viernes, 6 de noviembre de 2015

España - Cataluña: 0 - 0, y Mariano de portero.

El choque en curso en España, por el proceso independentista catalán puede, a fecha de hoy, resumirse en el desencuentro de dos voluntades, pero, por desgracia, dos voluntades bien poco democráticas cada una de ellas.

Porque es incuestionable que la voluntad independentista para aspirar a un país propio debiera ser intelectualmente inviable, incluso para quien la propone, y al margen de otros factores, sin contar de forma previa con al menos el 50% de los votos de su población. Y este guarismo mágico, aún entendiéndolo apenas como mínimo absoluto para poder concederse autolicencia para iniciar ese camino, pues el grave coste de la ruptura de un statu quo, como es el caso, cuando se parte de una situación social no bélica ni violenta, por suerte, y, además, económicamente estable o siquiera llevadera en este sentido, bien aconsejaría a las cabezas incluso menos templadas de este o de cualquier otro colectivo independentista, secesionista o como se prefiera llamarlo, a no proceder a determinadas acciones de ruptura hasta contar con mayorías algo más holgadas que un cicatero 50% + un voto.

Pero lo cierto, siempre a día de hoy, es que el independentismo catalán medido en las urnas —aunque, eso sí, sólo por los espurios métodos a los que el cerril nacionalismo español lo ha obligado—, no alcanza ese mínimo no negociable de contar siquiera con un 50% de adeptos a su sentir. Y, por lo tanto, seguir adelante, como se pretende, sin esa mínima condición democrática es, desde cualquier óptica, injusto, rebatible, reprochable y democráticamente carente de toda defensa y no ya sólo jurídica sino, además, ética, y es, además del quitarse la razón que se pudiera tener, un venir a entregarle un arma definitiva al oponente para ser triturados con ella. Y este comportamiento poco avisado traerá además, seguramente, el surgimiento de un grave problema que trascenderá con mucho de nuestras fronteras y de las del pretendido estado naciente, fracasado o no que resulte, y si resulta.

Pero, sentado lo obvio, cabe comprobar asimismo, en la contraparte, en el estado español, un comportamiento parejamente antidemocrático, aunque no se quiera ni se admita el verlo así por tantos, demasiados españoles, que hacen gala de la misma ceguera y carencia de principios democráticos de aquellos a quienes hoy se enfrentan.

Y resulta doloroso no ya el ver a la gleba que, en definitiva, no tiene por qué estar constituida en su mayoría por sesudos politólogos ni analistas, como se dice ahora, y que tampoco está para nada obligada a hilar muy fino, menos aún con la calidad de la enseñanza y de la educación recibidas, junto a los bandidescos usos económicos sancionados como “de ley” y reputados como de santa y buena doctrina a los que se la somete cada miércoles y cada octubre y con los que se la educa en ciudadanía, sino el ver cómo, también, y esto sí que es francamente grave, la mayor parte de la clase política española, aunque formada en un 30 o un 40% largo de su peso por un esqueleto de abogados —o juristas, según gustan definirse—, lo cual llevaría a pensar que debiera estar medianamente informada sobre lo que habla, se considera, sin embargo y sin más, triunfal y felizmente equiparada en sus usos políticos y en la calidad de esa democracia que se diría que nos imparte, además de plenamente alineada con aquellos usos y prácticas de los países vecinos o de aquellos otros a los que se califica como “países de nuestro entorno”, se entiende que ideológico, pero sin pararse igualmente más que apenas o nada a considerar un tanto analíticamente sobre aquello que transmiten como doctrina democrática, sin serlo.

Porque cuando un porcentaje “sensible” de una población manifiesta repetida, pacífica y democráticamente, a través de sus representantes, su deseo de obtener aquello que solicita, lo único que cabe, si de democracia se habla, es articular los medios para que esa opinión se manifieste de manera igualmente democrática y se pueda medir así su peso con el adecuado rigor, lo cual, hasta donde conocemos, sólo puede alcanzarse mediante referéndums, como los habidos en esos países “de nuestro entorno”, para después obrar en consecuencia y con la realidad de los números en la mano, o en la cabeza, si las hubiera, y no sólo con ese sempiterno bla, bla, bla... de picapleitos y de jugadores de ventaja, como es el caso, proporcionando nada más que huera palabrería y dilaciones ad calendas graecas como única contestación a peticiones fundadas.

Vaclav Havel, legendario presidente de Checoslovaquia, de larga e incuestionable trayectoria democrática y luchador por las libertades de su pueblo a lo largo de décadas de dictadura, no se anduvo con “recortes” democráticos a la hora de convocar, contra sus sentimientos, contra su pensamiento político y contra su propia conveniencia, el referéndum que sancionó, por voluntad popular, la partición de su país en dos estados, por cierto, ambos de seguido integrados sin mayores problemas en la UE. Lo mismo, vamos, que el cuento que aquí se nos cuenta.

Pero no dude tampoco nadie, me atrevería a afirmar, que si el resultado de ese refrendo hubiera sido el contrario, la parte de población que lo hubiera perdido seguramente no embocaría la vía de la desobediencia civil, sino la de la futura convocatoria de uno próximo, pasados equis años y si alcanzados los quórum necesarios para postularlo de nuevo. ¿Y por qué? Pues porque cuando se piden justificadamente cosas y estas cosas se conceden sin tratar a los peticionarios como a delincuentes, sino como titulares de derechos que se ejercen cuando sea necesario, quienes así son tratados tampoco quedan en situación, si han perdido el refrendo solicitado, de necesitar comportarse como delincuentes en las sucesivas ocasiones en que se dé una situación parecida, caso evidente el de Canadá o el del Reino Unido, donde ya se conoce por experiencia que el estado trata a sus ciudadanos como tales y no como súbditos, lo que no es pequeña diferencia con nuestro caso y respecto de la actual y muy pareja situación del conflicto catalán.

Y lo que ocurrirá seguramente en Escocia o en Canadá en años venideros es que ante similares convocatorias no aparecerán turbas de dirigentes “demócratas”, al estilo de la mayoría de los nuestros, para nuestra vergüenza, rasgándose las vestiduras y proclamando la peregrina opinión, por ejemplo, de que en tales referéndums independentistas debería votar toda la población del país y no sólo la de la parte interesada. Que es algo del todo comparable a negarle a cada privado ciudadano la opción del divorcio a instancia de una sola parte, por aducir la necesidad de la opinión favorable de la parte contraria y haciendo así inviable, de facto, dicho divorcio, cuando la otra parte mantenga el criterio opuesto, pero llenándosele al mismo tiempo la boca al legislador falsario con dulces autoencomios diciendo que el divorcio sí está permitido, por su magnanimidad. Porque si de aquello que está permitido, los referéndums en España, por ejemplo, resulta que no se hace uso, no se puede venir a declarar después, no ya como un fariseo, sino como un cretino o, casi mejor, un mal nacido, sí, bueno, pero para esto sí y para esto no, sólo a mi exclusiva discreción y criterio y cómo y cuando me dé la gana. ¿Qué clase de democracia es esa?

Muy democrático todo ello, por lo tanto, qué duda cabe, porque en definitiva los divorcios sin mutuo acuerdo, como las declaraciones de independencia, existen más allá de lo que cada cual quiera pensar sobre ellos y porque lo único que cabe regular al respecto (además de, evidentemente, celebrarlos, que no consentirlos, como el meridiano acto de libertad que constituyen y aún a pesar de ser, al mismo tiempo, evidentemente, un fracaso), son los mecanismos de reparto de hijos, bienes, cuentas, sociedades e inmuebles, lo cual ya sí, en efecto, es labor de abogados, y bien compleja. Pero no lo es, en cambio, la sempiterna y necia voluntad de ponerle puertas al campo, como aquí es tradición, y democrática, añaden.

Así, y hoy y ayer, el estado español ha manifestado y manifiesta, en evidente desacuerdo con la práctica de aquellos países a los que dice parecerse, un evidente desprecio al mecanismo fundamental que legitima todo acto democrático, es decir, al del referéndum vinculante a instancia de parte, sea quien sea la parte y sea lo que sea sobre lo que trate la consulta. Y esto, sintiéndolo mucho, no es buena democracia porque la equipara e iguala con esa misma mala democracia con la que daba comienzo el artículo, aquella que pretende una legitimidad que los votos no le han conferido, como es el caso hodierno del independentismo en Cataluña.

Y esa misma falta de principio democrático es la que infecta y debilita, por ejemplo, a la Corona, que hoy se encontraría felizmente legitimada y muy poco cuestionada si, en lugar de haber llegado impuesta por un trágala, hubiera sido sancionada, lo mismo hace treinta años que diez que el año pasado, por un referéndum celebrado a ese preciso efecto, el de legitimarla democráticamente y máxime cuando, creo que nadie podría dudarlo, hubiera ganado de calle, y ahí, sí, equiparando de verdad parte de nuestra democracia a las de otros países que, hace ya muchos años, legitimaron así sus formas de jefatura del estado, republicana o monárquica o epicena, por la única vía natural y lógica de hacer las cosas, la de consultar a las ciudadanías.

Porque la necesaria firmeza en recriminar y no tolerar que se intente articular un mecanismo de independencia sin contar por lo menos con la mitad de las voluntades de la población interesada, no sólo es de recibo sino que, moleste a quien moleste, parece más bien resultar del todo obligatoria y cualquier estado que no sea una dictadura tiene todo su derecho a así decirlo y a imponer que tan obvio principio no se conculque, pero es igualmente cierto que este estado nuestro mal camino lleva cuando se decide a imponer mecanismos democráticos para enfrentar ciertas situaciones pero, sin embargo, no emplea el mismo criterio democrático para resolver otras que igualmente lo requerirían. Eso, y no otra cosa, se llama ley del embudo, fuente en sí misma de la deslegitimación de facto y del desprestigio de la clase política y origen indudable de la cada vez mayor desafección de las ciudadanías.

Cabe decir también que de la voluntad de obtener el “permiso” para una consulta legal sobre la independencia, expresada aportando el caudal de firmas necesario para instarlo por una minoría más que “vistosa” de una población, no es lógico que ese mismo estado se arrogue el derecho de hacer de ello mangas y capirotes, como si de chiquilladas se tratara, retrasándolo sine die, negando el evidente derecho comparado que legitima el solicitarlo y aduciendo esa falacia de todas las falacias de que “no lo contempla la ley”, lo cual, incluso siendo cierto, que no lo es, pues el gobierno puede instar referéndums sobre lo que le dé la gana, en definitiva, no deja de ser un trágala y la expresión manifiesta de la voluntad de no querer escuchar ni atender a peticiones populares.

Porque, como cualquier escolar sabe, las leyes cuando es necesario se pueden —y deben, añadiría— cambiar desde la legalidad. Y se cambian, de hecho. Y si antes no era posible divorciarse porque la ley lo impedía, ahora sí se puede porque ha cambiado la ley. ¿Cuál es el problema, pues? ¿Cambiar el Fuero Juzgo? Pues se lleva cambiando, incluso de nombre, ochocientos años, pocos arriba o abajo. Y los que seguirá haciéndose.

Pero hoy que, sin embargo, podríamos estar, aunque no me atrevo a aventurar si a horas, a días o a meses de que se suspenda la autonomía catalana o de que, sin dejarla suspendida, se le retiren, de facto, las competencias que permiten su funcionamiento y de que se inhabilite –o tal vez se detenga o encarcele– a parte de sus autoridades, parece ir llegando ciertamente el momento de que unas y otras partes se sienten a negociar lo que aún se pueda a estas alturas, que ya no parece mucho, pero en cuya negociación el referéndum será, sin duda alguna, el quid verdadero de la cuestión.

Sin embargo, bien ajena a cualquier discurso de la razón es la imagen que, por el contrario, nos llega repetida un día y otro, alejada de cualquier comportamiento negociador o conciliador, una imagen como de trenes conducidos por sendos bandoleros y con su botín dentro de los vagones, circulando por una sola vía, dándose topetazos de lado el uno al otro, cada cual al borde del descarrilamiento, ya con dos filas de ruedas fuera del carril, segando el campo y echando chispas, como en una carrera de carros cinematográfica estilo Ben-Hur, a la par que los impávidos orates se largan latigazos con mutua saña, y al tiempo, palos y vigas contra las ruedas del contrario.

Una visión del todo edificante para el siglo XXI. Luego, eso sí, al caer la tarde se van juntos los adversarios al cóctel, al fútbol o al besamanos de cualquier funcionario de Bruselas que ande de visita por el cortijo, o a inaugurar una fábrica de salchichas o de paneles solares, componiendo un tal panorama de esquizofrenia, de sainete, de paripé o de todo ello, que no se sabe muy bien que suscita más, si risa, compasión o los instintos más bajos de venganza y de agresividad.

Y es que las circunstancias parecen ya las necesarias para juntar una tormenta perfecta. Sentado, según líneas arriba, que ninguna de las partes ha manifestado intención ni capacidad para mantener un comportamiento democrático digno y tampoco una voluntad negociadora efectiva, y habiéndose conjugado en el tiempo, además, unas circunstancias políticas y económicas que configuran las próximas elecciones del 20 de diciembre como un punto de inflexión como seguramente no lo haya habido desde la Transición, se llega a ese momento clave desde una trayectoria que ha acabado por desacoplar la voluntad ciudadana y el sentimiento democrático con la clase política tradicional, que llega a la cita desprestigiada, cuestionada y cargada de carencias y de culpas, sin omitir tampoco una más que manifiesta mala voluntad.

Además, las dos partes protagonistas de este choque de legitimidades llegan al encuentro en condiciones terminales, devastada su credibilidad por una corrupción de la cual son infinitamente responsables y que todo lo ha roído como un cáncer, en condiciones sociales por el paro peores que las de una posguerra y en situación de emergencia por pobreza, por desamparo y por saqueo y abandono del barco por parte de sus capitanes... 

Pero resulta ahora que son los culpables y muñidores de semejante situación, ¡nada menos!, quienes andan a puñetazos entre sí mientras se postulan como salvadores, adecuadamente envueltos como vestales cada cual en su bandera, esa que se han esmerado más y mejor que nadie en convertir en trapos deleznables, visto para lo que sirven y las osamentas e impudicias que tan malamente vienen a cubrir con ellas.

Así vamos llegando a ese final del espectáculo en cuya virtud dos jefes de cuadrillas de forajidos se amenazan con ¡la justicia!, la pobre... el uno, y con encender el ventilador sobre la bosta, el otro, perfectamente sabedores ambos de que, en efecto, la justicia es vara infinitamente flexible y plegable según necesidad y de que bosta ajena –olvidando la propia– sobra para poder aventarla largas décadas, y más.

Porque la última y más fina estrategia del Marianato, después de años de mirar para otro lado y de gobernar este asunto usando solo los dos cajones del chiste apócrifo sobre Franco, el de los asuntos que resolverá el tiempo y el de los que el tiempo ha resuelto, ha sido llegar al hallazgo de que envueltos en la bandera se pueden ganar unas elecciones, que ya ven el descubrimiento y el hallazgo, pero que no dejan de ser ciertos, para desgracia de todos. Y que, en consecuencia, cuanto peor, mejor, llegando así a la inevitable conclusión de que el buen extintor mejor cargarlo con gasolina, y a rociar con él donde más convenga en espera del casus belli, que, con semejantes métodos de gobierno, a ver quién pueda dudar que se producirá más pronto que tarde. Te pongo el pie en el cuello y además te reclamo por los pavorosos daños en la suela, so cabrón. En resumen.

Así, si algún brillante “asesor” de los de la parcialidad del PP ya ha alcanzado la visión de que la suspensión de la autonomía catalana atraerá votos, no puede caber duda de que de una u otra manera y, más bien antes que después de las elecciones, esto se hará e, igualmente sin duda, con todo el aparato mediático necesario para calentar tan benéfico fuego y allegar sufragios a la cesta y tildando todo ello, cómo no, de democrático, legalmente fetén e imprescindible para el bien de todos, incluido díscolos o sediciosos, como se califica a los independentistas por esas tertulias.

Y así se hará, o al menos esa era la intención primaria, es de temer, porque cuentan con la mayoría absoluta para hacerlo, porque les conviene, porque creen que es política de buena ley por los cuatro costados y porque, en definitiva, no son mucho más, intelectualmente, que los representantes del último fascismo, el único no borrado de Europa ni a cañonazos ni por una sublevación popular, y aquí largamente travestido bajo unas u otras especies pero que, guste o no, está encarnado como uña y como seña de identidad en la extrema derecha española, pasada con armas y bagajes a la disciplina del PP desde hace largos años, pero cuyo peso en el partido, repetidamente ninguneado de interesada boquilla y silenciado por el cuarto poder como si no existiera, sería de bien poco avisados y de zafios ignorarlo, darlo por amortizado o tacharlo de anecdótico. No lo es y lo veremos pronto más y mejor, por si la ceguera voluntaria no estuviera ya que mejor sacudida por cuatro años de relámpagos y fogonazos.

Y, volviendo al otro extremo, ese caudillo de Jordi el Venerable parece que se ha reunido en los últimos tiempos con su secuaz, el igualmente honorable señor Mas, para estudiar conjuntamente si hay modo y oportunidad y conveniencia de llevar a la práctica lo que el primero ya anunció públicamente en sede de la comisión de amiguetes que lo “investigaba”. Es decir, sacudir las ramas, y que así los duros cocos, o las jugosas peras de Lleida, caigan sobre muchas cabezas de otros muchos honorables servidores públicos de nuestra gloriosa hispanidad y que se pensaban quizás a salvo de tales contingencias.

Oprobiado por el descubrimiento de sus largos años de robo continuado e investigado por ello por la justicia, e implicados e imputados todos su hijos y familia por comportamientos que no tendrían otro final, en cualquier país serio, que el dar con sus huesos en la cárcel, el Venerable-Honorable parece indicar que hasta aquí hemos llegado, disponiéndose a tirar de fichero, ese que con acuciosa y larga mano previsora ha ido acumulando, al parecer, en los largos años de servicio a una y otra patria, más a la patria de su propio bolsillo, que es la única verdadera, y para cuando los tiempos vinieran mal dados, que son ya los del día de ahora mismo.

Así, la jugada, a fecha de esta semana, pero la que viene, quién sabe, porque el asunto es más fluido que una bandeja de venenoso azogue, sería tratar de neutralizar la más que esperable intervención del estado sobre la autonomía catalana a base de amenazar con la filtración y la publicación de una serie de hechos y actividades que, de hacerse públicos, acabarían por dinamitar la ya bastante escasa fe que a la población le pudiera quedar en sus dirigentes e instituciones.

Se cerraría de esta manera un círculo vicioso, no, pornográfico, por el cual la salvación supuesta de unos incumplidores profesionales de las leyes vendría traída por el temor de otros incumplidores profesionales de las leyes a verse imputados, pero se supone que esta vez con datos y no sólo con suposiciones, en los mismos o incluso peores delitos. De esta forma, por la vía más retorcida posible, la del mero chantaje, se pretendería lograr alcanzar el exquisito y democrático uso del referéndum, amenazando, si no, con dejar en la huesa a quienes lo impiden. Es decir, o referéndum o tiro de la manta, que no tiro en la nuca, pero como si lo fuera, o peor, y dejo al estado patas arriba. Pedazo de órdago, sin duda, y si es que de verdad hay cartas para echarlo, naturalmente, pero algo hace pensar que ya sonaba el río ayer cuando el mismo Tribunal Constitucional, contra todo pronóstico, parecía atemperar las prisas de una intervención en Cataluña.

Tan exquisito tacto a estas alturas, después de semanas de exabruptos por parte del Gobierno, pero también de toda la estructura del catalanismo, no parece tan sólo hija de un sano buenismo y de santa intención integradora, sino que muy bien podría indicar también que por alguna parte de los altos engranajes empiezan a sonar alarmas movidas quizás no sólo por ese sospechosamente comprensivo y sobrevenido sentido del tacto, sino tal vez por el puro y simple miedo, o por su versión más benigna, la prudencia. Pero una prudencia que sorprende por eso mismo, pues no es precisamente la moneda de curso legal con la que se han ido imponiendo las cosas desde los altos despachos del fascismo nacional, ese que hoy, subrepticia y calladamente, tiene bajo su mando el poder legislativo, la judicatura, las fuerzas de seguridad, el ejército y, por la retorcida vía de las concesiones administrativas, también al cuarto poder, más silente respecto del fascismo que jamás lo estuvo, ni antes ni tanto.

Ciertamente, la pretensión del Gobierno, o del Estado, o de las Instituciones, todas con su mayúscula, de descargar en la justicia la responsabilidad de enmendar lo que la mala política ha enredado durante décadas, bien deja ver la altura moral, la capacidad de liderazgo y el sentido de estado de quien nos rige, cuando a la justicia precisamente, esa súcuba, cuarenta años ciega, sorda y cubierta con piel de elefante, se le exige ahora que abra el ojo, avive el seso y el oído y se haga sensible a todo aquello sobre lo que siempre se le ordenó callar. 

Así que, después de cuarenta años de 3% y de veinte de que Pascual Maragall, aquel verso suelto, lo apuntara en público y lo mandaran callar igualmente, ¡veinte años, se dice pronto!, este anno mirabilis de 2015 se descubre al fin, oficialmente, todo el pastel de la corrupción catalana, así como por casualidad, pero del que estaban al tanto la totalidad de las instituciones desde antes de que nacieran los que hoy van para cuarentones. Como si su hijo de usted, a los treinta y cuatro, entrara en conocimiento por un malhadado azar de la inexistencia de los Reyes Magos, en los que siempre creyó firmemente. Qué disgusto, criatura, y qué urgencia en ponerle a usted una denuncia por mentira, engaño y estafa.

Pero es que, por añadidura, esa vía judicial buscada ahora como alternativa al insoportable hecho de tener que sentarse a negociar, no está obviamente exenta de poder traer tantas desgracias o más de las que pretende evitar. No parece difícil imaginar que, a la supresión, suspensión, intervención o cualquier otra martingala jurídica con la que se pretenda vaciar de poder a la Generalitat para “reconducir” el proceso soberanista, se pueda encontrar el estado español con la bonita imagen de dos millones de catalanes en la calle, perfectamente encuadrados y no agresivos, civilizados y firmes, asidos a su 48% y llenando Barcelona del Tibidabo a la Barceloneta, y esto durante días, semanas o meses, llenando asimismo las redes sociales y todos los medios del planeta con las imágenes y las declaraciones de unas multitudes que piden nada menos, ¡horror, qué bestialidad, qué descaro!, que se les deje celebrar un referéndum como si fueran ingleses.

E imagínese si a ello, por añadidura, se le pudiera superponer otra imagen de unos guardias civiles o unas fuerzas de seguridad acometiendo a dicha multitud. E imagínese también si, ya bordeando el 50% los partidarios de la independencia, se les hiciera el regalo de estas fotografías y no digamos ya las de una acción represiva. ¿Cuántos serían entonces? Porque no cabe tampoco olvidar, sino al contrario, poner muy buen puesto el dedo en la llaga y pedir responsabilidades, porque en el haber de este nacionalismo español y de su inverosímil gestión de este conflicto a lo largo del último lustro o poco más, se encuentra nada menos que el incomparable logro de haber conseguido que el independentismo catalán pase, de contar con poco más del 20% de la población, a aproximarse ya al 50.

Y ello a pesar de sus propios ladrones, de sus propios recortes, de la propia mala gestión de sus autoridades autonómicas con respecto a los problemas económicos agudizados por la crisis y a los insufribles problemas de corrupción de sus líderes. Sin embargo, parece que nada de ello importe o haga gran mella en la población catalana. Si el debate fuera corrupción o nacionalismo, el resultado aparenta ser el mismo que en el resto de España, y cuando sea la alternativa el preguntarse, como ya lo es: ¿Es más grave la desunión de la patria o la corrupción? ¿Es más grave la desunión de la patria o es más grave el tener una democracia de segunda? Pues que nadie se rompa la cabeza, que la pregunta la contesto yo. En términos de urnas, en España y Cataluña pesa más la patria, la de cada cual, que todo el resto. En resumen, pesan más los sentimientos que la razón y al viejo y numantino centralismo y nacionalismo español le ha salido un enemigo a su medida, con sus mismas prioridades y defectos y capaz de bandearse con sus mismas artimañas, porque eso es lo más desconcertante de los hijos, que se nos parecen.

Ahora mismo, a estas alturas, esa es mi sensación, antes preferiría Cataluña coronar a Jordi Pujol como rey de los catalanes, que concederle la mínima posibilidad al estado español de seguir manteniendo la misma relación institucional que la actual. Primero la independencia, después la democracia y en tercer lugar la corrupción, que de nuestros corruptos ya nos ocuparemos nosotros, lo cual, poco más o menos, vino a expresarlo así Oriol Junqueras, el apócrifo. Y en España, me temo, exactamente lo mismo y por el mismo orden. La corrupción, lo tercero, y gracias.

Y todo lo anterior, por cierto, viene a justificar ese silencio espeso sobre la última vía, la militar, de la que no se ha escrito ni declarado una línea en los últimos tiempos, precisamente en este país, patria verdadera, esa sí, de los pronunciamientos, y siendo tan inesperado silencio algo que da más que mucho que pensar.

Mucho, porque, en efecto, la solución última y tradicional, la de siempre, la militar, ya no parece solución ni siquiera para quienes la llevan en el genoma ideológico, por verse indudablemente que, de apelar a ella, se iniciaría un regreso a tiempos que se creen pasados y a los que ya no aspiran ni los más cerriles ni débiles intelectivos del corral. Pero, curiosamente, sin amenazar con ella, tampoco parece haber otra salida para el  nacionalismo español que la de mantener una larga pugna jurídica y que tal vez resulte perdida a la larga, en España y muy seguramente fuera de ella, en instancias internacionales, y con todo un país, el catalán, en muy buena parte definitiva e irreversiblemente desafecto y, además, con otro desafecto a medias, el propio, pillado el españolismo ultramontano entre la pinza del hacer y el no hacer y con las consecuencias económicas de una región quizás en próximo estado de desobediencia civil y quién sabe si por largo tiempo.

Porque, también es de reseñar, en ninguna parte se habla de la opción más democrática y más lógica. Celebrar el referéndum y poner los medios necesarios para que el unitarismo los gane, medios a la canadiense, medios a la británica, medios que bien tiene el estado y que no son pocos, medios democráticos y de buena gobernanza, se entiende, no de pasteleo en las urnas. Sin embargo, toda la “respiración” al respecto pareciera ser la de que esto no es viable, la de que no hay confianza en ganar y, fundamentalmente, una vez más, la obcecación, igualmente genómica, de que no debe darse nunca el brazo a torcer, porque no es digno, no es un estilo de gobernación que pueda permitirse el estado español.

Hay algo de incomprensible en nuestra propia esquizofrenia, en nuestra capacidad de avanzar distancias inverosímiles, siderales, en ciertos aspectos y en bien pocos años, por ejemplo, en el campo de las libertades personales, en el cual nadie podrá venir a decirnos que no hayamos hecho bien los deberes, pero manteniendo en otros la vieja capacidad para enrocarnos, para no avanzar creativamente, para negar por sistema la mera posibilidad de adoptar otras actitudes y usos políticos, pero actitudes y usos para nada estrafalarios ni novedosos, que son moneda de uso común en tantos otros lugares, experimentos ya bien certificados y que funcionan a las mil maravillas, rutinariamente, pero que nosotros nos empecinamos en negarnos como si fueran obras del maligno. 

Pero es que, además, y ya de regreso al telediario, este justo de la mano que no tiembla y que acaba de advenir al desdichado conocimiento de las malas prácticas de corrupción de sus adversarios, no quedándole otra que enmendarlas y proponer llevarlos a galeras —como de otra manera no podría ser—, remedando su discurso, resulta que es el califa de un reino en algunas de cuyas satrapías hasta el 80% de sus emires, visires y cadíes están sentados en el mismo banquillo de los que roban gallinas, eso sí, sin que ni a uno de ellos le corten la mano, o siquiera un dedo, o al menos le confisquen el anillo y un diente de oro. Es decir, tiene un frente interior que defender tanto o más difícil que el de la confrontación independentista y que tiene abierto no, desgarrado, por causa de los también gravísimos problemas de su propia corrupción, pero de los cuales ya no tiene a ningún otro a quien hacer responsable y proponer llevar a la cárcel, más que a sí mismo y a los suyos. Edificante situación desde cuya altura moral viene a querer corregirnos a unos y a otros. 

Para añadidura de desgracias y al socaire de esta patética pelea de maltrechos como beodos, de este espectáculo de un quítame o ponme esa bandera, o bésamela, la bandera, o quítamela de la vista, o pues la silbo, pues no la silbes, pues la quito, no la quites, que la pongas, no la pongo... de lo que no se habla en este adviento de elecciones antes de la cuaresma o vía crucis de los resultados es, precisamente, de aquello de lo que más tendría que hablarse, de lo que quema, de lo que abrasa, de lo que desmantela los conceptos mismos de ciudadanía, de democracia, de solidaridad, de justicia.

Porque de lo que habría que hablar es de sanidad, de enseñanza, de becas, de hipotecas y de desahucios, de cómo evitar entregar el estado a Monipodios y Luiscandelas a la medida de cuyos bolsillos se han hecho las leyes, de reformar estas y otras leyes infames, de cómo recaudar los impuestos que se roban, de cómo salvar los que se cobran sin malgastarlos en mastabas y tumbas faraónicas, de cómo revertir la desigualdad, que ya es del siglo XIX, no del XX, de la laicidad del estado, de reformar leyes laborales y del estatuto del esclavo o de la abolición, tal vez, alguna vez, de la esclavitud misma, de hablar más de los dependientes y algo menos de los independientes, más de cómo subvenir al quebrado y al hambriento y al parado o al que trabaja de sol a sol sin lograr cobrar lo suficiente ni para calentar la infravivienda, como en la Edad Media, y menos de las necesidades del opulento, del derecho de los ventajistas, y más, mucho más del pan y menos de los circenses.

Y en estas, el panorama electoral se convierte en un líquido magmático del cual asoman nuevas formas, nuevas sombras... Cuando parecía liquidado el PP, se reencarna en Ciudadanos, como en una práctica alquímica, con un nuevo cuerpo amasado con las mismas carnes, las de sus hijos, si bien envueltas en diferentes sonrisas, con el iPhone, y un agua mineral en lugar de con un palillo entre los dientes y un carajillo bien cargado por consejero, luciendo bastante mejor el maquillaje, dónde va a parar, y el equipaje, pero el mismo equipaje, sólo que más arriscado y rumboso todo ello de aspecto por virtud de juventud, y donde imperaba a gruñidos un mastodonte ya sin capacidad de giro, ahora se mueve inquieto por el mismo salón de mármoles, alfombras y gobelinos un pequeño dinosaurio ágil, pero no frágil y dicharachero y que habla maravillas, que cuenta lo que se quiere oír y que omite lo que debiera decirse, pero molesta, que crece cincuenta kilos cada dos semanas y dotado por la madre naturaleza y por el padre Cucharón con las mismas placas de acero duro, los mismos dientes aguzados, la misma lengua atrapavotos, el mismo discurso, la misma adoración a la sacra Kaaba de la Unidad y al culto de la oportunidad de negocio, y con los mismos y poderosos amigos del padre que ahora se apresuran a darle todos sus parabienes y a animar con zalemas sin cuento al guapo mocetón en su ¿nueva? y esperanzadora trayectoria.

Pero su dotación neuronal, el genoma y los cuentos que conforman su personalidad desde la cuna son los mismos. Es la vieja camada negra, pero con colorines de Benetton y un certificado de calidad energética y el último y más exitoso número del trile de la timba patria. Es un cambiar, en fin, una Rita Barberá por una Inés Arrimadas y un José Álvarez Cascos por un Albert Rivera, aunque con alma de Alberto, proporcionando la seguridad de que ganaremos sin duda en disfrute del ojo, pero que de otras mejoras, ya veremos... Tal vez para una futura transición en el siglo XXII, es decir, a la vuelta de la esquina.

Y en estas, el ya enterrado Podemos, le saca del bolsillo al PSOE a su teniente general y se lo lleva a la asamblea de okupas, pero sin haber preguntado a nadie antes, estilo Pedro Sánchez con Irene Lozano. Y el teniente general va entonces y dice, ahí es nada, que los problemas políticos se solucionan políticamente y no apelando al recurso de la ley, es decir, lo que llevo diciendo yo doce folios, lo larga en seis segundos, que por eso él es teniente general y yo ni cabo chusquero, y a lo cual, hoy, al periódico El Mundo se le ha escurrido, de la angustia, hasta la tinta, a Pedro Morenés se le ha agudizado la cara de vinagre, a Carme Chacón se le ha corrido el rimel y a doña Rosa Díez se le ha encogido y descolorido aun más el esqueleto Indivisible y Uno, si tal cosa fuera posible. Pero es que ha dicho también que de la OTAN, de entrada, sí, y que de salida, de salida, no, pero que si un ejército europeo y tal y tal... bien dejándose ver que el PSOE y Podemos sólo se distinguen a veces, puestos a mirar a según qué y buscando si hay o no hay coleta, para aclararse y poder seguir alguna directiva razonable en lo que atañe al aseo cuidadoso del voto. En fin, lo mismo del mastodonte y el dinosaurio, pero con murga de Vetusta Morla en lugar de con murga de cuplés y en el bareto de la esquina en lugar de en Horcher.

El PSOE, por lo demás, en su línea. El PSC pone el lunes una denuncia conjunta contra la declaración catalana, en compañía de Ciudadanos y PP, es decir, con sus más naturales compañeros de sensibilidad, y el miércoles se retira del triunvirato y de la denuncia. Va a ser que Sánchez no es Palme, ni Brandt, qué vamos a hacerle, o que la socialdemocracia tampoco es lo que era. Vivir en el PSOE debe de ser el viaje más alucinógeno y la mejor manera de asegurarse diariamente descargas de adrenalina que de otra manera sólo podrían alcanzarse haciendo puenting. 

Cualquier cosa que se haga o diga el día antes, al día siguiente es ya la contraria u otra, al viejo y acreditado militante con cuarenta años de carné y servicios le quita el puesto el último tránsfuga llegado de no importa dónde, la declaración institucional matutina revierte sus términos para la vespertina, un año ponen una bandera española del tamaño de la plaza de Colón y otro año no se levantan al paso de la bandera del amo, liándola parda con tan finísimas sensibilidades.

—Ah... ¿cómo? Pero ¿no íbamos a derogar la reforma laboral?—.
—Sí—.
—Ah, menos mal—.
—Sí, bueno, no, la puntita de la reforma nada más, eso quise decir—.
—Vaya. Bueno... pero el Concordato sí lo denunciamos, ¿no?—.
—No, pero puede que sí, quién sabe a estas alturas, habrá que hablarlo con su Eminencia...—.
—Comprendo... ¿Y Cataluña es un país?—.
—Sí, es un país, pero no un estado, pero igual tiene que ser un estado y un país o ninguna de las dos cosas, ya no me acuerdo de lo que me dijeron. Espera, preguntaré a Patxi, a Eduardo, a Susana, a Ángela, a Barak y a su Majestad.. Y si eso, te digo algo—.
—Y oye, Pedro, disculpa, para acabar, yo, en Madrid, ¿me puedo llamar Meritxell o es mejor que me llame Pura?—.
—Ufff... eso va a tener que decidirlo el comité federal, digo, nacional, bueno, no sé... o el del PSC, un comité... ya te dirán. Igual, Pura los lunes, miércoles y viernes y Meritxell, martes, jueves y sábados, quedando indefinidos los domingos, pero a lo mejor mañana tengo que decirte otra cosa o se cambian los días y las frecuencias... ya veremos. Es un tema complejo. Las cosas serias hay que madurarlas, jamía—.
—Gracias, Pedro, un beso—.
—De nada. Un beso, Puritxell—.

Y así seguimos.

ADDENDA a 06-11-2015, el día siguiente de publicar el texto.

Actualización Beta-1.

—¿Pura?—.
—Sí, Meritxell al habla, dime, Pedro—.
—Oye que sí, que sí derogamos la reforma laboral—.
—¿Toda?—.
—Casi toda, parece, bueno… la indemnización por despido no se sabe, ya te iré diciendo—.
—Ah, vale. ¿Cambio el texto de ayer?—.
—Cámbialo—.
—¿Seguro?—.
—Seguro—.
—Un beso, Pedro—.
—A ti, Pura—.