lunes, 31 de octubre de 2011

Emprendedores

Bien podría entregársele en privado usufructo a un posibilista perseguidor de incrementos patrimoniales algún glamuroso almacén de calaveras de un campo de reeducación de aquellos inspirados en las tesis del bueno del camarada Pol-Pot, para que, repletada amorosamente de tierra cada una de ellas por los empleados contratados al efecto, y tras depositar estos con mimo unas semillas en las órbitas de las así reinventadas macetas, se pudiera al cabo disfrutar de la visión, sin duda esperanzadora para propios y turistas, del reverdecido y floral espíritu de la mejora y del tirar p’alante.

Es más, puede apostarse a que más de uno y más de tres de los deudos de alguna de estas huesas, aún entregaría ilusionado su óbolo a la entrada de las así remozadas y ajardinadas instalaciones del parque temático para disfrutar de la rebrotada y promisoria imagen del progreso y de la reconciliación por la vía vegetal, o por el tercio de los sueños, con su hondo acompañamiento de chelo, o de incomparable aurresku.

Porque de siempre ha resultado por completo gratificante imaginarse cualquier cosa deseable, no digamos ya una victoria inexistente. Y que así siga siendo.




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Disfrute de la peor pesadilla. Tal el reclamo publicitario de una película sobre el que me cayó el ojo esta mañana mientras estaba parado en un semáforo, y que a tenor de la iconografía no parecía cine social, ni de denuncia, ni en la foto del grupo figuraban monsieur Trichet,  frau Merkel, il cavaliere Berlusconi o mister Cheney, ¡quiá!, sino unas gentes por completo anodinas y normales. Simples zombis inofensivos, o cosa asimilada, con las comisuras chorreando escasos decilitros de sangre humana, muestra sin duda de su trabajo artesanal y amoroso, pero efectuado sobre bien pocos afortunados y desde luego no en masa, sino tratándolos de uno en uno con despacio y mimo, ejemplo en fin de una labor manual de aficionados, y llevando todos los protagonistas la ineficacia, la incompetencia y el desorden del bisoño y del falto de medios escritos en la frente. Una catástrofe, en resumen, en lo tocante a productividad. Nada comparable con la ejecutoria prístina de los profesionales arriba mencionados.

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Al modo de Bienvenido Mister Chance

Cuando el árbol está podrido ya desde la base del tronco bien sabe el jardinero que de nada valdrá injertar, fumigar, proteger brotes, espulgar malas hierbas, podar a fondo. Ya solo quedará el hacha y quemar el tocón antes de arrancarlo.
Pero lo verdaderamente atroz de este apólogo del árbol de la soberanía económica es que nadie somos ni sabemos tampoco quién es el mal jardinero que lo dejó pudrir. Éramos las cerezas. ¡Miserere nobis!






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Medidas anticrisis. Pronto propondrán cambiarle el nombre a la estación de Metro de Prosperidad por el de Prosperidad sostenible. Alargando los andenes ad libitum, bien se comprende.

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Como si de una balanza romana se tratara se pone en un platillo el bene facto –beneficio–, en la otra el male facto –¿maleficio?– y para que la clienta vaya bien servida, y aun asumiendo las naturales contrafacciones (contra facto) inherentes a la construcción de la propia balanza, asumiría cualquiera que la pesada quedaría cabal añadiendo unos pocos euros al primer platillo, unos pocos despidos al segundo platillo y marchando y que pase la siguiente...
Pero, ¡qué va!, ahora lo que se estila en la plaza, y siendo lo realmente pasmoso, es que a todas las comadres (y copadres) les parezca bien esta manera novedosa de pesar, añadiendo un fajo enorme de billetes al primer platillo, un ejército de despidos al segundo y cuando el primer platillo queda un metro más arriba que el segundo, recoge el tendero sus billetes, y se marcha la cliente –o estado soberano– satisfecha con su mejoría tan vistosa en el peso y con su bolsa repleta a reventar de parados asomando por los bordes o cayéndosele por el camino como manojos de acelgas, a contarle feliz a las vecinas –o a quien quiera oírla– que las cosas en la plaza parece que ya van algo mejor, a dios gracias, aunque hay que ver el trabajo que cuesta, y cómo están los precios y las colas que hay hacer para poder llevarse algo al puchero.
–Reventaíta que vengo hoy Mariano, reventaíta..., y tu ahí, con el periódico y el aperitivo, agotado estarás, jomío..., y anda José Luis, hijo, anda, hazme el favor de ayudarme a subir la bolsa a la encimera y no refunfuñes, que tampoco tú estás haciendo nada, y no me repliques que soy tu madre, que a mí váis a venir a contarme lo que hacéis y lo que dejáis de hacer toítas las veinticuatro, ¡jodíos zánganos!–.

lunes, 24 de octubre de 2011

Material rodante

No hay último tren. ¡Qué tontería! Las vías son círculos paralelos, con desvíos que llevan de unas a otras. Allí rodamos todos los convoyes. Hasta la fecha de desguace. La señala una chapa de la máquina, por lo general ilegible. Nadie le hacemos mucho caso. Más bien tratamos de ignorarla. Hubo trenes infinitos y habrá otros tantos. Es lo primero que te enseñan. Nunca ha pasado el último tren.

Las estaciones son innumerables. Unos trenes paran en muchas, o en pocas, las mismas u otras diferentes. A veces se realiza un recorrido largo enganchando otro convoy. Se hace por gusto, afirman quienes saben del asunto. Otros entendidos lo atribuyen a necesidades de la circulación. Algunos juran que es el designio del dios de los ferrocarriles, aquí muy venerado. El tráfico de convoyes es infinito a un lado y otro. Nos rebasan algunos perezosamente o como balas. Adelantamos a su vez a muchos. Resulta entretenido de ver. A veces una locomotora te enfila aviesa. Frenas o te desvías si puedes. La ruta es peligrosa. Los accidentes abundan. Para bastantes constituyen un espectáculo gratuito. Para otros una calamidad instructiva. Otros lo ven insípido. Idiosincrasias, escuelas de manejo.

No siempre es posible parar en la estación prevista. Los contratiempos son constantes. Cambios de vía de último minuto. Los descarrilamientos. Semáforos de color indeseado. Señales taxativas. Frenaste tarde, Te pasaste de estación. Faltó presión. Paraste sin saberlo en la anterior.
Dormirse o circular soñando tampoco es infrecuente. –¡Pero hombre!, ¿cómo es posible? ponga más cuidado en lo que hace, gruñe un directivo de la Compañía–. Otro convoy silba irritado. Continúas contrito.

En ocasiones se alcanza a parar intencionadamente en el mismo lugar. Una vez descansaste feliz allí. Bien lo recuerdas. Te habita entonces el extrañamiento. –¿Es esta de verdad la estación de Wendy, así son ahora los atardeceres, sus catenarias?, no me parecen los mismos...–. –Es usted un maquinista veterano–, contesta el jefe de estación, –Su tren ya tiene sus kilómetros, ya debería de saber de qué va esto. Sea tan amable de despejar la vía–. Sueltas vapor. Te alejas meneando la cabeza.

Nunca lo aprendes. Bastan apenas un cierto número de vueltas al circuito para que sitios iguales sean distintos y los distintos devengan en idénticos. Es cosa de asombro. Una característica irritante de la realidad ferroviaria. Preferirías no conocerla.

El expreso SB 00-000-5941. Anduvimos varias veces largo trecho en paralelo. Comparábamos la calidad de los carbones. La dureza de las aguas. Cruzábamos consejos para casos avería. Sin embargo, no es más que un tren fantasma. Cualquiera sabe que no existen. Pero ¡qué sábanas, qué arrastre de cadenas, qué nubes de vapor para ocultarse, qué calidad en sus latones, qué clase de lamentos emitía!

Lo sé, ensoñaciones de viejo maquinista. Leyendas simplemente. Sigamos circulando. Es la costumbre. Será en otra estación, Delicias, Esperanza, Camposanto..., donde coincidiremos nuevamente. Ocurre siempre así. Leí una vez de una locomotora llamada Moby Dick. Una ballena negra, creo. Una obsesión de sombra y hierro. Hacía sus víctimas.

Cantares viejos de la vía. De este trabajo sucio, largo y mal pagado. Cambios de agujas, depósitos, vías muertas. Los pasos a nivel. Los siniestrados. Y cansa mucho, lo confieso. A veces pienso en si los trenes pudieran volar libres de raíles. ¡Qué cosa no seríamos entonces! Barones todos de Münchausen. La luna al fondo. A cada cual su Ítaca y su esquife. ¿Esquife?... alguna vez sabré qué es eso.

Un tren determinado, es cierto, puede llegar a tardar mucho. Pero al final despunta el faro.

Nunca ha salido el último de esta maqueta a escala exacta de uno a uno. A quién se le podría ocurrir tamaña incongruencia... si pasan siempre. Todos podemos verlos, son reales. Llegan silbando. Nos traen un viaje dentro de otro viaje, y otro. Y es el camino todo el equipaje.

jueves, 20 de octubre de 2011

Metafísica de la rapacidad

Recuerdo, cuando mis primeros escarceos con la informática, hace exactamente 30 años, como quedé fascinado con un algoritmo de ordenación de ítems que parecía obrar ex-nihilo, casi como un verdadero milagro. Un simple manojillo de instrucciones iterativas, extremadamente sencillas y elementales y que en nada parecían atañer a la generalidad del listado sobre el que actuaban, era capaz de dejarlo ordenado como por cosa de encantamiento y sin que nada tuviera que ver con la consecución del éxito el número arbitrariamente grande de entradas desordenadas alfabéticamente de que constara la lista. Se limitaba el procedimiento a comparar dos entradas sucesivas, sin importar su lugar, y a colocarlas entre sí primera o segunda según el criterio a aplicar, en este caso su ordenación alfabética. No tenía otro intríngulis el artificio que el seguir haciendo exactamente eso mismo hasta el momento en el que el número de cambios aportados por el programa en una pasada completa comparado con el número de entradas de la lista fuera igual a cero, momento en que se paraba el proceso y la lista ¡lez voilà!, comparecía feliz y pulcramente ordenada.

Y bien pudiera postularse que esta sencillez extrema de algunos procedimientos técnicos, capaces de obtener resultados espectaculares con esfuerzos mínimos, viniera a poder justificar esa simpleza intelectual –¡qué no podrán hacer los ordenadores y la tecnología!, como tantos creen a pies juntillas– de que aplicando automáticamente determinadas recetas las cosas se resolvieran igualmente bien en la vida real, esa antigualla que trascurre en la algo más áspera periferia de las pantallas.

Así que retomando además una idea –opuesta– de otro posteo anterior, sobre la cada vez mayor dificultad por parte de los seres humanos para manejarnos eficazmente con la complejidad una vez que se ha alcanzado un determinado punto de acumulación de variables, por no llamarlas imponderables, lo que resulta verdaderamente notable es que la teoría económica imperante, esta que está llevando a las sociedades avanzadas al despeñadero si alguien no le pone una camisa de fuerza a quien sea menester, incida y reincida en el pintoresco artículo de fe de que los asuntos de economía dejados a su ser, o sometidos a cuantas menos intervenciones mejor, acaban por regularse solos, como si de membranas, genes u órganos biológicos se trataran, olvidando que un símil solo es una forma de relacionar hechos entre sí y que puede resultar útil hasta cierto punto, pero que de ninguna manera constituye una ley ni puede justificarse el pretender utilizarlo como si de una herramienta real se tratara, asumiendo además que cosas conceptualmente muy distintas puedan manejarse en la práctica de la misma manera. Una comparación, por afortunada que resulte, difícilmente se puede convertir en una solución para nada.

Y aún pareciendo auténticamente cierta esta suposición ‘autoregulatoria’ dentro del ámbito de las cosas de la naturaleza, no deja de serlo también que la tal ‘regulación’ no se anda con miramientos, y es esta una verdad como la anterior, y que este su regularse ‘sola’ no lo es nada más que en el sentido sin duda darwinista de aniquilarse o favorecerse unas opciones u otras dejando obrar estrictamente al azar que entroniza a las más fuertes y aniquila a las más débiles, lo que nada en absoluto tiene que ver con que vaya a respetar a las más buenas y aniquile a las más malas, entendidas estas desde lo que cualquiera no irremediablemente contaminado por el venenoso concepto de utilidad a ultranza y habitado adicionalmente por algún grado de civilización llamaría raciocinio e incluso sentimiento o piedad, esos actores no económicos, o pobretones.

Puede ser tarea de la naturaleza el que se muera la abuela, favoreciendo así la supremacía del más fuerte, y puede ser incluso obra humana el que el hombre la secunde, subiendo a la abuela al monte para dejarla allí y agilizar el trámite, como en esa incomparable, poética, terrible y estremecedora película japonesa que se llamaba, si me acude bien a las mientes, La balada del Narayama. Pero quisiera uno pensar que ya hubieran de estar superados los tiempos en que tales cosas era imprescindible hacerlas por literal y absoluta falta de alimentos y que los utilitarios y pretéritos usos del espartano monte Taigeto estaban del todo superados, por no decir proscritos, aunque para algunos bien se deja ver que todavía no y de ninguna manera. Pues que los suban a ellos y ayudaremos así todos a la ‘sabia y santa’ naturaleza en el reciclado de detritos, podría añadirse tranquilamente.

Pero la naturaleza, la pobre, que es más simple que un cubo, no maneja conceptos de bueno o de malo, de utilidad o conveniencia, de ventajas o desventajas. No maneja ninguno, más exactamente, y esa es su limitación, que no es poca. Obra ciegamente como no puede ser de otra manera, pues no posee raciocinio, que se sepa, y obtiene, aunque empleando una cantidad de tiempo casi pornográfica, resultados vistosos, sin duda, pero en nada viene a parecerse a la obra humana dotada por lo general de algún propósito, sentido y finalidad, y algún punto más de agilidad. Suponer que la economía se vaya a regular por sí misma no es un concepto equivocado, pues efectivamente lo hará y lo hace, lo que sí es discutible es si ese regularse será en un sentido positivo o negativo para sus actores, que somos todos y en definitiva seres humanos, y si lo hará además no solo para favorecer exclusivamente a unos pocos, sino para la generalidad de todos, que es donde reside de verdad el quid de la cuestión.

Poco podemos hacer en general para modificar el clima, pero desde luego hemos aprendido a protegernos de él dentro de una ancha banda de sus oscilaciones y para ello disponemos de artificios tecnológicos de toda índole que las culturas han ido imaginando y aprendiendo a utilizar. Empezando por el cobijarnos debajo de una hoja de palma y llegando hasta el climatizador automático o a las atmósferas artificiales que permiten la vida, por ejemplo, de los astronautas. No tenemos ciertamente defensa contra un maremoto o un huracán de gran magnitud, pero sí contra el frío, el calor y la lluvia mientras se mantengan dentro de sus términos usuales. Proponer en cambio que al astronauta se le despache a su negociado sin asegurarse a fondo de que todas las regulaciones necesarias para su atmósfera artificial funcionan en el sentido de poder garantizar su vida, y suponer además que los gases se ajustarán más o menos y por su cuenta en las cantidades necesarias para que sobreviva no es necesario calificarlo. Pero igualmente astronautas somos todos sobre esta bola que transita su órbita e imprescindible parece el generar y mantener las condiciones mejores posibles para no perecer durante el viaje, al menos en lo que esté en nuestras manos. Cualquier otro enfoque, con lo que hoy en día conoce la ciencia, no es más que pura y sencilla insensatez. Y criminalidad.

Así que suponer que a la economía hay que dejarla estar, como si fuera una entidad sagrada o una abstracción incomprensible e inmanejable y abstenerse en consecuencia de utilizar mecanismos para regularla, controlarla y, en definitiva, protegernos de ella cuando se torna aviesa, no parece otra cosa que un planteamiento de necios. Sin embargo, no son necios quienes sugieren esto o lo exigen. Son bien avisados, pero sólo en el sentido de favorecer sus intereses. Porque, por ejemplo, proclamar con la mayor seriedad que aplicar una tasa sobre el movimiento de capitales creará graves desequilibrios económicos es negarle todo fundamento y utilidad a una práctica tan vieja como la tasación sobre todo bien comerciable por parte de quien puede hacerlo, que al momento presente son los estados y sus organismos derivados, y más antiguamente toda comunidad humana organizada en la medida de lo posible para protegerse a sí misma. Y el hecho incontrovertible de que parte de estos impuestos se utilizan para fines espurios y distintos a los que fueron diseñados y para, en no pocas ocasiones, sencillamente robarlos, no invalida en absoluto su necesidad lógica y las bondades que se esperan de ellos. Como cualquier otro invento se pueden usar bien o mal, pero esa es otra cuestión que sin dejar de ser razonable el plantearla, poco tiene que ver con la mayor del argumento.

Existen impuestos desde que hay comercio, exigidos desde su momento fundacional a punta de inapelable garrote, qué duda cabe, y tan ente económico básico parecen el impuesto como el capital. Admitir que una transacción sí se debe tasar pero otra no, y esta segunda solo por principio ontológico (y, por añadidura, ‘¡científico!’), vendría a equivaler a suponer que el mismo dinero en sí vendría a participar de dos especies diferentes y antagónicas, una tasable y otra no tasable. El mismo billete de 500 euros, hecho de la misma materia y procedente de la misma imprenta fungiría como un bien económico en un caso y en otro como una construcción espiritual y en consecuencia  intangible, al parecer.

Y nótese que no se habla siquiera de tasar el capital mientras está quieto en su arca, que también se podría, aunque quieto raramente permanezca por la sencilla razón de que en tan pacífico e inoperante estado este se deprecia por causa de la inflación y es esta cosa que a cualquier capitalista grande o pequeño –y en sus cabales– no puede hacer otra cosa que alterarle el metabolismo hepático. Se habla solamente pues de pretender tasarlo y en cantidades irrisorias cuando el capital se mueve, y cuando este se mueve es exclusivamente con la intención de que produzca nuevos réditos y se incremente. Y es cuando se produce ese movimiento, en sí necesario, cuando se propone tasarlo en origen. Sin embargo, parece ser que se tratara de un delito de lesa majestad, o cosa de haberles mentado la madre o de haberse topado de verdad con la iglesia en aquellos pretéritos tiempos de su pompa más magna.

Sin embargo, por pasar el dinero de manos del comprador a las del fabricante, de este a sus proveedores, de todos ellos a la banca que lo prestó a unos y a otros, de esta a una banca financiera que sólo negocia con él y con especulaciones sobre estados futuros de las cosas y de esta última a sus efectivos poseedores, los particulares o entidades que lo fiaron en origen, lucrándose todos de este primoroso balet, los compradores finales del bien por poseerlo y todos los demás llevándose un porcentaje de beneficio en cada transacción, los organismos impositivos correspondientes se van llevando en cada paso –y en todas partes– algún tipo de impuesto legalmente establecido y creado, se supone, para usos públicos.

Impuestos sobre lo que mucho cabrá discutir en lo tocante a su oportunidad y cuantías pero que ningún organismo habilitado para ello deja nunca de cobrar o siquiera de intentarlo. Sin embargo, parece que en este primer paso de las grandes transacciones entre tenedores primarios de capital, (que les producen a su vez, ni que decir tiene, sus correspondientes beneficios a unos y otros de ellos) y que es donde se levantan siquiera virtualmente, pero reales a todos los efectos, las cámaras acorazadas del Tío Gilito, parece que quisieran venir a explicarnos sus titulares que dentro de ellas ese dinero se transubstancia en otra especie, de diferente cualidad formal o moral y que no debe de considerarse riqueza como tal. Debe de tratarse de capital espiritual, de un bien inefable que cada vez que sale del arca y se presta o se mueve para volver rápidamente acrecentado a ella recupera una pureza que los ávidos tasadores no deben manchar. Sin embargo, la aparente totalidad de lo que en la tierra hay y sea objeto de actividad económica suele estar tasado. Pero este capital de capitales debe de seguir exento, al parecer, en razón de su metafísica esencia y de su virginal pureza. Sus movimientos se producen en un halo de santidad y bondad y nadie debe poner sus sucias manos sobre bienes de tan elevada especie.

Y no se está siquiera hablando, entiéndase bien, de tasarlo al 3, al 6, al 9, al 12, al 18 o al 23 por ciento, como por ejemplo ese impuesto general y más o menos universal, con uno u otro nombre, que aquí conocemos como del valor añadido. Se está hablando nada más que de tasas con porcentajes del 0,1%, como la traída y llevada tasa Tobin contra los rápidos movimientos de capital especulativo que generan muy cuantiosos beneficios a cambio de debilitar las economías públicas y cuyo necesario y consiguiente saneamiento ni que decir tiene que lo pagamos todos. Pero no se logra acuerdo humano para poder sacarlo adelante aún pudiendo beneficiarse supuestamente de ello un considerable porcentaje de la población, no tanto por el monto económico que suponga la tasa en sí sino por las malas prácticas que evite. Y nunca convendría olvidar que este producto inefable, ese capital atesorado por muchos menos seres humanos que el uno por ciento de la humanidad no es otra cosa que el interés del interés del interés del interés que se ha ido acumulado lentamente en cada vez menos manos, y desde los tiempos de Hammurabi, con las plusvalías no solamente del capital inversor arriesgado, sino del trabajo y el esfuerzo de todos los seres humanos, y de muchos animales incluso, que habitaron y habitan la tierra y que contribuyeron necesariamente a su incremento. Es el fruto total de la obra de la especie toda y sobre el cual, al parecer, esta, entendida como colectividad, no tiene derecho ninguno, ni en el uno por ciento ni aún menos, a disponer de él legalmente para satisfacer intereses de supervivencia y para resolver problemas igualmente colectivos y acuciantes.

Pero no querer interpretar este monto descomunal como capital público –en alguna medida– no es otra cosa que un planteamiento ideológico propalado y generosamente engrasado por sus privados poseedores, detentores de un poder casi omnímodo en virtud precisamente de esta misma riqueza y que les ha llevado hasta el punto de pretender convertir nada menos que en ciencia su pretendido derecho a seguir disponiendo de la totalidad del mismo. Pero tal cosa no es ciencia, no es más que ideología a lo sumo, por no calificarla de simple rapacidad, aunque siempre sancionada como legal por esas mismas leyes por ellos mismos instadas y sufragadas y constantemente mantenidas bajo vigilancia para que eso mismo digan y sigan diciendo y no otra cosa contraria a sus intereses, y apelando además (y sufragando igualmente) cuando en ocasiones todo este entramado ¿jurídico? no da abasto ya para protegerles, a esa instancia verdaderamente suprema al respecto, y generadora definitiva de razón que es la estaca, y que empuñarán por imperativo igualmente de ley... nuestros hijos. Para defenderles a ellos.

No es más que la la vieja polémica de la propiedad privada y de la propiedad pública, siempre oscilante entre unos y otros extremos, aunque nunca será ciencia positiva el motivo para optar por una de ellas, como nunca puede ser ciencia una ley. Sí es cierto que en el momento actual vivimos en uno de los extremos del péndulo, en el lado de la sancionada sacralidad de lo privado, en lo tocante a economía, pero esto no nos obliga a todos a la ceguera intelectual ni a no seguir postulando que puedan exisitir otras maneras de poder gestionar el mundo, y no necesariamente solo las radicalmente contrarias a la actualmente preponderante, además. Y no se habla de expropiaciones forzosas ni de decretar la abolición del capital privado, se habla simplemente de tasar de una forma muy tímida y en momentos de tremenda necesidad común, los inmensos depósitos de recursos financieros en manos de muy pocos y, sin duda, además, claramente irresponsables.

Y en tiempos donde comen todos o una buena mayoría, quienes poseen muchísimo más de lo razonable y aún otras mil veces más, pueden vivir hasta cierto punto tranquilos, pero cuando empiezan a faltar las cosas más imprescindibles, la comida y el trabajo, por ejemplo, y ya se cuestionan en muchas partes los gastos públicos de pensiones, de salud y de enseñanza, los tres fundamentos básicos que justifican la pejiguera atroz de tener que sostener y padecer cualquier estado moderno, quienes siguen acumulando beneficios en exclusivo interés propio mediante mecanismos torticeros que lo único que hacen es vaciar más y más de contenido las simples ideas abstractas de sociedad y de bien común, más los bolsillos reales de casi todos quienes las componemos, pronto se verán también ellos en aprietos bien serios.

La comida mientras se puede se compra, si finalmente no se puede comprar, se roba. Y el simple concepto de robo cuando existe un estado de necesidad es algo que bien parece vaciarse de contenido. Es el principio de supervivencia quien actuará entonces y que, sancionado o no como legal, se impondrá de manera fáctica cuando dicha supervivencia se vea amenazada de forma terminante. Ante el mono hambriento no caben leyes, ni argumentario de razón y aún menos sofismas. Nada des-civiliza más que el hambre, ni siquiera la injusticia. Quien sea responsable de provocar hambre por ninguna otra causa que su codicia se habrá excluído –motu propio– del padrón de la civilización y se acabará enfrentando a reacciones con seguridad tambien ajenas a la misma y no podrá entonces apelar a esta para mitigar las consecuencias de su irresponsable actitud.

Por suerte o por desgracia ciertas cosas van juntas en el magma social, y la juridicidad, la civilización y la seguridad, la de unos y otros, no prosperan donde haya hambre, estado de necesidad y desprecio del más elemental derecho de gentes. Ignorarlo, y esto sí que es un reproche dirigido directamente a los políticos es, se mire por dentro se mire, un comportamiento delictivo y criminal que antes o después llevará a su incriminación, y no solo figurada. Ya arriesga la cárcel el ex primer ministro islandés por razones exclusivamente económicas y ajenas además a su enriquecimiento propio, que no se produjo más que en mínima medida, es decir, que lo que se juzga en definitiva es su incompetencia y necedad y su favorecimiento vicario de la rapacidad, y esto es una novedad jurídica absoluta que tendrá que marcar camino, como lo marcó el arresto de Pinochet, en asunto bien distinto, pero sí por muchos flecos emparentado, y hoy no sería ya descabellado asegurar que al primero pronto le seguirán otros colegas de acá y acullá y por las mismas causas.

Nunca parecen suficientes las repetidas imágenes del usurero y del avaro que la humanidad toda prodiga desde hace milenios para dar cuenta de ciertos comportamientos. Pero cuanto más vaya el péndulo hacia un lado más tendrá que regresar forzosamente al opuesto y de tanto estudiar matemática financiera, por no llamarla metafísica de la rapacidad, pareciera como si a estos ‘actores’ económicos se les vaya olvidando la física elemental, al tiempo que se les va yendo la pinza. Y sin ir a buscar más lejos, al respetable señor Botín, ayer mismo por la mañana, clamando una vez más contra las regulaciones bancarias, esas bichas, y con la que está cayendo. Pero a ellos o a sus herederos ya les pondrá en su sitio la ley de acción y reacción, esa cosa tan simple, aunque esta sí verdaderamente científica, y poderosa e ineluctable donde las haya. Ni lo dudemos.

Una postal de amor

Rebuscando esta tarde perezosamente en la tienda de un amigo anticuario me tropecé con una postal dirigida por un hombre (supongo) a una mujer sin identificar. Tal vez a su hija, o nieta, aunque no es del todo descartable por el contexto que pudiera tratarse de su amante, pero en cualquier caso de una ternura y belleza que no me resisto a traducir de su idioma, el francés.

En un lateral figura la frase: Primeras violetas de nuestro jardín. 

El texto que sigue lo encabeza una pequeña localidad francesa que no transcribo por elemental respeto a la intimidad del autor (cualquier escrito lo puede cargar el diablo, que me lo cuenten a mí) y la fecha, 28 de febrero de 1961.

Querida,
La Escalerilla de Algeciras. Desearía subir esta pequeña escalera para ir a verte. El mes de febrero ha muerto hoy. Un mes más en el pasado. Un mes menos para el porvenir. Aguardaré con impaciencia al año 1962, porque espero, siempre, que este será el de nuestro reencuentro. Me alegro de saber que tu salud es muy buena. Yo voy bien, mi mujer está (va) mejor. Pronto irás a descansar (creo) a Madrid. Pasa unas buenas fiestas. Te digo esto para no olvidar..., pero te escribiré seguramente antes de tu salida hacia Algeciras. Escríbeme tú tambien, querida, si no estás demasiado fatigada.
 

Te abrazo, mi amor, muy largamente, mirando tus bellos y grandes ojos que amo... como desde el primer día.

La firma me resulta ilegible, comienza por Ma, pero de ninguna manera parece maman, la forma familiar francesa para decir mamá y, por lo demás, el texto menciona a su mujer, lo que en 1962 no podía apuntar más que un hombre, me atrevo por lo tanto a asegurar.

El contenido lleva a pensar quizás en una carta a una enferma, y tal vez niña, por ese contrasentido aparente de decirle que sabe que está muy bien y después casi negado por esa solicitud de recibir contestación si no está muy fatigada. Cabe también lo contrario, que se trate de una nota a una persona en su vejez y a la que se trata con miramiento exquisito, la madre, la abuela, pero en ese caso el final no parecería cuadrar, o tal vez sí...

Toda la carta desprende una ternura dulcísima y un aura además de proceder de una persona habituada a un cierto comercio con las letras. Pero ese extraño hacer referencia a su mujer, no a mamá, o a la abuela, o a una tía, sugieren otras posibilidades. Un segundo matrimonio tal vez y el referir por lo tanto de una persona que no es familiar (en los dos sentidos del término) de o para la persona a la que escribe, o que mencionarla vaya entonces en el sentido de informar, ¿a su amante, a su madre?, del estado de las cosas. Pero, ¿quién le dice a su madre, o a su abuela, que la ama como desde el primer día? Sí percibo la sensación de que el autor pudiera tratarse de una persona mayor, las referencias a la salud y ese primeras violetas de nuestro jardín..., aunque en la época, y ya desde varios decenios antes, las violetas eran símbolo de cortesía, de afecto, de cariño y de poner el pensamiento en los ausentes, aunque no sólo entre gente de edad.

En la fecha del texto yo tenía ocho años, mi madre cuarenta y cuatro y bien recuerdo el trasiego de violetas, de caramelo unas –siempre en rebuscadas cajas–, otras frescas, otras secas y en ramitos encelofanados y con delicadas cintas, que se intercambiaba con cierta frecuencia en familia y con las amistades. No encuentro en definitiva argumento para inclinarme por una u otra opción. Y el bellísimo final efectivamente se le pudo y se le puede escribir igualmente tanto a una hija, como a una nieta, como a una amante.

Dos detalles a añadir. La postal es un Bambi de Walt Disney y muy cursi habría que ser, incluso en 1962, para mandarle semejante cosa a una amante, o a tu madre, y más aún por parte de una persona evidentemente no iletrada, pero resultaría perfecta y cariñosa si la mandaran el padre o el abuelo para una niña, máxime teniendo en cuenta los usos de la época. Por contra, la postal no fue franqueada, es decir cabe una entrega en mano, y esto sí es algo más raro y que bien podría cuadrar con la existencia de una amante, o significar que simplemente no se envió, como ocurre con tantas. Por supuesto, mi amigo desconoce la procedencia de la postal, seguramente una entre muchas de un lote.

El misterio mínimo, y de deliciosa cotidianeidad termina aquí. Y en realidad no me importa. He pasado hoy unos minutos en contacto con la ternura y la belleza expresiva de un desconocido, y suficiente regalo es esto ya, como para no agradecerle la necesidad de haber escrito estas líneas. Espero de verdad que lograra haberla vuelto a ver y a abrazar mirándose largamente en esos bellos y grandes ojos que usted amaba, Monsieur Ma...

martes, 18 de octubre de 2011

Personalización. Sartenes para zurdos.

 * * *

Dejó dicho Rafael Sánchez Ferlosio, con la agudeza que le caracteriza, que lo más sospechoso de las soluciones es que se las encuentra siempre que se quiere. Pero él mismo en otra esquina de su inabarcable edificio dejó igualmente una receta para desconfiar de la propia rotundidad de sus frases, así como de las ajenas: “...porque los textos de una sola frase son los que más se prestan al fraude de la profundidad, fetiche de los necios, siempre ávidos de asentir con reverencia a cualquier sentenciosa lapidariedad vacía de sentido pero habilidosamente elaborada con palabras de charol...”

Y me parece en este caso que tuvo mayor penetración en la matización que en el aserto que encabeza el texto, lo cual no empece para que no sea una delicia leer frases lapidarias, las suyas desde luego, y tantas otras de tantos otros, y por necio que uno sea.

Y viene todo esto a que si algo caracteriza el momento presente es precisamente su no saber (y no querer) encontrar soluciones y por dar en convertirse cada una de las que sucesivamente se postulan como milagrosas en una fuente inagotable de nuevos problemas, sin solución aparente a su vez, y convirtiéndose así estos dos términos en apariencia tan antagónicos –las soluciones y los problemas– en una especie de extensión el uno del otro, en algo bastante más parecido a esa imagen eternamente imbricada del ying y el yang, que en un círculo mitad blanco y mitad negro, divididos netamente ambos colores por un inapelable diámetro.

Y tal vez no estemos asistiendo a otra cosa que el haber alcanzado la actividad humana, es decir la de esta especie animal, eso que el principio de Peter llamaba nivel de incompetencia. Desasosiego da pensarlo, aunque descabellado no parece, sobre todo si se resiste uno a calarse esas gafas de menos ver a las que llaman optimismo y que entregan gratis en cualquier think tank bancario o ideológico que se respete y en cualquier colorín dominical vehiculador de autoayudas.

Por mi parte me atrevo a postular que, ante la globalización, la capacidad humana para manejarse con los problemas que esta genera resulta insuficiente y por razones, ante todo, biológicas. No somos a fin de cuentas más que unos primates muy inteligentes, hasta cierto punto, y evolucionados durante cientos de miles de años en entornos que no superaban el ámbito de una manada mediana de, por poner una cifra, cien individuos. Somos en lo biológico, en el hardware, para entendernos (atribuyéndole a la cultura –y a los efectos de este símil– el papel del software), exactamente las mismas entidades que hace 100.000 años, y puedo estar equivocado sin duda, pero mi percepción es que ya no damos más de sí con esta máquina cerebral que regentamos cada cual y que parece empezar a demostrarse insuficiente para alojar la inmensidad de acontecimientos y de información que hoy tenemos que procesar, entender y manejar adecuadamente con ella, sin caer en equivocaciones de bulto y siendo, además, capaces de sobrevivir a ellas adecuadamente.

Pudimos como especie con la cruda naturaleza, con temibles animales antagonistas, con el bosque, con la sabana, con los desiertos de arenas y de hielo, supimos concebir y manejar la guarida, la choza, la aldea, las primeras urbes, las comunidades locales, los estados modernos de tamaños y estructuras cada vez mayores. Pero superadas estas magnitudes, alcanzada la escala de los imperios, los humanos fracasamos una vez y otra, tanto en la antigüedad como en el presente. Cabe concluir que las grandes estructuras son menos duraderas. Se han ido estas desintegrando una a una desde que se tiene conocimiento de ellas, y este primer experimento al que nos toca asistir ahora, el de levantar una superestructura nueva a escala ya casi planetaria, aunque solo sea en lo económico, está demostrando hacer aguas por todas partes y antes aún de llegar, ni mucho menos, a completarse. Se nos rompen las costuras antes de acabar de embutir el relleno y quizás pareciera lo más inteligente postular un repliegue momentáneo a la escala anterior que, aproximadamente funcionaba y, si acaso, restañadas las heridas, repetir el intento de manera diferente.

Pero las marchas atrás del zagal ya encelado con los últimos y agónicos golpes de riñón o las retiradas a tiempo del viejo mariscal superado por los acontecimientos, además de muy raras, y más que obra humana dirigida por la inteligencia y la razón, sólo parecen mayoritaria consecuencia de inesperadas catástrofes causadas por imponderables o acontecidas por razones de mal cálculo o de incapacidad de manejo por causa de las magnitudes implicadas. Y aun cabría, además, preguntarse si de verdad existe la posibilidad de alcanzar ningún buen cálculo ante el crecimiento exponencial de las variables a considerar o por el cubicaje medio de la sesera con los que los efectuamos, y esto ya en el caso, también especulativo, de que alguna se pusiera a ello.

Pero el resultado, sea como sea que se maneje el asunto, es que los imperios, los constructos globales, las grandes superestructuras, se nos pinchan sucesivamente como los globos, y por una razón o por otra nunca logran constituirse en entidades tan duraderas como, sin ser eternas, puedan serlo y lo han sido muchas veces una ciudad, una comarca o una vieja población humana asentada en un territorio de tamaño medio y que esta conozca de viejo y domine.

Y serían algunos conceptos derivados de la teoría de la evolución los que podrían venir a traernos alguna luz sobre el asunto. Las especies de todas las cosas, e igual da aquí hablar de gusanos, que de lenguajes, que de estructuras, y sean estas imperios o cristales o entes biológicos, parece que han de ser principalmente muchas y variadas para que la rueda gire y el recambio exista cuando la catástrofe sobrevenga. Que sobreviene siempre.

Pero es precisamente esa diversidad aparentemente tan necesaria lo que estamos aniquilando, no sólo la biológica sino la cultural también, sometida a parecida evolución; y al igual que el justificado temor de tantos botánicos sobre la reducción a pocas variedades de las semillas que hoy se cultivan y por ende nos alimentan, es que resultaremos muy vulnerables ante un avatar que las afecte, la perdida de diversidad, ahora política o intelectiva, apunta hacia una futura incapacidad para resolver problemas novedosos sin poder acudir a un número suficiente de estrategias admitidas a ser probadas.

Sería, para entendernos, el quedar limitados a disponer exclusivamente de martillo y clavos para arreglar una embarcación averiada, en lugar de contar con una completa caja de herramientas con su necesario surtido adicional de clavazón y de herrajes. Lo chusco es que tal limitación no será debida a la catástrofe en sí o al naufragio, no será advenida a posteriori, dependerá de una decisión tomada con anterioridad al embarque, se deberá a la voluntad y a la ideología humanas, y tal cosa es buen ejemplo de la ceguera insensata que bien justifica el temor del que nacen estas líneas.

En un mundo no globalizado, en el sentido económico actual de la frase, las catástrofes naturales o sociales que fueran, se propagaban menos y más lentamente. En cambio, el riesgo en este substrato social actual en el que vivimos de ‘para todos lo mismo’, ya sin otras alternativas funcionantes y bien engrasadas por el uso, es que una catástrofe cualquiera de una magnitud medianamente seria acabe con todo el sistema a la vez, por demasiado interconectado y dependiente de todo el resto, y que este, que ya ha devorado o está devorando todas las demás alternativas, sea incapaz de funcionar bien de nuevo y que ya no existan entonces, precisamente por este su devorar omnímodo, otras opciones capaces de mantener en funcionamiento las sociedades dentro de parámetros justos y deseables. Las consecuencias y la magnitud de lo que pueda acontecer entonces serán lo nunca visto.

En los ordenadores, las herramientas de uso más general con que cuenta la especie –a excepción de la inteligencia y el dinero–, la constante evolución técnica de sus soportes, hoy metálico-cerámicos, mañana cristalográficos, o de sustrato líquido o semi biológico, previsiblemente antes o después cuánticos y finalmente de cualquier otra clase y materia hoy no previstas o intuidas, permite la evolución continua de programas cada vez más grandes, eficaces y sofisticados funcionando en ellas. Sin embargo nuestro hardware humano no ha evolucionado ni en lo que atañe a la composición de una uña durante los últimos cincuenta mil años y aunque estamos dotados con el más poderoso de los procesadores que hasta el momento se conocen, nuestro cerebro, este no cambia más allá de lo mucho que permite su plasticidad intrínseca, sólo se llena y finalmente no admite, persona por persona, más gigas, teras, petas o exabytes que sean para alojar nueva cultura y conocimiento con los que saber manejar el entorno con mayor eficacia.

Podemos leer cinco libros a la vez e improvisar también algunos comportamientos o respuestas diferentes y efectivas ante una situación dada. Será difícil pero una persona inteligente puede hacerlo. Pero nadie podemos asimilar cien libros a la vez ni improvisar mil respuestas diferentes ante nada, y menos en tiempo real. Nadie es capaz de tanto, ni los genios, y sin embargo el bombardeo de estímulos, opciones, disyuntivas, necesidades y problemas crece imparablemente y parece requerir de nosotros algo semejante a la omnisciencia para no acabar colapsando. Y ni siquiera las máquinas de inteligencia artificial, que la tecnología se apresuró a prometernos hace cincuenta años, apenas son todavía otra cosa que aprendices de babuino.

Sin embargo los desafíos y los problemas van alcanzando magnitudes que ni los cerebros ni las tecnologías más sofisticadas son capaces ya de manejar y menos todavía de resolver. Es decir, no damos más de sí y no hay más vueltas que darle, porque nos está superando nuestro propio tamaño, la vastedad de nuestra cultura y la complejidad de la maraña de interrelaciones con los problemas derivados y crecientes que todo esto genera.

Y aún no siendo descartable que podamos incluso acabar interviniendo sobre nuestra propia maquinaria genética y podamos potenciarnos antes o después en lo físico y lo intelectivo, a modo de verdaderos cyborgs, como los postulados por la ciencia ficción, también es cierto que seguiremos teniendo el problema adicional de nacer con la codicia, la rapacidad y la agresividad codificadas mediante un poderosísimo juego de instrucciones que nos impele desde la profundidad de nuestra biología a intentar adaptar cualquier norma de conducta en pos de un constante e inmediato beneficio propio, sin atenernos a más consideraciones que el miedo al castigo. Luchar contra semejante limitación instintiva sí que constituye desde luego una tarea de dioses y es una batalla que hombre a hombre, sociedad a sociedad se ha ido ganando, pero igualmente perdiendo una vez y otra. Cuando y donde despuntan un rayo de luz o de civilización suscitando esperanzas aparentemente justificadas, aparecen siempre y al mismo tiempo fuerzas que jamás dejan de tirar hacia el lado contrario, como si la biología no dejara de exigirle un sangriento y eterno tributo a esa civilización siempre naciente y debil y para permitirle nada más que una existencia eternamente tutelada y mediatizada.

Y sí, es cierto que también parece ser que la cooperación y el altruismo están codificados en la especie, pero a un nivel menos básico. Los monos, en presencia de otros, repartiremos cada presa proporcionalmente, de animal alfa para abajo, según códigos sociales escritos y no escritos pero aproximadamente funcionantes, pero al primer descuido en la vigilancia común, cada mono se apropiará de la mayor parte de bienes que pueda, y no solo de los que considere imprescindibles sino de cuantos sea capaz y así sea que los vaya a disfrutar o no.

Así cada dirigente y la larga jerarquía de sus acólitos, de catedrático a bedel, de Führer a cabo, de primadonna a mozo de palangana, de abad a lego, y en todo ámbito, político, económico, científico, industrial, social, religioso, etc... no actúan en su generalidad más que como exigentes machos (y hembras) alfa de la manada que nunca dejan de intentar llevarse todas las partes de más que tengan a su alcance, y apelando y amparándose no sólo en la elemental fuerza bruta con la que gustamos de caracterizar a la prehistoria y a la antigüedad, (aunque la fuerza bruta siga hoy todavía perfectamente codificada en leyes, costumbres y usos aberrantes), sino además manipulando todo concepto abstracto que les venga al hilo para llevar más coles a su puchero: libertad, necesidad, sabiduría, bien común, progreso, tradición, creencia, fe, patria, belleza incluso, y así ocurrió y sigue ocurriendo siempre y apenas vislumbre cada mono la forma de sacarle partido a cualquier nueva abstracción recién imaginada y puesta en circulación por cualquier otro mono listo de la especie, al que por cierto, lo primero que le hará, además, será robarle la idea. Hoy por internet, antiguamente de un estacazo.

Las dictaduras no funcionan, o tal afirman las democracias. Las democracias modernas tampoco, y lo dicen hasta los demócratas en simpático coro junto a los dictadores. La ciencia, aún siendo el más verdadero y efectivo bien que poseemos, prometió siempre más de lo que acabó entregando, la religión como regulador social da con una mano lo que quita con la otra –a dios rogando y con el mazo dando–, la práctica económica va deviniendo en una superchería que convierte en respetables al tarot y a las religiones mismas. De la ideología más valdrá no hablar y de su profeta, la política, sólo cabe decir que ha producido más muertos que la peste y el cólera juntos, sólo en el siglo XX.

Cualquier moralista romano, o chino de los tiempos de Confucio, entendería las quejas de un moralista actual de la misma manera que nosotros seguimos entendiendo perfectamente las suyas. Un inmenso caudal de experiencias y sabidurías se ha ido acumulando, el crecimiento y el progreso fungen de líderes venerados y glamurosos sin que vea casi nadie que el crecimiento continuo es el más infernal mecanismo de destrucción que ideología alguna haya pergeñado jamás y que el progreso hoy da y mañana quita, como Nuestro Señor Todopoderoso.

Pero lo cierto es que los hombres nos seguimos durmiendo por la noche uno de cada siete hambriento y sediento, otro de cada siete esclavo o maltratado, otro de cada siete enfermo, otro de cada siete sin esperanza, ni fe, ni bienes, ni trabajo, ni futuro, ni conocimiento. Poco más o menos como en la antigüedad, con una importante salvedad, si en el año cien de nuestra era malvivían una cincuentena de millones de desheredados estos son ahora más de mil millones. Cierto es que los afortunados son igualmente muchos más, pero dudo que la resultante de la ecuación proporcione un saldo de padecimientos demasiado diferente, y en cualquier caso, igualmente indigerible, y así sea cada cual de la parcialidad religiosa o social que mejor prefiera. Y las bascas en el estómago por todo ello, parece ser que también las padecemos ante lo que vemos uno de cada siete, igualmente. Es lo que tienen los números bíblicos.

Pero lo que es seguro es que no serán estos mercachifles del tonto por ciento, como los calificaba Joaquín Sabina, quienes nos saquen de esta espiral enloquecida. Malthus ha cumplido 200 años arriba o abajo y los términos de sus predicciones rápidamente refutados entre un general rasgado de vestiduras en su época, se acercan suavemente al momento de hacerse desgraciadamente ciertos. Las admoniciones del club de Roma han cumplido otros 60 años y angustia da ver lo bien que sabían ya don Aurelio Peccei y colegas la que se venía encima, y sin un PC que echarse a la cara. Las advertencias de los ecologistas radicales de los años 70 y 80 sobre el deshielo del Ártico, tomadas a risa por la totalidad de los poderes públicos de la época y consideradas como una exageración incluso por científicos y gente entonces ya bien concienciada al respecto, han resultado en la inapelable verdad de que por allí ya han empezado a transitar los cargueros.

Con cara de seráfica beautitud ya contestan los que siempre saben... bueno es una nueva ruta, es más barata... Y es cierto. Como será cierto también que cuando las orillas del lago Leman, ese repositorio de atracadores, sean un secarral subsahariano, ellos podrán construirse una villa romana en Laponia, convertida en la nueva Toscana, aunque seguramente con menor finezza. Es más, ya deben de tener adquiridas las opciones de futuros que mejor vengan al caso. ¿Pero y los demás, a donde irán, a dónde iremos? ¿Seguirá siendo viable esta tómbola?

Un uno por ciento de la población mundial acumula aproximadamente entre el ochenta y el noventa por ciento de la riqueza total de la humanidad. Poco más o menos como en la antigüedad. Bien podríamos intercambiarnos con patricio sosiego la toga, el gladio, las caligae, el Circo máximo, el Carrefour, los ‘manolos’, el iPad y los helicópteros, amigo Trajano, y así que pasaran cien años, muchos menos que muy pocos serían conscientes del cambio. ¡Vae victis!, o más bien ¿Cómo están ustedeeeesss?, como aquel grito de los payasos de la tele, con perdón por la redundancia.

viernes, 7 de octubre de 2011

El ligántropo

Hubo un álbum de los de Asterix, La cizaña, creo, protagonizado por un personajillo odioso pero divertidísimo, malo malísimo de la muerte y crisol de todas las zafiedades, un villano de cuento de niños, paradigmático y tópico como de fábula antigua y con un vago parecido físico a ese cómico maravilloso que es Roberto Benigni, que prodigaba a todo lo largo de la feliz historieta toda clase de argucias, acusaciones, chivatazos, falsedades, traiciones, mentiras, zancadillas, trapacerías y dobleces infinitos, en inacabable y original zarabanda digna casi de un producto de alta comedia.

Y miren los lectores por dónde que en la tele hará cosa de un mes me topé con su doble, pero encarnado en humanas especies, ya no por obra de plumilla de dibujante, pero sí tal cual de viscoso, mal encarado e inverosímil, quien como émulo del protagonista del cómic, con sus mismas actitudes y maneras, con igual e indescriptible desparpajo, con el mismo allegarse sigilosamente y por detrás y con la misma y exquisita sinvergonzonería, fue y le metió limpiamente un dedo en el ojo a un colega. Y no dedo figurado, bien se entiende, sino dedazo auténtico y verdadero, el dedo del peor arrapiezo de la clase, chulo y pendenciero, descarado, a la vista del profesor, del director incluso y de algunas decenas de millones de espectadores, provocador y como proclamando aquí estoy yo, y ¿qué pasa con vosotros, eh?, y chuparos esa y si no os gusta ya os las veréis con mi primo, que es el dueño de Zumosol, pelagatos, tíos mierda, desgraciados...

Así que pasado otro mes, y como colofón a más abracadabrantes aventuras del mismo personaje, anteriores y posteriores a la que comento, finalmente su poderoso primo, o padre, o padrino, o el rumboso editor de sus aventuras que sea, obligado tal vez por las circunstancias cambiantes de su industria de venta de calzones y camisetas –o de complementos para las ciencias de la equipación, como se prefiere actualmente–, finalmente tuvo que saltar a la palestra a sacar músculo y a calificar la actitud de su desatado, descontrolado y bilioso duendecillo como de... ¡señorío!, y todo ello expresado desde la más institucional y absoluta seriedad y con pompa punto menos que vaticana.

Se enroca la comedia pues sobre sí misma, promete nuevos golpes aún más esopilantes, y nos quedamos todos a la expectativa, el ánimo en suspenso, el aliento contenido... ¿Emasculará nuestro héroe a un rival de una patada, le escupirá en la cara a un jefe de estado o de la UEFA que fuera, le pegará un cabezazo en la nariz a un tertuliano, estuprará antes las cámaras a una moza de micrófono, le arrancará por vía rectal el corazón a un árbitro, será capaz de estrangular con una cuerda de piano a un zagal recogepelotas, proclamará la evidencia palmaria de que la responsabilidad de todo ello es de la prensa?

Quedamos pues a la espera de más capítulos, de próximas viñetas todavía más rotundas y geniales, ilusionados, deseando de corazón que no nos defraude... Cosas así ni las vimos ni las veremos todas las décadas, monsieur Goscinny, y una vez más la realidad goleó al arte, el suyo en este caso. De panem andaremos escasos, pero anda que de circenses...


* * *


He aquí una pareja que logra sacarme de mis casillas. –¡Relájate!–, te espeta el primero, como te intima el ladrón, te ordena el patrón, te aconseja el conformista, te recomienda el sodomita, te reclama el mandatario, te repite el molesto, te exige el delincuente, te lo reza tu explicador de latrías, te susurran el presidente de la república de tus sueños, o tu terapeuta y te instan incansables los tuyos, los suyos y los de ellos en coral potentísima y formidable.

Sacudes la cabeza, declinas firmemente y sigues mentándole la madre a todos aquellos que fuere menester, como es justo y civilizado y como de antiguo ha venido haciendo la gente de bien.

Y es entonces cuando, y a mayor unísono, si cabe, comparece dulcemente conciliador el segundo miembro de la nauseabunda compaña y te susurra con suavidad al oído, a modo de policía bueno: –que no es para tanto, hombre...–, y se marchan los dos tan contentos, salmodiando y echando bendiciones, a buscar al siguiente a quien amargarle la existencia.

Y aún seguramente habría que ver como después establecería el jurado que el haberles hecho entrechocar violentamente los cráneos hasta astillárselos solo podría calificarse como figura de premeditación y de ensañamiento, y no de necesaria defensa propia, justificada y amparada sin duda alguna por invencible pavor sobrevenido... ¡La madre que los parió!, decíamos.


* * *


Iba yo a comprar el pan..., y como cualquier otro día por allí andaban ellos, a las puertas del DYA, a las de la carnicería, a las del despacho de loterías, a las del JUTECO, raramente juntos, uno en una, otro en otra, rotando sus búsquedas escuálidas, pacientes y sempiternos, jornadas de nueve a nueve, de lunes a sábados, de todos los eneros a todos los diciembres, con su vasito de plástico en la mano, grial de los óbolos escasos, y salmodiando siempre un buenos días a quienes entramos y salimos, casi siempre sin mirarles apenas. Pero hoy no, hoy estaban juntos platicando de sus cosas a la puerta del estanco. Y según rebuscaba yo las llaves en el bolsillo, manteniendo en equilibrio como buenamente podía todo aquello que llevaba sin bolsa, el pan, el periódico, los huevos, el papel higiénico, el Ducados... escuché como el mayor le contaba al más joven: –...y estaba la terraza a reventar, macho, no cabía ni un alfiler y muchos más esperando y nadie me daba ná, pero lo peor, tío, lo peor, era el olor que venía a parrillada...–.

Abrí como pude mi portal, a cuatro metros de donde se encontraban, y subí a mi casa con un nudo en la garganta.

No, no es la posguerra, no, si es que alguna vez alguna hubiera concluido para algunos, es la preguerra otra vez, es la maldita infamia circular, infinita e inacabable de los mismos y de los mismo, son el cólera y la peste, el medioevo para mañana por la tarde con su hambre aposentada ya a la puerta. Son la calavera, la clepsidra y las moscas. Las nanas de la cebolla también, Carpanta, amigo mío.


* * *


Desde mayo, desde junio, desde abril..., según contaba hoy el telediario, se está llenando el país de gentes que trabajan –prometedora novedad esta– sin cobrar sus sueldos, Y podrá entenderse o no, pero tiene el asunto su causa clara y su recíproca inapelable. Es el precio a pagar por todos esos otros que cobran sin trabajar. Y algunos desde Viriato, acumulando trienios.


* * *


Cuando el mono se sienta en la escribanía a decretar y el humano sube al árbol a ramonear brotes verdes es cuando mejor pueden apreciarse las diferencias entre ellos, tan escasas.


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No existen titulados en ingeniería social ni asociación colegial alguna que los agrupe, de ahí que cuando se les rompen los puentes imaginarios, los castillos en el aire, las huchas de tul ilusión y las terceras vías al paraíso nunca hay forma humana de echarle mano a ningún responsable. Se difuminan en el viento como sus creaciones. Y no hay más que hablar ni gato al que buscarle los tres pies.


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La diferencia entre televisión y pornografía es tan sutil que no ha quedado otra que vestir a los presentadores.


* * *


Cuando lo políticamente correcto pierde del todo la chaveta se pueden leer cosas como las siguientes: estaba dotado del síndrome de Down o, estaba afectado de una fuerte inteligencia. Y no son felices ocurrencias salidas de mi odioso caletre, no, la primera la leí textual en el periódico gratuito Qué u otro asimilado, de esos que se van arrastrando por los asientos del Metro, y de la segunda no tomé la precaución de apuntar la fuente, pero me baila por la cabeza la idea de haberla visto en algún medio digital. Con estas armas de extinción masiva nos vienen formando e informando, dicen. ¡Huyan si pueden!


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Soy de los que cocinan en casa y simultáneamente escribo. Un ojo al horno, otro al reloj, un chorrito de Jerez, una vuelta al pollo y a correr al despacho a dorar una frase, a sazonar un tiempo verbal, a escalfar un adjetivo...

Por desgracia hoy me encontré con un jaleo de subordinadas a medio jerarquizar y se me fue el santo al cielo. Cuando estuvieron ordenadas y regresé al horno descubrí que el pollo tenía problemas no ya de sintaxis sino incluso de ortografía. Es más, olía peor que a irrecuperable. Constato así una y otra vez que la cocina y la escritura es mala idea el pretender simultanearlas. Cada día me asombra más doña María Moliner y el cómo se las ingeniaría para conseguir dejar su diccionario tan perfectamente al punto, la abuelilla. ¿Será verdad después de todo que la mujer es multitarea?


* * *


Regresaba a oscuras de fumarme un cigarrillo en la terraza del tendedoro. La cocina es alargada y estrecha, su fondo, de noche, casi indistinguible. Al final del todo conviven la puerta con la sombra de su hoja. Con cuidado para no hacer ruido –era muy tarde– empujé la sombra con la mano y la hoja se estrelló contra mi cara. –¡La sombra es a la izquierda y la puerta a la derecha, la sombra es a la derecha y la puerta a la izquierda!, ¡disléxico idiota!, ¡cuándo te lo aprenderás!...–, se iban gritando el uno al otro los siempre mal avenidos hemisferios de mis sesos mientras buscaba tanteando el interruptor del baño, en pos del árnica y el yodo.


* * *


Siempre me ha producido un desasosiego que no sé muy bien a cuál causa atribuir cuando no importa muy bien quién muestra a la concurrencia y a los fotógrafos, los cámaras, los informadores... un texto, una foto, un gráfico, un documento en fin, que airean furibundos ante la concurrencia. Y pase aún esa repetida y desgarrada imagen de tantas madres desesperadas mostrando el retrato de su hijo muerto, pues esas fotos en las que nadie reconoceremos al protagonista, sí expresan sin embargo la razón de su ira, su dolor y su queja. Pero esos mandarines blandiendo un gráfico de Power Point como si se tratara del rayo justiciero de Yahvé con el cual poder aniquilar al diputado de la parcialidad opuesta, esos jurisconsultos abanicando un papel que dicen ser el documento que demuestra a los cielos y a la tierra la blancura de las almas de sus defendidos y la negrura de intenciones de la del fiscal, o viceversa, y esos altos funcionarios enseñando lo mismo un tomo de tres mil folios –seguramente intonso– que una nómina, un contrato, un tique de cajero, un pergamino con la firma al pie entintada en la vera sangre de Don Pedro Botero, me traen a la cabeza una y otra vez ese viejo y acreditado latinajo del verba volant, scripta manent (las palabras vuelan, los escritos permanecen) junto a la convicción personal de que no existe mentira con fama más incomprensible que la que proclama tan majadera frase.

Por escrito se puede poner cuanto se desee y otro escrito indicará lo contrario, un tercero rectificará los dos anteriores y aún lo hará consigo mismo, un cuarto matizará las excepciones de todos ellos y así sucesivamente, y el resultado de tanto contumaz escribimiento ya lo dejó bien patente el señor Marx, don Groucho, en aquello de la parte contratante de la primera parte será considerada como la parte contratante de la primera parte, o como exactamente fuera el fraseo de la genialidad, más la aún todavía mayor y añadida del ir rompiendo los folios según iba alargándose el jurídico mantra.

Cada vez que rompía un folio don Groucho no hacía otra cosa que añadirle una dosis aplastante de realidad a la ficción, en una suerte de contrasimetría ejemplarizante, anticipatoria y clarificadora de los actos de todos esos personajes reales, tan pasados como presentes y futuros, pero igual de cómicos, que cada vez que enseñan un papel con dolorida solemnidad, parece que lo único que logran es inventar una ficción más por cada una de las ya suficientemente maltrechas realidades que pretenden estar blandiendo.

Y venía todo ello a esa fotografía de Doña Esperanza, enseñando la recortada, su nómina digo, y proclamando con esa voz cascajosa y ese decir suyo de chulapona de azucarillos, barquillera y aguardiente, cómo el tal papel no era más que la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, ¡por éstas!

A don Groucho se lo echaba yo a la mandataria..., para darme el gusto de verle matizándole cada sumando con aquella su seriedad y tachándole una a una las casillas de los guarismos al imaginativo legajo.