Expertos en epidemiología y técnicos del Ministerio de Sanidad, por seguir dándole un nombre al organismo y para entendernos, desaconsejaron la traída a España de los infectados de Ébola, en nuestro caso dos religiosos dedicados a labores médicas y humanitarias, como otros muchos, y cuya tarea es de las que todavía dignifica a lo que tantas veces cuesta no poco llamar humanidad, pero lo cual nada tenía que ver o no con la oportunidad o la conveniencia de traerlos.
Las razones de estos técnicos discrepantes, tan poderosas como sólidas, eran sanitarias y económicas. Obvias las primeras, seguramente más discutibles las segundas, pero razones sin duda. El coste de estos traslados ronda el medio millón de euros por caso, para tener después un largo 50% de posibilidades de proceder a la incineración del socorrido, según severo protocolo, eso sí, para descanso de concernidos. Y de hecho, lo acontecido han sido dos trasladados, dos fallecidos.
Y las razones médicas, de muchísimo más peso, son que la enfermedad, a la presente hora, no tiene un tratamiento seguro, que apenas ciertos métodos experimentales funcionan en unos casos sí y en otros no, que estos tratamientos son a base de fármacos en pruebas que, en la práctica, no están disponibles por la lentitud y coste de su fabricación y por su elevadísima demanda que de ningún modo pueden satisfacer, ni de lejos, los laboratorios que los distribuyen a goteo y porque esas muestras se entregan a unos peticionarios en detrimento de otros y casi más por razones y conveniencias políticas que por la existencia de un verdadero mecanismo productivo, que apenas se limita a la entrega de dichas muestras.
Y además, pero esto es un secreto que me ha contado mi amigo el boticario, y que apenas conocen treinta o cuarenta millones de personas en el mundo, porque hasta hoy mismo, en que al parecer el Ébola puede haberse convertido en un problema global, porque ya no afecta sólo a negros en su negritud, sino incluso a civilizados negreros, no se ha investigado lo suficiente el virus, y no al parecer por su complejidad, que al entender de mi informante, no es tanta, sino porque las expectativas de los retornos económicos para los laboratorios nunca fueron comparables a las de otros muchos medicamentos más generalistas, en los cuales, dar con una nueva fórmula, justifica con creces los gastos habidos para obtenerlos.
Ni que decir tiene que ahora correrán los laboratorios lo que sea menester, y si no, los harán correr, pero en el ínterim, no hay remedio porque no ha dado la gana, para entendernos.
Así, en estas circunstancias, sin terapia conocida y sin medios, más que paliativos, importar o repatriar enfermos podía considerarse una práctica del todo desaconsejable. Como así lo avisaron dichos técnicos. Huelga decir que la virulencia de la enfermedad es de las mayores conocidas y que los sistemas de aislamiento y protección frente a este mal, apenas pueden proporcionarse en contados hospitales en España, que el coste de mantener estos sistemas en funcionamiento continuado es enorme y que las posibilidades de escapes, fugas y contagios aunque, al parecer, sólo por contacto directo con fluidos del enfermo, pero con personal que apenas ha recibido preparación al respecto, como ellos mismos hoy se han apresurado a comunicar a la opinión pública, no son descartables ni aún siguiendo las prácticas recomendadas y aplicándolas con todo rigor.
Todo ello y en teoría, que ya era mala, por no decir aterradora, bastaba y más que sobraba para desaconsejar los traslados. No digamos ya sin tener en cuenta las “peculiaridades” locales, donde una cosa son las cuarentenas y el siempre abstruso entendimiento del término “rigor” en una población que, en su mayoría desconoce el significado de la palabra prohibido (más que nada por el secular gusto local de prohibir lo que no se debería y de no prohibir lo que se debería, mezclados al azar y al 50% cada uno, con el consiguiente desconcierto que esto siempre produce en los seres dotados de razón y juicio) y otra los turnos y la descontaminación, pues el personal trabaja las horas que lo haga, pero el virus todas las veinticuatro, la alimaña, convirtiendo así a cada trabajador libre de turno, si estuviera infectado, en una bomba vírica de relojería, como de hecho es lo que exactamente ha ocurrido.
A esto hay que añadirle los efectos imponderables, también propios de nuestra idiosincrasia. El primero sería lo que podría tipificarse como el efecto “Torrente VI en el Clínico”, por no llamarlo “La guerra de Gila”, que es lo mismo, aunque contemplado desde otros aspectos teóricos y epistemológicos, pero ya tan antiguo que la muchachada con menos de cuarenta tacos no lo entendería, y no estoy yo para perder lectores.
Porque resulta ahora que los trajes y equipos de protección proporcionados al personal debían de ser de los del tipo IV que, siguiendo siempre al maestro Gila en su docto corolario sobre las gafas polarizadoras, “polan más”, pero siendo que los que se les proporcionaron eran del tipo II, que, según entiendo y como explica claramente el personal sanitario usuario de los mismos –y más valdrá no querer averiguar si protegido o disfrazado con ellos–, “polan” bastante menos.
Todo lo cual, traducido a términos de seguridad en el trabajo, viene a ser:
–¿Ah, cómo, que no quedan cascos en la obra?, pues qué contrariedad... ¡Pues que se pongan una boina y a currar! Y al que proteste, que el capataz se la encasquete bien encasquetá de un collejón. Y sí, porque lo digo yo, eso es, García. Y si preguntan los de siempre les dice que viene de arriba. ¿Algo más?... Hala, pues hasta mañana, que me voy al pádel y ya estoy tardando–.
Debiendo añadirse, para mejor entender el resto del subyacente protocolo tecno-biológico relativo al Ébola, que cuando el martillo le cae desde cuatro pisos en la boina al operario, tan sólo fallece el operario, lo cual es una molestia menor, aunque molestia, pero que, en cambio, cuando el bichito del Ébola, remedando al inolvidable Ministro Jesús Sancho Rof, a cargo del asunto de la Colza, año 1981, le cae sobre la boina al trabajador sanitario y se agarra a ella como una lapa, en lugar de estrellarse y hacerse añicos contra el casco, como se hubiera deseado y de funcionar el protocolo, el operario sanitario se va con el bichito de su corazón a sus asuntos y luego a la taberna, al híper, a ver a madre y a padre y a su chache, al cine, a la guardería, a unas oposiciones, si se tercia, a intercambiar fluidos con su pareja o compañía de elección, a una fiesta, a un concierto... y va dejando por allí inadvertidas muestras del simpático animalejo en todos aquellos a los que les caiga en desgracia, y esta vez todos ellos sin trajes ni nivel IV, ni III, ni II ni nada. Vamos, que ni un mandil de cocina. En camiseta o en gayumbos, y gracias, o bien con sus trajes obligatoriamente “permeables”, como le escuché ayer a una telemoza de noticiero y de cadena de campanillas, no de Telechichinabo, tratando de explicar las medidas de seguridad que han de dejarnos tranquilos, por no decir sedados.
Pero vamos ahora con las causas. Resulta que el gobierno, hacia las fechas en que había que tomar la decisión de repatriar o no a los religiosos afectados por Ébola, se encontró, por malhadadas razones electorales y al parecer muy contrarias a su sosiego, nada menos que con tener que despachar de preceptiva patada en el cielo del paladar a su Ministro Plenipotenciario para los Úteros y Casquerías Asociadas, el señor Alberto Ruiz Gallardón. Pero, sopesados los pros y contras, se optó finalmente, esta vez por razones, además, de disciplina interna, de adoptar el todavía más coercitivo método de aplicarle dicho impulso proyectivo en el escroto.
De resultas de ello, y a los ayes lastimeros e indisimulados del desventurado, y aún habiendo aplicado con posterioridad sobre la tumefacción un poderoso lenitivo a base Sulfato de Organismo Consultivo de la Comunidad, en sacarinizado excipiente de 8.500 Euros de dosis mensual, lo cierto es que aún quedaban por contentar sus hechuras, parcialidades y seguidores, todos del ala más radical de lo arcangélico, en razón de lo cual y por la vieja sabiduría gallega de con esta mano te lo quito y con esta otra te lo doy, se decidió hacer un gesto hacia los desconsolados sectores religiosos.
¿Y cuál mayor caridad cristiana que traer de vuelta a los afectados por el Ébola, religiosos ellos, aunque, y por cierto, de los de verdad, y publicitar esfuerzos, diligencia, gastos y medidas espectaculares para su verdaderamente merecida salvación? Y de paso, para exhibir a los GEO de la salud, con sus desvelos, su eficacia, su profesionalidad, con sus fósforos luminescentes, y sus vallados y barreras disuasorias de todo virus y mal y sus brazos en jarras asegurando el perímetro con sus ¡Circulen, bichos!, por el superior bien de la Sanidad de todos.
Pero, ¡ay!, una cosa es ver CSI y las películas USA de desastres, resueltas por el héroe de turno salvador de la humanidad, así como el ver a esos médicos extraterrestres revestidos con trajes dignos de la fantasía de Iaac Asimov o de Blade Runner, en sus tiendas presurizadas y con sus equipos analíticos, capaces de muestrear todo el ADN de un granjero de Texas, y el de su sombrero, y el de su hamburguesa, en menos de medio segundo, y bien otra es entregarle el mando del dispositivo salvífico a Torrente ministro, Torrente responsable de los trajes de aislamiento, Torrente incinerador, Torrente incansable perseguidor de virus, Torrente Coordinador de Emergencias, Torrente redactor de protocolos de seguridad, Torrente Filemón, en sustancia, que es lo que tenemos hoy en estos predios del Marianato, del recorte por chicuelinas envuelto en el salvador capote, del Marca en la limusina como principal aparato de musculación intelectiva y guste o no saberlo, todo ello.
Y hétenos aquí entonces, que, resuelto a limpio y democrático ucase el dilema, con sus antecedentes y sus consecuentes, y desoídos cumplidamente, por ser lo mejor para el bien de la Patria inmarcesible, los consejos de los técnicos, nos encontramos ahora con que el asunto, quizá la mayor bomba de relojería con la que estos artificieros a la violeta hayan soñado jamás con encontrarse, ya la tenemos activada en el comedor de casa, casi en el de Palacio, vamos. Y, encima, como quien dice en el de la mía, que tengo a los “aislados” a poco más de un kilómetro de mi domicilio. Quién iba a decírmelo a mí. Ancha que es África, Sancho, y yo ya con esta tos… Y quien iba a decírtelo a ti, Mariano, racha que llevas, tío.
Pero menos mal que la situación está controlada, como afirma la Ministra Ana Mato. Y menos mal que tenemos la mejor ministra posible al mando del dispositivo. Qué sofoco, si no.
Y menos mal que la ministra no es Torrente subido en un Jaguar al que no se le mirará el diente. Menos mal que no es Torrente recibiendo agasajos de su amigo el Bigotes. Menos mal que se la ve serena, controlada y dueña de la situación, que se expresa mejor que Fernando Fernán-Gómez, que convence más y mejor que Mandela, que transmite amabilidad, eficacia, serenidad, auctoritas de la buena, de la antigua, de la de toda la vida, esa que procede de la sabiduría y el conocimiento, de la entrega a una misión, de la capacidad demostrada, de la indiscutible altura intelectual y moral.
Bendito sea Dios que nos deja, hoy, en sus manos.
Y maldito sea ese cenizo de Quevedo... Los médicos con que miras, Ana Mato.
–¿Ana, qué?–. –Mato–. –Ah… Vaya–.
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