción política es mal en sí como el cáncer, pero al cual no se le conoce todavía definitivo remedio, pero ello no impide ciertamente ni la vida ni la prosperidad del general de las poblaciones más que en cierta medida, parecería hora de dejar de centrarse en los quinientos, mil o diez mil millones que se le puedan escapar por esta causa a una economía media como la nuestra, para enfocar, en cambio, esas otras causas, ideológicas sin la más mínima duda, por las cuales permitimos que se nos escapen cincuenta mil, cien mil, doscientos mil millones en otras partidas.
La primera, la deuda inflada a beneficio de terceros, la segunda, el sostenimiento obligado de entidades bancarias y financieras arruinadoras y arruinadas, la tercera, el gasto por duplicado y triplicado en entidades políticas innecesarias y sui generis, útiles tan solo para colocar políticos y, la cuarta, la erección, sin debate alguno sobre su utilidad, conveniencia y necesidad, de interminables infraestructuras de algunas de las cuales, con descorazonadora frecuencia, ni siquiera se sabe ni siquiera y mientras ya se están construyendo a que van a ser dedicadas y lo cual, ya por sí solo, dice bastante, así como de otras igual de inútiles que aquellas de las que se sabe ya inapelablemente que no han servido para nada, como esas autovías de peaje, costosas y rutilantes, pero ¡ay! sin clientes conocidos que deseen circular por su pulido asfalto o esos trenes del futuro que corren como aviones, pero que circulan medio vacíos porque el común, aun deseándolo, no puede sufragar el precio absurdo de sus billetes.
Por lo tanto, el discurso ya no debería de ser tanto sobre la corrupción solamente, sino sobre la estupidez, por un lado, con su mal cálculo, y sobre la mala fe, que al cálculo equivocado le añade el torticero, y sobre alguno bueno, que también los hay, pero efectuado casi siempre solo a ventaja y beneficio de pocos y que requiere, como contrapartida, el expolio necesario de muchos.
Y como mejor descripción de la locura simple y sin más matices, contamos con dos millones de viviendas vacías en un país como España, en las cuales se podrían alojar ocho o diez millones de nuevos pobladores, es decir, un cuarto de los que somos hoy en el país, lo cual significa, sin más, que hoy mismo lo que habitamos no es más que un estado contagiado de demencia faraónica o de satrapía sobrevenida que en nada desmerece a otros de los cuales, sin embargo, nos hemos ido librando con terrible esfuerzo. Como esas manos muertas del siglo XVII español, un siete por ciento del total de la población absolutamente improductivo y entregado exclusivamente a la oración y mantenido a costa de terceros, o como aquellos gastos militares para sufragar ejércitos a escalas hoy impensables y que se llevaban porcentajes del diez, del quince, del veinte, del treinta por ciento de la riqueza del país para convertirla en humo de incienso o en humo de pólvora, alternativa y también complementariamente.
Entraba a raudales el dinero de las indias, el de colonias, pero en su muy mayor parte salía con las mismas a pagar las deudas de la locura, la vesania y la tiranía de cada época. Y corrupción había igualmente cuanta se pudiera describir. Hoy, no entra otro dinero que el se recauda in situ y a mala pena, más el que se pide prestado, pero es este un monto de monetario que ya no da para sufragar demencias, aunque sí resultaría bastante para una vida normal, civilizada, aseada y a tono con la época, y de llevarse las cosas públicas según razón y sentido común.
Y no hay tiranía hoy, teóricamente, dicen o gustamos de decirnos, pero si parece haber una tiranía de la teoría ineficaz o inexistente, de la equivocación sin enmienda, del pensamiento errado y del mal cálculo por no decir del no cálculo, del mal aprovechamiento de lo que hay, que no es mucho, pero tampoco tan escaso como para justificar un elogio de la miseria como el que venimos escuchando en cada desayuno.
La catástrofe de la burbuja inmobiliaria, la verdadera crónica de un robo anunciado, ella sola, con esos dos millones de habitáculos vacíos, con su coste aproximado de una larga cuarta parte del PIB de un año, es donde está de verdad enterrado el estado del bienestar, junto al excedente de trabajo y al esfuerzo de la población que más que descabelladamente lo sufragaron, y que hoy no es otra cosa que todo lo faltante, bajo la figura de la deuda, además, y como último Inri, inflada esta a mejor ventaja de sus acreedores.
Y ante esto la corrupción no es el mal mayor, sino el menor, porque sólo era esta misma la tasa oculta que nos cobraban el listo, el vivo, el sinvergüenza y el delincuente, porque esta corrupción era solo el tres, el cinco, el diez por ciento de esa otra cifra del mastodonte inmobiliario, hipotecario y financiero y a cuya cuenta hay que poner irremediablemente el noventa por ciento restante de nuestra ruina.
Y ese casi treinta por ciento de PIB que se nos evaporó de la vida económica casi coincide, es curioso, con la cifra del paro, con la de la pobreza, pero ese porcentaje de población que incurrió en la locura hipotecaria, no está constituido por supuesto y en su inmensa mayoría por un hatajo de sinvergüenzas, sino por una capa entera de la población engañada, deslumbrada falsamente y malamente aconsejada ex profeso y, por ende, estafada y, en este caso, sí que por un buen hatajo de vivos, casi todos impunes, pero, por otro, y eso es lo verdaderamente criminal e imperdonable, por otro de ciegos voluntarios y culpables, sus autoridades, que hubieran debido defenderla de todo ello, pero que en cambio demostraron que no sabían lo que hacían ni lo que dejaban hacer, por haber abandonado voluntariamente todos los pilotos el norte del bien común y por el también culpable y mal gestionado lassez faire, laissez passer, por el abandono y el balbucir ideológicos, por la estrategia confundida y equivocada, por la ignorancia política, económica y, aún mas grave, moral y ética, y por su tolerancia frente al afán de lucro sin recabar el imprescindible sometimiento de este a un control, y por la carencia, además, de cabezas que pensaran y piensen a largo plazo, que vigilaran, moderaran, condujeran según lógica, dieran el alto si fuera necesario, sometieran las cosas al necesario criterio del bien común o más bien, de simple inteligencia fáctica y que intentaran dirigirlas a buen fin para todos, y no solo para algunos pocos.
Y ahora, para tapar las causas y las aguas mayores y menores, para disimular el olor de las alcantarillas que ya fluyen al descubierto, después, entonces, por lo tanto, en consecuencia, solo se gasta más pólvora en salvas, se culpabiliza a los estafados, se tacha cualquier manifestación apenas más violenta que una reunión de parroquia, casi que de golpe de estado, se critica la desafección y se refuerza el esquema policial. El intelectivo, jamás, por supuesto.
Y sí, ante todo ello, incluso ya puede ir siendo razonable el pensar, como tantos critican y como tantos se rasgan las vestiduras por ello, que cuanto peor, mejor. Porque es casi imposible quitarse de la cabeza la sensación de que los responsables están cavando sus propias tumbas políticas e ideológicas con estas timbas y con los huesos de los emaciados que ya enterraron y con los de los que ya esperan a pie de fosa, y que, por tanto, antes o después, disfrutarán finalmente ellos también, junto a sus infelices prácticas, de sus merecidas sepulturas. Pero no serán un panteón venerado porque no pocos bailarán sobre ellas y no faltarán jueces que proclamen la danza macabra como legítima.
Y no, no será elegante y hasta algunos estaríamos dispuestos a considerar que no parecería muy ético.
Y no, no será elegante y hasta algunos estaríamos dispuestos a considerar que no parecería muy ético.
Pero sí resultará comprensible.
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