martes, 14 de octubre de 2014

El pasado futuro

Llegarán tiempos de cambio, de grandes cambios permanentemente pospuestos ex profeso, pero que las circunstancias tal vez ya no permitirán dejar para un futuro más lejano.

La España de los movimientos abruptos y de los golpes de péndulo prepara otro más, quién sabe si de gran magnitud. Esta sociedad mal amalgamada e insatisfecha, articulada con imperdibles, desestructurada, rapaz e ignorante camina, no conscientemente, a buen seguro, pero sí a buen paso, al encuentro de una manera nueva de buscarse –o de negarse– a sí misma, de una forma más de iniciar otro recorrido al que inevitablemente se le asignará la cualidad de esperanzador.


Rapaz porque eso es lo que, en substancia, se le ha enseñado a ser, en parte por el sistema educativo, y además, en casa, en la calle, en los medios, en todo lugar. Haz tu bien y no mires a costa de quién. Aviva, emprende, toma lo que puedas y no des más que lo imprescindible. Rapiña o te rapiñarán.


Monipodio, el Buscón... Siempre el siglo XVI, el XVII. ¿Invento mío, pesimismo? ¡Qué va! Díaz Ferrán, Blesa, Ruiz Mateos, Fabra, Roca, Urdangarín... y miles más de su género y calaña son el paisaje empresarial, intelectual e institucional que nos enmarca. Latrocinio de guante blanco con sus cacerías, ostentación, poder para despilfarrar en lugar de administrar, exhibiciones de vergonzosa ignorancia, acumulación de lujos en un paisaje de penurias, desigualdad, soberbia, desconsideración, zafiedad y simpatía festivas, pero encubridoras de delitos. Estos han sido los modelos sociales y éticos hasta antes de ayer por la tarde. Y no tendría yo claro que no lo siguieran siendo. Y esos los espejos para el educador y el educando.


E ignorante porque, de esta matriz de enseñanza, de este paisaje social, deriva gran parte de todo lo demás. Se dejó de lado o, mejor dicho, jamás se consintió el enseñar lo que permite distinguir a la humanidad de la simple barbarie, renunciando a formar ciudadanos cabales y bien informados. Se renunció a la ciencia razonada, a la gaya ciencia, a la recompensada curiosidad por la curiosidad, al saber por el placer de saber, de donde arrancan las verdaderas utilidades y sabidurías que después se derraman sobre el cuerpo social que pone los medios para alentarlas. Y se obligó al mal enseñar unas humanidades nunca entendidas como instrumento para formar personas desde afuera y desde dentro, sino impartidas sólo como adoctrinamiento a base de listas, nombres, hazañas y fechas, como un sudado temario de oposición.


Humanidades ajenas a su nombre, impartidas en la completa ausencia de todo lo estimable y lo exigible para la construcción de un ser humano, sólo entendido ya como sujeto agente y paciente de acción económica y mero actor, primario o secundario, dedicado a funciones productivas. Pollos en la granja.


Y esas oposiciones... hijas de una enseñanza sin alma ni reflexión y con sólo codicilos por corazón, con el resultado de la inexistencia de estadistas, de pensadores, de sabios instalados en la administración, donde sólo campan notarios, abogados del estado, jueces, fiscales, inspectores de hacienda, de antiguo pomposamente llamados humanistas, y hoy, ni eso en su menor expresión, salidos de estas granjas para fabricar directivos y propietarios del estado entendidos como clases dirigentes, sólo ejecutivos y ejecutores feroces, casta hoy, según la feliz expresión de Beppe Grillo, en resumen.


Y parte de los cuales nutren ese ejército de leguleyos y asimilados de los que salen los mayores discapacitados morales que ingresan en las filas de la prevaricación activa para posibilitar el acomodo de la legislación a las necesidades de otros congéneres de parecida preparación, los cuales, desde el lado contrario, les reclaman y obtienen beneficios, leyes a su medida, libertad de movimientos para los tiburones económicos, contención de toda reivindicación social, imposibilidad de atender y dirigir todo reparto de cargas y distribución de beneficios. 


Y todos ellos, ajenos por completo unos y otros a la realidad de la vida y de las gentes, a los dictados de un futuro menguante y amenazador, pero que ya llega, que ya está aquí exigiendo soluciones originales que ellos jamás podrán proporcionar, demuestran ser personas incapaces de gestionar los imprescindibles acuerdos entre partes que son lo que de verdad constituye ese imperio de la justicia y de la razón que pretende llamarse a sí mismo democracia, revelándose sólo como agentes necesarios de la voluntad y el dictado del poderoso, convertidos en razón única para la configuración del estado. Como en cualquier tiempo anterior que se creyera olvidado.


Así, toda una abominable carga histórica gravita sobre la vieja esperanza de poder revertir la misma alguna vez, algún siglo. Apenas han pasado cuarenta años de democracia, o del mejor remedo de ella que ha sido posible pergeñar, y ello aun a pesar del enorme caudal de ilusión, esfuerzo y buena fe que trajo la muerte del dictador, el enésimo. Pero ya se deja bien ver que esta democracia camina a su fin, y que lo alcanzado, lo único real que se tiene verdaderamente entre las manos una vez más, no es, por desgracia, tener un país realmente en buen estado de funcionamiento, deseable y capaz de dar satisfacciones y ejemplos, sino uno en el que sólo existe el viejo y generalizado deseo de volver a empezar a intentar serlo, entero o siquiera por partes, por cierto, pero que ha de acontentarse, como siempre, con emitir patrióticos y patéticos ojalás, fundamentados en nada real. Porque ojalá, en substancia, sólo significa ¡quiéralo Dios! Pero los países modernos se levantan desde otros supuestos y Dios nada tiene que ver con todo ello, incluso para los creyentes.


Magrísima cosecha, pues. El vuelva usted mañana del día a día decimonónico trasladado al vuelva usted mañana para más generaciones perdidas, robadas, condenadas a la ignorancia y al malvivir por debajo de lo que sería razonable, por debajo de lo que se ve en cualquier país de alrededor que tiene las mismas posibilidades y que vive considerablemente mejor aplicando el mismo esfuerzo, por debajo de lo que se podría y se debiera alcanzar apenas con un ejercicio de organización y de estructuración social y de buen gobierno, ese que nunca nos llega y jamás nos dura.


Porque seguimos, ¡oh, de palabra no, desde luego!, pero sí de hecho, en un mundo de chambelanes y de virreyes, pero cuando incluso ya han desaparecido la mayoría de los reyes de la faz de la tierra, en un mundo de súbditos, cuando nos rodea uno exterior de ciudadanos, en un mundo de despilfarradores de lo propio y de lo ajeno, cuando las costuras de la tierra revientan y esta ya no es capaz de acoger a más depredadores.


Un país que erige obras dignas de zares o de faraones, con su correspondiente costo, para algo tan sencillo y funcional como un aeropuerto, una casa de jueces, un pabellón para músicos o deportistas, una línea de tren de acá a acullá, pero que se pretenden contemplar todas ellas, una y otra vez, como Escoriales a erigir en honor y loor de la inmarcesible españolidad o localidad de cada predio para epatar al burgués y al paleto, para engatusar al turista.


Como si una estación de tren o una carretera, por más que extraordinarias, fueran acaso los espejos donde tuviera siempre que mirarse la excelencia nacional y constituyeran la verdadera satisfacción de las necesidades de la ciudadanía, ignorando que la excelencia de la gobernación y la consiguiente satisfacción de los gobernados derivan bastante más del saber redistribuir y, aun más, de aquilatar todo gasto, huyendo de los innecesarios y de los despilfarros de relumbrón, y destinando lo no gastado de esta manera a todo aquello que, precisamente, el despilfarro y la ampulosidad impiden atender. Eso que falta y que hoy va siendo casi todo.


Sobra dar ejemplos, los tenemos a miles. Puentes que cuestan lo que diez puentes, trenes que cuestan lo que diez trenes, edificios que cuestan lo que diez edificios. Y sólo por la necesidad intrínseca de erigirlos así, ampulosos, para que, precisamente, cuesten más y para que las comisiones ilegales derivadas, para todos los implicados, sean mucho mayores, cometiendo lo que para mí es el delito insoportable, pero siempre impune, de detraer todo ello del caudal necesario para el verdadero bien social, y con la agravante, encima, de ser obras ajenas al sentido común y a las verdaderas necesidades a satisfacer. Y realizadas, además, para poder propalar un juicio de excelencia que, incluso resultando verdadero en ciertos casos por la incontestable calidad de parte de lo erigido, sin embargo, resultará ser falso a la larga.


Y será y es falso por los costes ocultos, pues cada exceso detrae de lo de verdad necesario y porque de poco sirve una obra faraónica, incluso si bien concebida y realizada, cuando, por los gastos habidos y los futuros a afrontar para su uso y conservación, resultará ser siempre una losa sobre los caudales públicos. Caudales que, por cierto, no se obtienen de la nada, sino de los impuestos de todos, que vemos así cómo se despilfarran, a beneficio de muy pocos, una buena parte de la contribución y del esfuerzo común y cómo, además, se deriva a las generaciones futuras el pago de los intereses. Una política que vende los activos, se los come, gasta de más y deja las deudas. La locura insufrible de un padre de familia vesánico, pero al que todos estamos sometidos.


Lo cual lleva al juicio negativo de la población, hoy ya coral, y a la consiguiente desafección, con justa causa, siendo esto, por cierto, otro de los principales costos ocultos y por lo que ahora tantos de los responsables, que no entienden nada de su propia manera de obrar, a excepción de la satisfacción por lo allegado a sus bolsillos merced a las mismas, se preguntan estupefactos.


–¿Cómo, construimos un AVE que ni en Alemania y aun protestan?– Pero se protesta, en efecto, porque si ni los alemanes, con sus legendarios medios, hijos sin duda de una gestión eficaz, afrontan tales lujos, una explicación tendrá el asunto. Y esta es bien sencilla. Las escuelas alemanas o parte del sistema social alemán salen de eso mismo, de gestionar acuciosos y de no acometer obras disparatadas, o al menos de no hacerlas en nuestra faraónica y mentecata desproporción y desmesura, entre otras cosas. Y de que en Alemania –o en USA–, no es que no haya Bigotes ni Blesas, los hay, como en cualquier parte y, es más, dejados a su albedrío obscurecerían el sol. Pero aparecen en relación de 1 a 10 con los nuestros, o menos, porque, precisamente, no se les deja a su albedrío, por más que lo pretendan. Y son despedidos de su cargos y van la mayoría a la cárcel en derechura en cuanto se les sorprende con la mano en la palanqueta. Y los juicios y las sentencias no tardan doce años en producirse. Y tampoco pasan los reos en la cárcel veinte horas y un día. Por añadidura.


Habría que haber visto a doña Esperanza Aguirre, a su equivalente de allá, se entiende, de haber dado, en sus exhibiciones de exquisito comportamiento ciudadano, con una patrulla de la policía local de cualquier urbe de los Estados Unidos de América. Todos sabemos cómo habría acabado el asunto, y todos sabemos como debería solucionarse aquí también, pero ni aun así escapamos a nuestro destino de ser gobernados, adoctrinados y administrados por demasiados mequetrefes que no sólo hacen el mal, sino que infectan con su comportamiento la ejecutoria de aquellos otros, la mayoría, que atienden a su deber en las administraciones y que se comportan de manera competente y eficaz. Pero cuando las cúpulas desbarran, el resto de los mecanismos chirrían, y no hay más vueltas que darle.


Y, con todo ello, nos incumbe ahora una tarea histórica descomunal que bien podría resumirse en el neologismo desespañolizar. Somos incluso en el ejercicio de la rapiña y en el del negar el pan y la sal a la inmensa mayoría de los propios compatriotas el único de los grandes imperios que no aprovechó la prosperidad, hija de la rapacidad y característica fundacional de todos ellos, para transmutar a mejor las condiciones sociales y económicas de los pobladores de sus metrópolis.


Podrá decirse cuanto se quiera de malo de los imperios antiguos y modernos, y se hará con razón actual e incluso histórica, si cupiera, pero no se puede negar que frente a la prosperidad advenida de aquellos que extraían sin piedad recursos ajenos de las poblaciones que sometieron, el caso español fue paradigmático, junto al ruso. Frente al desarrollo social e industrial de Francia, Gran Bretaña, el más tardío de Estados Unidos, el de los Países Bajos, el del mismo Portugal, y ello por no hablar de los imperios de la antigüedad, las riquezas y bienes pasaban por España de largo y las que aquí quedaban desaparecían en las exclusivas manos de cuatro beneficiarios. Casi, con apenas matices, como hoy mismo ocurre con tantas bicocas de las que se peroran siempre dulces maravillas, pero cuyos beneficios jamás acaban repartidos con algún sentido distributivo y social.


De ese modelo de estado imperial derivamos y de la gestión de garra y espada, por llamarla de algún modo, de los sucesivos espadones decimonónicos, aun prolongados en el siglo XX hasta el punto de que todavía queda una buena parte de población viva para poder recordar el último. Y no son imaginaciones mías. El derecho hipotecario, ese generador de escenas de Dickens, tiene, en efecto, más de un siglo, y estas escenas, por lo tanto, no son una casualidad, sino consustanciales con el mismo e hijas de su época y modelo. Y el Concordato con la Ecclessia triunfante es otra pieza digna de los tiempos del Renacimiento, así como los modos de gobierno que padecemos aún parecen a veces dignos de ese colonialismo económico y moral, pero dirigidos hacia el interior, ya decaído en Europa, en parte, desde el final de la Primera Guerra Mundial y, definitivamente desde la Segunda Guerra, pero que aquí se postergaron hasta los tres cuartos del siglo XX, y aun después, pues en la Transición, a pesar de las grandes e incesantes palabras hueras, tampoco se acabó de barrerlos.


Todo, pues, como la reforma agraria, aquel viejo mantra local, de la que ya se hablaba en el XVIII, y que aún se arrastró cansina e inacabada, para quien tenga memoria, hasta los hechos de Marinaleda, ya en las últimas décadas del siglo XX.


Así, cada extracción de un gránulo de razón, cada derribo de un derecho o de una costumbre medieval, de un fuero anacrónico, cada logro de una mejora cívica, social, económica, cada acción de pretender establecer un mínimo derecho protector y de tratar de mantenerlo, cuestan inacabables desgarros sociales, diatribas de teatro cómico, luchas de decenios, cuando no de siglos, debates a goyescos garrotazos, inquinas de generaciones.Y no pasa año, contradiciendo toda palabrería que afirma lo contrario, sin que cualquier policía de una u otra categoría no acabe con la vida de algún ciudadano, pero sin mediar conflicto a fuego o accidente en una acción en caliente. Aún hace nada tuvimos el enésimo caso. Seis agentes que pasearon a un ciudadano hasta la playa, para tranquilamente asesinarlo allí. Ni ajuste de cuentas, ni cuestiones personales, ni tráfico de drogas. Matar por matar. Porque se puede y soy la autoridad. Cosas de locos, cosas que se siguen queriendo creer que debieran ser hoy inimaginables, pero que ahí siguen configurando nuestra realidad. Como siempre.


Y hoy, ni una hora menos ni un año atrás, no en pleno franquismo, no en una asonada decimonónica entre Narváez, Serrano, Prim y compañía, a catorce ciudadanos se les hace conocer la petición fiscal de un total, entre todos ellos, de setenta y cuatro años de cárcel por haber arrojado una botella y roto unos cristales en unos hechos del 15-M de... ¡hace tres años y medio! Seis y siete años para algunos. Son aberraciones que dejan temblando la imaginación y la conciencia, el tejido del ser y la esencia del entendimiento de lo que es la justicia y la administración de un estado. En particular, si se las compara con la realidad social que nos rodea. Todos sabemos de asesinos que pasaron dos años, y menos, en la cárcel y de que no hay manera de que ingresen en ella los poderosos ya condenados con sentencias firmes. La comparación y el sentido de la medida son esenciales para ejercer la justicia y reclamar el respeto por aquello obrado con la ley en la mano. Hechos como este disparan directamente a la línea de flotación del estado y producen, ellos solos, infinitos más males que los bienes que se pretenden alcanzar con estas políticas de mano dura propias de siglos anteriores.


Da la sensación, por no describirlo aun con mayor vistosidad, de que las leyes albergan una discrecionalidad y elasticidad tan absolutas, que igual sirven cada una de ellas para exculpar a uno y condenar a otro en absoluta igualdad de condiciones en cuanto a la comisión del delito, y de que, por lo tanto, tales leyes no poseen la verdadera condición de leyes sino que más bien parecen códigos de libre uso y arbitrio para que unas u otras facciones de quienes las administran o, mejor se diría, empuñan, puedan obrar a su albedrío y al dictado de un poder que las utiliza de una forma en verdad medieval. –¡Llévense a ese hombre a la mazmorra y olvídenlo allí!– Esa es la imagen que irremediablemente suscitan, pero pasada por el escarnio de un pretendido rebozado al que se llama ley, y con el debido respeto, para más inri.


Así, los repugnantes y sucesivos espectáculos de las fiscalías del estado, empeñadas en criminalizar o en minimizar a priori comportamientos de unos y otros ciudadanos en exclusiva función de los intereses del gobierno de turno, son el perfecto complemento de esta sensación de habitar una sociedad fracturada, malograda, disfuncional y substancialmente arbitraria, injusta y mal distribuidora a sabiendas. Imposible de soportar y de vivir para muchos, una afortunada bicoca para otros. Sociedad de palo y zanahoria, de palo para casi todos, de dulce zanahoria para a quien convenga dársela o no quede otra que ofrecérsela.


Esto y mucho más es el panorama que tiene que enfrentar el futuro, junto a otros muchos condicionantes que ya no dependen exclusivamente de nosotros, pero frente a los cuales, también se tiende a actuar de la misma manera desde las irresponsables alturas que nos hemos dado a nosotros mismos, libremente o menos.


Así, todo lo que nos queda es, primero, la libertad de decir que no, y expresarlo y, segundo, ver si con estos mimbres medio putrefactos, y aun después de ser capaces de dar un zapatazo en la mesa, lo cual está del todo por verse, sea posible revertir la mayor de la situación y hacer un buen cesto. Con sinceridad, yo no lo creo, lo cual no quita para que sí crea que el intento debe hacerse y ya casi al precio que sea. Pues para lo peor ya sabemos a qué manos debemos entregarnos, y además, el estado natural de las cosas parece que será volver siempre a esas manos que rapiñan, casi como en un proceso termodinámico de inevitable enfriamiento. Pero como ese factor ya es conocido, y lo avalan toda nuestra historia más el presente, todo lo que se perderá intentándolo –y perdiendo una vez más– es regresar a de dónde veníamos. Como toda la vida.


Pero la verdadera gran pregunta es la de si de verdad queremos salir de ello, a la cual, yo no sé contestar por los demás, pero sí, desde luego, por mí mismo.


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