jueves, 11 de diciembre de 2014

La 'justicia' y los poderes.

A la luz de las últimas, pero permanentes, manipulaciones políticas sobre los jueces, por lo demás, seguramente atenidas a ley, pero manipulaciones, no vendría de sobra una reflexión sobre todo ello. Y, preferentemente esta reflexión bien debería de realizarse más bien a futuro, en atención a los más que posibles cambios que la propia democracia española vaya a generar en su seno en tiempos que no tardarán demasiado en venir, pocos años ya. Y cambios casi obligados en función de las carencias que padece la misma y que son el indudable origen, en resumen, de buena parte de nuestros lodos. De los de la justicia y de todos los demás.
Porque de poco sirve llorar sobre la leche derramada o, más bien, la mala leche, y enumerar las prevaricaciones, por más que legales, insisto, de casi cualquier poder ejecutivo sobre el poder judicial. Estas prevaricaciones se producen continuo, unas veces son más mediáticas que otras, pero lo cierto es que la intervención del poder ejecutivo en el judicial es constante, recalcitrante y, por supuesto persistentemente generadora de lo que no cabe otra cosa que llamar anti-derecho.
Es vieja y conocida letanía, y sin duda filfa en buena parte, la de la separación entre los poderes clásicos: el ejecutivo, el legislativo y el judicial más el del último llegado, el llamado cuarto poder, es decir el de los medios y el de la opinión pública, cada cual de estos dos últimos inserto el uno en el otro, como el Ying y el Yang.
Obvio es, para empezar, que el cuarto poder poco cuenta, tanto institucionalmente como de facto. En lo tocante a los medios de información, porque no son, en puridad, un órgano del estado, salvo la excepción de las radiotelevisiones públicas, pero que cada vez son seguidas por menos gente y que, por lo tanto, menos influyen proporcionalmente y ello como graciosa consecuencia, precisamente, de la inveterada pretensión de influir con ellas a favor del poder y sin tener en cuenta los criterios de independencia, cuya única existencia real, hoy en día, es la de su constante proclamación huera, que nunca su realidad contrastada.
Y por lo que respecta a los medios de titularidad privada, aunque su objetivo teórico no es sólo el de la información, sino el entretenimiento y el ocio, más la obligada coletilla de referencia a sus santificadas funciones culturales, que es lo mismo que no decir nada o un mero brindis al sol, lo cierto es que todos ellos no son otra cosa que empresas constituidas con legítimo ánimo de lucro y que esto es a lo cual, de manera fundamentalísima, se dedican, con la consecuencia lógica de que cada vez que entran en conflicto cualesquiera otras cuestiones con dicho ánimo de lucro, lo que se va al garete es la imparcialidad, la intención cultural, supuesto que alguien sepa, hoy en día, qué sea eso exactamente y hasta el entretenimiento si fuera necesario y porque este no diera dinero. 
Dicho de otra manera, si el mundo fuera del revés a lo que es y si lo que se vendiera con éxito y demandara incesantemente la sociedad fueran textos de Gramsci o de Chomsky o debates de altura, educados y razonados, sin griterío, insultos y arrancado de moños, como los de la añorada La clave, entonces hete aquí que los tendríamos todos los días, en todos los medios, y jamás sería posible ver un Gran Hermano u otras cosas de parecida sustancia, más que en un mísero tanto por ciento de la programación, y esto sólo para sacarle el dinero posible también a ese raro nicho ecológico minoritario, ese que en ese mundo al revés preferiría ver culos, violencia gratuita o balones rodando en lugar de hacer lo que todos los demás, leer el Quijote, escuchar a Rafael Sánchez Ferlosio, al obispo de Solsona o Lieders de Schumann, en cintas sinfín.
Consecuencia de todo ello es que este cuarto poder, el de los medios, poco cuenta y poco pesa cada vez que tiene que enfrentarse a sus hermanos mayores, los otros tres, puesto que cualquiera de ellos, llegados a las manos con el cuarto por cualquier quisicosa, lo cruje de inmediato y sin más con un simple decreto, ley o sentencia, y a otra cosa.
Y la otra rama del cuarto poder, por llamar poder a algo, la de la opinión pública y que tampoco es, por voluntad de los legisladores de nuestra ‘democracia’ un órgano del estado ni nada que se le parezca, podada está de raíz desde el nacimiento mismo del arbolillo y ni siquiera puede expresarse legalmente en referéndum porque lo solicite ella, sino sólo cuando se le ‘otorga’ y por razones generalmente no de su interés, sino del interés del primer poder, el ejecutivo. Con lo cual, seguir llamando poder a algo que sólo tiene el de manifestar su repulsa a lo que sea y sin que tal cosa tenga, reglamentaria o legislativamente, el más mínimo efecto legal, salvo el del propio derecho de manifestación –que en algo impide, bien es cierto, el matar la libre opinión a palos, aunque esto aún con matices–, no parece, casi, más que una triste burla. Una más.
Pero no es esto lo más grave, porque la tradicional clasificación de poderes ignora y ni siquiera mienta al primero y más verdadero de todos ellos, el económico, del que, per traversa vía, emanan todos los demás. Y emanan no sólo en la realidad, sino históricamente. ¿Qué otra cosa es un reino o una república que un derivado del hecho de que la caja de caudales original del primer macho alfa, del primer rey, del arconte, del sátrapa, del amo, sufrió lentísimamente un largo proceso de escisión, en virtud del cual una parte de la misma se hizo pública? Pero en origen era una, y así, todas las discusiones de la modernidad, y menos, giran sobre cuáles cuantías de las cajas conviene que sean públicas y cuáles privadas. Pero lo cierto es que en el origen fue la caja, que no el caos, y sólo después ya vino la separación de las aguas, de las tierras y todas esas fábulas tan bellas.
Sin embargo, ha acontecido un hecho histórico, a principios de los años 70 del siglo XX, que ha trastocado toda reflexión clásica sobre los poderes. Hasta ese momento, cualquier capital privado, es decir, perteneciente al poder económico, estaba sometido a las regulaciones y también al albedrío del poder ejecutivo. De alguna manera el ejecutivo controlaba, hasta cierto punto, los usos y finalidades a las que este se dedicaba y además dictaminaba con efectos de ley sobre la legitimidad de dichos fines. Dicho de otro modo, el Rey, o figura equivalente en cualquier parte, podía, porque podía, encarcelar, desterrar, confiscar los bienes y hasta ejecutar a los que ostentan el poder económico, por lo general otros aristócratas y sus propios pares, antes, y después, ricos a secas investidos de cualquier titulación u oficio altisonante, bien porque el rey mismo fuera un tirano, bien porque este o aquel poderoso fueran unos verdaderos infames y, más generalmente, por ambas causas. Pero, en definitiva, el poder lo ostentaba quien decía detentarlo y de quien todo el mundo sabía que, en efecto, lo ostentaba. No había confusiones ni dudas al respecto.
Y el poder económico, así como las desigualdades, eran enormes, más aún en conjunto que en la actualidad, pero en los casos de conflicto este quedaba sometido a las decisiones del poder ejecutivo de cada lugar, tuviera este la forma que tuviera. En última instancia, esto garantizaba que el rey fuera efectivamente el rey, el dictador, dictador, el presidente, presidente y que el interés público, bajo cualquier forma que adoptara una gobernación, y por espuria o antidemocrática que esta fuera y por más de boquilla que se profiriera la expresión de ‘interés público’, y esto incluso bajo las formas del fascismo histórico moderno, permitía saber que el rey, el dictador, el presidente, eran el amo y referente final y que su poder era el máximo de los imaginables, por más que nunca pudiera ser total, ni siquiera en los totalitarismos, en las repúblicas bananeras o en los sultanatos. Pero existía siquiera dicho referente al cual dirigirse y tanto para lo bueno, para la súplica de la erogación de bienes y prebendas y de legislación, como para execrar lo malo o incluso achacárselo: las guerras, los robos, las imposiciones, la desigualdad...
Hoy, sin embargo, nos encontramos con el hecho real, históricamente jamás acontecido, de que la cabeza oficial y última de cada poder ejecutivo es, a muchos efectos, una cabeza vacía. O vicaria. Y si bien es claro que poderes no le faltan porque aún ostenta muchísimos, lo cierto es que el principal, es decir el poder que gobierna y el que además posee la caja del tesoro, ya no le pertenece.
Este se ha entregado, y con él, el poder real y efectivo de gobernar, a aquellas instancias económicas a las que de antiguo, llegado el caso de venir a las malas y a las peores, se les cortaba la cabeza sin más y se les confiscaba la hucha. Y ahora, nos encontramos con el caso literalmente opuesto. Es el poder ejecutivo de cualquier país el que tiene que entregar su cabeza, y sus fondos, cuando entra en conflicto con el poder ecónomico, cada vez más en cualquier lugar del mundo y, muy particularmente agravado en Europa, o, mejor dicho, en la Unión Europea.
Es, obviamente, un absurdo lógico y la mayor dejación de soberanía y la mayor traición a cada pueblo jamás registrada en ninguna época. Y deriva, sencillamente, de una única decisión, la de permitir una prácticamente total libertad de comercio, inscrita en las leyes, y a la cual se someten los gobiernos como al designio inapelable de un dictador mucho mayor que cualquiera de ellos, grandes potencias incluidas, y al que han otorgado la capacidad real de triturarlos, lo cual constituye, sin duda posible, la más inverosímil de las decisiones políticas de las que yo haya tenido noticia jamás.
Y no es que esta capacidad de los mercados de triturar a un gobierno opuesto a ellos no sea real en parte, pero lo cierto es que se le atribuye a este susodicho mercado o verdadera tiranía universal, sin duda mucha mayor fuerza de la que tiene, porque su fuerza no viene de otra cosa que de la dejación de quienes deberían controlarlos o de siquiera unirse con otros semejantes para hacerlo.
Pero no se hace, porque un poder ya no se atreve con el otro. Nada más sencillo, en teoría, el que, por ley, en lugar de multar a una multinacional por el 5% de lo que ha robado, la multa fuera el doble de la cifra de beneficios obtenida mediante la mala práctica y que, de no poder cobrarse dicha multa, se cierre, prohiba o incaute la empresa en todo un ámbito territorial, al cual sólo se le permitiría de nuevo el acceso al mismo respetando determinadas condiciones, y condiciones que de no interesar a dicha empresa a buen seguro aceptaría otra que ocupara su lugar.
Y no es decir que esto lo haga Guatemala, cincuenta veces más pequeña que una multinacional, es que no se ve qué impediría a la Union Europea, por ejemplo, aplicar este mismo criterio con tantas multinacionales que a todos nos acuden a las mientes y cuyas prácticas financieras, monopolísticas y tributarias son, más o menos, las del viejo pirata Morgan. Ni qué impediría tampoco que la misma Unión alumbrara leyes que dejaran ciertas prácticas en la ilegalidad y las pusiera bajo el ojo de su jurisdicción de lo criminal, con sus consecuencias.
Pero, y queriendo deshilvanar ahora la reflexión en sentido contrario a como lo he venido haciendo, es decir, ahora de más grande a más pequeño, lo cierto es que bien se deja ver que la zarabanda judicial, origen primero de este escrito, bien se explica ahora desde la óptica del pez grande que se come al chico.
Se ha comido la economía de mercado a los estados y, con ellos, su ordenamiento jurídico y su razón de ser, la organización de una convivencia reglada y justa, también llamada democracia, sólo por el mero hecho de oponerse estos, en pequeña parte, a la facticidad de dicho poder económico, que ha logrado arrancar, comprándolas, legislaciones a su exclusivo favor que lo han convertido en omnímodo y tan irremediable como el granizo.
Ahora, esta amarga medicina o, mejor dicho, veneno, desciende cuerpo abajo por el tejido social, primero por los propios tres poderes tradicionales y desde ellos a todo el resto. La prevaricación primigenia de sustituir un estado de derecho por un estado sometido a un diktat económico que él mismo se ha privado de poder emitir, necesita repicarse hacia abajo para que todo lo que emane de dicho poder económico llegue hasta la última hojuela del cuerpo social para mejor arrancarle su savia, su espíritu vital y toda la independencia elemental de cada ser humano.
Es todo un monstruoso aparato legal que quiere y puede superponerse sobre otro construido de antiguo, a base de incontables sacrificios de muchedumbres y levantado con las mejores intenciones de ser una máquina creada para el bien de todos, hasta cierto punto. Hoy, esta maquinaria, parasitada por la nueva, se aprovecha para todo lo contrario y esto permite explicar estas superposiciones de ley que tan perplejos nos dejan.
Cuando el Ejecutivo, en definitiva, no es más que una sucursal, más o menos bien disimulada y bellamente decorada, de una Cosa Nostra mucho más grande que aspira a gobernarlo todo desde el único presupuesto de su propio beneficio, no es otra cosa que lógico que la filial de una filial de Cosa Nostra imponga a sus poderes subordinados, es decir, los otros tres, el legislativo el judicial y el cuarto, sea este lo que fuere, los usos que, a su vez, le han sido impuestos, primero por su propia dejadez, y después, por ser ya tarde para rebelarse o por mera incapacidad y cobardía, que también suman en la ecuación, sin olvidar el ánimo de lucro.
Por lo tanto, el que un ejecutivo (el español y tantos otros), intervenido y sometido a un poder mayor que el suyo, el de la UE, a su vez sometida a ese otro que ella misma creó al hacer dejadez del propio y del cual, para ostentarlo, se supone que fue creada, pero que por habérselo cedido amablemente al mercado, sin mediar sangre ni guerra, lo perdió, el que dicho ejecutivo o ejecutivos -decía– impongan ahora esas mismas leyes, cuerpo social abajo, es lo lógico y lo necesario desde su punto de vista. Ergo, se legisla a favor del único, verdadero y ya primer poder, el del mercado y después hay que adaptar el resto. Y sin contar las bajas propias, como en la guerra. O, a lo sumo, como fuego amigo.
Si se le suma, además, que incluso dentro de los principales partidos políticos en España, pero, en realidad, casi en cualquier parte de Europa también, esta misma lógica insana ya está operativa y vigente desde hace más de veinte años, lo que se obtiene, de últimas, es que estos partidos son tan prisioneros de su propia financiación como los gobiernos lo son de la alta finanza desgobernada que los lleva y los trae a donde quiere a punta de palo y zanahoria, como a los asnos que han demostrado ser. Y esta financiación se ha allegado, en gran parte, mediante métodos ilegales en los cuales, por fuerza, están implicadas las cúpulas de dichos partidos y la totalidad, evidentemente, de sus ejecutivas de las ramas económicas de cualquiera de ellos.
Por ello, y aún a pesar de los signos de cambio de tiempos que se avecinan, se sigue legislando en contra del sentido común, pero a favor de las necesidades propias y, en lo tocante al poder judicial, se le somete a aún mayores pruebas y esfuerzos de torsión en contra de los fines para los cuales se supone que fue creado y existe.
Así, a base de hermosas palabras enforradas, pero de hechos que niegan una vez y otra su hermosa envoltura, los jueces son apartados según convenga si no se deciden a apartarse ellos a tiempo, algunos fiscales ofician de abogados defensores, cuando así se les indica, otros abogados defensores hacen de fiscales, por no decir de jueces cada vez que sea menester y así se les haga saber, y los jueces, al menos parte de ellos, hacen de lo que les digan, con un ojo a este codicilo y otro al contrario, pues la juridicidad en general goza de suficiente elasticidad como para garantizar absolución o pena de muerte con el mismo caso, el mismo imputado y los mismos hechos probados o sin probar.
Y esto no es más que el funcionamiento de las cosas cuando estas van al revés desde el principio y desde lo más arriba. Que luego la Infanta haya de quedar como una mujer idiota, si la absuelven, o de excelente y amorosa compañera, si al final comparte la suerte de su consorte, es lo de menos. Ande yo caliente... Y que al consorte se le pidan 20 años de cárcel por robar tres millones de euros, allá cada cual con sus considerandos interiores, pero la comparación con otros casos semejantes y también con los opuestos de asesinos, violadores, terroristas, etc, a lo único que lleva, sin otro remedio, es al desprestigio de la institución, incapaz ya de cualquier gradación que pueda entender el sentido común.
Por lo tanto, si hay que echar a cuatro jueces justos de la carrera para proteger a un tesorero y a sus mandantes, y también mandantes, pero con g, que no jefes y aún menos ejemplos, o sí, pero de lo peor, no es consecuencia más que de los usos y prácticas que la relativización moral del bien público y la exaltación y el cultivo de la ventaja privada han logrado instaurar en todo el cuerpo social, desde el monarca emérito hasta el fontanero sin IVA, pasando por la totalidad del resto.
Le hemos, no, perdón, le han construido una escalera de plata y al cielo al Primer Poder, al Mercado, y después han destruido, nuestro buenos gobiernos, los peldaños que hubieran permitido perseguirlo hasta el mismo Olimpo, donde ahora habita apartado y feliz. Y quedamos ya todos sometidos a su código deontológico. El trae p’acá, que eso es mío y, si no me lo das, cabrón, te meto el puño con la navaja, hijo puta. Todo ello en román paladino.
Y si no, pregúntenle al juez Ruz, que igual se lo explica mejor, por jurídicas soledades.

El cante de las minas, el pico con el que nos arrancan. Ayayayayyy.

viernes, 14 de noviembre de 2014

Cataluña, democracia prêt-à-porter

Me resulta muy difícil deslindar lo que llamaría derechos personales –los que posee legalmente cada persona como tal en cada ámbito jurídico– de los derechos que atañen a las colectividades compuestas por esas personas, asimismo considerado cada cual en su ámbito jurídico que, por lo general, es el de un estado.
Es más, me sigue resultando extremadamente difícil también el deslindar, intelectual, emocional y moralmente, lo que considero un derecho existente de uno no existente; supongamos, a modo de ejemplo, el derecho a abortar en un país donde tal derecho existe de su equivalente no derecho en otro donde no se contemple.
Porque resulta evidente que, en el primer caso, el aborto será una figura jurídica considerada y sometida a la ley y, en el segundo, su inexistencia jurídica como derecho, o su existencia solo como objeto de prohibición o castigo, llevará a producir en el ser pensante, como mínimo, un grave conflicto emocional para intentar comprender o embarcar, dentro de su mismo sistema neurológico, que lo que en un lugar es normal o intelectivamente casi neutro, pueda ocasionar en otro el ser objeto de enjuiciamento, de cárcel, de pena capital incluso.
Pero el derecho, si queremos compararlo con entes de otro ámbito, se encuentra sin duda alguna entre las máquinas –o maquinaciones, en el buen sentido– más sofisticadas que el intelecto humano haya sido capaz de concebir y de manejar. Son máquinas, en sentido epistemológico, construidas gracias al saber y a la “tecnología” de su campo, igual que ocurre con el vehículo a motor, heredero del hecho de andar, de la motricidad animal, con el cohete o la astronave, remotos descendientes del tirar una piedra, arrojar una lanza o disparar una flecha, con la “sanidad” o la farmacia, consecuencias claras, tras haber pasado por un largo y grueso rebozado de acumulación de saber, de la magia, de los conjuros pictóricos de las cuevas prehistóricas, de la necesidad y del impulso desesperado de sanación del animal enfermo y herido. Y los ejemplos son casi infinitos.
Así, el derecho, la ley, con sus derechos, matizaciones y prohibiciones, es también un derivado directo de la lucha, de la beligerancia y de la competencia primigenia entre los animales, primero, y entre los seres humanos, después. El derecho es una larga cinta inacabable e inacabada, al igual que la larga cinta de las manufacturas o de la tecnología, la de la cultura, la del saber científico o el moral, y hasta la del conocer sobre el manejo de las propias emociones de cada cual con su entorno y con su mismidad.
Pero con respecto al derecho, incluso en el estado sofisticado en el que hoy pueda hallarse comparado con tiempos anteriores, lo que resulta tremendamente difícil de deslindar es algo tan sencillo de expresar como un “esto sí y esto no”, qué es libertad, pues, y qué no, lugar mental complejísimo donde se esconde el verdadero meollo de casi toda cuestión, llamémosla “jurídica”.
Por fortuna, como derivado o invención extraordinariamente tardía de la propia historia del derecho, y de su prima hermana, la política, se ha llegado, para fabricar leyes, a la inclusión efectiva de los conceptos de tolerancia y consenso, e incluso al de humanitarismo, con los cuales, hoy, se pretende, y así se proclama desde muchas instancias, que es con una buena parte de ellos con los que también se construye modernamente toda legislación.
Entonces, volviendo al estupor intelectual que le puede producir al ser libre y crítico, es decir a un humano ideal, el hecho de las diferentes e incompatibles juridicidades según lugar, no resulta difícil concebir el todavía mucho mayor estupor que se produce cuando estas se producen también dentro del mismo lugar, obligando a tantos ciudadanos a la dicotomía poco manejable entre lo que considera sus derechos en el terreno de lo personal de los que NO son considerados así en el terreno de lo colectivo, pero siendo los segundos sus equivalentes naturales o sus derivados lógicos.
Porque un colectivo de personas se “acostumbra”, volente o nolente, por no decir, “amolda” a la juridicidad de su lugar. Tal aserto parece poco discutible. Pero lo que será más difícil es convencer a este mismo colectivo, al que supondremos, ut supra, pensante y civilizado o, como más todavía me gusta decir, medianamente romanizado, de que, por ejemplo, el derecho asumido por la totalidad de la población a no recibir a alguien en su casa contra su voluntad, a echarlo de ella, o a que alguien se vaya porque sí de donde no desee estar, sin dar más explicaciones, sea un derecho que hoy, en España, carezca de correlato en ciertas otras situaciones colectivas parejamente fundamentales o, peor aun, según para cuáles casos sí, pero para otros no, para estupor de muchos.
Desde esta óptica precisamente, me atrevo a decir que el conflicto catalán es un conflicto jurídico, pero incluso más, un conflicto meramente intelectual por causa de una legislación estatal que, aun autodenominándose democrática, sin embargo, no lo es plenamente. Lo cual, como mínimo, obliga a caminar por intransitables callejones emocionales e intelectivos a quienes quedan sujetos a su normativa, e incluso hasta a aquellos que la emanan, lo que se produce, precisamente, porque aquello que es lo normal, lo lógico, casi, y lo asumido  con respecto a las decisiones y libertades de cada persona, se convierte en anómalo o, peor, en ilegal, cuando se trata de expresarse colectivamente, no importa con respecto a qué.

Y de esto, no se sabe bien qué es más difícil, si recibir la explicación o tratar de darla a lo que no la tiene, porque los misterios del paráclito pueden estar bien dentro de su ámbito, pero en política y, no digamos ya en las tareas de sembrado de conceptos en seseras, en los tiempos actuales se requiere apelar a una cierta lógica cartesiana mínima para poder hacer clientes, pues ya no sirve para todo el mundo el antiguo y acreditado Dios lo manda o el Emperador lo manda.
Porque no se compadece el que, como ciudadano, cualquier persona pueda expresar su opinión y prácticamente sin más cortapisa que la de que no la escuchen, pero sin consecuencias jurídicas, salvo que esté llamando al asesinato, al terrorismo o al maltrato físico y emocional de cualquier tipo, y que en cambio, no, pero de ninguna manera, pueda obrar como colectivo opinando igualmente lo que le parezca e instando al cumplimiento de sus intereses, como es derecho de ley para el caso individual de cualquier persona física.
Imponer y educar a una población, o siquiera pretenderlo, en que lo primero sea un derecho sancionado y realmente existente, pero lo segundo, no, y que, además, nunca podrá serlo, es un claro sinsentido o contradicción en términos cuyo resultado no puede ser otro que el estado de perplejidad, insatisfacción y agobio que produce en numerosas personas y que acabará llevándolas, en sus manifestaciones como colectividad, a exigir aquello que no puede parecerles otra cosa que “lo normal”. Que no es sino el derecho a comunicar su opinión y a solicitar que, lograda una mayoría, pueda obrar según otro criterio que sea diferente al que se le impone, que es lo inapelablemente democrático. Y sea esto el deseo de independencia de un territorio, la consideración sobre una u otra forma de estado, o la legalización o no de determinadas prácticas sociales, comerciales, empresariales, jurídicas y cualquier etcétera que se desee imaginar y sobre todo lo cual un colectivo tenga interés en dar su opinión.
Pero “lo normal” parece ser que no solo no lo es, según para qué, sino que es delito, y además se apela, para afirmarlo, precisamente, siempre a una entidad superior inamovible, a la Constitución o a la “juridicidad” que sea, y siempre al estilo del cartel del tendero chusco: Hoy no se fía, mañana, sí. Pero cuando son precisamente estos mismos techos jurídicos los que están ya más que puestos en cuestión por su propia contradicción y ambivalencia, y por parecer siempre dirigidos, además, y más que sospechosamente, a pronunciarse siempre en el sentido del criterio interesado de quien detente el poder ejecutivo, sin más matices. Lo que, tal vez, en el siglo XVIII o en XIX podía considerarse la práctica “normal” y admitida en el ejercicio del poder. Pero hoy, ya no y de ninguna manera.
Y es de este superado sentir del poder sobre sus prerrogativas del cual vienen ahora los sermones insufribles, los golpes de pecho, los jamás y los nunca, las manos duras y nunca temblorosas y las apelaciones y pronunciamientos sobre el inmarcesible poder del derecho, la legalidad, etc. Legalidad por lo demás que, según para qué, se cambia con mayor agilidad y presteza que una corista, cada vez que al poder le cuadra hacerlo.
Pero igual que conocía de sobra el franquismo cuál era la legalidad de “su” Tribunal de Orden Público, tampoco cabe duda de que el “régimen” actual, por llamarlo de algún modo, conoce hoy la validez real de la suya, y este conocer incluye precisamente el bien intuido saber, por parte de ellos mismos, de que a bastantes piezas de esa “legalidad” les queda bien poco recorrido ya o, mejor y más claro, dos cortes de pelo. Por fatiga de materiales, por obsolescencia intelectiva y social de los custodios del entramado y por sus propios vicios constructivos, por la masiva desafección causada por todo ello mismo y por las razones de su propia autocontradicción y de su manifiesta incompletitud.
Una legalidad capaz de poner fuera de la ley, de negar los cauces de expresión que la mayoría entiende por normales, a una buena parte de su propia población, cauces que, por otra parte, son normales en los países de nuestro entorno al que tanto gusta decir que se pertenece y población que no se puede calificar de delincuente desde ninguna perspectiva razonable, es una legalidad cuya duración solo depende ya del primer cambio de viento, pues nada justifica su irracionalidad petrificada y la “torcida intención” que pertenece a un estarse y sentirse en común, propios de otras épocas, hoy anacrónicos, amén de, seguramente, dañinos para casi todos.
Expresó Bismarck este crudelísimo juicio: España es el país más fuerte del mundo: los españoles llevan siglos intentando destruirlo y no lo han conseguido. Han pasado otros más de cien años y aún sigue siendo cierto el segundo brazo del aserto, ¡qué contumacia la nuestra!, pero lo cierto es que parecemos estar más que nunca a punto de conseguirlo. Pero ya sin invasión francesa, pérfida Albión, larga mano de hugonotes, masones, judíos, moros, de la Santa Sede misma o cualquier otra parecida catástrofe natural. Solo por simple y sencilla mano de cristianos, es más, los propios, porque, empadronados o no en parroquia, lo somos casi todos, los que no queremos serlo y los que sí.
Y nada menos que la Santa Rusia comunista, el ogro soviético, consintió en desmantelarse como un trozo de hielo puesto sobre una estufa. Un par de años, y andando. O tempora o mores. Ni zarismo, ni comunismo, ni con cohetes atómicos ni sin ellos. Los tiempos cambiaron, Rusia también, y a otra cosa. Pero no ha devenido por ello, precisamente, en un pelele.
Y nada menos que los herederos del Imperio Británico, esa bagatela, le han otorgado, no, han satisfecho la exigencia de referéndum solicitada por los escoceses. Enfermos del estómago y verdes de bilis, sin duda, lo cual, dicho sea de paso, resulta más que comprensible, pero siendo capaces de dar la lección de saber supeditar la razón de estado y el interés de su propio poder a nada menos que ese gigante intelectual que es su más legítimo hijo y hallazgo moral, la democracia parlamentaria que parieron justo allí y que, desde luego, en este caso han sabido honrar.
Aquí, no. Aquí parimos el golpismo y el pronunciamiento, y aquí nos vienen los hijos y nietos intelectuales de nuestro inacabable e inacabado fascismo, de nuestro imperialismo de alpargata, meros travestidos modernos de la moral, a disfrazarse la boca con la misma palabra, pero de la que no entienden el significado, el sonido y no digamos ya los usos.
Condecoradores de Santísimas Vírgenes, ministros de capilla portátil para sus viajes, que los hubo, hace diez, doce años, no doscientos, depredadores de los caudales públicos y vigilantes de los úteros ajenos, herederos de los herederos de los herederos de los usos de un imperio, hoy ectoplasma, pero en cuyo nombre aún parece que se gobierna, para asombro de cualquier filósofo que en el mundo haya, reconvertidos en gestores-propietarios de lo público, pero que se empecinan en manejarlo con teología del Renacimiento, ciencia política del siglo XIX y actitudes de autócratas bananeros del XX.
Pero ¡ay!, parte de la población, y no sólo la catalana, sino también la canaria, por ejemplo, expone hoy su pretensión de que sea un derecho el expresarse y decidir después en función de esa expresión, la que sea. ¿Y cómo puede nadie, hoy en día y en su sano juicio, negar tal derecho a cualquier colectivo? ¿Qué hacemos ahora, suprimimos el derecho constitucional a manifestarse civilizadamente, según para qué? ¿Y suprimimos también, en consecuencia, el derecho de reunión y el que tiene cualquier hijo en cualquier casa, cumplida su mayoría de edad –cumplir una mayoría numérica, dijéramos, trasladando el concepto a lo público–, y lo encadenamos en casa para siempre, explicándole además con un palo en la mano que eso es lo legal? ¿Desde cuándo un padre puede encadenar a un hijo a su casa en la edad moderna, ya pasado Napoleón por todas las campas de Europa? ¿Y cuándo acabó oficialmente la esclavitud aquí mismo, lo recuerda alguien?
Negamos el cauce de un referéndum y, al tiempo, ese mismo referéndum, a modo casi de irrisión, se contempla en la Constitución, pero solo como libre arbitrio concedido o instado por inspiración del poder ejecutivo, nunca entendido como derecho de la ciudadanía y sin necesidad de mediar representación vicaria o interpuesta de los partidos políticos encarnados en dicho ejecutivo, y tampoco concebido como mecanismo automático, como lo es en Italia o en Suiza –esos entes estatales tan ajenos, tan distanciados en esas lejanías religiosas, morales, jurídicas y geográficas de la profundidad del Pacífico–, para consultar y conocer sobre aquello que a un cierto porcentaje de población le interese decir y después decidir en consecuencia, si alcanzada una mayoría adecuada. Y sea ello lo que sea que le interese: mandar devolver a los chinos a China, excluirse de la ONU, dar un sueldo a sus discapacitados o mendigos o permitir plantar o no una plataforma petrolífera o hacer o no pública la gestión del agua. O la del vino.
Y nuestra democracia vigilada –y vigilada, además, por quienes están dando el más vergonzoso y lamentable de los espectáculos morales posibles– sanciona pues, ¡gracias te damos, nobilísima dama!, el libre arbitrio, pero solo aquel a emitir desde el poder, como correspondería a la democracia que hubiéramos debido tener en los años cuarenta del siglo XX, de haber estado alineados con los países de nuestro entorno, de no haber vivido bajo una dictadura.
Pero después, cuando hubiéramos podido de nuevo engancharnos al carro de una democracia más evolucionada, aun la dictadura fue capaz, por la vía de la presión militar, en el 78, de seguir imponiendo su óptica de estado fascista en la práctica, de instaurar criterios siempre demasiado arcaicos y cicateros sobre la configuración territorial y los requerimientos para poderlos modificar. Y arcaicos mucho más, por supuesto, en el entendimiento de cuáles son los poderes que nunca se “concederían” a la ciudadanía para que no pudiera obrar democráticamente, por encima incluso del parecer de sus propios políticos o de determinados órganos del estado que no es ilegítimo concluir que ya solo se representan, de facto, a sí mismos y que así, manifiestamente, pretenden continuar.
Y en ese sentido, igual que el ejército no debería ser “nadie” respecto del entendimiento de qué es unidad territorial y su mantenimiento o no, salvo agresión exterior, o salvo en el apartado de acatar las órdenes que le dicte el ejecutivo, en el mismo sentido, ni siquiera el ejecutivo debería ser “nadie” con respecto a la toma de decisiones que, eventualmente, fueran sometidas a referéndums populares instados por la población, de existir los mecanismos para ello, pero que NO existen es España. Esta España en donde nos desayunamos cada mañana con un curso, impartido por futuros presidiarios –y esto no es un decir en modo “ojalativo”, sino un conocimiento estadístico–, sobre qué se debe y puede hacer en democracia y qué no, siempre y cuando sea lo que ellos dispongan.
Y el que no existan dichos mecanismos elementales y se apele, por lo tanto, a hablar de ilegalidad por causa de la inexistencia de algo que, en buena lid, debería existir, si la llamada democracia lo fuera realmente, no es más que un mutuo juego de despropósitos y de contradicciones que el sistema incluye en su propio seno y bajo el hermoso nombre, además, de “fundamentales”, pero unos principios que, sometidos a un escrutinio medianamente serio, bien dejan ver que son el propio germen de la más que previsible modificación o destrucción del sistema mismo. Que es en lo que estamos, y por tal variedad de causas injustas e insoportables, que no podrán sino acabar por producir otra cosa que el fallo multiorgánico de un enfermo terminal.
Quien esto escribe no es independentista ni partidario de los nacionalismos, empezando por el español y siguiendo por el catalán. No creo en ellos o, al menos, no creo en ellos mientras no demuestren que son mejores que lo que niegan. Pero si creo en la democracia, en la suiza o en la británica, y no en esta democracia nuestra mientras no se haga medio sueca, holandesa, danesa o una mezcla de todas ellas, y por la misma razón que sé que un Jaguar no es un Dacia, y así me lo juren de rodillas los fabricantes del segundo y por más que ambos rueden y circulen.
Por eso, no creo en lo que no veo y sí creo en lo que veo, y lo que veo es que aquí, la cuna del niño y el jergón del viejo los siguen meciendo con cuentos y, por lo tanto, me parece legítimo y comprensible que quien no se crea un cuento se quiera ir con la música a otra parte, ya que no le permiten cambiar mínimamente el texto. E incluso que se vayan con su propio cuento y aun si es todavía más infame que aquel del que se huye. Pero eso es lo democrático, a mi entender modesto. Escuchar el cuento que se desee, creerlo o no y si es necesario, obrar en consecuencia. Porque creo en los seres humanos concertados según razón, no en los estados exclusivamente, y mucho menos en los estados que no merecen ya ni serlo, por infames, por ruines y por ser peores de lo que podrían ser al haber sido torticeramente constituidos, por nascencia, para discriminar lo que no se debería y para no discriminar lo que se debería.
La patria, si es que hoy el término todavía significa gran cosa, es mucho más la democracia y la libertad que la geografía, lo es más la madre, la infancia y los sentimientos que una bandera, una legalidad, una Constitución. Y alguien podrá matar a otro sosteniendo que la patria es la ley, pero nunca podrá convencerlo. Los amores se eligen, el lugar donde se nace, no. Pero sí aquellos a los que se desea ir, los físicos y los mentales. Y nadie es dueño de una tierra, con sus conjuntos, por serlo, sino por consenso de sus habitantes, de los de esa tierra, se comprende, pero los consensos, hoy en día, hay que ganarlos, no imponerlos, pues entonces no son consensos, sino dictado. Y si esto último no se entiende, tampoco se entenderá nunca ni se sabrá, siquiera rudimentariamente, qué es democracia.
Por añadidura, un barco puede navegar con una bodega inundada, pero no con todas ellas, sin radar, pero no sin timón, sin capitán, pero muy malamente sin oficiales, sin pericia, pero no sin combustible, sin rumbo, pero no, encima, sin motor. Y mucho menos cuando se navega así casi por gusto, no por necesidad, que es ya lo último.
Y este es el estado del barco de nuestra democracia, por desgracia para la inmensa mayoría. No es que no le ande la brújula jurídica, es que no le funciona tampoco el timón moral, el motor económico, el radar de la planificación, es que el vigía es ciego, el contramaestre, un pirata reconocido, el oficial político no acabó la ESO, el rancho de la tripulación se lo han comido los oficiales corruptos, lo que transporta en las bodegas que le quedan sin inundar son papeles mojados de títulos nobiliarios y cantorales de iglesia, la carga de negros para vender va medio muerta, la de capataces contratados para pegarles olfatea el futuro, ventea las narices y duda, la paga es la mitad para los que aún la cobran y el cirujano-barbero lo desembarcó el capitán en una isla desierta porque, a su entender, salía caro.
Y del barco, lo único que funciona es la sirena, que lleva horas anunciando con su lúgubre proximidad que se acerca a los más peligrosos parajes de la Costa de la Muerte. Y el capitán insiste en que las lanchas de salvamento, además de no haberlas, no las hay porque son una mariconada, un estorbo y un gasto. Y no le tiembla la mano lo más mínimo al dirigir su cascajo en derechura hacia los acantilados.
Lárgate del barco fantasma, del barco de los vampiros y de los zombis, lárgate si quieres y puedes, Cataluña, es más, deberíamos largarnos todos si hubiera a dónde, aunque no me guste, aunque no nos guste a tantos, aunque en parte, seguramente, tampoco te guste a ti, aunque sea una pena para muchísimos, pero mucho ojo con tu capitán. Hasta ayer por la tarde compartía mesa de trile y beneficios con el nuestro. Y eran y son un rato buenos, créeme, en lo suyo, nuestros y vuestros altísimos estadistas del trinque.

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domingo, 2 de noviembre de 2014

Paisajes locales. Don Totó.

Si el médico que ha equivocado el diagnóstico de la enfermedad de tu madre, de la de tu padre y de la de tu hijo, se presenta de nuevo a tu cabecera con una lista de medidas profilácticas para enfrentar la tuya y la de tu hermano, no es del todo improbable que, aún pareciendo razonables las terapias propuestas por el indocumentado, se desconfíe de él y no se le haga caso, se llegue incluso a exclamar con cierta acidez que ¡Jolines y Caramba con el menda! y se acabe por llamar incluso al curandero o a una echadora de cartas, si, como es el caso, otros sabios galenos anteriores, que también fueron de tu confianza, resultara que habían demostrado la misma fiabilidad.
Esto al margen, también produce su punto de perplejidad el que el galeno se te presente en casa de nuevo, vistos los éxitos, pero tan tranquilo y sin más, y sin manifestar miedo alguno –el inconsciente– a que agarres tu bastón y le impartas dolorosa y esclarecedora lición. Sin embargo, tal absurdo es al que asistimos, a diario. Y vendido –y cobrado– como versículo de Sagrada Biblia y remedio fetén de Vademecum.
En otro orden de cosas, también dan qué pensar otras actitudes que vemos de continuo. Sin ir más lejos, este viernes pasado, 31 de octubre, en la tertulia nocturna del canal 24 horas de TVE, aquella que llevara a sorprendente altura el ya defenestrado periodista Xavier Fortes y que hoy, descafeinada, pero pretendidamente similar, dirige Sergio Martín, se dio un caso verdaderamente de los de notar.
La plantilla de ‘analistas’ de los viernes de dicho programa lleva ya una larga temporada muy bien asentada y parece haberse constituido en uno de esos equipos que crean sinergia y funcionan, llegando incluso al extremo de saber ‘dar espectáculo’ y, casi, hasta entretenimiento, sin salir de la árida materia del análisis político, pero lográndolo desde un planteamiento que no es el de la telebasura. No es poco para los tiempos. Julio César Herrero, Graciano Palomo, Antonio Papell y Alfonso Rojo son quienes suelen oficiar en dicho evento, y aunque no pueda decirse de ellos que sean exactamente Antonio Gramsci, Francisco Umbral o Rafael Sánchez Ferlosio, lo cierto es que superan en bastante el nivel medio de lo que hoy se puede escuchar en TVE y el resto de medios.
Pues bien, después de esta semana negra de la corrupción, seguidora de otra negra de tarjetas, de varias de nigérrimo Ébola y de otras ya incontables de negra perplejidad y de tantas y tantas de insoportables negruras, debatían los tertulianos entre ellos sobre la causa por la cual, ante la más que previsible y probable pérdida del poder por parte de quienes ‘consienten’ la corrupción –por decirlo suave–, ninguno de los concernidos diera el paso al frente, para empezar, de coger por por do más pecado hubiera a la oveja negra más conspicua de cada casa para dirigirse, sin más y acto seguido, a entregarla en comisaría, desoyendo sus lastimeros balidos y adjuntando la documentación pertinente, imprescindible para la recuperación de sus vellocinos, antes de relajarla al matadero.
Y ninguno de los cuatro sabios varones sabía –o quería– dar cuenta, en primer lugar, de por qué nadie parece enterarse más que a toro ya encausado, en los estamentos afectados por la corrupción y muy especialmente en los partidos políticos, de quiénes son, en primer lugar, los corruptos más vistosos de cada casa y en segundo de qué les lleva, 1), a protegerlos y, 2), a jamás denunciarlos, cuando es de suponer que el primero que se entera de que algo va pésimamente en su casa es quien la habita y tiene responsabilidades y mando sobre la misma y no el que pasa por la calle, debajo del balcón, deteniéndose a escuchar los gritos y obligado, en consecuencia, a percibir el tufo que sale del edificio y que, sólo juzgando por el que escapa por debajo de la puerta, lleva a conclusiones inapelables sobre el ambiente mefítico que debe de reinar en el interior, haciéndose cruces sobre cómo nadie puede soportar aquello sin llamar al pocero.
Pues bien, ninguno de los cuatro analistas citados, varones curtidos y bien fogueados en el oficio, mejor que muy bien informados y ninguno de ellos con el más mínimo aspecto de ser el tonto del pueblo, fueron capaces de aportar la explicación lógica, evidente y meridiana que la pregunta demandaba. Y, no siendo la causa de ello su bisoñez o estulticia, qué duda cabe, resulta evidente que esta no será otra que la censura, o la auto censura o el conocimiento de que contar la verdad es una pésima práctica para conservar la estabilidad profesional. Y no digamos ya, en según cuáles medios, no siendo hoy TVE, para nada, la casa de todos que dice ser, sino una instalación más del cortijo del amo, donde, más o menos, vienen a percibirse los mismos olores y sin necesidad de tener una pituitaria en exceso sensible.
Porque la explicación evidente no es otra que la de la complicidad previa y necesaria de todos los jefes y responsables directos de los subordinados implicados en la corrupción. No existe organización jerárquica imaginable, y los partidos políticos españoles son modelo de ellas, en la cual no se esconda un corrupto. Pero uno, o tres, ya cantan y son dolorosos, como en cualquier empresa o familia donde anide su garbanzo negro. Pero tener más, muchos más, ya es vicio y señal inequívoca de que esa misma corrupción no es, digamos, una desgracia sobrevenida por necesidades de gestión o por causa de mal tino en la elección del personal, como afirma doña Esperanza caza-talentos, que no Macarena, ni desafortunado azar como el que se queme por desgracia un edificio o desaparezca una fotocopiadora, sino que es señal de que se trata más bien de causa previa, generadora y eficaz, y no efecto, causa protegida y voluntariamente planificada desde la cúpula de la empresa, para el mejor beneficio y medro de la misma y de sus socios.
Además, estos garbanzos negros suelen ser bien vistosos, porque también, como en cualquier empresa, todo el mundo que pase ocho horas al día en cualquier lugar con sus compañeros de actividad o trabajo, o que viva en su pueblo con tres mil vecinos, sabe de qué pie cojean muchísimos de ellos y, aún mucho mejor, de cuál cojean su jefe, la secretaria o el bedel, saben cuando un concejal va en Jaguar, en lugar de en Seat León, como le correspondería, y saben muy bien, máxime en este país de bocazas y de fantasmas hueros y vanidosos, quién gasta diez o cien veces veces más de lo que cobra legalmente, quién se apaña con lo que hay y cumple con su deber, quien es la querida, o el querido del tesorero, y si a este, además, le gustan los látigos de piel de serpiente o si mira tierna, pero no evangélicamente, a los niños de su vecina. Y esto es así, del Aga Khan para abajo y el que más sabe de todo ello, por goleada, por necesidades intrínsecas del cargo es, necesariamente, el Aga Khan mismo.
Es, pues, la complicidad previa la que lleva a la necesaria omertá mafiosa, a la ley del silencio, por resultar del todo imprescindible para encubrir mejor los intereses y los delitos realizados en común y santa comandita y es también la que lleva, secundariamente, a tener que atender asimismo a la necesidad sobrevenida -hermosa palabra esta, con todos sus sobres– de ser también suficientemente comprensivos con los intereses ajenos cuando estos se dirigen a parecidos fines y se producen por iguales causas. Come y deja comer, no seas el perro del hortelano, en resumen y como sana filosofía política, porque si no, no te dejarán comer a ti. Así de sencillo es lo que se llama, por mejores palabras, ‘pacto constitucional’, contra la corrupción o contra la fuerza de la gravedad, cuando los propongan.
Es simple y puro corporativismo de tenderos y cuesta bastante trabajo imaginar a un tendero, llamémosle bribón, que clame por la verificación de las balanzas de todos los negocios de ultramarinos de la competencia, cuando el primer peso en estar manipulado es el suyo y cuando conoce de sobra que comprobar este extremo tampoco va a resultar tarea de gran dificultad para cualquier inspector de abastos y medidas medianamente documentado que le entre por puerta.
Lo malo es cuando los tenderos bribones no son un caso aislado y lo peor viene cuando los tres cuatro o principales tenderos del grupo de los – sigámosles llamando bribones– aúnan en sus personas los cargos de presidente de la asociación de tenderos, tienen el poder para dictar las normas deontológicas de la profesión, a su vez, ejercen el control sobre los inspectores y tienen los medios para parar las denuncias, son, además, quienes dictan las penas para los infractores, siquiera por delegación vicaria, y son quienes menos tienen, por razones obvias, y por ser los primeros infractores ellos mismos, el más mínimo interés por dejar de manipular sus pesos, lo cual les trae incontables beneficios a los que no desean renunciar, y todo ello, por construcción, que se diría.
Cierto es que, finalmente, es del todo inevitable que cuando todos los que hacen la compra en el pueblo, y porque no pueden irse a otro a hacerla, son ya más que meridianamente conscientes de que los pesos están manipulados, se producen manifestaciones populares cada vez más agrias, –¿dónde se han metido los inspectores de pesas y los alguaciles?–, claman los robados, pero nadie les contesta, empezando, en consecuencia, a apreciarse los efectos del más recio, espontáneo y ni siquiera proclamado de los boicots, el que se produce en simple defensa propia, que es el de no volver a entrar más la estimada clientela en las tiendas señaladas, pero, espanto sin cuento este, para los tenderos, que es lo único que de verdad puede llevarlos al cierre de sus chiringos, o respetadas entidades y corporaciones que sean y a la ruina consiguiente de los arruinadores. Chusco y merecido final, desde luego.
Por lo tanto, la contestación a la pregunta de marras arriba indicada y a la que nadie parece querer darle adecuada respuesta, es que no se hace y, además, no se puede hacer lo que tantísimos demandan respecto a la corrupción, y todo por la meridiana razón de que los llamados a efectuarlo, tendrían que realizar algo que jamás se ha visto, ni seguramente se vea nunca, algo ontológicamente inimaginable, salvo obligados a punta de bayoneta, y aún así, mendaces y renuentes, que sería el ver a Don Ciccio Lo Ferlita, a Don Salvatore Galantuomo, a Don Calogero Cuomo y a Don Alfonso Cafiero dirigirse a comisaría, por su propia voluntad y a auto inculparse con espectaculares golpes de pecho, seguidos cada cual por su famiglia al completo en interminable, disciplinada e inverosímil procesión de almas contritas.
Desde aguadores, mensajeros, mamporreros, cobradores y contables, hasta tesoreros y gerentes, cargando los cofres con enseres varios y los apuntes de los números de las cuentas suizas, extremeñas, andorranas o kazajas y con los muebles, las cabras, los quesos, unas bolsitas de polvo blanco, otras de plasma sanguíneo tratado, los derechos de desahucio de sus aparceros, las escrituras de las compras y ventas de terrenos, con sus precios, antes y después de la recalificación conseguida, las acciones de las minas de azufre y mercurio y los interpuestos títulos de propiedad de cada bien imaginable que exista sobre la faz de la tierra, sin olvidar los títulos bursátiles donde se indica que en buena parte son también de su propiedad el Vaticano, el Banco Popular de China, la Reserva Federal USA y la de Alemania, las minas de bauxita del Congo y sin omitir siquiera, bien se entiende, ni los del acreditado almacén de Calzados Rodríguez, en Cieza, ni los de la Mutua de Previsión La Serenidad del Descanso, de Tarazona.  
Así, siendo que estos comercios señalados por el dedo acusador resultan ser buena parte de los existentes en el pueblo y siendo que lo que resulta de verdad insufrible para la población es la legislación que los rige y consiente su peculiar manera de funcionar, planeada, se diría, para estafar a todos, pero cuando lo que afirma la letra de dicha legislación y en caracteres sobredorados, y lo que los mismos tenderos proclaman en dulcísimo coro, es que nadie lava tan blanco como sus lavanderías, aunque resultando ya obvio hasta para el ama de casa más corta de entendederas, que los trapos salen todos hechos una cochambre; lo único que puede entonces esperarse –en ausencia evidente de toda posibilidad de que se produzca la consoladora procesión espontánea indicada en el párrafo anterior– es, precisamente lo que ya se anuncia y a tantos parece coger como de sorpresa, como si fueran perfectos idiotas, y que no es otra cosa que la ciudadanía de cada pueblo parece que vaya a dirigirse con la sagrada cornucopia de sus más apreciados encargos, es decir la divisa de curso legal más valiosa de todas, su voto, a la única o muy escasas tiendas que proclamen no adoptar estas prácticas.
Y esto, ¡les voilá! es, tal cual, lo que está empezando a ocurrir, pero a velocidad de AVE, ya no de tren correo. Y el olor a miedo de los afectados y el espantoso gasto a afrontar en sus pañales, a sufragar entre todos, para controlar en lo posible su incontrolable soltura intestinal debida a esta causa, nos llega imparable a través de todas las pantallas, de las conversaciones en los bares, del papel prensa, sale por las máquinas de los cajeros e impregna y vence hasta el olor a espliego de los embozos de las sábanas de satén de las camas más principales.
A pesar de todo ello, no tengo razón sólida, como no tendrán muchísimos, para creer en Podemos, ni en su honradez aún por demostrar, ni en su posible eficacia, igualmente por demostrar, ni en que sus recetas sean plausibles ni en que se puedan llevar a puerto ni la cuarta parte de las mismas, ni en sus posibilidades reales de lograr arrastrar a comisaría ni al cinco por ciento de la recua responsable de lo anterior. Lo creeré exclusivamente cuando lo vea. Sólo me limito, por no quedar otro remedio, a expresar mi forzada simpatía a los que traen un discurso a estas alturas un punto más inteligible y con un son algo diferente. Sin embargo es mucho tiempo el que llevamos la ciudadanía alimentada nada más que a base de discursos que demuestran una vez y otra su nula capacidad para aportar calorías, de ahí el adelgazamiento a ojos vistas que padecemos y las inevitables dudas. Como para no albergarlas...
Pero, cansado, no, derrotado y lleno del más completo hartazgo de que me roben en el peso desde que tengo uso de razón, y no teniendo otro remedio que avituallarme, como todos, en alguna parte, compraré acciones de su nueva tienda y pasaré por ella, como harán también tantísimos otros, asustados y cargados de sospechas, que es como circulamos por la vida todo perro y toda ciudadanía apaleada, y no por dar un cheque en blanco, así porque sí, ni por fe inexistente o por esperanza no avizor, sino por la sencilla razón de que a Don Totó Esposito y Brey y demás miembros de su onorata società, ya es del todo imposible otorgarles el más mínimo crédito. Y no es que lo digamos la mayoría, es que ya lo dicen hasta don Totó mismo y su respetable consejo de administración. Vivir para verlo.
De perdidos al río, pues, pero contemplado desde la perspectiva de que los que vamos al río ya entramos en él más que anegados en lágrimas y perfectamente ahogados, por no decir estrangulados, y de que lo peor que puede pasar es que así sigamos. Y lo mejor vendría a ser, porque también ocurre, en ocasiones, el que se reciba un guiño cómplice de la historia y, por una vez, se cante bingo, o lo puedan cantar otros que no sean los que falsifican los cartones a toda velocidad y sobre la marcha, según su necesidad, con incomparable arte y palabrería de artistas, pero ya, para su mal, del todo descifrada y descalificada.
Porque de no ocurrir así, a la próxima de lo mismo, y de tener que visitar sucesivamente un todavía peor, y otro y otro más, que superen cada vez a los anteriores, la cosa ya no será asunto a poder solventar con todavía más dulces y mejores palabras, con un pequeño plus de comisaría y con algunos chorizos más, apartados con todos los miramientos. Cuando las cosas finalmente se pongan de verdad serias, y de seguir así, llevan camino de ello, lo que funcionarán, es de temerse, serán las carretas de las ejecuciones o los presidios de por vida.
–Y ojalá no haya que llegar nunca a verlo, Don Totó, y dicho sea con todos los respetos, eccellenza. Dé usted un paso a un lado, dé las gracias y disfrute de parte de lo que le quede, que el viejo todo en su totalidad redonda ya no va a poder ser que lo disfrute entero, lo sentimos, y no porque lo diga yo, es que hasta la señora Merkel y el señor Obama van a mandar decírselo, y eso ya sí que son palabras mayores, Don Totó.
–No me sea usted terco, Don Totó y déjese de pucheros, que ya tiene una edad, una condición, una dignidad. Y... pelillos a la mar, que nadie le va a quitar lo bailao, salvo que se empeñe usted en lo contrario. Porque sólo con lo de menos que se bailen usted y su famiglia, y algunas famiglias más, en lo sucesivo, igual comemos todos un poco más, algunos lustros. Es lo que hay, Don Totó, y no olvide que esto ha venido, no sé si por voluntad, pero sí por causa de la obra de usted y de los suyos, ni usted es capaz de negármelo.
–Y, sí, ya... ya sé, Don Totó, que esto que le digo y tan poco le gusta oír, que esto que le dicen los que le van a retirar la alfombra de oro y platino de debajo de los pies, es como pretender cambiar el lugar y el orden de las estrellas. Llevo toda una vida oyéndoselo a la Signoria Vostra, y usted otra vida diciéndolo y atribuyéndole, además, el concepto al Creador, pero no me queda más remedio, hablando de cambios y devenires y mientras sorbemos su delicioso espresso –por el que le doy las gracias qué aroma, qué finezza, qué bontà di Dio, ya me dirá usted donde lo consigue, amigo mío–, ¿por dónde iba?, ¡ah! a recordarle que el bisnieto del Tio Tom, aquel esclavo mandinga de lacrimosa memoria, hoy dirige el negocio de las barras y las estrellas, ya ve usted la tontería de chiringo..., Don Totó. 
–¡Un negrata!, Don Totó, quién se lo hubiera dicho a su bisabuelo, y al mío, Don Totó, quién se lo hubiera dicho Y ahora el de la coleta, relájese por favor, apreciado notario, que le veo muy alterado, si, ya sé, es un profesor universitario, mal asunto sin duda, hay mucha mala gente en ese gremio, revanchista y envidiosa, gente muy poco comprensiva con las necesidades de las personas di rispetto, ya lo sé, Don Totó, mi entristecido amigo, qué vamos a hacerle, pero no es un negro, ni siquiera un moro, un gitano o, ¡piénselo bien!, un catalán.
–Mírelo Usted por ese lado, si le sirve de algún consuelo… Don Totó. Imagínese a un negro de presidente del Gobierno, pidiéndole la mano de su hija para su secretario en silla de ruedas… Tómeselo con calma, Don Totó, ¿por qué me mira así?, le veo con muy mala cara, Don Totó… mejor me retiro y le dejo con sus pensamientos, muchas gracias por la hospitalidad. Riverisco, Don Totó.

–Piacere tantissimo, Don Totó, beso la mano, Don Totó, no olvide usted nuestra conversación. Mis respetos a la famiglia. Y póngame Usted a los pies de Su Signora, Don Totó.

martes, 28 de octubre de 2014

El hundimiento. Mariano Rajoy, interpretado por Bruno Ganz.

Atónitos, incrédulos, estupefactos sobrevivimos la población, los súbditos que, digan lo que digan, es lo que seguimos siendo, ante las imágenes de las nuevas estrellas televisivas que cada día nos manda ver el Señor Juez, puestas en la picota, con ritmo trepidante y digno de una buena obra de ficción, y vergonzantes, vergonzosos y sólo productores de vergüenza ajena todos esos inacabables mequetrefes, pero señores ex vicepresidentes del gobierno, ministros, senadores del reino, diputados de altas cámaras o de cámaras de gama baja, alcaldes, presidentes de diputación, sindicalistas, concejales, presidentes de comunidades autónomas, consejeros de toda laya, familiares del Rey Nuestro Señor, banqueros, empresarios, artistas, conseguidores, pillos de corte, lamemanteles... Y ya nadie nos vemos capaces de encontrar términos de comparación con nada que nos resulte congruente, humano, familiar, comprensible, digerible, soportable.
Es una inundación que no concluye, un bochorno que no afloja, un viento que no amaina. Todas las lluvias y las sequías pertinaces acaban y también las heladas, los calores, los huracanes, las erupciones volcánicas y los  maremotos, los terremotos, los incendios... todos acontecen alguna vez y devastan, pero concluyen. Esto no, esto acontece y devasta, acontece y devasta, en interminable secuencia jamás seguida de una bonanza.
Sigue y sigue como una contemplación verdadera del infierno, con su disfrute ad aeternum de los más refinados tormentos de la imaginería medieval, pero nunca padecidos por los culpables, sino por los justos, en este advenido y sorprendente infierno del revés, en el que nadan en calderos hirvientes y penan asaetados los inocentes, verdadero birlibirloque que nos han traído estos tiempos penosos de apocalipsis de la decencia.
Y el cine, siempre fuente de todos los prodigios, de lo insensato, de lo inimaginable, de lo estupefaciente, tampoco da razón verdadera y cabal de este suplicio de la gota malaya, el de los mil cortes, pues el cine lo puede mostrar una hora y treinta minutos y eso ya puede hacerlos insoportables, pero este tormento dura años y años, con la diferencia de que jamás pierden o mueren los malos, nunca triunfan los buenos –será que no debe de haberlos– o será que estamos asistiendo a la aparición impensable, pero imparable, triunfal y poderosa de un nuevo género, de un nuevo arte, de una mejorada comedia humana: holográfica y 3.0, invasiva, televisada no stop, y en los medios, en las redes, total, interminable, completa, pánica, ocupante de toda la realidad y capaz de generar espectáculos de una completitud y complejidad jamás antes imaginada.
Así, esas obras maestras cinematográficas, que una a una nos recuerdan los usos de este machadero que habitamos, Bienvenido Mister Chance, El Hundimiento, Todos a la Cárcel... apenas logran cada una dar más que una pincelada apenas aproximada y pintoresca si comparadas con este desmantelamiento absoluto, metódico e inexorable, pero siempre negado con palabras enforradas, que se decía de antiguo, de todos aquellos principios que se suponían subyacentes a la aclamada palabra democracia y de la convivencia civilizada que esta prometía y proclamaba sostener.
Porque el drama coral, esta obra grandiosa e inquietante a lo Carl Orff, lo es precisamente porque no es solo un rey su protagonista, ni lo es un policía que mate por placer, ni lo es un ministro enajenado por exceso de sacristía, ni lo es un ladrón que roba por su instinto y condición moral, ni lo son un Bárcenas, ni un Rato, ni las sagas de Pujoles o de Ruíz Mateos multiplicados, ni un Blesa, ni un Villar, ni un Fabra... ni tampoco lo son los idiotas por formación y vocación, ni los gánsteres porqué papá y mamá les negaron un caramelo de niños, ni lo son los estafadores por causa de sus aviesos estudios de Ciencias de la Apropiación y por los pésimos consejos para emprender sólo con esas artes, es que lo son todos y cada uno en una coralidad o totalidad romana, de corte bizantina o de solemnidad oriental, mostrando una barbarie intelectual y moral heredada de la antigüedad clásica, salvaje y perversa, mendaz en cada palabra que profiere, insufrible, repugnante de índole y portadora de mal.
Y cada uno de todos los repulsivos protagonistas de la obra son sólo una gota de agua, ya infecta, desde luego, pero es que el todo que aúnan, el tutti, es esta brutal inundación inacabable de excrementos, este rayo que no cesa, el rayo continuado de un Zeus no justiciero, sino, sin más, caprichoso, pobre hombre, veleidoso, ignorante, gilipollas, dañino y rapaz.
Es un espectáculo como de la Primera Guerra Mundial, de las trincheras que se toman una a una, frente a resistencias desesperadas y dementes, infinitamente costosas y, al cabo, inútiles, y es también como ese cerco al búnker de Hitler en el cual el enloquecido defensor lo sacrifica todo, niños, mujeres, jóvenes, viejos, perros, gatos... antes que rendirse a la obviedad de la existencia del mal que encarna y produce continuo y a la de su próximo e inevitable castigo y desaparición. Pero, ciertamente, no, los modos no son los mismos, pero sí lo es la esencia del asunto, la negación a reconocer la propia incapacidad de obrar rectamente y la decisión, a pezuña y coz, de llenar de cadáveres propios y ajenos todas las trincheras y la totalidad del paisaje.
Y no es igual, por supuesto, el número de cadáveres físicos, la indignación no me ha hecho perder tanto el juicio como para sostenerlo, pero sí lo es el número de cadáveres jurídicos, el exterminio del espíritu de las leyes o la adopción inmoral de las que ya nacieron enfermas de espíritu, la matanza de las artes de la convivencia, el asesinato del entendimiento y del compromiso entre seres dotados de razón, el entierro de las ideas de justicia social, de equidad, de trato igual para todos, de repartos coherentes del esfuerzo y de las recompensas y la voluntad de desaparición definitiva por tiro en la nuca de la idea de la intangibilidad de los bienes públicos, quedando obligados a ello especial y muy específicamente sus administradores... ¡Qué antigualla estas y como se ríen, las hienas, de quienes creemos en ellas!
Todo esto es a lo que estas actitudes nos han llevado y esto lo que equivale, no lo duden, a muchos miles de cadáveres, por más que las leyes, las hechas por ellos y por los semejantes a ellos, se entiende, no lo contemplen ni vayan a contemplarlo de esta misma manera jamás.
Y ha excavado todo ello un agujero social muy profundo del que habrá que salir a fuerza de uñas, pero robados, despojados, estafados, sin medios y malheridos, con las estructuras de convivencia deshechas, con la economía  llevada a décadas atrás, y todo ello sin haber pegado nadie un tiro, sin una matanza, sin delitos execrables de genocidio o de lesa humanidad, pero gracias a un conjunto de actitudes, debidamente mantenidas bien tiesas por una legislación de rapiña militante, que, con estas inverosímiles, sostenidas, acrecentadas y en nada enmendadas prácticas de mal gobierno, ha terminado por llevarnos a un estado, social y humano, en poco diferente al que que se tendría después de una guerra de exterminio. ¿Porque, no son acaso dos millones de pisos vacíos que en diez años serán polvo y esqueletos insanos, casi lo mismo que dos millones de pisos reducidos a escombros? ¿Y no son acaso cinco millones de parados casi lo mismo que cinco millones de desplazados, de malheridos, de inútiles a la fuerza, de sobras humanas?
Y porque ya hay que lamentar, pues, una generación perdida, mutilada y lisiada en lo social y en lo ciudadano como las de posguerra en lo físico, y porque se sufre un incremento generalizado de la ignorancia, se padece una pérdida de prestaciones y derechos que hace buenos a los que, esmirriados y con insoportable parsimonia, fue alumbrando el franquismo. Este el resultado, en fin, de esta guerra sin muertos, pero con millones de seres humanos convertidos en deshechos sociales y demográficos, en parias civiles y económicos: los parados, los desahuciados, los desatendidos, los niños sin comida suficiente, los que viven una miseria de otras épocas...
Recuerdo, y no hará tal vez un año, el escándalo levantado entre los defensores de la fortaleza medieval de su poder, cuando se hablaba, aunque en realidad, sólo a nivel de periodismo y sólo de opinión pública, de una causa general, judicial, bien se entiende, y cómo su reacción era de indignación infinita y de estupefacción, citando la posibilidad de que tal planteamiento no fuera, además, otra cosa que una barbarie jurídica.
Y lo sería, seguramente, pero lo que vemos hoy, apenas poco tiempo después, y acontecidos y averiguados más y más hechos indescriptibles y en número extraordinario, y sin el más mínimo aspecto de que se haya llegado, ni de lejos, al conocimiento de lo que sigue escondido debajo de las alfombras y corroyendo y pudriendo las cañerías y las vigas del edificio, es que en realidad, en efecto, no existe causa general, ni posibilidad jurídica de que la haya. Sin embargo, esta sí ha sido puesta en marcha, a la postre, por la simple fuerza del empuje de los fangos y los purines, que ya son todo el paisaje, y, en consecuencia por la apertura de un tal número de causas, una tras otra, que ahora, esa imposibilidad de la causa general se está transmutando, de facto, en la certeza de haberse obtenido su equivalente, que bien convendría llamar la generalidad de las causas.
Así, el número abracadabrante de estas causas judiciales y la entidad de las personas sospechosas, encausadas, imputadas, citadas, averiguadas y, más raramente, condenadas, traerá el resultado de que, para pasmo de todos, el de los responsables que se creían investidos de inmunidad casi divina por la cual jamás sería posible llegar a su desenmascaramiento y el de los perjudicados, que jamás llegaron a pensar que la realidad de lo por todos intuido y, en el fondo, más que sabido, se pudiera llegar a sustanciar en lo que podría llamarse un conocimiento oficial, mucho más sólido que el “se dice”, en un verdadero conocimiento jurídico y público, no adquirido por habladurías, sino por autos, actuaciones e investigaciones judiciales y policiales, con su consiguiente averiguación de daños, perjuicios, responsables, cuantías y de los necesarios cohechos imprescindibles para todo ello.
Es una verdadera marea social de descontento y desespero lo que viene engrosándose con cada caso de corrupción desenmascarado e investigado. Y no es ajena a ella la postura de la Justicia. Ciertamente el político, como toda la clase empresarial, tiene infinita más facilidad para prevaricar y jugar a su beneficio que el juez, y esto, que es una maldición en su primer término, es, en cambio, una bendición en el segundo. De todos los pilares clásicos del ordenamiento de un estado, en los tiempos actuales, en las democracias modernas, y asumiendo, eso sí, que la nuestra lo fuera en parte, la judicatura, como tal órgano, es la que menos acceso tiene a tales prebendas incontroladas.
Y forzoso es pensar que no será sólo por puro buenismo de ellos mismos o del sistema, sino por el hecho incontestable que la Judicatura, o las fuerzas policiales igualmente, son quienes van siempre a la cola de los acontecimientos. Cuando quiere la Justicia llega a investigar algo es porque las bodas del cohecho entre político y empresarios ya estaban celebradas, los papeles necesarios y debidamente oscurecedores de cada asunto ya estaban firmados por las asesorías jurídicas oportunas, los frutos del matrimonio, la obra o el servicio (en gran parte innecesarios para el bien público, pero imprescindibles para poder percibir la comisión generadora de todo el mecanismo), ya han sido levantados o proporcionados y la recompensa, en primoroso negro, ya se fugó en acolchados maletines a plácidos y retorcidos escondites guardados por los más serios cancerberos, a la espera de su conversión en irreprochables billetes de curso legal.
Por tanto, cuando llegan los asuntos al juez, las recompensas extra que algunos de ellos pudieran esperar, al margen de su sueldo, prestigio y ascensos –en todos estos casos en los que los gastos y los beneficios ya están repartidos entre los monipodios– dependerán ya tan sólo y exclusivamente de su disposición a hacer la vista gorda, a obrar con añadida lentitud o a prevaricar, cobrando por ello, pero siendo esta, de todas las acciones que pueda acometer un juez, con mucho la más peligrosa y arriesgada. En consecuencia, la prevaricación judicial es un fenómeno raro en España y, esto se convierte en la garantía que hace que la justicia, a pesar de la lacra de su coste y lentitud, acabe llevando a puerto investigaciones que no son del interés del mundo de la política ni del poder con mayúsculas.
Se les ponen a los jueces, desde el poder político y económico, todos los bastones legales entre las ruedas posibles, es indudable, pero esto conlleva la contrapartida, sin duda, de una cierta animadversión de la judicatura misma ante esos poderes, inevitable desde la consideración de que, en definitiva, y a pesar de todo el mimo institucional recibido, y de las santas declaraciones de respeto, acatamiento y demás paripés mediáticos emitidos con mendaz y vomitiva redundancia desde los poderes políticos y económicos, los jueces constituyen el único verdadero contrapoder capacitado para, antes o después, y ante el mínimo error de a quien tengan ya bajo su lupa, poder proceder en su contra.
Y debe de suponerles, incluso, un placer a los jueces el obrar justamente, pues sus problemas, en realidad, les vienen casi siempre de los “de arriba” que no de los “de abajo”, y porque, ya puestos a ser figura incontestable del sagrado santoral democrático del Estado, y a pesar de la parafernalia, lo cierto es que las expectativas de “buena vida”, o no digamos ya de “vidorra” de un juez en ejercicio, comparadas con las de cualquier abogado, notario o inspector de hacienda que hagan carrera y, no digamos ya, si saltándose la ley, en un partido o una empresa, son del todo diferentes.
En este sentido, y ya lo dije hace más de dos años, lo cierto es que se recaba la sensación de que a este estado del malestar, a este este califato de Alí Babá que nos ha tocado de unas décadas a esta parte en suerte, el único estamento que parece estar en condiciones de ponerle coto es el judicial. Y, de hecho, eso es lo que vemos que está ocurriendo. Cuando los jueces toman cartas, bien de oficio, en los asuntos que la calle lleva ya reclamando años, o bien cuando las denuncias acaban llegando a sus manos y empezando a investigarse y resolverse, a su ritmo de caracol, es cierto, el mecanismo ya muy difícilmente para hasta llegar a puerto. O casi.
Porque el descontrol ha sido de enorme magnitud. Evidentemente por el lado político, y empujado siempre por esa clase empresarial nuestra, africana, si esto no fuera insultar a los africanos, imposible de alinear con la casta empresarial promedio en Europa, y en tanta parte ignorante, esclavista, explotadora y refugio de listos y avispados como en pocos otros lugares, entre otras cosas, por causa de la propia legislación que nunca parece haber hecho otra cosa que estimularla y consentirla, y de la que sólo puede decirse que han salido de ella bribones que convierten en digno y respetable a Luis Candelas y en comprensible a Monipodio, que a fin de cuentas, sólo era un “matao”.
Así hoy, ahora, las únicas “alegrías”, a la gente común, a la ciudadanía de a pie, sólo se las está proporcionando una judicatura que, aún a la velocidad del caracol, la mayoría de las presas que coge, no las suelta. Y, una tras otra, presa a presa, caso a caso, va señalando el que casi parece el único camino para lograr acotar y revertir esta ceremonia del espanto en la que actuamos la inmensa mayoría de comparsas, pero pagándole las entradas y debiéndole el decorado y los sueldos de los actores al conocido empresario, señor Mercado, que no vive en España y, al parecer, en ninguna parte, que no atiende al teléfono y que nadie sabe dónde se encuentra, salvo para cobrar.
Escuchaba esta noche, al respecto, a don José María Brunet, en 24 horas de TVE, periodista catalán y en cual todavía habita algo de seny, expresar cómo la consternación se apodera de cualquiera ante la escucha de cada nueva noticia sobre cada recua de estafadores y ladrones (pero estos sustantivos son míos) identificados cada nueva mañana de Dios.
Pero al escucharle, de pronto, y en el sentido de lo anterior, me he sentido en total desacuerdo. No, no es la consternación el primer sentimiento que acude a las mientes de un ser civilizado, pero ya castigado como un toro inocente al que se le llevan puestos cien pares de banderillas, el primer sentimiento es de júbilo, de una alegría disparada, el alivio por la constatación, ya casi inusitada, de disfrutar de una tregua, de que la justicia cabe que exista.
Después, sí, después viene la consternación por la nunca acabada existencia de ese estado-fiesta nacional que paga al poderoso para maltratar al toro, por el dolor y la cochambre sanguinolienta de la propia espalda agujereada y torturada sólo para que uno más vivo que otro se meta aún más dinero en la bolsa, y la consternación, porque, y aquí vuelvo casi al principio, sólo se trata de una tregua, porque la fiesta, nuestra bárbara fiesta sigue y sigue siempre, porque luego llegarán, puntuales como en toda tragedia griega, el picador y después la engañosa muleta y, finalmente, el estoque y esa puntilla o descabello, que al toro de esta corrida, el común de la ciudadanía, siempre le espera, bajo las vernáculas especies de la pérdida de sus ahorros porque se los roba, así, sin más, un banco, porque se le rebaja la pensión y aún se le dice que se le sube, para mayor escarnio, porque no se atiende a su enfermedad como se podría y debiera, porque se le abandona en la indigencia y aún se hace rechifla de ello.
Y causa verdaderas bascas ver a los responsables y superiores de cada ladrón sorprendido jugueteando con la llave maestra de la caja de la familia, de la de los hambrientos, la de los enfermos, la de los necesitados, o con la bolita de trilero del emprendimiento, pidiendo perdón y jurando, por éstas, que son cruces, que ellos nunca hubieran podido imaginar que Fulano, al que eligieron, auparon, sostuvieron y jamás enmendaron, fuera a resultar un individuo de tan baja catadura moral. Y esto una vez y otra y, Primera Guerra Mundial de nuevo, negándose hasta el final de los tiempos, como manda el guión, a salir de la trinchera, sin apartar ni un saco terrero de la fila, con el casco y la bayoneta calada, enrocados de manera vitalicia cada cual en su agujero y descargando sus sucias responsabilidades sobre los fiambres de sus correligionarios y los prisioneros de su misma parcialidad que, antes o después le cantarán todo al enemigo, al señor juez, una vez desalojados, a fortiori, de las trincheras que tenían delante.
Hoy, Esperanza Aguirre, y todas las mañanas, puntual como nadie a su desayuno de sapos y quebrantos, a su oficio de maitines por las almas de los muertos de la Congregación, Dolores de Cospedal, y cada dos días, tres... Floriano, Pons, Hernando, Soraya, armados de sus caras de cemento y de sus gladios desenvainados y en rigurosos turnos de guardia para no desangrarse aún más en la defensa demente de la Ciudad Prohibida, los últimos y más selectos oficiales de la guardia pretoriana, los que todavía no cuelgan de un gancho de sangrar en el matadero judicial, inocentes de toda inocencia, depositarios de toda la sacra romanidad de esta Roma Imperial corrupta y decadente, limpios como dioses y valiosos y valerosos como arcángeles –mientras no se presente el vehículo de atestados de la Guardia Civil, la carreta de su San Martín, a indicarles lo contrario–, comparecen dando, una por una, inverosímiles explicaciones, excusas de orates, pregonando propósitos de enmienda que le causarían rubor y vergüenza ajena a un pederasta, y estrechados, estrechados y apiñados todos en fiera cohorte ante el Tancredus Maximus, que, encerrado en el círculo de mármol repulido y deslizante de su miedo y de su menos valer, ya no es capaz ni de balbucir los nombres de sus más fieles caídos, e... e... ese, e... e...seee... otro, ese señor, ese diputado, e... e... e...seee..., e... e... e...seee...

Qué vergüenza y qué horror. Y qué furor. Y qué pocos ganchos para la carnicería modelo que se podría levantar.

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martes, 14 de octubre de 2014

El pasado futuro

Llegarán tiempos de cambio, de grandes cambios permanentemente pospuestos ex profeso, pero que las circunstancias tal vez ya no permitirán dejar para un futuro más lejano.

La España de los movimientos abruptos y de los golpes de péndulo prepara otro más, quién sabe si de gran magnitud. Esta sociedad mal amalgamada e insatisfecha, articulada con imperdibles, desestructurada, rapaz e ignorante camina, no conscientemente, a buen seguro, pero sí a buen paso, al encuentro de una manera nueva de buscarse –o de negarse– a sí misma, de una forma más de iniciar otro recorrido al que inevitablemente se le asignará la cualidad de esperanzador.


Rapaz porque eso es lo que, en substancia, se le ha enseñado a ser, en parte por el sistema educativo, y además, en casa, en la calle, en los medios, en todo lugar. Haz tu bien y no mires a costa de quién. Aviva, emprende, toma lo que puedas y no des más que lo imprescindible. Rapiña o te rapiñarán.


Monipodio, el Buscón... Siempre el siglo XVI, el XVII. ¿Invento mío, pesimismo? ¡Qué va! Díaz Ferrán, Blesa, Ruiz Mateos, Fabra, Roca, Urdangarín... y miles más de su género y calaña son el paisaje empresarial, intelectual e institucional que nos enmarca. Latrocinio de guante blanco con sus cacerías, ostentación, poder para despilfarrar en lugar de administrar, exhibiciones de vergonzosa ignorancia, acumulación de lujos en un paisaje de penurias, desigualdad, soberbia, desconsideración, zafiedad y simpatía festivas, pero encubridoras de delitos. Estos han sido los modelos sociales y éticos hasta antes de ayer por la tarde. Y no tendría yo claro que no lo siguieran siendo. Y esos los espejos para el educador y el educando.


E ignorante porque, de esta matriz de enseñanza, de este paisaje social, deriva gran parte de todo lo demás. Se dejó de lado o, mejor dicho, jamás se consintió el enseñar lo que permite distinguir a la humanidad de la simple barbarie, renunciando a formar ciudadanos cabales y bien informados. Se renunció a la ciencia razonada, a la gaya ciencia, a la recompensada curiosidad por la curiosidad, al saber por el placer de saber, de donde arrancan las verdaderas utilidades y sabidurías que después se derraman sobre el cuerpo social que pone los medios para alentarlas. Y se obligó al mal enseñar unas humanidades nunca entendidas como instrumento para formar personas desde afuera y desde dentro, sino impartidas sólo como adoctrinamiento a base de listas, nombres, hazañas y fechas, como un sudado temario de oposición.


Humanidades ajenas a su nombre, impartidas en la completa ausencia de todo lo estimable y lo exigible para la construcción de un ser humano, sólo entendido ya como sujeto agente y paciente de acción económica y mero actor, primario o secundario, dedicado a funciones productivas. Pollos en la granja.


Y esas oposiciones... hijas de una enseñanza sin alma ni reflexión y con sólo codicilos por corazón, con el resultado de la inexistencia de estadistas, de pensadores, de sabios instalados en la administración, donde sólo campan notarios, abogados del estado, jueces, fiscales, inspectores de hacienda, de antiguo pomposamente llamados humanistas, y hoy, ni eso en su menor expresión, salidos de estas granjas para fabricar directivos y propietarios del estado entendidos como clases dirigentes, sólo ejecutivos y ejecutores feroces, casta hoy, según la feliz expresión de Beppe Grillo, en resumen.


Y parte de los cuales nutren ese ejército de leguleyos y asimilados de los que salen los mayores discapacitados morales que ingresan en las filas de la prevaricación activa para posibilitar el acomodo de la legislación a las necesidades de otros congéneres de parecida preparación, los cuales, desde el lado contrario, les reclaman y obtienen beneficios, leyes a su medida, libertad de movimientos para los tiburones económicos, contención de toda reivindicación social, imposibilidad de atender y dirigir todo reparto de cargas y distribución de beneficios. 


Y todos ellos, ajenos por completo unos y otros a la realidad de la vida y de las gentes, a los dictados de un futuro menguante y amenazador, pero que ya llega, que ya está aquí exigiendo soluciones originales que ellos jamás podrán proporcionar, demuestran ser personas incapaces de gestionar los imprescindibles acuerdos entre partes que son lo que de verdad constituye ese imperio de la justicia y de la razón que pretende llamarse a sí mismo democracia, revelándose sólo como agentes necesarios de la voluntad y el dictado del poderoso, convertidos en razón única para la configuración del estado. Como en cualquier tiempo anterior que se creyera olvidado.


Así, toda una abominable carga histórica gravita sobre la vieja esperanza de poder revertir la misma alguna vez, algún siglo. Apenas han pasado cuarenta años de democracia, o del mejor remedo de ella que ha sido posible pergeñar, y ello aun a pesar del enorme caudal de ilusión, esfuerzo y buena fe que trajo la muerte del dictador, el enésimo. Pero ya se deja bien ver que esta democracia camina a su fin, y que lo alcanzado, lo único real que se tiene verdaderamente entre las manos una vez más, no es, por desgracia, tener un país realmente en buen estado de funcionamiento, deseable y capaz de dar satisfacciones y ejemplos, sino uno en el que sólo existe el viejo y generalizado deseo de volver a empezar a intentar serlo, entero o siquiera por partes, por cierto, pero que ha de acontentarse, como siempre, con emitir patrióticos y patéticos ojalás, fundamentados en nada real. Porque ojalá, en substancia, sólo significa ¡quiéralo Dios! Pero los países modernos se levantan desde otros supuestos y Dios nada tiene que ver con todo ello, incluso para los creyentes.


Magrísima cosecha, pues. El vuelva usted mañana del día a día decimonónico trasladado al vuelva usted mañana para más generaciones perdidas, robadas, condenadas a la ignorancia y al malvivir por debajo de lo que sería razonable, por debajo de lo que se ve en cualquier país de alrededor que tiene las mismas posibilidades y que vive considerablemente mejor aplicando el mismo esfuerzo, por debajo de lo que se podría y se debiera alcanzar apenas con un ejercicio de organización y de estructuración social y de buen gobierno, ese que nunca nos llega y jamás nos dura.


Porque seguimos, ¡oh, de palabra no, desde luego!, pero sí de hecho, en un mundo de chambelanes y de virreyes, pero cuando incluso ya han desaparecido la mayoría de los reyes de la faz de la tierra, en un mundo de súbditos, cuando nos rodea uno exterior de ciudadanos, en un mundo de despilfarradores de lo propio y de lo ajeno, cuando las costuras de la tierra revientan y esta ya no es capaz de acoger a más depredadores.


Un país que erige obras dignas de zares o de faraones, con su correspondiente costo, para algo tan sencillo y funcional como un aeropuerto, una casa de jueces, un pabellón para músicos o deportistas, una línea de tren de acá a acullá, pero que se pretenden contemplar todas ellas, una y otra vez, como Escoriales a erigir en honor y loor de la inmarcesible españolidad o localidad de cada predio para epatar al burgués y al paleto, para engatusar al turista.


Como si una estación de tren o una carretera, por más que extraordinarias, fueran acaso los espejos donde tuviera siempre que mirarse la excelencia nacional y constituyeran la verdadera satisfacción de las necesidades de la ciudadanía, ignorando que la excelencia de la gobernación y la consiguiente satisfacción de los gobernados derivan bastante más del saber redistribuir y, aun más, de aquilatar todo gasto, huyendo de los innecesarios y de los despilfarros de relumbrón, y destinando lo no gastado de esta manera a todo aquello que, precisamente, el despilfarro y la ampulosidad impiden atender. Eso que falta y que hoy va siendo casi todo.


Sobra dar ejemplos, los tenemos a miles. Puentes que cuestan lo que diez puentes, trenes que cuestan lo que diez trenes, edificios que cuestan lo que diez edificios. Y sólo por la necesidad intrínseca de erigirlos así, ampulosos, para que, precisamente, cuesten más y para que las comisiones ilegales derivadas, para todos los implicados, sean mucho mayores, cometiendo lo que para mí es el delito insoportable, pero siempre impune, de detraer todo ello del caudal necesario para el verdadero bien social, y con la agravante, encima, de ser obras ajenas al sentido común y a las verdaderas necesidades a satisfacer. Y realizadas, además, para poder propalar un juicio de excelencia que, incluso resultando verdadero en ciertos casos por la incontestable calidad de parte de lo erigido, sin embargo, resultará ser falso a la larga.


Y será y es falso por los costes ocultos, pues cada exceso detrae de lo de verdad necesario y porque de poco sirve una obra faraónica, incluso si bien concebida y realizada, cuando, por los gastos habidos y los futuros a afrontar para su uso y conservación, resultará ser siempre una losa sobre los caudales públicos. Caudales que, por cierto, no se obtienen de la nada, sino de los impuestos de todos, que vemos así cómo se despilfarran, a beneficio de muy pocos, una buena parte de la contribución y del esfuerzo común y cómo, además, se deriva a las generaciones futuras el pago de los intereses. Una política que vende los activos, se los come, gasta de más y deja las deudas. La locura insufrible de un padre de familia vesánico, pero al que todos estamos sometidos.


Lo cual lleva al juicio negativo de la población, hoy ya coral, y a la consiguiente desafección, con justa causa, siendo esto, por cierto, otro de los principales costos ocultos y por lo que ahora tantos de los responsables, que no entienden nada de su propia manera de obrar, a excepción de la satisfacción por lo allegado a sus bolsillos merced a las mismas, se preguntan estupefactos.


–¿Cómo, construimos un AVE que ni en Alemania y aun protestan?– Pero se protesta, en efecto, porque si ni los alemanes, con sus legendarios medios, hijos sin duda de una gestión eficaz, afrontan tales lujos, una explicación tendrá el asunto. Y esta es bien sencilla. Las escuelas alemanas o parte del sistema social alemán salen de eso mismo, de gestionar acuciosos y de no acometer obras disparatadas, o al menos de no hacerlas en nuestra faraónica y mentecata desproporción y desmesura, entre otras cosas. Y de que en Alemania –o en USA–, no es que no haya Bigotes ni Blesas, los hay, como en cualquier parte y, es más, dejados a su albedrío obscurecerían el sol. Pero aparecen en relación de 1 a 10 con los nuestros, o menos, porque, precisamente, no se les deja a su albedrío, por más que lo pretendan. Y son despedidos de su cargos y van la mayoría a la cárcel en derechura en cuanto se les sorprende con la mano en la palanqueta. Y los juicios y las sentencias no tardan doce años en producirse. Y tampoco pasan los reos en la cárcel veinte horas y un día. Por añadidura.


Habría que haber visto a doña Esperanza Aguirre, a su equivalente de allá, se entiende, de haber dado, en sus exhibiciones de exquisito comportamiento ciudadano, con una patrulla de la policía local de cualquier urbe de los Estados Unidos de América. Todos sabemos cómo habría acabado el asunto, y todos sabemos como debería solucionarse aquí también, pero ni aun así escapamos a nuestro destino de ser gobernados, adoctrinados y administrados por demasiados mequetrefes que no sólo hacen el mal, sino que infectan con su comportamiento la ejecutoria de aquellos otros, la mayoría, que atienden a su deber en las administraciones y que se comportan de manera competente y eficaz. Pero cuando las cúpulas desbarran, el resto de los mecanismos chirrían, y no hay más vueltas que darle.


Y, con todo ello, nos incumbe ahora una tarea histórica descomunal que bien podría resumirse en el neologismo desespañolizar. Somos incluso en el ejercicio de la rapiña y en el del negar el pan y la sal a la inmensa mayoría de los propios compatriotas el único de los grandes imperios que no aprovechó la prosperidad, hija de la rapacidad y característica fundacional de todos ellos, para transmutar a mejor las condiciones sociales y económicas de los pobladores de sus metrópolis.


Podrá decirse cuanto se quiera de malo de los imperios antiguos y modernos, y se hará con razón actual e incluso histórica, si cupiera, pero no se puede negar que frente a la prosperidad advenida de aquellos que extraían sin piedad recursos ajenos de las poblaciones que sometieron, el caso español fue paradigmático, junto al ruso. Frente al desarrollo social e industrial de Francia, Gran Bretaña, el más tardío de Estados Unidos, el de los Países Bajos, el del mismo Portugal, y ello por no hablar de los imperios de la antigüedad, las riquezas y bienes pasaban por España de largo y las que aquí quedaban desaparecían en las exclusivas manos de cuatro beneficiarios. Casi, con apenas matices, como hoy mismo ocurre con tantas bicocas de las que se peroran siempre dulces maravillas, pero cuyos beneficios jamás acaban repartidos con algún sentido distributivo y social.


De ese modelo de estado imperial derivamos y de la gestión de garra y espada, por llamarla de algún modo, de los sucesivos espadones decimonónicos, aun prolongados en el siglo XX hasta el punto de que todavía queda una buena parte de población viva para poder recordar el último. Y no son imaginaciones mías. El derecho hipotecario, ese generador de escenas de Dickens, tiene, en efecto, más de un siglo, y estas escenas, por lo tanto, no son una casualidad, sino consustanciales con el mismo e hijas de su época y modelo. Y el Concordato con la Ecclessia triunfante es otra pieza digna de los tiempos del Renacimiento, así como los modos de gobierno que padecemos aún parecen a veces dignos de ese colonialismo económico y moral, pero dirigidos hacia el interior, ya decaído en Europa, en parte, desde el final de la Primera Guerra Mundial y, definitivamente desde la Segunda Guerra, pero que aquí se postergaron hasta los tres cuartos del siglo XX, y aun después, pues en la Transición, a pesar de las grandes e incesantes palabras hueras, tampoco se acabó de barrerlos.


Todo, pues, como la reforma agraria, aquel viejo mantra local, de la que ya se hablaba en el XVIII, y que aún se arrastró cansina e inacabada, para quien tenga memoria, hasta los hechos de Marinaleda, ya en las últimas décadas del siglo XX.


Así, cada extracción de un gránulo de razón, cada derribo de un derecho o de una costumbre medieval, de un fuero anacrónico, cada logro de una mejora cívica, social, económica, cada acción de pretender establecer un mínimo derecho protector y de tratar de mantenerlo, cuestan inacabables desgarros sociales, diatribas de teatro cómico, luchas de decenios, cuando no de siglos, debates a goyescos garrotazos, inquinas de generaciones.Y no pasa año, contradiciendo toda palabrería que afirma lo contrario, sin que cualquier policía de una u otra categoría no acabe con la vida de algún ciudadano, pero sin mediar conflicto a fuego o accidente en una acción en caliente. Aún hace nada tuvimos el enésimo caso. Seis agentes que pasearon a un ciudadano hasta la playa, para tranquilamente asesinarlo allí. Ni ajuste de cuentas, ni cuestiones personales, ni tráfico de drogas. Matar por matar. Porque se puede y soy la autoridad. Cosas de locos, cosas que se siguen queriendo creer que debieran ser hoy inimaginables, pero que ahí siguen configurando nuestra realidad. Como siempre.


Y hoy, ni una hora menos ni un año atrás, no en pleno franquismo, no en una asonada decimonónica entre Narváez, Serrano, Prim y compañía, a catorce ciudadanos se les hace conocer la petición fiscal de un total, entre todos ellos, de setenta y cuatro años de cárcel por haber arrojado una botella y roto unos cristales en unos hechos del 15-M de... ¡hace tres años y medio! Seis y siete años para algunos. Son aberraciones que dejan temblando la imaginación y la conciencia, el tejido del ser y la esencia del entendimiento de lo que es la justicia y la administración de un estado. En particular, si se las compara con la realidad social que nos rodea. Todos sabemos de asesinos que pasaron dos años, y menos, en la cárcel y de que no hay manera de que ingresen en ella los poderosos ya condenados con sentencias firmes. La comparación y el sentido de la medida son esenciales para ejercer la justicia y reclamar el respeto por aquello obrado con la ley en la mano. Hechos como este disparan directamente a la línea de flotación del estado y producen, ellos solos, infinitos más males que los bienes que se pretenden alcanzar con estas políticas de mano dura propias de siglos anteriores.


Da la sensación, por no describirlo aun con mayor vistosidad, de que las leyes albergan una discrecionalidad y elasticidad tan absolutas, que igual sirven cada una de ellas para exculpar a uno y condenar a otro en absoluta igualdad de condiciones en cuanto a la comisión del delito, y de que, por lo tanto, tales leyes no poseen la verdadera condición de leyes sino que más bien parecen códigos de libre uso y arbitrio para que unas u otras facciones de quienes las administran o, mejor se diría, empuñan, puedan obrar a su albedrío y al dictado de un poder que las utiliza de una forma en verdad medieval. –¡Llévense a ese hombre a la mazmorra y olvídenlo allí!– Esa es la imagen que irremediablemente suscitan, pero pasada por el escarnio de un pretendido rebozado al que se llama ley, y con el debido respeto, para más inri.


Así, los repugnantes y sucesivos espectáculos de las fiscalías del estado, empeñadas en criminalizar o en minimizar a priori comportamientos de unos y otros ciudadanos en exclusiva función de los intereses del gobierno de turno, son el perfecto complemento de esta sensación de habitar una sociedad fracturada, malograda, disfuncional y substancialmente arbitraria, injusta y mal distribuidora a sabiendas. Imposible de soportar y de vivir para muchos, una afortunada bicoca para otros. Sociedad de palo y zanahoria, de palo para casi todos, de dulce zanahoria para a quien convenga dársela o no quede otra que ofrecérsela.


Esto y mucho más es el panorama que tiene que enfrentar el futuro, junto a otros muchos condicionantes que ya no dependen exclusivamente de nosotros, pero frente a los cuales, también se tiende a actuar de la misma manera desde las irresponsables alturas que nos hemos dado a nosotros mismos, libremente o menos.


Así, todo lo que nos queda es, primero, la libertad de decir que no, y expresarlo y, segundo, ver si con estos mimbres medio putrefactos, y aun después de ser capaces de dar un zapatazo en la mesa, lo cual está del todo por verse, sea posible revertir la mayor de la situación y hacer un buen cesto. Con sinceridad, yo no lo creo, lo cual no quita para que sí crea que el intento debe hacerse y ya casi al precio que sea. Pues para lo peor ya sabemos a qué manos debemos entregarnos, y además, el estado natural de las cosas parece que será volver siempre a esas manos que rapiñan, casi como en un proceso termodinámico de inevitable enfriamiento. Pero como ese factor ya es conocido, y lo avalan toda nuestra historia más el presente, todo lo que se perderá intentándolo –y perdiendo una vez más– es regresar a de dónde veníamos. Como toda la vida.


Pero la verdadera gran pregunta es la de si de verdad queremos salir de ello, a la cual, yo no sé contestar por los demás, pero sí, desde luego, por mí mismo.


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