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Dejó dicho Rafael Sánchez Ferlosio, con la agudeza que le caracteriza, que lo más sospechoso de las soluciones es que se las encuentra siempre que se quiere. Pero él mismo en otra esquina de su inabarcable edificio dejó igualmente una receta para desconfiar de la propia rotundidad de sus frases, así como de las ajenas: “...porque los textos de una sola frase son los que más se prestan al fraude de la profundidad, fetiche de los necios, siempre ávidos de asentir con reverencia a cualquier sentenciosa lapidariedad vacía de sentido pero habilidosamente elaborada con palabras de charol...”
Y me parece en este caso que tuvo mayor penetración en la matización que en el aserto que encabeza el texto, lo cual no empece para que no sea una delicia leer frases lapidarias, las suyas desde luego, y tantas otras de tantos otros, y por necio que uno sea.
Y viene todo esto a que si algo caracteriza el momento presente es precisamente su no saber (y no querer) encontrar soluciones y por dar en convertirse cada una de las que sucesivamente se postulan como milagrosas en una fuente inagotable de nuevos problemas, sin solución aparente a su vez, y convirtiéndose así estos dos términos en apariencia tan antagónicos –las soluciones y los problemas– en una especie de extensión el uno del otro, en algo bastante más parecido a esa imagen eternamente imbricada del ying y el yang, que en un círculo mitad blanco y mitad negro, divididos netamente ambos colores por un inapelable diámetro.
Y tal vez no estemos asistiendo a otra cosa que el haber alcanzado la actividad humana, es decir la de esta especie animal, eso que el principio de Peter llamaba nivel de incompetencia. Desasosiego da pensarlo, aunque descabellado no parece, sobre todo si se resiste uno a calarse esas gafas de menos ver a las que llaman optimismo y que entregan gratis en cualquier think tank bancario o ideológico que se respete y en cualquier colorín dominical vehiculador de autoayudas.
Por mi parte me atrevo a postular que, ante la globalización, la capacidad humana para manejarse con los problemas que esta genera resulta insuficiente y por razones, ante todo, biológicas. No somos a fin de cuentas más que unos primates muy inteligentes, hasta cierto punto, y evolucionados durante cientos de miles de años en entornos que no superaban el ámbito de una manada mediana de, por poner una cifra, cien individuos. Somos en lo biológico, en el hardware, para entendernos (atribuyéndole a la cultura –y a los efectos de este símil– el papel del software), exactamente las mismas entidades que hace 100.000 años, y puedo estar equivocado sin duda, pero mi percepción es que ya no damos más de sí con esta máquina cerebral que regentamos cada cual y que parece empezar a demostrarse insuficiente para alojar la inmensidad de acontecimientos y de información que hoy tenemos que procesar, entender y manejar adecuadamente con ella, sin caer en equivocaciones de bulto y siendo, además, capaces de sobrevivir a ellas adecuadamente.
Pudimos como especie con la cruda naturaleza, con temibles animales antagonistas, con el bosque, con la sabana, con los desiertos de arenas y de hielo, supimos concebir y manejar la guarida, la choza, la aldea, las primeras urbes, las comunidades locales, los estados modernos de tamaños y estructuras cada vez mayores. Pero superadas estas magnitudes, alcanzada la escala de los imperios, los humanos fracasamos una vez y otra, tanto en la antigüedad como en el presente. Cabe concluir que las grandes estructuras son menos duraderas. Se han ido estas desintegrando una a una desde que se tiene conocimiento de ellas, y este primer experimento al que nos toca asistir ahora, el de levantar una superestructura nueva a escala ya casi planetaria, aunque solo sea en lo económico, está demostrando hacer aguas por todas partes y antes aún de llegar, ni mucho menos, a completarse. Se nos rompen las costuras antes de acabar de embutir el relleno y quizás pareciera lo más inteligente postular un repliegue momentáneo a la escala anterior que, aproximadamente funcionaba y, si acaso, restañadas las heridas, repetir el intento de manera diferente.
Pero las marchas atrás del zagal ya encelado con los últimos y agónicos golpes de riñón o las retiradas a tiempo del viejo mariscal superado por los acontecimientos, además de muy raras, y más que obra humana dirigida por la inteligencia y la razón, sólo parecen mayoritaria consecuencia de inesperadas catástrofes causadas por imponderables o acontecidas por razones de mal cálculo o de incapacidad de manejo por causa de las magnitudes implicadas. Y aun cabría, además, preguntarse si de verdad existe la posibilidad de alcanzar ningún buen cálculo ante el crecimiento exponencial de las variables a considerar o por el cubicaje medio de la sesera con los que los efectuamos, y esto ya en el caso, también especulativo, de que alguna se pusiera a ello.
Pero el resultado, sea como sea que se maneje el asunto, es que los imperios, los constructos globales, las grandes superestructuras, se nos pinchan sucesivamente como los globos, y por una razón o por otra nunca logran constituirse en entidades tan duraderas como, sin ser eternas, puedan serlo y lo han sido muchas veces una ciudad, una comarca o una vieja población humana asentada en un territorio de tamaño medio y que esta conozca de viejo y domine.
Y serían algunos conceptos derivados de la teoría de la evolución los que podrían venir a traernos alguna luz sobre el asunto. Las especies de todas las cosas, e igual da aquí hablar de gusanos, que de lenguajes, que de estructuras, y sean estas imperios o cristales o entes biológicos, parece que han de ser principalmente muchas y variadas para que la rueda gire y el recambio exista cuando la catástrofe sobrevenga. Que sobreviene siempre.
Pero es precisamente esa diversidad aparentemente tan necesaria lo que estamos aniquilando, no sólo la biológica sino la cultural también, sometida a parecida evolución; y al igual que el justificado temor de tantos botánicos sobre la reducción a pocas variedades de las semillas que hoy se cultivan y por ende nos alimentan, es que resultaremos muy vulnerables ante un avatar que las afecte, la perdida de diversidad, ahora política o intelectiva, apunta hacia una futura incapacidad para resolver problemas novedosos sin poder acudir a un número suficiente de estrategias admitidas a ser probadas.
Sería, para entendernos, el quedar limitados a disponer exclusivamente de martillo y clavos para arreglar una embarcación averiada, en lugar de contar con una completa caja de herramientas con su necesario surtido adicional de clavazón y de herrajes. Lo chusco es que tal limitación no será debida a la catástrofe en sí o al naufragio, no será advenida a posteriori, dependerá de una decisión tomada con anterioridad al embarque, se deberá a la voluntad y a la ideología humanas, y tal cosa es buen ejemplo de la ceguera insensata que bien justifica el temor del que nacen estas líneas.
En un mundo no globalizado, en el sentido económico actual de la frase, las catástrofes naturales o sociales que fueran, se propagaban menos y más lentamente. En cambio, el riesgo en este substrato social actual en el que vivimos de ‘para todos lo mismo’, ya sin otras alternativas funcionantes y bien engrasadas por el uso, es que una catástrofe cualquiera de una magnitud medianamente seria acabe con todo el sistema a la vez, por demasiado interconectado y dependiente de todo el resto, y que este, que ya ha devorado o está devorando todas las demás alternativas, sea incapaz de funcionar bien de nuevo y que ya no existan entonces, precisamente por este su devorar omnímodo, otras opciones capaces de mantener en funcionamiento las sociedades dentro de parámetros justos y deseables. Las consecuencias y la magnitud de lo que pueda acontecer entonces serán lo nunca visto.
En los ordenadores, las herramientas de uso más general con que cuenta la especie –a excepción de la inteligencia y el dinero–, la constante evolución técnica de sus soportes, hoy metálico-cerámicos, mañana cristalográficos, o de sustrato líquido o semi biológico, previsiblemente antes o después cuánticos y finalmente de cualquier otra clase y materia hoy no previstas o intuidas, permite la evolución continua de programas cada vez más grandes, eficaces y sofisticados funcionando en ellas. Sin embargo nuestro hardware humano no ha evolucionado ni en lo que atañe a la composición de una uña durante los últimos cincuenta mil años y aunque estamos dotados con el más poderoso de los procesadores que hasta el momento se conocen, nuestro cerebro, este no cambia más allá de lo mucho que permite su plasticidad intrínseca, sólo se llena y finalmente no admite, persona por persona, más gigas, teras, petas o exabytes que sean para alojar nueva cultura y conocimiento con los que saber manejar el entorno con mayor eficacia.
Podemos leer cinco libros a la vez e improvisar también algunos comportamientos o respuestas diferentes y efectivas ante una situación dada. Será difícil pero una persona inteligente puede hacerlo. Pero nadie podemos asimilar cien libros a la vez ni improvisar mil respuestas diferentes ante nada, y menos en tiempo real. Nadie es capaz de tanto, ni los genios, y sin embargo el bombardeo de estímulos, opciones, disyuntivas, necesidades y problemas crece imparablemente y parece requerir de nosotros algo semejante a la omnisciencia para no acabar colapsando. Y ni siquiera las máquinas de inteligencia artificial, que la tecnología se apresuró a prometernos hace cincuenta años, apenas son todavía otra cosa que aprendices de babuino.
Sin embargo los desafíos y los problemas van alcanzando magnitudes que ni los cerebros ni las tecnologías más sofisticadas son capaces ya de manejar y menos todavía de resolver. Es decir, no damos más de sí y no hay más vueltas que darle, porque nos está superando nuestro propio tamaño, la vastedad de nuestra cultura y la complejidad de la maraña de interrelaciones con los problemas derivados y crecientes que todo esto genera.
Y aún no siendo descartable que podamos incluso acabar interviniendo sobre nuestra propia maquinaria genética y podamos potenciarnos antes o después en lo físico y lo intelectivo, a modo de verdaderos cyborgs, como los postulados por la ciencia ficción, también es cierto que seguiremos teniendo el problema adicional de nacer con la codicia, la rapacidad y la agresividad codificadas mediante un poderosísimo juego de instrucciones que nos impele desde la profundidad de nuestra biología a intentar adaptar cualquier norma de conducta en pos de un constante e inmediato beneficio propio, sin atenernos a más consideraciones que el miedo al castigo. Luchar contra semejante limitación instintiva sí que constituye desde luego una tarea de dioses y es una batalla que hombre a hombre, sociedad a sociedad se ha ido ganando, pero igualmente perdiendo una vez y otra. Cuando y donde despuntan un rayo de luz o de civilización suscitando esperanzas aparentemente justificadas, aparecen siempre y al mismo tiempo fuerzas que jamás dejan de tirar hacia el lado contrario, como si la biología no dejara de exigirle un sangriento y eterno tributo a esa civilización siempre naciente y debil y para permitirle nada más que una existencia eternamente tutelada y mediatizada.
Y sí, es cierto que también parece ser que la cooperación y el altruismo están codificados en la especie, pero a un nivel menos básico. Los monos, en presencia de otros, repartiremos cada presa proporcionalmente, de animal alfa para abajo, según códigos sociales escritos y no escritos pero aproximadamente funcionantes, pero al primer descuido en la vigilancia común, cada mono se apropiará de la mayor parte de bienes que pueda, y no solo de los que considere imprescindibles sino de cuantos sea capaz y así sea que los vaya a disfrutar o no.
Así cada dirigente y la larga jerarquía de sus acólitos, de catedrático a bedel, de Führer a cabo, de primadonna a mozo de palangana, de abad a lego, y en todo ámbito, político, económico, científico, industrial, social, religioso, etc... no actúan en su generalidad más que como exigentes machos (y hembras) alfa de la manada que nunca dejan de intentar llevarse todas las partes de más que tengan a su alcance, y apelando y amparándose no sólo en la elemental fuerza bruta con la que gustamos de caracterizar a la prehistoria y a la antigüedad, (aunque la fuerza bruta siga hoy todavía perfectamente codificada en leyes, costumbres y usos aberrantes), sino además manipulando todo concepto abstracto que les venga al hilo para llevar más coles a su puchero: libertad, necesidad, sabiduría, bien común, progreso, tradición, creencia, fe, patria, belleza incluso, y así ocurrió y sigue ocurriendo siempre y apenas vislumbre cada mono la forma de sacarle partido a cualquier nueva abstracción recién imaginada y puesta en circulación por cualquier otro mono listo de la especie, al que por cierto, lo primero que le hará, además, será robarle la idea. Hoy por internet, antiguamente de un estacazo.
Las dictaduras no funcionan, o tal afirman las democracias. Las democracias modernas tampoco, y lo dicen hasta los demócratas en simpático coro junto a los dictadores. La ciencia, aún siendo el más verdadero y efectivo bien que poseemos, prometió siempre más de lo que acabó entregando, la religión como regulador social da con una mano lo que quita con la otra –a dios rogando y con el mazo dando–, la práctica económica va deviniendo en una superchería que convierte en respetables al tarot y a las religiones mismas. De la ideología más valdrá no hablar y de su profeta, la política, sólo cabe decir que ha producido más muertos que la peste y el cólera juntos, sólo en el siglo XX.
Cualquier moralista romano, o chino de los tiempos de Confucio, entendería las quejas de un moralista actual de la misma manera que nosotros seguimos entendiendo perfectamente las suyas. Un inmenso caudal de experiencias y sabidurías se ha ido acumulando, el crecimiento y el progreso fungen de líderes venerados y glamurosos sin que vea casi nadie que el crecimiento continuo es el más infernal mecanismo de destrucción que ideología alguna haya pergeñado jamás y que el progreso hoy da y mañana quita, como Nuestro Señor Todopoderoso.
Pero lo cierto es que los hombres nos seguimos durmiendo por la noche uno de cada siete hambriento y sediento, otro de cada siete esclavo o maltratado, otro de cada siete enfermo, otro de cada siete sin esperanza, ni fe, ni bienes, ni trabajo, ni futuro, ni conocimiento. Poco más o menos como en la antigüedad, con una importante salvedad, si en el año cien de nuestra era malvivían una cincuentena de millones de desheredados estos son ahora más de mil millones. Cierto es que los afortunados son igualmente muchos más, pero dudo que la resultante de la ecuación proporcione un saldo de padecimientos demasiado diferente, y en cualquier caso, igualmente indigerible, y así sea cada cual de la parcialidad religiosa o social que mejor prefiera. Y las bascas en el estómago por todo ello, parece ser que también las padecemos ante lo que vemos uno de cada siete, igualmente. Es lo que tienen los números bíblicos.
Pero lo que es seguro es que no serán estos mercachifles del tonto por ciento, como los calificaba Joaquín Sabina, quienes nos saquen de esta espiral enloquecida. Malthus ha cumplido 200 años arriba o abajo y los términos de sus predicciones rápidamente refutados entre un general rasgado de vestiduras en su época, se acercan suavemente al momento de hacerse desgraciadamente ciertos. Las admoniciones del club de Roma han cumplido otros 60 años y angustia da ver lo bien que sabían ya don Aurelio Peccei y colegas la que se venía encima, y sin un PC que echarse a la cara. Las advertencias de los ecologistas radicales de los años 70 y 80 sobre el deshielo del Ártico, tomadas a risa por la totalidad de los poderes públicos de la época y consideradas como una exageración incluso por científicos y gente entonces ya bien concienciada al respecto, han resultado en la inapelable verdad de que por allí ya han empezado a transitar los cargueros.
Con cara de seráfica beautitud ya contestan los que siempre saben... bueno es una nueva ruta, es más barata... Y es cierto. Como será cierto también que cuando las orillas del lago Leman, ese repositorio de atracadores, sean un secarral subsahariano, ellos podrán construirse una villa romana en Laponia, convertida en la nueva Toscana, aunque seguramente con menor finezza. Es más, ya deben de tener adquiridas las opciones de futuros que mejor vengan al caso. ¿Pero y los demás, a donde irán, a dónde iremos? ¿Seguirá siendo viable esta tómbola?
Un uno por ciento de la población mundial acumula aproximadamente entre el ochenta y el noventa por ciento de la riqueza total de la humanidad. Poco más o menos como en la antigüedad. Bien podríamos intercambiarnos con patricio sosiego la toga, el gladio, las caligae, el Circo máximo, el Carrefour, los ‘manolos’, el iPad y los helicópteros, amigo Trajano, y así que pasaran cien años, muchos menos que muy pocos serían conscientes del cambio. ¡Vae victis!, o más bien ¿Cómo están ustedeeeesss?, como aquel grito de los payasos de la tele, con perdón por la redundancia.
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