jueves, 20 de octubre de 2011

Metafísica de la rapacidad

Recuerdo, cuando mis primeros escarceos con la informática, hace exactamente 30 años, como quedé fascinado con un algoritmo de ordenación de ítems que parecía obrar ex-nihilo, casi como un verdadero milagro. Un simple manojillo de instrucciones iterativas, extremadamente sencillas y elementales y que en nada parecían atañer a la generalidad del listado sobre el que actuaban, era capaz de dejarlo ordenado como por cosa de encantamiento y sin que nada tuviera que ver con la consecución del éxito el número arbitrariamente grande de entradas desordenadas alfabéticamente de que constara la lista. Se limitaba el procedimiento a comparar dos entradas sucesivas, sin importar su lugar, y a colocarlas entre sí primera o segunda según el criterio a aplicar, en este caso su ordenación alfabética. No tenía otro intríngulis el artificio que el seguir haciendo exactamente eso mismo hasta el momento en el que el número de cambios aportados por el programa en una pasada completa comparado con el número de entradas de la lista fuera igual a cero, momento en que se paraba el proceso y la lista ¡lez voilà!, comparecía feliz y pulcramente ordenada.

Y bien pudiera postularse que esta sencillez extrema de algunos procedimientos técnicos, capaces de obtener resultados espectaculares con esfuerzos mínimos, viniera a poder justificar esa simpleza intelectual –¡qué no podrán hacer los ordenadores y la tecnología!, como tantos creen a pies juntillas– de que aplicando automáticamente determinadas recetas las cosas se resolvieran igualmente bien en la vida real, esa antigualla que trascurre en la algo más áspera periferia de las pantallas.

Así que retomando además una idea –opuesta– de otro posteo anterior, sobre la cada vez mayor dificultad por parte de los seres humanos para manejarnos eficazmente con la complejidad una vez que se ha alcanzado un determinado punto de acumulación de variables, por no llamarlas imponderables, lo que resulta verdaderamente notable es que la teoría económica imperante, esta que está llevando a las sociedades avanzadas al despeñadero si alguien no le pone una camisa de fuerza a quien sea menester, incida y reincida en el pintoresco artículo de fe de que los asuntos de economía dejados a su ser, o sometidos a cuantas menos intervenciones mejor, acaban por regularse solos, como si de membranas, genes u órganos biológicos se trataran, olvidando que un símil solo es una forma de relacionar hechos entre sí y que puede resultar útil hasta cierto punto, pero que de ninguna manera constituye una ley ni puede justificarse el pretender utilizarlo como si de una herramienta real se tratara, asumiendo además que cosas conceptualmente muy distintas puedan manejarse en la práctica de la misma manera. Una comparación, por afortunada que resulte, difícilmente se puede convertir en una solución para nada.

Y aún pareciendo auténticamente cierta esta suposición ‘autoregulatoria’ dentro del ámbito de las cosas de la naturaleza, no deja de serlo también que la tal ‘regulación’ no se anda con miramientos, y es esta una verdad como la anterior, y que este su regularse ‘sola’ no lo es nada más que en el sentido sin duda darwinista de aniquilarse o favorecerse unas opciones u otras dejando obrar estrictamente al azar que entroniza a las más fuertes y aniquila a las más débiles, lo que nada en absoluto tiene que ver con que vaya a respetar a las más buenas y aniquile a las más malas, entendidas estas desde lo que cualquiera no irremediablemente contaminado por el venenoso concepto de utilidad a ultranza y habitado adicionalmente por algún grado de civilización llamaría raciocinio e incluso sentimiento o piedad, esos actores no económicos, o pobretones.

Puede ser tarea de la naturaleza el que se muera la abuela, favoreciendo así la supremacía del más fuerte, y puede ser incluso obra humana el que el hombre la secunde, subiendo a la abuela al monte para dejarla allí y agilizar el trámite, como en esa incomparable, poética, terrible y estremecedora película japonesa que se llamaba, si me acude bien a las mientes, La balada del Narayama. Pero quisiera uno pensar que ya hubieran de estar superados los tiempos en que tales cosas era imprescindible hacerlas por literal y absoluta falta de alimentos y que los utilitarios y pretéritos usos del espartano monte Taigeto estaban del todo superados, por no decir proscritos, aunque para algunos bien se deja ver que todavía no y de ninguna manera. Pues que los suban a ellos y ayudaremos así todos a la ‘sabia y santa’ naturaleza en el reciclado de detritos, podría añadirse tranquilamente.

Pero la naturaleza, la pobre, que es más simple que un cubo, no maneja conceptos de bueno o de malo, de utilidad o conveniencia, de ventajas o desventajas. No maneja ninguno, más exactamente, y esa es su limitación, que no es poca. Obra ciegamente como no puede ser de otra manera, pues no posee raciocinio, que se sepa, y obtiene, aunque empleando una cantidad de tiempo casi pornográfica, resultados vistosos, sin duda, pero en nada viene a parecerse a la obra humana dotada por lo general de algún propósito, sentido y finalidad, y algún punto más de agilidad. Suponer que la economía se vaya a regular por sí misma no es un concepto equivocado, pues efectivamente lo hará y lo hace, lo que sí es discutible es si ese regularse será en un sentido positivo o negativo para sus actores, que somos todos y en definitiva seres humanos, y si lo hará además no solo para favorecer exclusivamente a unos pocos, sino para la generalidad de todos, que es donde reside de verdad el quid de la cuestión.

Poco podemos hacer en general para modificar el clima, pero desde luego hemos aprendido a protegernos de él dentro de una ancha banda de sus oscilaciones y para ello disponemos de artificios tecnológicos de toda índole que las culturas han ido imaginando y aprendiendo a utilizar. Empezando por el cobijarnos debajo de una hoja de palma y llegando hasta el climatizador automático o a las atmósferas artificiales que permiten la vida, por ejemplo, de los astronautas. No tenemos ciertamente defensa contra un maremoto o un huracán de gran magnitud, pero sí contra el frío, el calor y la lluvia mientras se mantengan dentro de sus términos usuales. Proponer en cambio que al astronauta se le despache a su negociado sin asegurarse a fondo de que todas las regulaciones necesarias para su atmósfera artificial funcionan en el sentido de poder garantizar su vida, y suponer además que los gases se ajustarán más o menos y por su cuenta en las cantidades necesarias para que sobreviva no es necesario calificarlo. Pero igualmente astronautas somos todos sobre esta bola que transita su órbita e imprescindible parece el generar y mantener las condiciones mejores posibles para no perecer durante el viaje, al menos en lo que esté en nuestras manos. Cualquier otro enfoque, con lo que hoy en día conoce la ciencia, no es más que pura y sencilla insensatez. Y criminalidad.

Así que suponer que a la economía hay que dejarla estar, como si fuera una entidad sagrada o una abstracción incomprensible e inmanejable y abstenerse en consecuencia de utilizar mecanismos para regularla, controlarla y, en definitiva, protegernos de ella cuando se torna aviesa, no parece otra cosa que un planteamiento de necios. Sin embargo, no son necios quienes sugieren esto o lo exigen. Son bien avisados, pero sólo en el sentido de favorecer sus intereses. Porque, por ejemplo, proclamar con la mayor seriedad que aplicar una tasa sobre el movimiento de capitales creará graves desequilibrios económicos es negarle todo fundamento y utilidad a una práctica tan vieja como la tasación sobre todo bien comerciable por parte de quien puede hacerlo, que al momento presente son los estados y sus organismos derivados, y más antiguamente toda comunidad humana organizada en la medida de lo posible para protegerse a sí misma. Y el hecho incontrovertible de que parte de estos impuestos se utilizan para fines espurios y distintos a los que fueron diseñados y para, en no pocas ocasiones, sencillamente robarlos, no invalida en absoluto su necesidad lógica y las bondades que se esperan de ellos. Como cualquier otro invento se pueden usar bien o mal, pero esa es otra cuestión que sin dejar de ser razonable el plantearla, poco tiene que ver con la mayor del argumento.

Existen impuestos desde que hay comercio, exigidos desde su momento fundacional a punta de inapelable garrote, qué duda cabe, y tan ente económico básico parecen el impuesto como el capital. Admitir que una transacción sí se debe tasar pero otra no, y esta segunda solo por principio ontológico (y, por añadidura, ‘¡científico!’), vendría a equivaler a suponer que el mismo dinero en sí vendría a participar de dos especies diferentes y antagónicas, una tasable y otra no tasable. El mismo billete de 500 euros, hecho de la misma materia y procedente de la misma imprenta fungiría como un bien económico en un caso y en otro como una construcción espiritual y en consecuencia  intangible, al parecer.

Y nótese que no se habla siquiera de tasar el capital mientras está quieto en su arca, que también se podría, aunque quieto raramente permanezca por la sencilla razón de que en tan pacífico e inoperante estado este se deprecia por causa de la inflación y es esta cosa que a cualquier capitalista grande o pequeño –y en sus cabales– no puede hacer otra cosa que alterarle el metabolismo hepático. Se habla solamente pues de pretender tasarlo y en cantidades irrisorias cuando el capital se mueve, y cuando este se mueve es exclusivamente con la intención de que produzca nuevos réditos y se incremente. Y es cuando se produce ese movimiento, en sí necesario, cuando se propone tasarlo en origen. Sin embargo, parece ser que se tratara de un delito de lesa majestad, o cosa de haberles mentado la madre o de haberse topado de verdad con la iglesia en aquellos pretéritos tiempos de su pompa más magna.

Sin embargo, por pasar el dinero de manos del comprador a las del fabricante, de este a sus proveedores, de todos ellos a la banca que lo prestó a unos y a otros, de esta a una banca financiera que sólo negocia con él y con especulaciones sobre estados futuros de las cosas y de esta última a sus efectivos poseedores, los particulares o entidades que lo fiaron en origen, lucrándose todos de este primoroso balet, los compradores finales del bien por poseerlo y todos los demás llevándose un porcentaje de beneficio en cada transacción, los organismos impositivos correspondientes se van llevando en cada paso –y en todas partes– algún tipo de impuesto legalmente establecido y creado, se supone, para usos públicos.

Impuestos sobre lo que mucho cabrá discutir en lo tocante a su oportunidad y cuantías pero que ningún organismo habilitado para ello deja nunca de cobrar o siquiera de intentarlo. Sin embargo, parece que en este primer paso de las grandes transacciones entre tenedores primarios de capital, (que les producen a su vez, ni que decir tiene, sus correspondientes beneficios a unos y otros de ellos) y que es donde se levantan siquiera virtualmente, pero reales a todos los efectos, las cámaras acorazadas del Tío Gilito, parece que quisieran venir a explicarnos sus titulares que dentro de ellas ese dinero se transubstancia en otra especie, de diferente cualidad formal o moral y que no debe de considerarse riqueza como tal. Debe de tratarse de capital espiritual, de un bien inefable que cada vez que sale del arca y se presta o se mueve para volver rápidamente acrecentado a ella recupera una pureza que los ávidos tasadores no deben manchar. Sin embargo, la aparente totalidad de lo que en la tierra hay y sea objeto de actividad económica suele estar tasado. Pero este capital de capitales debe de seguir exento, al parecer, en razón de su metafísica esencia y de su virginal pureza. Sus movimientos se producen en un halo de santidad y bondad y nadie debe poner sus sucias manos sobre bienes de tan elevada especie.

Y no se está siquiera hablando, entiéndase bien, de tasarlo al 3, al 6, al 9, al 12, al 18 o al 23 por ciento, como por ejemplo ese impuesto general y más o menos universal, con uno u otro nombre, que aquí conocemos como del valor añadido. Se está hablando nada más que de tasas con porcentajes del 0,1%, como la traída y llevada tasa Tobin contra los rápidos movimientos de capital especulativo que generan muy cuantiosos beneficios a cambio de debilitar las economías públicas y cuyo necesario y consiguiente saneamiento ni que decir tiene que lo pagamos todos. Pero no se logra acuerdo humano para poder sacarlo adelante aún pudiendo beneficiarse supuestamente de ello un considerable porcentaje de la población, no tanto por el monto económico que suponga la tasa en sí sino por las malas prácticas que evite. Y nunca convendría olvidar que este producto inefable, ese capital atesorado por muchos menos seres humanos que el uno por ciento de la humanidad no es otra cosa que el interés del interés del interés del interés que se ha ido acumulado lentamente en cada vez menos manos, y desde los tiempos de Hammurabi, con las plusvalías no solamente del capital inversor arriesgado, sino del trabajo y el esfuerzo de todos los seres humanos, y de muchos animales incluso, que habitaron y habitan la tierra y que contribuyeron necesariamente a su incremento. Es el fruto total de la obra de la especie toda y sobre el cual, al parecer, esta, entendida como colectividad, no tiene derecho ninguno, ni en el uno por ciento ni aún menos, a disponer de él legalmente para satisfacer intereses de supervivencia y para resolver problemas igualmente colectivos y acuciantes.

Pero no querer interpretar este monto descomunal como capital público –en alguna medida– no es otra cosa que un planteamiento ideológico propalado y generosamente engrasado por sus privados poseedores, detentores de un poder casi omnímodo en virtud precisamente de esta misma riqueza y que les ha llevado hasta el punto de pretender convertir nada menos que en ciencia su pretendido derecho a seguir disponiendo de la totalidad del mismo. Pero tal cosa no es ciencia, no es más que ideología a lo sumo, por no calificarla de simple rapacidad, aunque siempre sancionada como legal por esas mismas leyes por ellos mismos instadas y sufragadas y constantemente mantenidas bajo vigilancia para que eso mismo digan y sigan diciendo y no otra cosa contraria a sus intereses, y apelando además (y sufragando igualmente) cuando en ocasiones todo este entramado ¿jurídico? no da abasto ya para protegerles, a esa instancia verdaderamente suprema al respecto, y generadora definitiva de razón que es la estaca, y que empuñarán por imperativo igualmente de ley... nuestros hijos. Para defenderles a ellos.

No es más que la la vieja polémica de la propiedad privada y de la propiedad pública, siempre oscilante entre unos y otros extremos, aunque nunca será ciencia positiva el motivo para optar por una de ellas, como nunca puede ser ciencia una ley. Sí es cierto que en el momento actual vivimos en uno de los extremos del péndulo, en el lado de la sancionada sacralidad de lo privado, en lo tocante a economía, pero esto no nos obliga a todos a la ceguera intelectual ni a no seguir postulando que puedan exisitir otras maneras de poder gestionar el mundo, y no necesariamente solo las radicalmente contrarias a la actualmente preponderante, además. Y no se habla de expropiaciones forzosas ni de decretar la abolición del capital privado, se habla simplemente de tasar de una forma muy tímida y en momentos de tremenda necesidad común, los inmensos depósitos de recursos financieros en manos de muy pocos y, sin duda, además, claramente irresponsables.

Y en tiempos donde comen todos o una buena mayoría, quienes poseen muchísimo más de lo razonable y aún otras mil veces más, pueden vivir hasta cierto punto tranquilos, pero cuando empiezan a faltar las cosas más imprescindibles, la comida y el trabajo, por ejemplo, y ya se cuestionan en muchas partes los gastos públicos de pensiones, de salud y de enseñanza, los tres fundamentos básicos que justifican la pejiguera atroz de tener que sostener y padecer cualquier estado moderno, quienes siguen acumulando beneficios en exclusivo interés propio mediante mecanismos torticeros que lo único que hacen es vaciar más y más de contenido las simples ideas abstractas de sociedad y de bien común, más los bolsillos reales de casi todos quienes las componemos, pronto se verán también ellos en aprietos bien serios.

La comida mientras se puede se compra, si finalmente no se puede comprar, se roba. Y el simple concepto de robo cuando existe un estado de necesidad es algo que bien parece vaciarse de contenido. Es el principio de supervivencia quien actuará entonces y que, sancionado o no como legal, se impondrá de manera fáctica cuando dicha supervivencia se vea amenazada de forma terminante. Ante el mono hambriento no caben leyes, ni argumentario de razón y aún menos sofismas. Nada des-civiliza más que el hambre, ni siquiera la injusticia. Quien sea responsable de provocar hambre por ninguna otra causa que su codicia se habrá excluído –motu propio– del padrón de la civilización y se acabará enfrentando a reacciones con seguridad tambien ajenas a la misma y no podrá entonces apelar a esta para mitigar las consecuencias de su irresponsable actitud.

Por suerte o por desgracia ciertas cosas van juntas en el magma social, y la juridicidad, la civilización y la seguridad, la de unos y otros, no prosperan donde haya hambre, estado de necesidad y desprecio del más elemental derecho de gentes. Ignorarlo, y esto sí que es un reproche dirigido directamente a los políticos es, se mire por dentro se mire, un comportamiento delictivo y criminal que antes o después llevará a su incriminación, y no solo figurada. Ya arriesga la cárcel el ex primer ministro islandés por razones exclusivamente económicas y ajenas además a su enriquecimiento propio, que no se produjo más que en mínima medida, es decir, que lo que se juzga en definitiva es su incompetencia y necedad y su favorecimiento vicario de la rapacidad, y esto es una novedad jurídica absoluta que tendrá que marcar camino, como lo marcó el arresto de Pinochet, en asunto bien distinto, pero sí por muchos flecos emparentado, y hoy no sería ya descabellado asegurar que al primero pronto le seguirán otros colegas de acá y acullá y por las mismas causas.

Nunca parecen suficientes las repetidas imágenes del usurero y del avaro que la humanidad toda prodiga desde hace milenios para dar cuenta de ciertos comportamientos. Pero cuanto más vaya el péndulo hacia un lado más tendrá que regresar forzosamente al opuesto y de tanto estudiar matemática financiera, por no llamarla metafísica de la rapacidad, pareciera como si a estos ‘actores’ económicos se les vaya olvidando la física elemental, al tiempo que se les va yendo la pinza. Y sin ir a buscar más lejos, al respetable señor Botín, ayer mismo por la mañana, clamando una vez más contra las regulaciones bancarias, esas bichas, y con la que está cayendo. Pero a ellos o a sus herederos ya les pondrá en su sitio la ley de acción y reacción, esa cosa tan simple, aunque esta sí verdaderamente científica, y poderosa e ineluctable donde las haya. Ni lo dudemos.

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