martes, 29 de noviembre de 2016

Ganarás el pan con el sudor de tu frente


Tiempos hubo en que al futuro se le atribuían las cualidades de la luz. Diáfano, brillante, cálido... y dulcemente promisorio, por añadidura. El término lucía verde esmeralda como la esperanza misma y cotizaba más y mejor que la manzana mordida del difunto Steve Jobs. Sin embargo, hoy no firmaría el tropo del futuro promisorio ni el más corto de entendederas de cualquier academia o facultad de bisnis es bisnis, esas que enseñan a robar sin dejar huella, y donde menos, en la propia conciencia.
Y ocurre que ese menesteroso en el que se ha convertido el futuro lo será porque desaparece el trabajo, al parecer. ¡Ahí es nada!, una lacra tan bíblica como la peste o la langosta, que perlaba de apestoso sudor las honradas frentes de los trabajadores, pero que simultáneamente, según no pocos, adornaba mazo, como de siempre han proclamado, por ejemplo, los que menos sudan. Pero entonces el trabajo –y el futuro por ende– se pone a desaparecer sin permiso ni demasiada intervención voluntaria por parte de nadie, y va quedando bastante claro que el asunto resultará una calamidad todavía peor que la propia plaga en sí.
No habrá trabajo. Lo habrá cada vez menos, gran cantidad del mismo será trabajo basura, o sencillamente semiesclavo, no hay vuelta de hoja al respecto, dicen, y esto es lo único en lo que de verdad coinciden universalmente izquierda y derecha, progresistas y conservadores, economistas y científicos, papas y popes, sabios y zafios. En consecuencia, habrá hambre incluso donde había dejado de haberla, mejor dicho, la hay ya, porque véanse las imágenes de las colas en los bancos de alimentos, en las instituciones de caridad y en los comedores sociales, y los porcentajes de niños en situación de exclusión social y algunos de cuyos padres ¡trabajan!, sí, pero cobrando incluso menos que el salario mínimo... Paisajes todos ellos de nuestra más familiar cotidianeidad, y en los que además, detrás del hambre, ya despunta, atronando, su pavoroso cortejo, tan bien representado en las pinturas de Jerónimo Bosco, siglo XV.
Y es que el trabajo desaparece como desaparecieron los candiles de aceite o las argollas para atar las caballerías, desaparece incluso el trabajo más moderno –que para nada requiere el mismo sudor que en el siglo XIII o el XVIII– y todo por la simple y sencilla razón de que cada vez más trabajo lo vienen haciendo nuevos artefactos. Porque no es ya que el trabajo se haga con artefactos, es que son los artefactos mismos los que trabajan en lugar del humano. Pequeños, grandes, enormes, microscópicos, en el espacio exterior o introducidos en nuestros huesos, en el aire, en el agua, en el bar, en su casa y dentro de nada en nuestro cernido mismo. Bueno, máquinas, no, disculpen, que eso parecería habla semibárbara, como pensar en términos de chimeneas, locomotoras de carbón o telares del siglo XIX. No, por Dios. Ahora las viejas máquinas se han convertido en objetos cada vez más sabios y sofisticados –y, sin duda, más abundantes que los sabios y más sofisticados que cualquier moza youtuber, influencer o indicadora de tendencias–, pero más eficaces, más productivos, más universales y más ubicuos y, sobre todo, capaces de hacer cada vez más cosas sin apenas necesidad de asistencia de la mano o de la presencia del hombre. Los hemos creado a nuestra imagen y semejanza intelectual y operativa con la ayuda previa de otros artefactos, y los hemos puesto a nuestros pies para que nos los abriguen en invierno y nos los refresquen en verano, pero resulta que además nos los van comiendo, y después, la rodilla, el muslo, la ingle, el ombligo... a satisfacción de todos.
Robots, drones o ‘serviciales’ apepés, instrumentación automática y autónoma, prodigios mecánicos que lo mismo producen la salud que la enfermedad, artefactos para el ocio y el negocio, para la guerra y para la paz, sistemas que juegan en bolsa como nadie y que aun pueden hundirla mejor que nadie, procedimientos para producir mucha más comida de la necesaria, para acabar tirándola, y procedimientos para generar más hambre de la que jamás hubo, ingenios para transportar y comunicar, pero igualmente para liderar, sin asomo de humano al mando, de piloto, de conducator... ingeniería que ha constituido portentosas redes de sabiduría, pero igualmente de ignorancia, que ni se ven, ni se tocan, ni se sienten, ni pesan ni se oxidan, pero con siete mil quinientos millones de humanos enredados en ellas igual que bancos de chanquetes o de atunes en las mallas de un arrastrero, redes útiles o inútiles que sean, pero de las que ya no saldremos jamás, como no salimos del invento del fuego o la rueda, que una vez llegados se quedaron para siempre. Y software todo, sofguar por encima, por debajo, en medio, por dentro y por fuera, sofguar como nuevo código genético, pero creado a nuestra necesidad y capricho, restaurador y configurador de sí mismo, y de paso, de nosotros todos, sofguar generador de sofguar que genera más sofguar generador de sofguar... ad libitum, y apenas todo ello bajo la supervisión de algunos humanos, hoy excelentemente remunerados, pero en un futuro... quién sabe.
Y hardware, ferretería desde la escala de la tuneladora a la del nanoengranaje, cacharrería de dioses, chismes que fabrican chismes más pequeños más rápidos y más listos, que fabrican chismes más pequeños más rápidos y más listos que fabrican chismes más pequeños más rápidos y más listos... como en panorámicas de insondables espejos paralelos, y todo bajo la atenta vigilancia de cuatrocientos entendidos que, en los entornos en los que trabajan, no tienen ni la más mínima esperanza de experimentar qué clase de fenómeno sea el que se les desprenda una gota de sudor, aunque, en definitiva, y para lo que aquí atañe, cuatrocientos entendidos, no los cuarenta mil o cuatrocientos mil necesarios para lograr mucho menos que lo mismo hace tan solo cien años. Con lo cual, quien recuerde todavía o haya llegado a conocer qué clase de operaciones intelectivas sean una resta o una división, que calcule el número de parados resultante.
Y, además, todos esos ‘soldados’ y beneméritos ‘ángeles custodios’ de hojalata, de fibra óptica, con bíceps al láser, patas de titanio, escudos de materiales impensables, pero reales, cañones de luz o de cualquier nueva diablura posible hoy o en una o dos generaciones, y con sus no almas de pura y genuina materia wifi o cuántica, invisible, intocable, inaudible, inhumana, hojalatas que nos ‘protegen’, queramos o no ser protegidos por ellas, mejor y más profesionalmente que Al Capone, y cobrándonos por ello infinitamente más y que, así que pasen veinte años, ‘abatirán’ mejor que cada generación anterior de esos mismos cueros, tripas y lorzas falsas, pero efectivas, hasta el momento en que no habrá ser humano, ni millón de ellos, capaces de eliminar un solo soldadito de plomo (o de gel plasmático y de íntima geometría de supercuerdas, en cuanto pasen otras cuantas lunas más).
Y entonces, surge el debate, aunque aquí con nuestros veinticinco habituales años de retraso, de sí será legítimo, o conveniente,  o ¿legal?, o aconsejable, tasar a todos esos ingenios que nos sustituyen, tan ventajosamente, al parecer, con la finalidad de que los estados o las sociedades puedan seguir recaudando lo imprescindible para atender las necesidades del todavía llamado estado del bienestar, o las de todos aquellos humanos que ya –y ya es ahora mismo, y más aún en una, dos o cuatro generaciones– que no tengan trabajo, ni posibilidad alguna de llegar a tenerlo, por la muy sencilla razón de que vaya a existir en cantidades cada vez menores y reservadas a especialistas absolutos, de una parte, y a simples esclavos a sustituir lo antes posible, de otra, y finalmente un trabajo residual o prácticamente anecdótico que sólo podrán llevar a cabo porcentajes mínimos de población.
Porque una cosa es obvia: con la actual organización de las sociedades humanas, en cualquiera de ellas, lo necesario para el sustento de los seres humanos se obtiene por el trabajo. De él derivan tanto los beneficios del capital y las sagradas plusvalías a percibir por quienes no las producen, así como los salarios y la totalidad del caudal de impuestos que redistribuyen los recursos (por hoy, monetarios, en un futuro, quién sabe) con los que se atiende todo. Y todo, nuevamente, es todo. Desde la barra de pan o el cuenco con su arroz, a la sanidad, las pensiones, la enseñanza, las infraestructuras y cualquier otro fabricado o estructura imaginable, tanto pública como privada, tanto abstracta, como pueda serlo la cultura, o tan claramente concreta como cualquier derivado de la misma, como el pintar físicamente un cuadro con tela, pinceles, etc... o construir un robot, un edificio, una presa o una estación espacial, con el pago de todos los materiales necesarios y con la retribución del conocimiento y el esfuerzo necesarios para fabricarlos y utilizarlos.
Sin embargo, hoy mismo, la realidad simple y pura es que en España el paro juvenil ronda el 40% y en el promedio de la Unión Europea, el 20%. Y esto ya no es una minoría, es todo un bloque enorme de población irremediablemente destinado a crecer en porcentaje y que, por el momento, representa la punta de lanza de lo que nos parece deparar el futuro. Y si con un 20% de parados se sobrevive penosamente y en inacabada crisis, y con un 40% se bordea el horror social, no es descabellado imaginar qué clase de acontecimientos vayan a desencadenarse cuando esas cifras alcancen el 50%, el 60%, el 80%...
Y esto se ha producido en 25-40 años, no muchos más, pero la velocidad de crecimiento del desempleo, es decir, su aceleración, se ha agudizado con la larga crisis de casi una década que ha sacudido toda la estructura económica y social del mundo y que amenaza con reproducirse y hacerse crónica, por la sencilla razón de que no se ha encontrado un mecanismo eficaz de salida para la misma y, por lo demás, mecanismo que no existe ni puede existir sin un cambio previo de los usos sociales e intelectuales que crearon y ‘justifican’ el capitalismo moderno. Y por optimismo ontológico que pueda hoy vivirse entre los grandes financieros o en los grandes grupos industriales productores de los llamados tigres asiáticos, lo cierto es que estos países alcanzarán nuestro mismo estado, el occidental actual, para entenderse, en dos generaciones o aun menos, y entonces, el problema sí será verdaderamente global.
Es decir, un probable colapso de las materias primas, empezando por el agua, y un estado de automatización general del que lo verdaderamente malo no es que vaya a dejar a la humanidad mano sobre mano, sino sin recursos para su subsistencia, al menos, contemplado todo ello desde el conocimiento y costumbres actuales. Se puede vivir muy bien no haciendo nada, por aburrido que resulte y, de hecho, millones de personas viven así, por propia elección y por poder permitírselo, pero no se puede vivir sin alimento, sin techo y sin curandero, ni siquiera por propia elección. O, mejor dicho, se podría, pero sólo regresando al estado de las bestias.
Por supuesto, el paro actual, con su secuela de catástrofes, y el paro futuro, presumiblemente mucho mayor y más generalizado, no son sino consecuencia de que la evolución tecnológica ha rebasado claramente la evolución de nuestro pensamiento y filosofía social, herederos de otra época, siendo esto la verdadera clave de los desajustes actuales. Y no es solo que vayan a faltar en muy poco tiempo las llamadas materias primas (lo cual, con ser un problema, lo es menor, en el sentido de que, en lugar de en las minas, se hallan hoy en los vertederos, de donde, obviamente, habrá que extraerlas, generando y generalizando así una nueva clase de minería que conocemos como reciclaje), sino que lo en verdad ausente ahora mismo es la capacidad de reconcebir, social y filosóficamente, este nuevo tipo de mundo en el que estamos empezando a vivir, un mundo de siervos mecánicos y de humanos apartados de la acción, generador seguro de problemas por completo desconocidos y no experimentados hasta hace apenas una generación.
Supuesto que no exista un acuerdo para ‘parar’ el progreso tecnológico, lo cual, además de seguramente imposible, parece del todo insensato, sólo cabe esperar que este, al menos, sirva de acicate para generar un parecido e imprescindible ‘progreso’ social, que incluya el aprender a manejar los efectos negativos del primero, dirigiéndolo hacia el logro de un beneficio común a todas las partes implicadas y entendido como repartición de bienes, allanamiento de desigualdades, igualdad de oportunidades y mayor y mejor asistencia a todas las clases desfavorecidas, discapacitadas, apartadas, excluidas, necesitadas...
La dificultad es que esto lleva aparentemente a entrar en conflicto frontal con nuestras más antiguas creencias y costumbres casi universales, generadoras de una especie de pensamiento único, cuyo enunciado muy bien podría ser la vieja maldición bíblica: “ganarás el pan con el sudor de tu frente”, y que es el tipo de pensamiento o de ‘filosofía vital’ en el que seguimos anclados, a pesar de los hechos. En consecuencia, en un nuevo espacio social en el que vaya desapareciendo efectivamente el trabajo y la propia necesidad de realizarlo, tener derecho al sustento (y más) sin la contrapartida de tener que trabajar, ya no representará el postulado de una utopía, de algo que se tendría por deseable, pero no por realizable, sino que será un nuevo modo de ‘ser y estar’ en la civilización humana, una respuesta inducida por los acontecimientos, pero contradictoria con el ‘mandato’, más bien constatación, de que el pan había que ganárselo. Porque, ¿qué de malo tendría, o qué quebranto moral supondría exactamente el hecho de que no fuera necesario ganárselo, como jamás ha habido que ganarse el aire que se respira o el instinto sexual que nos empuja, sin más esfuerzo que cuatro golpes de riñón, a cumplir igualmente con el mandato bíblico, incluso satisfactorio, de crecer y multiplicarnos?
Sin embargo, es la propia ‘moral protestante’, es decir, el viejo paradigma que hoy rige las relaciones de trabajo y la gestión del lucro y el beneficio, lo que se opone frontalmente al nuevo concepto de que, para merecer un salario, ya no tiene por qué ser necesario un esfuerzo previo, lo que ahora es ya algo casi perfectamente posible, y no digamos en el futuro, desde la constatación de que si el trabajo, o la gran mayoría del mismo, nos lo harán otros, es decir, nuestros siervos o esclavos mecánicos, maldita la necesidad de emprender tareas, si no se desea, y bendita la adquirida libertad de hacer lo que a cada cuál le dé la gana, incluido el trabajar creativamente, pero por el puro placer de hacerlo, sin ninguna obligación. Porque es justo ese tipo de moral el que considera indigno, o incluso indeseable y depravado, el hecho de que un logro o una recompensa no lleguen precedidos de un esfuerzo que, en cierta medida, vendría a ‘santificar’ el resultado, y donde, huelga decirlo, lo imprescindible parece ser la santificación, es decir, algo imaginario, en lugar de todo el corolario de cosas reales, tantas de ellas beneficiosas per se, que el trabajar y el actuar implican.
Pero son los propios hechos del presente los que desnudan de contenido este tipo de moral. Ya estamos más que encaminados en la senda del vivir sin trabajar. Y demasiadas personas lo hacen ya a su entero disgusto, pero otras muchas, si bien no tantas, obviamente, a su entero gusto, aquellas que viven de rentas o de capitales acumulados, bien por su afortunada actividad y capacidad, bien por la de sus antepasados y, naturalmente, con mayor o menor división de opiniones en cuanto a satisfacción, las clases pasivas clásicas: jubilados, enfermos, menores, discapacitados y estudiantes, cuyo trabajo no se remunera, pero cuyo mantenimiento lo sufraga en buena parte la sociedad. Y, sumadas todas estas personas, en el mundo occidental, las que no trabajan constituyen aproximadamente el 50% de la población. No digamos en España, 45 millones de personas de las que trabajan 18 millones. El 60% justo es hoy el total de población que no trabaja en este país. Y sólo un máximo de dos millones de estas personas lo hace total o parcialmente en actividades de economía sumergida, la mayoría de las cuales, no exactamente por su gusto.
En llegar a lograr por completo no tener que trabajar por obligación se tardará un siglo, dos o tres a lo sumo, pero todo parece apuntar en esa dirección, y esto no ocurrirá por ninguna clase de planificación que así lo haya pretendido, sino que será el resultado de un desarrollo técnico que conduce imparablemente a que cualquier objeto realice cualquier tarea rutinaria –aunque no sólo– antes, más y mejor que cualquier persona, por lo que todo el desarrollo técnico y de la civilización en sí, salvo que se cambie por completo de rumbo, indica con claridad que en un plazo indeterminado, pero seguro, casi cualquier trabajo repetitivo o rutinario imaginable lo realizarán las máquinas, entre otras razones porque, sencillamente, lo harán mejor, quedando para los seres humanos la labor –¡voluntaria, nada menos!– de dedicarse cada cual a lo que le apetezca, si es que le apetece dedicarse a algo –un algo de carácter creativo, pues en lo mecánico ningún humano podrá en el futuro igualar a ninguna máquina–, empleando en ello su inteligencia y los excedentes de lo que, de una forma u otra, sea su retribución, y pudiendo además, casi seguramente, lucrarse adicionalmente de ello, lo cual nada tendría de indeseable, todo lo contrario.
Pero es precisamente en el término lucro donde se esconde la razón última de la cuestión. El lucro industrial o comercial es una banda elástica que se optimiza con un número máximo de consumidores de un número máximo de productos, producidos al coste mínimo posible, tanto laboral como de materias primas y de cualquier otro tipo, y deseablemente sometido todo este proceso a la mínima tasa impositiva posible. Este sería el paisaje ideal para cualquier esquema de producción capitalista. El capitalismo triunfante prima el lucro privado del accionista por encima de cualquier otra consideración y ha avanzado enormemente en la capacidad de producir casi infinitamente, e igualmente ha avanzado algo menos, pero igualmente muchísimo, en la ciencia de generar consumidores. Ahora bien, si por el lado de la tecnología la capacidad de producción apunta a un límite que sólo puede imponerlo la existencia o no de materias primas y en el entendimiento de que, mediando plazo suficiente, casi cualquier problema técnico será solucionado, por el contrario, la existencia de consumidores en número suficiente –es decir, de demanda– para esa casi infinita capacidad de producción y a costes unitarios cada vez más reducidos, la pone, en la actualidad, precisamente el trabajo o, mejor dicho, su ausencia, por la sencilla razón de que la inmensa mayoría de aquellos que no trabajan no pueden hoy consumir ni lejanamente en la misma medida de los que sí lo hacen.
En consecuencia, lo financiero y lo industrial, en su vieja simbiosis, y con su viejo deseo de conseguir trabajadores a coste cero (o casi) y, todavía más deseablemente, contratando los menos posibles de ellos y tributando impuestos y cargas sociales cero (o casi), lo cual se va logrando a base de tecnificación y robotización, por un lado, y de ingeniería financiera e impositiva (y de leyes permisivas), por otro, topan con la incómoda y nueva realidad actual de que, con la desaparición de esos trabajadores, pero a su vez consumidores, (es decir, la suma de todos aquellos que ya no son contratados por ninguna empresa y la de todos aquellos que estos antiguos trabajadores mantenían directa o indirectamente), dejará de existir buena parte de su demanda, lo cual obviamente constituiría su ruina, salvo que puedan obtenerse consumidores que consuman sin necesidad de trabajar para ello (o que precisen imperativamente consumir para poder trabajar, es decir, otros robots que para proseguir su tarea necesiten de terceros productos, como siempre será el caso).
Ahora bien, que no trabaje la mayoría de los seres humanos van a lograrlo las máquinas en un plazo no muy largo (históricamente hablando), pero que los ‘desempleados’ que no trabajen puedan consumir como si trabajaran, además de una necesidad para el capitalismo, será un muy novedoso logro de ingeniería social, cuyo desarrollo dependerá de una nueva filosofía también social, pero que está en parte por imaginar y seguidamente por experimentar, implementar y desarrollar.
Pero esta ingeniería o nuevo uso social para el futuro tendrá que habérselas, en primer lugar, con el concepto de beneficio (o lucro) y con la descrita ‘moral protestante’, hoy único paradigma global para lo social y lo productivo, además de con otra consideración hacia la que apunta claramente el futuro, es decir, la ‘legitimidad’ de producir ciertas cosas y en qué cantidades. Ya existe un cierto acuerdo, aunque con infinitas matizaciones, sobre la limitación de la producción masiva de ‘bienes’, objetos o sustancias que se consideran dañinos por unas u otras causas: por su toxicidad, por generar residuos a largo plazo, por su peligro potencial (nucleares), por razones de orden público, de políticas sanitarias, etc, como ocurre con el control de armas, de productos químicos, de drogas, de elementos radiactivos, de manipulaciones genéticas, de alimentos, de aditivos, etc...
Sin embargo, parece que todavía muy pocos consideran a muchas de las actuales y futuras tecnologías y sus derivados como ‘armas generadoras de conflictos y problemas sociales masivos’, aun cuando ya sea obvio que la tecnología acaba con el trabajo, es decir, por ahora, con el sustento de muchos, y que perjudica también en enorme medida al medio ambiente, o al menos a muchos entornos, sin que por el momento exista la más mínima intención de ‘reparar’ los daños que ha causado y sigue causando, pero daños que a cualquier ser humano desempleado, con alta capacitación o sin ella, no hace ninguna falta explicarle. No se trata de teorizaciones ficticias, no es ‘ciencia social’, no es protesta porque sí. Es que será hambre y necesidad lo que vaya a tener que enfrentarse, tan medievales como la peste o las ratas, y una previsible sociedad que, de no enmendar su camino, podrá quedar constituida en buena parte por mendigos y desamparados.
A pesar de todo lo cual, el acabar con el trabajo obligatorio y entendido como condición sine qua non para la supervivencia, a cualquiera debiera parecerle sustancialmente maravilloso, de no encontrarse gravemente infectado de moralinas varias y otras simplezas revestidas de teologías. Pero este poder acabar –felizmente– con el trabajo, pero para dar en el hambre una mayoría, sí que parece, por el contrario, el colmo de lo indeseable para todas las partes, incluida la de los que se lucran con la plusvalía del trabajo ajeno. Y es aquí donde se cruzan las variables y donde la banda elástica del lucro expresa mejor su naturaleza de objeto mental minimax.
Ese deseable coste cero de trabajo e impuestos, junto a una capacidad de producción desaforada, no es posible sin su consecuencia descrita, como ocurre actualmente y ocurrirá más aun en el futuro, la de la desaparición del consumidor, por lo que la remuneración del NO trabajador tendrá que provenir, bien de impuestos sobre la producción y sobre los robots, gracias a los que esta se alcanza y se hace máxima, o bien por un cambio copernicano del sistema, capaz de incluir nuevas razones y formas por las cuales los seres humanos reciben una retribución, por lo demás, del todo imprescindible para satisfacción de sus necesidades y para su supervivencia física. Es decir, el ser humano, para poder seguir siendo consumidor en un mundo sin trabajo, y siendo este consumidor, que no la persona, aquello de lo que necesita imperativamente el capitalismo, ha de ser retribuido o percibir un salario adecuado, al margen de que sea o no trabajador.
Y no es ociosa la mención al deseo capitalista de impuestos cero, calificando semejante deseo como de irreal o torticero y dictado solo por desmedido ‘odio anticapitalista’ por parte de quien esto escribe o de sus compañeros de viaje. Es que Apple, la primera empresa mundial, ha logrado durante los últimos veinte años pagar en Europa unos impuestos equivalentes a 500 dólares por cada millón de dólares ingresado. Es decir, el 0,5 por 1.000, o la ¡veinteava parte del 1%! Esto, naturalmente, habrá satisfecho a sus accionistas y dirigentes, e incluso cabe que a sus todavía empleados, pero qué duda puede caber sobre los efectos de estos números en lo tocante a la producción de riqueza para unos pocos, pero de miseria para muchos y que, extrapolado dicho comportamiento y sus resultados a otras decenas de miles de multinacionales, da buena cuenta de las razones de la inacabada crisis, que no son otras que las descabelladas políticas impositivas que han permitido semejante sinsentido de prácticas empresariales, que no cabe calificar de otra manera que de gravísima e indeseable delincuencia social, deliberadamente tolerada e impune.
En definitiva, la polémica sobre la posibilidad o la necesidad de retribuir o no al ser humano por el mero hecho de serlo en una inminente y en parte ya iniciada sociedad postindustrial y seguramente del ocio -aunque este ocio pueda ser, sin duda, en muy buena medida activo y productivo-, puede tener algún sentido hoy en día, cuando los que no trabajan son todavía una minoría con respecto a los que sí lo hacen. Pero conforme varíe el guarismo y cuando finalmente este se convierta en otro radicalmente inverso, y lo será pronto, no existirá tal polémica, pues esta se habrá resuelto a favor de un capitalismo extraordinariamente eficaz en lo productivo, pero bastante más moderado en lo social con respecto a sus usos actuales, es decir, un nuevo tipo de capitalismo -o tal vez otra cosa bien diferente al mismo- que se haya visto obligado a retribuir a todo el mundo, a costa del capitalismo mismo, se entiende, para que este en sí pueda seguir siendo viable, aunque evidentemente con menores tasas de beneficio y de desigualdades salariales que  en la actualidad.
Porque de lo contrario, de permitir sin intervenciones reguladores, dentro del exquisito espíritu y entender del ya más que viejo laissez faire, laissez passer, que va a cumplir trescientas primaveras con sus otoños y que ha dado de sí todo lo que podía, tanto de lo excelente como de lo pésimo, se generará una explosión social que ríase nadie de la Revolución francesa o de la rusa.
Nuestros modernos Jinetes del Apocalipsis llevan doscientos años cabalgando felices y triunfantes sin dar la menor muestra de ir a detenerse en su camino, al menos de cuando en cuando, para pensar. Pero ellos no son sino los vectores del colapso ecológico, climático y de las materias primas, el de la carencia de agua y el de la explosión de la población, y, de últimas, ese final inesperado, por novedoso, de la desaparición del trabajo, todos convergiendo hacia un punto temporal indeterminado, pero seguro, y que lo mismo dará colocar en 2050 que en 2100 o unos decenios después, y vectores a los que, con sólo yuxtaponerles la imagen de una sociedad abocada al paro y la miseria en su 70-80% y a una riqueza satrápica en un 1%, bastarán para entender el tamaño de la mina y de la mecha que vamos acumulando bajo nuestros pies con nuestra cuidada y responsable ceguera.
En resumen, los propios conceptos de salario, retribución, legítimo lucro y beneficio privado y público serán aquello que acabará siendo revisado en formas que todavía no acabamos de imaginar y en un plazo no demasiado largo, estableciendo las cuantías y las razones por los que se devengarán retribuciones sin mediar trabajo a cambio de ellas y cómo se tasarán más efectivamente beneficios y lucro, y fuera del actual contexto, incluso filosófico, de retribución entendida como premio o compensación al esfuerzo y de beneficio legítimo per se, sin someterlo a otras consideraciones para admitir o no su legitimidad y oportunidad y sin casi control, para constituirse un muy modificado conjunto de lo anterior en una estructura económica y social nueva y sostenible desde un pensamiento civilizador que, sin duda, no volverá al marxismo, pero que tendrá que alejarse del capitalismo salvaje actual en muchos de sus planteamientos, si no por aspiración intelectual del propio capitalismo, siquiera por la propia necesidad de supervivencia de una parte sustancial del mismo.
Porque, en definitiva, la gran mayoría de los seres humanos ante la disyuntiva de perder un brazo o fallecer de gangrena, suele entregar el brazo. Y el capitalismo hará seguramente lo mismo, mientras todavía le quede esa alternativa. Y de no entregarlo, fallecerá, pero no la humanidad, sin duda, como este gusta de sostener. Porque tampoco es cierto ese discurso, profundamente estúpido, entregado y además cobarde de que no existen alternativas al capitalismo actual en un mundo globalizado. Existen, naturalmente, y ni siquiera hace falta buscarlas. Están ahí y las conoce muchísima gente, queda implementarlas y regular, regular siempre y más, las sociedades, las finanzas, la producción y lo producido.

Y, finalmente, la deregulation triunfante de Reagan, Thatcher y sus muchos acólitos, además de mucha miseria para muchos y mucha riqueza para unos pocos, sí habrá traído feliz y claramente otra cosa. El imparable final de la deregulation.

lunes, 17 de octubre de 2016

Bob Dylan

No se dan los premios o los castigos –ni ninguna otra cosa– a gusto de todos, y el Nobel concedido a Don Roberto Allen Zimmerman, ni se diga. Algunos puristas poco menos que han liado la mundial a costa de la ‘extravagancia’ del comité Nobel.

Pero lo cierto es que el premio Nobel –sin duda el de Literatura y no digamos ya el de la ‘Paz’– lleva decenios condecorando con exquisita arbitrariedad a cuantos le viene en gana y frecuentemente con perfecta independencia de la lógica, el sentido común, los méritos, el ‘peso específico’ e incluso la propia relación del agraciado con la que se supone su dedicación y el título mismo del premio en sí. Por contra, el fenómeno opuesto, la no condecoración a máximos exponentes mundiales en sus especialidades, ha resultado igual de abundante y notoria. Empezando por toda una serie de científicas que se vieron excluidas de premios otorgados a colegas de sus mismas investigaciones y en las que ellas pusieron igual esfuerzo, genialidad, afán de descubrimiento y capacidad investigadora.

Y qué duda cabe de que se llevan la palma de lo incomprensible los premios Nobel de la Paz, con auténticos multidelincuentes y aun asesinos despachados como santa teresas, tan contentos y con su galardón en el bolsillo, o incluso aquellos otros otorgados a algunos que pasaban por ahí y a los que les cayó el premio como al que le toca la lotería, pero con el indudable mérito adicional de no haberse comprado ni el décimo, como pudiera ser el caso de Don Fortunato Obama, de profesión Presidente de los Estados Unidos de América, al que se le adjudicó el galardón nadie sabe muy bien exactamente por cuál razón, empezando por él mismo, lo que ni siquiera se recató de expresar con imperial y presidencial perplejidad.

Y en lo tocante a literatura, casos tan sangrantes como los de Alejo Carpentier, Graham Greene o Albert Cohen, de nacionalidades de lo más variado, que se marcharon al cielo sin su cintajo y sin su más que merecido sahumerio de incienso y su sopa de laureles, todo al parecer por causa de la Guerra Fría, aquella señora tan seca, estirada y agria.

O aquel premio, casi como un caramelo para estimular la salivación de las glandulitas infantiles de la Transición, que le cayó en 1977 al bueno de Vicente Aleixandre por el único y exclusivo mérito de no haberse muerto todavía y porque algo había que premiar de la notable Generación del 27, pero que, entre el general Franco y la Parca, en apasionante competición entre ellos, ya habían segado en su práctica totalidad.

Así que, en lo tocante a atrabiliario, el Comité Nobel destaca hace muchos decenios, y de ahí que el soponcio que le ha dado a costa de Dylan, por ejemplo, a Max Pradera, pero igualmente a tantos otros de acá y acullá, pueda resultar comprensible, pero sólo hasta cierto punto porque, innegablemente, Dylan ha sido un prodigioso letrista desde su juventud más temprana, con textos -además– tantos y tantos de ellos, de alta, original y clarísima inspiración poética, pero no solo, porque también local y universal, cotidiana y de largo alcance, y visitando desde el surrealismo a la intimidad amorosa y pasando por casi cualquier otra cosa: la provocación, el juego, el periodismo, la protesta social, la religión y la crónica de su tiempo y sus destiempos.

Dylan ha sido, y sigue siendo, un artista polifacético, siempre dos pasos por delante de sus contemporáneos, creador de un amplio y nuevo formalismo de mezclas musicales y de referentes, un investigador y un constante experimentador en su oficio y, además, una verdadera esponja, como lo fueron los casos paradigmáticos de Picasso o García Lorca, buscando y tocando –como ellos– todos los palillos y alcanzando así la consecuencia de la experimentación como sistema y emprendida por alguien competente, es decir, la de mucho hallazgos extraordinariamente felices, más la fabricación de no pocos tostones, pero logrando llevar géneros locales y ampliamente minoritarios en algunas ocasiones hasta el estatus de lo sublime, y en otras, a una amplia apreciación popular y mayoritaria, como una especie de Giuseppe Verdi de la segunda mitad del siglo XX, llegando su trabajo a ser conocido, apreciado y respetado en muy distintos lugares y desde diferentes posiciones culturales. Es decir, aquello que se llama universalidad y que, en algunas ocasiones, también el premio Nobel se aviene a premiar, incluso y a pesar de figurar en sus estatutos.

Desde luego no es poco, cabiendo añadir que en su profesión de músico y cantautor, pese a quien le pese, lleva siendo el número uno casi desde cuando no era todavía mayor de edad, y no precisamente por casualidad. Es un caso obvio y paradigmático de ese adagio de que la inspiración es mejor que pille trabajando. Y en lo tocante a trabajar, ha sido y sigue siendo un reconocido estajanovista que de ninguna manera se ha parado en la música. Dylan esculpe, pinta, dibuja, escribe y... ¡cómo escribe!, compone, viaja constantemente, provoca y crea de continuo, como todo gran artista que se precie.

Sin embargo, por desgracia y seguramente por imposibilidad, no existan hoy un Leonardo da Vinci, un Vitruvio, un Maquiavelo, un Miguel Ángel Buonarroti, para sumir al comité Nobel en la indecisión y la perplejidad. O sí, quien sabe, aunque cabría suponer que de haber existido en aquellas épocas unos premios tan cicateramente delimitados, cada uno que se le otorgara a alguno de los citados, bien por sus tratados, su arquitectura, su ciencia militar o anatómica, su pintura, sus textos, su escultura o, sencillamente, por su infinita audacia y voluntad de traspasar los límites de su oficio, ¿resultarían en galardones discutidos por aquellos contemporáneos que supieron mucho mejor que nosotros que el mundo es polifacético, multipolar y sutil, que está repleto de aspectos intercambiables, y que el saber y el arte es múltiple y amplio e infinitamente imbricado en un continuo que abarca lo opuesto, lo semejante y lo inesperado?

Pero, en fin, para enfocar mejor mi entendimiento sobre el asunto voy a recuperar un viejo párrafo de una carta que escribí, ya hará casi diez años a una persona que me es muy cercana:

« El viejo Dylan... cuánto lo he amado y cuanto lo amo, aún hecho como está un cerdo insolidario, distante, despreciativo y despreciable y endiosado. Cuántas canciones suyas tocaba, cuántos temas traduje y me aprendí, ¡cuántos!, cuánto los disfrutaba y todavía y siempre los disfruto. Cuántas noches he escrito y escribo y reescribo y escribiré oyéndole, con esas letras incomparables, originales, torrenciales, agudas, desafiantes, sorpresivas, evocadoras, amorosas como pocas, agresivas como pocas, absurdas como ninguna, repetidas por unos y otros y mar de fondo de la cultura, y no sólo anglosajona, de la segunda mitad del XX, que no es poco, me digo...

...Recuerdo a Joaquín Sabina que me contaba que NO obtuvo el permiso para incluir en su anterior disco un tema de Dylan (traducido y adaptado y que tenía ya en maqueta prácticamente final y que escuchamos); pero aún disculpándole y tratándole como a Dios sobre la tierra, y reflexionando con amargura que Dylan era tan portentosamente talentoso y sabio y mayor y viejo (tendrá seis o siete años más que él), que cada vez que alguien o él mismo hacían algo que consideraban innovador en el oficio, encontraban que ya lo había hecho él en un tema o en otro, de una u otra forma, una vez o siete y diez, quince o veinte años antes, como si hubiera llegado a su veintena habiendo hecho la carrera de cualquiera a los sesenta, y sacudía la cabeza consumido por la admiración, por la desesperanza y por la pena, no exenta de cierta envidia, me digo, la misma que yo tendría si fuera Sabina, que no es ningún idiota, y al que le constara que en su profesión existe, por suerte o por desgracia, un Dios todopoderoso, inalcanzable distante y omnisciente que empezó de sargento a los catorce y ya a los dieciocho era capitán general, antes de alcanzar definitivamente la divinidad a los veinticuatro, como lo atestigua el que dos generaciones después, y según van cumpliendo los dieciséis, a tantos –todavía y nuevamente– se les siga abriendo igualmente la boca, y con razón, para seguir proclamando su religión sobre la tierra. Y finalmente, como tantos, también le odiarán y harán muy bien, porque también lo merece por bastantes cosas, pero sus canciones las entienden y las cantan y las seguirán cantando los hoy recién nacidos cuando lleguen a sus dieciséis. »

–Dylan es abrumador–, sigo recordando ahora aquella conversación. –Cualquier cosa que se te ocurra o que quieras explorar, Dylan ya la ha hecho antes, se te ocurre algo que te parece nuevo y original, te pones a mirar y... ¡ya lo hizo Dylan!, da lo mismo un bolero que un espiritual, una pieza con olor a jazz que un corrido mejicano, un tema orquestal que otro de sintetizador, lo que te dé la gana pensar. ¿El rap?, ya hizo Dylan rap veinte años antes del rap, lo que quieras ponerte a hacer ya lo ha hecho Dylan antes... y ya está, no hay más que rascar. Él lo ha hecho antes, lo ha hecho gloriosamente bien y encima... la letra... ¡qué letras!, si es que pone hasta de mala leche lo acojonantes que son, y no es sólo que haya escrito docenas de temas aplastantes, es que cualquiera que tome un tema de Dylan encuentra un potencial asombroso para trabajar, de ahí las versiones impresionantes que se han hecho de tantos temas suyos.–

Y poco me quedaría por añadir, además de suscribirlo y recordarlo como mejor puedo, sólo mi impresión personal de que con lo que Dylan haya tirado a la basura, se obtendría una obra aseada para una docena amplia de cantautores de primera.

En resumen, hoy, un gran músico, que es además y evidentemente un hombre de letras, y nunca mejor dicho, ve discutido su derecho a un premio literario por la desgracia adicional de ser músico.  ¡Ah, vaya, los cómicos! Pero los autores teatrales también han recibido sus premios Nobel, el recientemente fallecido Dario Fo, sin ir más lejos, o hasta aquel –inconcebible– otorgado a Echegaray, y no a Unamuno o Valle Inclán, por ejemplo, y ya puestos a discrepar.

Y sí, claro, ¿por qué no podría habérsele dado este Nobel a Leonard Cohen, como muchos protestan hoy, que además de su comparable valía poética cumple el requisito adicional de tener casi un pie en la tumba, y ya puestos a tirarse a las aguas de lo multicreativo el simpático comité sueco? Pero lo tengo igualmente claro. Amo a Cohen, me ha acompañado toda mi vida adulta y lo oigo continuadamente, muchos días al año, muchas veces, mucho, en resumen, lo mismo que podría decir de Dylan. Años de saberme sus obras de memoria. Pero Dylan tiene un punto más, una marcha más, un comodín más, un más que es algo inefable y que malamente puede expresarse. Es pequeña diferencia, pero la hay. Reunido en deliberación conmigo mismo y para entregarle el Nobel, primero a Dylan, el siguiente Cohen.

Sólo añadir que yo estaría hoy igual de acuerdo con el tipo de premiado y con lo que se pretende premiar en este caso y con la idea de una apertura a otras actividades literarias, llamémoslas ‘extendidas’, que las hay, y porque Dylan –o Leonard Cohen que fuera el agraciado–, resultan dos poetas indiscutibles además de dos excelentes músicos, o cantautores o lo que se prefiera, pero dos hombres, independientemente de a cuál le hubiera caído el Nobel, que resultarían igualmente señalados por los puristas por el terrible pecado, por lo que parece, de hacer más de una cosa extraordinariamente bien.

Y es que si hacer una cosa bien ya resulta del todo intolerable... dos, no digamos. –Si cantas, no escribas y si escribes, no cantes, ¡pretencioso, abusón!–, parece que fueran aconsejándole al señor Zimmerman. Porque... ¿qué clase de mierda es la genialidad frente al nefando pecado del intrusismo?

Pero hasta en esto Dylan, una vez más, se ha adelantado a todos, con su cara de chivo y con su voz de grajo, y sin carné de escritor o de periodista. Que será lo que de verdad duele.


domingo, 26 de junio de 2016

26-J. Reflexiones para una jornada de reflexión.

Caería casi en la tentación de afirmar que, de un tiempo a esta parte, la población, en Europa pero también en USA, está empezando a votar, en lo sustancial, lo contrario de lo que le pide la mayoría tradicional de su clase política. Es decir, vota a la contra y mirando más el que sea efectivamente a la contra que cuánto le pueda convenir o no, y vista la conveniencia según no pocos poderes la predican, para que no se le lleve la contraria y tratando a los pueblos como si fueran asambleas de cretinos o de lactantes.

Esto, naturalmente, tiene que tener una explicación, porque no puede ser que pueblos modernos, formados, con buenos niveles de educación, de hábitos y costumbres, civilizados, relativamente ricos y ya avezados por largas décadas de uso (o siglos, en el caso británico) a qué es y a cómo funciona la democracia, den, de pronto y al unísono, buenas mayorías de ellos en hacer lo contrario de lo que se les pide o, más bien, casi se les exige. ¿Se han vuelto todos locos? No lo creo. No los invade nadie que se sepa, no sufren una peste, no acontecieron maremotos. ¿Qué les pasa entonces?

Y sobre cuánto les convenga o no lo que voten, que dejo expresado arriba, también puede resultar que esa coral a tutti de los poderes económicos y financieros en proclamar lo que conviene a las ciudadanías y lo que no, y en añadir que ciertas poblaciones se comportan como congregaciones de imbéciles cuando votan lo contrario de lo que esos mismos poderes dan por bueno, sea precisamente el factor más contraproducente y el que de verdad va empujando a esta rebelión de los corderos.

Porque tal vez lo que esté a punto de ocurrir es que los pueblos empiecen a cuestionarse seriamente si ese axioma neoliberal que sostiene que lo que conviene a sus industriales y financieros, en los términos y relaciones actualmente planteados, es también lo que les conviene a las poblaciones. Y de ahí que, en asuntos como el brexit, cosa esta en sustancia parecida a la caída del muro de Berlín, o a la conversión del comunismo chino al capitalismo de estado, es decir, asuntos fundacionales y precursores de otros, se vengan leyendo estos días auténticas barbaridades, antidemocráticas unas, y otras, verdaderos manifiestos de ignorancia y tergiversación.

Ignorancia o voluntad de meter la cabeza bajo tierra, eso ya averígüese, pero que en sustancia llevan a lo mismo, a equivocarse. Porque leer, como hoy, en varios medios de aquí y de allá que los “viejos” británicos le han cerrado el camino a los jóvenes, a mí me parece un paradigma de análisis torcido, errado y empastelado con principios de la mayor mala fe. Y no escatimando tal iniquidad, el primero de ellos, nuestro Felipe González, hoy, en el diario El País.

Porque bien se podría pensar también que los “viejos” británicos, conocedores de lo que era un estado social, protector, rico y próspero, armado industrial y económicamente, pero también cívica, social y sindicalmente, es decir, cuanto les permitió llevar una vida relativamente fructífera, hayan mirado a su alrededor y concluido que ese paisaje que se va desvelando y el futuro que ese camino mismo promete –futuro de sus hijos y nietos, pues del propio cualquier viejo sabe que le queda poco– no sea el deseable, y que hayan obrado en consecuencia.

Y cabiendo añadir, por supuesto, que de no pocas cosas los viejos saben más que los jóvenes. No tendrán su fuerza y energía, pero cómo negarles la experiencia y el saber acumulado. Máxime cuando padres y abuelos seguramente vivieron mejores tiempos en todo sentido, y no sólo biológico, se entiende, lo cual, en sí, ya contradice el viejo axioma de que las mejoras y la prosperidad tienden a aumentar con cada generación, no a disminuir. Luego, si disminuyen, y quién podría negarlo hoy en día, y no solo durante una generación sino dos, como es el caso, y sin mediar conflicto bélico o catástrofes, algo muy grave pueden concluir que ocurre muchos votantes, y parecerles muy necesario hacer lo posible para invertir tan descarriado camino. Y esto, quien no vivió mejores tiempos, es decir, el joven, no lo sabe, pero el viejo, sí, y obra en consecuencia.

Y puede ocurrir también que, agotada y desengañada buena parte de la población por cuarenta años de retrocesos sociales, a los que han contribuido en parecida medida las izquierdas, no sólo las derechas o, en el caso inglés, ese descafeinado laborismo actual casi tanto como el partido conservador, haya decidido un voto de castigo, uno más de los muchos que se van produciendo en Europa.

Pero, claro, el voto de castigo puede expresarse no en no votar, que es el pataleo del idiota, sino en todo lo contrario, en hacerlo en masa –en ese referéndum del brexit, hasta el 83% de los británicos, guarismo nada despreciable– y en ir a otorgar su voto a quien consideran que no está manchado por los pecados anteriores. Y esto sin atender a mucho más, porque después de décadas de votar a unos u otros con el mismo resultado, el de empeorar y empobrecerse, bien se puede acabar votando al supuesto diablo intencionadamente antes que quedarse en casa y dejarse morir de inanición o de inacción. Y, para demostrar que mucho puede haber de esto, nada como el desconcierto del ganador, Nigel Farage, un vulgar trilero, que no tiene ni la más remota idea de cómo gestionar el éxito de un voto que le ha caído de rebote, que no le pertenece y que a buen seguro dilapidará, por cierto.

Pero ocurre, para tratar de entender, que los británicos son el pueblo de Europa que más ha sufrido el neoliberalismo extremo, ese que ha generado paro, caídas de sueldos, ha vaciado los centros industriales, ha ido desmantelando el estado del bienestar y ha privatizado hasta la última brizna de cada green, para descubrir ahora que “su” British Railway, “su” Royal Mail y demás, las muy sustanciosas joyas de su prestigiosa corona, están en paradero desconocido o alojadas en bolsillos ajenos, malvendidas a vulgares gánsteres y que ya no funcionan, o que parecen las de un país colonial de los que los británicos poseían antaño y no las dignas de una metrópoli ni de lo que fueron. Es decir, sus bienes como ciudadanos y como nación se los han sacado del bolsillo y sus actuales propietarios los malversan y dilapidan a su exclusivo beneficio. Y bien lo saben ellos porque fueron los malhadados inventores de este juego o estafa piramidal con diez ganadores y decenas de millones de perdedores, en el cual nos metieron a todos, eso sí, con nuestra aquiescencia.

Porque aquel binomio infernal Reagan-Thatcher sembró aquellos polvos que trajeron estos lodos, y ahora, generada la masa crítica de descontento, la población británica ha llegado al punto de considerarse dueña de pagarlo con la UE o con su propio conglomerado financiero, esa City que al personal de a pie de tan poco le vale y menos le reparte o, por supuesto, también con sus partidos políticos, a los que con total justicia hoy consideran los principales responsable de haberlos llevado a ese estado de cosas. Y esto no es un hablar por hablar, baste considerar que los británicos han votado su salida en contra del criterio y la petición de voto de sus dos principales partidos que sumaban juntos, tradicionalmente, más del 80% de los sufragios.

Bien puede una población equivocarse de cabo a rabo en sus decisiones, es cierto, pero también lo es que llevaba décadas votando de buena fe a opciones que sólo sirvieron a la larga para beneficio espurio de terceros, que no para el propio. Pero a quien no puede perdonársele de ninguna manera la jugada es a quienes instaron tales opciones, es decir, a los demasiados políticos que, mediatizados por la economía financiera –por no escribir vendidos, que tan decimonónico sonaría–, hubieran debido mirar por el bien de la población, de toda ella, se entiende, no exclusivamente por el de una parte pequeña pero privilegiada de la misma, y siendo esto lo que con toda exactitud caracteriza los indeseables resultados a los que tales políticas llevaron en tantos países desarrollados.

Naturalmente, este discurso admite su simple y llana extensión al resto de Europa, para nada exenta de pecado. Nadie en sus cabales, tampoco, puede pensar que los franceses, de martes a jueves, se hayan vuelto buena parte de ellos neofascistas y por ello voten a la señora Le Pen. O que los italianos, pueblo fino en política donde los haya, se hayan lanzado en masa a votar por las huestes de un cómico indocumentado. ¿No será que la quemazón de votar cuarenta años a quienes no cumplieron con las funciones para las que se les eligió está llevando a la lisa y llana desesperación de tener que dar esos votos –el verdadero capital de las poblaciones y el único que, por ahora, todavía no se les ha robado– a cualesquiera “otros”, a esos que ahora se tilda de populistas, neofascistas o de extrema izquierda, pero sin querer nunca reconocer y conceder que hasta ahora los votos se le habían venido otorgando, sin aparato crítico alguno, a quienes, con su calamitoso hacer, se demostraron como los partidarios y fautores de una creciente pobreza, injusticia y desigualdad?

Y como los efectos de contagio y castigo, como los de las epidemias, no se sabe bien ni dónde ni cómo empiezan, y cuando se dejan ver suele ser ya demasiado tarde, pues corren como la pólvora, tal vez nos hayamos encontrado en esta semana milagrosa del brexit y del triunfo de los “grillinos” en Roma –¡20 puntos de ventaja sobre el candidato del PDI!– y a saber con cuáles sorpresas tal vez hoy mismo, aquí, en España, con que se haya activado de manera simultánea en tres grandes países, sin olvidar las masivas protestas francesas contra un gobierno socialista que aplica los remedios de la derecha, (¿nos suena?) la espoleta iniciadora de un proceso que lleve a un pensar diferente sobre tantas cuestiones fundamentales. Y no sólo a un pensar, se entiende, sino a empezar a actuar de una vez por todas.

Lejos de mí el no ser europeísta, lo fui desde la lactancia, pues me lo inculcó mi madre en una época en la que pensar eso, en España, superaba la categoría de extravagancia, pero esta Europa que los ingleses rechazaron por razones que tienen su peso y su justificación, tampoco es la Europa con la que yo, como tantos otros millones de europeos, seguramente una buena mayoría, soñábamos. En consecuencia, se puede fantasear tanto con reformarla desde dentro como en mandarla, y mandarse de paso a uno mismo, a paseo, tal que han hecho los británicos. Y la figura del brexit hoy bien pudiera ser como esa vieja e infalible escena del cine cómico del que le quiere soltar un sopapo a otro, falla y se atiza a sí mismo tremendísimo golpe en el pecho o estrella su mano contra la pared.

Pero no, no es un asunto cómico y los ingleses no están locos, sino hartos. Buena parte de las poblaciones en el Reino Unido y en la UE están desesperadas, se sienten abandonadan por su dirigentes, ordeñadas, explotadas y, además, vilipendiadas. Se ven como ganado en un establo y no como seres humanos. Y se las culpabiliza, por añadidura, de hacer mal todo aquello que hacían bien hasta hace pocas décadas.

El paro es hoy culpa del trabajador. El salario justo es carga insufrible para las empresas, no digamos ya las cuotas sociales. Estudiar dos carreras no es suficiente para poder trabajar, el longevo es culpable de cobrar su pensión y de su longevidad misma, el inválido, de percibir sus ayudas, el enfermo, de enfermar y de tener que ser cuidado y curado, la madre, de rendir menos en el trabajo por el mero hecho de tener hijos, el que aprobó sus oposiciones es culpable de tener un trabajo fijo, en lugar de uno basura o flexible o parcial, tan conveniente para todos. El funcionario es un vago y un absentista, el profesor, un inútil y una fuente de gasto, no de sabiduría, el obrero industrial, un residuo de otra época y el sindicalista, un peligro social y un resentido. El empleado con mucha antigüedad ya no es una persona con gran experiencia y profundo conocimiento de su empresa, es una rémora anquilosada y por eso se prejubila en consecuencia, a sus poco más de cincuenta años, a agotados y acabados empleados de banca o de seguros, pagando parte de sus emolumentos el estado y contratando las empresas para sustituirlos a esclavos bisoños que realicen su trabajo por la mitad de dinero. Y todo ello se aplaude como buena y deseable praxis, y a esto se añade el casi unamuniano principio, hoy sagrado grial de la modernidad, del ¡que fabriquen ellos! Que fabriquen con sus esclavos, referido a todos los países del tercer mundo, que nosotros nos beneficiaremos de ello. Pero… ¿quiénes se han beneficiado? ¿Los que perdieron sus trabajos? ¿Los que cobran la mitad? Y así nos fue. Pero los pueblos, tras décadas de ignorarlo, empiezan a saberlo y a actuar en consecuencia.

Este es el paisaje de fondo, hoy, en Europa o en el llamado mundo occidental. Este es el conjunto de valores que se ha transmitido incesantemente a la juventud, junto a la conveniencia, no de que traten de arreglar sus problemas in situ, sino la de largarse fuera, cuanto antes mejor, si las cosas no discurren en sus países como deben. Y quienes transmitieron estos mensajes demenciales no son precisamente los intelectos más afinados y respetados, las autoridades morales verdaderas que en cada lugar pueda haber, sino los empresarios, los mercaderes y los financieros que fueron y siguen siendo los primeros en escabullirse de toda clase de compromisos con las sociedades que los alimentan y les consienten su cada vez más privilegiada pero insensata forma de actuar.

John Carlin, quemado y desesperado por la decisión de sus compatriotas, decía hoy en El País, como conclusión de un asimismo desesperado artículo, tras afirmar que sus compatriotas se habían vuelto locos: Si el mundo no aprende de estas lecciones quizá llegue el día en el que tengamos que replantearnos la idea de que la democracia es el sistema político menos malo que ha inventado la humanidad. Mi padre, que combatió en la RAF de 1939 a 1945, decía con frecuencia algo que recuerdo mucho estos días: que el mejor sistema de gobierno era la autocracia moderada por el asesinato. Siempre pensé que era una locura y que lo decía en broma. Ya no estoy tan seguro.

Si una persona reputada por su mesura, ante este segundo y aun más fuerte revés recibido por la economía ultraliberal tras la caída de Lehman Brothers, un revés -como escribí arriba- fundacional, es capaz de descreer de la democracia misma y de casi dar por bueno el asesinato, bien se puede entender el nivel de contaminación intelectual absoluta al que el sojuzgamiento a los criterios de “lo financiero” ha sido capaz de llevar a las sociedades actuales.

Pero descanse, Mister Carlin. Sus compatriotas no se han vuelto locos, ni los franceses en las barricadas de París –las de hoy, no las de la Comuna o del Mayo del 68–, ni los griegos tratados como una posesión colonial, ni los seguidores del M5S en Italia son una compañía de chiflados, ni el 15M en España y sus posterior desarrollo político, que hoy pasará su reválida en las urnas, está formado por una banda de anarquistas antisociales, zafios y vengativos y desconocedores absolutos todos ellos de qué es lo que les conviene. Y, por supuesto, tampoco ninguno de ellos ha escrito en ningún medio palabras que justifiquen el asesinato, lo cual, por cierto, fuera de cuatro panfletos, no había visto todavía en ningún periódico serio en España desde hace decenas de años. Así que, lo que realmente no sé es si ha enloquecido el señor Carlin, el director de El País, o ambos.


Tómese varias pintas de tila el caballero y considere que quizás también pueda existir vida inteligente y hasta criterio humanitario fuera del ultraliberalismo.

lunes, 20 de junio de 2016

PSOE. La conjura de los necios.

Vive estos días el señor Pedro Sánchez sus últimas horas como autoridad al mando de su parcialidad. En realidad, es un cadáver político y el protagonista –figurado, se entiende– de la crónica de una muerte anunciada, pero hay que reconocerle que lo escenifica con un desparpajo digno de mejor fortuna. Besa niños, viejas e inválidos por esos mítines con la mayor profesionalidad, niega el día cuando es de día y lo proclama cuando es de noche, anuncia simplezas como descubre Mediterráneos, cuenta verdades y mentiras con la misma ligereza y promete cada cosa y su contraria igual que en sus mejores días y en los que lo fueron de sus ancestros. Circula en apariencia ajeno a todo aquello que se le viene encima y proclama mañana, tarde y noche su victoria como aquellos vinilos de mi juventud cuando se les enganchaba la aguja en un fraseo para no volver a salir de él hasta la intervención de la mano del hombre.

Mano del hombre que, en su caso, tal vez sea la de la mujer, una tal Susana, dicho sea de paso. Pero lo innegable es que en la noche electoral lo más probable con mucho es que lo veamos anunciando su propio suicidio, por el que sólo verterán una lágrima los miembros de su círculo más próximo, más que nada porque en cualquier partido civilizado la viuda y las concubinas van al hoyo como séquito de su fallecido señor, para seguir sirviéndolo en el más allá. Séquito, por lo demás, tan responsable como él y cómplice necesario del indigno espectáculo de pamplinas cómico-taurinas que para escarnio de próximos y extraños llevan representando hace ya muchos meses por esos cosos y parlamentos de Dios.

Y aún se nos hurtarán como espectadores de la fiesta o de la tragedia, según cada cual prefiera, los brindis de todos aquellos “compañeros” suyos que tan fácil le han hecho la vida, indicándole cada día que no puede llevar corbata, americana, pulsera, reloj, teléfono, pantalones, calzones, capucha, paraguas, bañador, zapatos, camisa, camiseta, guerrera, impermeable o toalla, pero que tiene que comparecer vestido siempre impecable y con lo adecuado para cada ocasión. Ten amigos...

Pero cabe también que, con la misma falta de gallardía personal por cuya causa no se atrevió a ejercer las prerrogativas del cargo para el que lo eligieron, el de Secretario General del PSOE, es decir, mandar según su criterio y amenazando, como mínimo, con su dimisión en el caso de no dejarle las manos libres, se niegue a subir él solo los escalones del ara de sacrificios y monte entonces otro nuevo número en el patíbulo, como aquellos condenados de antaño –con razón o sin ella– que habían de ser arrastrados por los sobacos hasta atarlos al poste del cadalso, teniendo que gritar los teatinos sus oraciones a voz en cuello para cubrir los gritos del reo, incapaz de una última dignidad incluso en ese trance postrero.

Es decir, queda aún la incógnita de si sabrá marcharse con un acto de respeto a sí mismo, o incluso de desprecio hacia quienes lo pusieron en tan imposible situación, o si esperará vergonzosamente el despido como si fuera la cajera de un híper, es decir, a capricho del mandocantano de recursos humanos de su curro y para cuándo y cómo éste lo disponga.

Pues tal es el verdadero problema de fondo y el paradójico nudo, digno de una obra clásica, de este personaje elegido por los suyos a regañadientes para ponerlo en un cargo que, al mismo tiempo, se le prohibió terminantemente ejercer. Y, en lo personal, me ha acabado resultando un personaje más digno de compadecer que merecedor de escarnio, porque, verdaderamente, le han hecho la vida imposible mucho más que a cualquier otro dirigente que me acuda a la memoria.

Sólo el último Adolfo Suárez, en sus meses finales, fue tratado de manera semejante por sus barones y sus pares, pero con una diferencia: no lo disimularon en absoluto. Porque el trato a Sánchez por parte de los suyos ha sido todavía más vergonzante. Se le nombró candidato a la presidencia impidiéndole plantear al mismo tiempo cualquiera de los muchos arreglos necesarios para aspirar a ella, a un lado y a otro, pero proclamando en todo momento su falsa fidelidad a quien trataban como a un títere y su disposición a ayudarlo en todo lo necesario. Un espectáculo verdaderamente oprobioso y una insensatez de un calibre tal que por más vueltas que pueda dársele carece de cualquier explicación racional.

Pero Sánchez ha tragado con todo ello con la disciplina y mansedumbre de un becario de primer semestre y con la fe del carbonero. Tenía encomendada una tarea de Sísifo que los dioses le desmontaban todas las noches, pero sin embargo la acometió con la paciencia y tozudez de un elefante y desde la clara evidencia para cualquiera, y es de imaginar que para él mismo, de que no le conduciría a resultado alguno. Y aun con esas limitaciones ha de reconocérsele que entusiasmo le puso, pero un entusiasmo de recluta en las trincheras, de soldados de esos de: ¡Ea! ¡Yo el primero, mi sargento!, el entusiasmo que más rápido lleva al desastre. Pero los generales, para su suerte, no tienen que dar tales espectáculos, sino jugar sus bazas con la mayor inteligencia posible y algún sentido de la estrategia.

Y no fue el caso. El espectáculo que ha dado el PSOE –y sus generales– durante estos últimos años, y con este dirigente a la cabeza, y si no era dirigente, con la intención de que lo pareciera, lo cual es todavía más imperdonable, pero sólo responsabilidad de Sánchez por la parte de aceptar semejante componenda, pero no el de diseñarla, que es la verdadera culpa, ha sido una de las operaciones o farsas políticas más descacharrantes de las últimas décadas. Porque si no fuera suficiente el derrumbe electoral cosechado estando en la oposición y después de los cuatro pavorosos años de gobierno del PP, no digamos ya el catálogo de artes de lo atrabiliario visto en los procesos de investidura.

Como ese absurdo pacto contra natura con C’s, escenificado para vergüenza de tantos como si fuera el Tratado de Versalles y dando más grima el patético postureo que una tiza chirriando en la pizarra, y que acabó de desnudar a la dirigencia frente a sus votantes... O esa espeluznante negativa a pactar con Podemos por la única vía posible para un acuerdo entre fuerzas relativamente parejas en lo numérico y no poco, siquiera teóricamente, en lo ideológico, como resultó tras el 20-D, es decir, a algo tan sencillo, natural y comprensible para cualquiera como otorgar la Presidencia al más votado de ambos y la Vicepresidencia al segundo. Y el resto de asuntos, es decir, programa y cargos, repartidos de manera igualmente proporcional. 

Sin embargo, no, hubo de tildarse a Podemos de marcianos o de mequetrefes por solicitar lo que era absolutamente lógico, gobernar en coalición proporcionada. Así, no se avino el PSOE a seguir la lógica más elemental y cuyo premio era, ¡nada menos!, que esa bagatela de gobernar, lo que los llevará a la situación en que será más que probable verlos el 26, en una mucho peor desde cualquier punto de vista. Y al 70% de los españoles que no votaron al PP y a todo lo que ello significa, a seguir soportándolo al mando por ahora, y ya veremos si otros dos o tres años más de propina y como regalo para todos cuidadosamente escogido y enviado por tan finos estrategas.

Porque tal proceder, para cualquier votante socialista, es decir, una persona de izquierdas en uno u otro grado y por bajo que este sea, no hay arte de birlibirloque ni trabalenguas de dirigente del PSOE que logre explicárselo, y será la razón primera de un nuevo trasvase de votantes que irá a engrosar a aquellos con los que no quisieron pactar. Y si a ello se le añade la efectiva jugada de la unión de Podemos con Izquierda Unida y otros grupos, se llega a lo que veremos el 26-D, que el partido que rehusó gobernar, el PSOE, ahora se vea invitado a tomar la Vicepresidencia, y gracias.

Vicepresidencia que difícilmente acepten, entrando como consecuencia en un túnel de desconocida longitud y en cuya travesía, y sin ver un gramo de luz, tendrán que cambiar a toda su dirigencia, redefinir su ser, despedir a la mitad de sus cargos intermedios y convencer a lo que les quede de su respetada clientela de que no están locos de atar, extremo este último que será el más difícil. Y todo ello, dando su probable aquiescencia para que gobierne el PP, lo cual generará tomos de inverosímiles explicaciones públicas seguramente condignas de las mejores páginas de la Conjura de los necios, de Wilt o de Las aventuras del bravo soldado Schweik.

Pero, por el momento, sentémonos a disfrutar del referéndum británico, tres días antes de nuestras elecciones, y con esa no imposible salida de Gran Bretaña, tan segura generadora, de darse el caso, del miedo más atroz en unos como del envalentonamiento de otros, siendo igualmente probables las dos opciones. La de engrosar el voto del miedo y la de estimular el voto del chulo... porque muchos se dirán, no sin razón: si los británicos pueden, nosotros podemos más, porque yo zoy ezpañó, ezpañó... ¡cazi na! Es decir, Podemos o no Podemos para cualquier simple. Sí, no lo duden, el espectáculo merecerá ser disfrutado.

Pero, sobre todo, no se pierdan el suicidio en directo de Sánchez o su ejecución en posterior auto de fe ad hoc, en medio de la asamblea de fariseos. Acto de seguro privado, pero que disfrutaremos en público, porque si no lo filtra el fariseo seis, lo filtrará el fariseo dieciséis.  Pero cualquiera de ambas celebraciones será bien edificante y yo sugeriría poner a los niños a verlo y darle ese día una galletita de más a la mascota. No todos los años se hace el hara-kiri un partido con 130 años de antigüedad, aparece un cometa, se alinean los astros o toca Paul Simon su ultra cálida Martin en España, créanme.

domingo, 5 de junio de 2016

PSOE. Los crisantemos para el que se los trabaja.

En tres semanas, el PSOE tal vez se enfrentará a su némesis. Después de tres años de campañas electorales, o cuatro y medio si se cuenta desde las elecciones de 2011, o doce largos desde la primera victoria de Zapatero, se ha dibujado una trayectoria para este partido cuyo gráfico, de ser analizado por cualquier matemático o economista, dice más que miles de artículos, de tomos impresos, de construcciones teóricas emitidas por ellos mismos, y esto puestos a llamar construcción a cualquier ensamblaje realizado a base de acumular materiales de derribo.

Ha pasado de ser el partido que lideraba España a ser el partido de oposición y ahora se encuentra a un paso de ser el partido de oposición al partido de oposición. Y en su futuro, más que ninguna otra cosa parecen vislumbrarse esas mismas sombras oscuras de aquel fallecido PASOK de los Papandreu o del PS italiano, sarcófagos estrenados en un pasado de apenas pocos lustros, pero que hoy parecen milenios. Alguna explicación tendrá que haber para explicar el fenómeno en un país que, a despecho de su propia ley electoral, e incluso de quien lo gobierne, resulta estar casi siempre escorado algo más a su izquierda, que no a su derecha.

Y la única que soy capaz de encontrarle no es otra que el propio y continuado esfuerzo del PSOE en abandonar la socialdemocracia o, simplemente, el socialismo, es decir, su esencia. Renunció a su siempre tibio marxismo, pero lo dijo y le valió un primer desgarro, renunció a su postura anti OTAN, lo dijo y le valió otro mayor, desmanteló parte de la infraestructura industrial española –obsoleta, sin duda– y también lo predicó y justificó. Y esa vez, ya menos votantes los siguieron en aquel aventurado planteamiento, bien dudoso ya entonces y como el futuro demostró luego, porque en el fondo más valía industria de segunda, pero industria, que industria ninguna, y porque tal decisión engendró este fenómeno del paro endémico del que incluso el franquismo logró quedar exento.

Sucesivamente y con otra larga serie de decisiones se entregó finalmente en cuerpo y seguramente alma también, al dios mercado, es decir, a los postulados del adversario de los que no renunció a admitir casi ninguno y entregando así, por ejemplo, la gestión del territorio a los ayuntamientos o accediendo a la enajenación de los bienes públicos, convirtiéndose, de paso, en corresponsable de la burbuja especulativa o la de la bancarización de la sociedad y, para santificar aun más este matrimonio contra natura, modificó la Constitución de acuerdo con el PP y a resultas del mandato de Frau Merkel y sus landsquenetes.

Y esto también lo dijo, porque es obvio que no existía manera de no decirlo, y ahí ya sí se dejó, no jirones, sino la mitad larga de los miembros y órganos de su ser cada vez más incoherente. E infinitos votantes, claro. Finalmente, ha renunciado por completo a la socialdemocracia, pero esta vez no sólo ya no lo proclama, sino que afirma lo contrario, evidentemente en falso, aunque para este último viaje ya no necesita alforjas ni ayudas para transitar el sendero de la confusión. El socialdemócrata que guste de dejar de serlo tiene antiguas y bien acrisoladas opciones para votar sin tener que partirse la espalda con estos ejercicios de saltimbanquis ideológicos y el que quiera seguir siéndolo también tiene otras opciones dónde escoger. Casi cualquier lugar sirve, menos seguir colgado en ese limbo de desnortadas contradicciones.

Porque vaya y pase con que nadie que sea de derechas admita fácilmente el serlo, validando mi aforismo de que quien proclama que no sabe si es de derechas o de izquierdas es de derechas: lo sea o no, vota a derechas y en su derecho está de hacerlo, obviamente. Pero venir ahora a solicitar este PSOE que se sigue proclamando de izquierdas, aunque sus hechos lo desmientan, que a las derechas se les permita gobernar, pudiendo evitarlo, y porque todo ello, para mas inri, sería lo mejor para esa izquierda que dicen ser, es algo a lo que se le llama hacer comulgar al paisanaje con ruedas de molino o, más finamente, poner al personal, al suyo, al más adicto y fiel, mirando a Teruel. Hombre, don Pedro, suprima usted el pan, bien porque se lo manden, bien porque le parezca la única salida y si es que de verdad sigue creyendo que no hay otra, pero encima no nos llame tontos, dándole la vuelta al refrán y a cuanto no hay que dársela. Máxime porque el PSOE, de toda la vida, se suponía contratado, en virtud del sentimiento mayoritario de sus votantes, para darle la vuelta a la tortilla. Pero si no saben o si renuncian a hacerlo, y buena prueba han dado de ello, sus votantes le pedirán a otros que, siquiera, lo intenten. Y no veo muy bien qué otra contestación podrían esperar.

Lo más curioso de todo esto es el esfuerzo de un partido empeñado en la hercúlea labor de desdecir siempre a sus votantes, una y otra vez, con repetida insistencia, armados sus miembros principales de cualquier argumento torticero que venga al hilo para hacer de continuo lo contrario de lo que aquellos les demandan y para lo que los votan. Resulta asombroso verlo y, dígase claro, padecerlo. Votantes, por otra parte, los que les queden, con la paciencia de Job y la virtud de los monos orientales, bocas, orejas y ojos tapados, por no decir tapiados o sedados con opiáceos a base de extractos de antiguas y acreditadas virtudes, o principios activos, pero hoy solo presentes en este brebaje ideológico  en dosis tan ridículas y miserables, que ríase nadie de las que la homeopatía vierte en sus frasquitos de sedativa agua de colores para consumo de bienintencionados.

De últimas, ese entramado teórico parece transmitir hoy la sensación de haberse entregado al largo sueño de la ancianidad, pero la ancianidad de aquellos ¿afortunados? humanos a los que la vida les concede larguísimos años, de los cuales su tercio último solo es un largo viaje al sopor y la inacción. Y de ello alardean de continuo, de sus ciento treinta años, igual que esos ancianos que reclaman respeto o pasmo por sus deslumbrantes mocedades al familiar o al asistente social que acude a cambiarles el pañal y a llevarles la cuchara a la temblorosa boca. No por eso dejan de ser seres humanos con todos su derechos, obviamente, a excepción de uno nada baladí: el de ser propietarios y actores activos de su futuro. Y visto desde fuera, es a lo que parece ir quedando reducido este PSOE o es la sensación que recibimos parte de su vieja clientela, la de ver al abuelo en silla de ruedas hablando de su porvenir pujante. Es una contradicción que produce angustia. O melancolía, como dicen ahora.

Y lo digo desde la amargura de haber estado debajo de aquel balcón del Ritz –y, la verdad, éramos cuatro gatos, apenas unos pocos miles– con toda la ilusión, y la ignorancia de la juventud, para escuchar, entonces mucho más embelesado que escéptico, al abogado sevillano después de su victoria en las elecciones de 1982, y de haberle comprado también, en su día, su decisión sobre la OTAN, lo cual me costó, como a tantos, la maledicencia de algunos buenos amigos y la mitad de mi alma inmortal, dicho sea de paso. Pero, finalmente, cuando Satán acude cada noche al fondo de tu espejo a exigir también la entrega de la otra mitad, pero a cambio de nada, algunos, muchos, finalmente, nos hacemos la señal de la cruz y le pegamos una patada al pavoroso vidrio. Podría explicarse de muchas otras maneras, pero ya que lo gótico está de moda... 

Así que, después de rota la sagrada alianza, ¿a dónde dirigirá sus ojos el personal despechado? Pues a lo que parece evidente para tantos desencantados, a esa extraña mezcla de Podemos, formada a caballo entre el pasado y el futuro, pero que en nada desmerece, en lo tocante a pasado, al PP o a Ciudadanos. Porque ya tiene bemoles que haya de oírsele al PP, o al mismo PSOE, tachar de antiguos a los conceptos o preceptos ideológicos que hoy puedan manejar al alimón los señores Anguita, Garzón e Iglesias.

Porque anda que serán modernas las concepciones del centro derecha... Venden –y mandan practicar– la esclavitud del XVIII y aconsejan los salarios y la miseria del XIX como expresión de la sacra modernidad del XXI –chaval, gracias a todo ello te puedes comprar un iPhone–, teniéndose que dirigir los mozos a casa de sus padres, si la conservan, a sus treinta y cinco años, porque no tienen la suya propia ni tampoco un trabajo, para comerse allí ese exquisito sandwich de verdades, lechuga, nabo y nada más, repartiéndolo con su pareja, con la que no pueden tener ni hijos, pues el presupuesto no da para caprichos así de disparatados. ¿Esto es la modernidad? ¿Esto es lo que santifica esta socialdemocracia? Lo que es esto es hacer un pan como unas hostias. Con la desgracia añadida de disfrutar de una privilegiada visión cenital sobre el taburete del trilero.

Y si este mejunje, desde la modernidad triunfante, lo vendieran solamente el PP y Ciudadanos, vaya y pase, pues nunca vendieron otra cosa, y su legitimidad tienen, sin duda, para proponer lo que crean, y sus votantes para votarlo. Pero que lo vendan quienes pasaron décadas proclamando justo lo contrario, pero haciendo lo contrario de lo contrario, es decir, lo mismo, llega un momento en que resulta insoportable, intolerable, inasumible. No hay prudencia, ni cordura, ni ánimo de concordancia, que son virtudes, que aguanten tanta prudencia, ¿cordura? y ánimo de concordancia, pero que nunca sirven para imponer también algunos puntos de vista propios, y así hay que tomar por naturales y buenos tantos dos pasos atrás por cada uno adelante, tanta cautela, tanto miedo, tanto sentir, pensar y actuar desnatado, tanta falta de proyecto propio para el futuro y tanta aquiescencia con los triunfantes desmanteladores de la vida social, civil y económica.

Ni siquiera esta honda cultura de lo light, lo lelo y lo lolailo puede bregar con esto. Tal vez pueda soportarlo, malamente, una persona de mi edad, hecha a las servidumbres y los golpes de la existencia, pero ¿un joven? ¿Puede un joven seguir a estas estantiguas? ¿Se le puede contar a un joven que el hambre es lo legítimo, que de su paro él es el único culpable? Gracias pueden dar unos y otros ladrones y cobijadores y creadores de ladrones a que los usos de la modernidad sean tan blandos y de que en verdad no existan extremismos por más que se les llene la boca tratando de espantar con ellos. Pero juegan con fuego. Sépanlo.

El PSOE, como el sur de Europa, se desangra y se queda con su leche desnatada, con su mosto de vino, con su trucha de piscifactoría, con su desideología sin alcohol, con su gobernación a la lavanda para quien roba y a la cicuta para el robado, con sus recuerdos de una ilusión, un proyecto y una fuerza aplastados a la sombra de la obesidad de conseguidores, de apparatchiks, de líderes evadidos a paraísos fiscales, de teóricos de segundo de bachiller, hueros de todo sustento ideológico teórico y práctico. El tren del futuro se le está escapando al PSOE porque no salieron de casa para la estación a tiempo. Está preso, como el PP, de los destinos de miles de sus cargos electos, cuyo única aspiración es la de seguir siendo vitaliciamente cargos electos, pensionistas electos, cargos a dedo, cargos del aparato, cargos delegados en otras estructuras de poder y, en consecuencia, obligados a mantener esa vieja política de estrujadores de manos, de besadores de niños, de asustaviejas, de carteles con mensajes sin sustancia, de predicadores del terror y del miedo, de aconsejadores del hambre porque, a su entender, hay cosas peores. ¿Cuáles cosas hay peores que el hambre? ¿Afear a un ladrón? ¿Expropiar a quien se lo merezca? ¿Sancionar draconianamente a los malversadores de lo público? ¿Proclamar que la enajenación de lo público, lo de todos, acumulado con siglos de lucha, esfuerzo y privaciones, es siempre una acción indeseable que sólo podría ser justificada en casos absolutamente excepcionales y, por lo tanto, obrar en consecuencia, proscribiéndola? ¿Todo esto es peor que la miseria? ¿A qué clase de locos mantenemos?

La pérdida del compás ético ha resultado, sin duda, lo peor de esta modernidad que se mira en un espejo a imitar de una antigüedad provecta y vergonzosa. ¿De qué sirven los milagros de la ciencia, la inventiva prodigiosa, el conocimiento de infinitos detalles de la naturaleza y la capacidad misma de proporcionar larga vida a la ciudadanía, si esta larga vida es un largo robo, una larga estafa, una larga agonía que, en España, se explica meridianamente con que un 30% de su población se vea hoy reducido a la pobreza y el 50% de sus jóvenes no tenga trabajo, más el escarnio adicional de contemplar cómo los peores elementos de esta sociedad disfrutan de los frutos de su expolio legalizado y de su permanente hacer antisocial y antisolidario?

Alinearse con el estado de cosas que ha permitido llegar a esto, por acción, por omisión o por ambas es el defecto capital de un PSOE, hoy sin norte, sin programa, sin andamiaje ideológico, entregado a los planteamientos del adversario y cómplice necesario de los mismos. Un PSOE tan partidario de desmantelar el estado como aquellos a los que dice oponerse. Tan entregado al neoliberalismo como los neoliberales, a los que podrá reprochárseles cuanto se quiera, pero no negar que se atienen a sus planteamientos ideológicos. Pero el PSOE le añade a todo ello la mentira y el ocultamiento sobre su ejecutoria y sus decisiones. Y esto es lo que lo ha vaciado de votantes y lo que seguirá vaciándolo.

Así, hoy, de últimas, la decisión técnica que tomen sobre si pactan con el PP o con Podemos, con Ciudadanos o con el imperio austrohúngaro dará lo mismo. Dará paso a un interregno cuyo final es su propia desaparición, así dejen gobernar al PP o así pasen por las horcas caudinas de ver a Iglesias presidiendo un gobierno que ellos se negaron a presidir con Iglesias de vicepresidente. Valientes estadistas, finos esgrimidores. Capitanes de las sardinas. No hay nada más huero que la chulería sin causa, ni efecto más patético que ver a un político enterrándose, satisfecho y mentecato, con sus propias paletadas.

El PSOE ha dejado de ser lo que dice ser y ahora tendrá que plegarse a hacer aquello a lo que lo lleven otros, por acción, pactando, o por la falsa omisión de abstenerse. Dejarán de ser un factor decisivo en sí mismos, una máquina de ejercer y controlar el poder. Se lo darán a un tercero o a otro tercero, pero cualquier decisión que vayan a tomar ya no será autónoma ni dictada por la ideología que aducen, sino por las servidumbres de mantener un estatus que ya no merecen, y tampoco podrán ya apelar al sentimiento que, en definitiva, anida también dentro de cada máquina política y en cada persona que vota. Quien no obra conforme a lo que dice ser pierde su propia mismidad amén de su legitimidad y, por más que la política, junto a lo mejor del ser humano, albergue igualmente lo peor de su capacidad de impiedad y maquinación, este largo proceso de tergiversación de su propia identidad parece estar llegando a su fin por el sencillo mecanismo de la liquidación numérica. Podrán seguir diciendo las mismas simplezas y falsedades, pero ya los escucharán cada vez más pocos.

Le han entregado la cartera que contiene el propio sentido del hecho de gobernar a quienes no debían y, por eso mismo, otros les van a robar también la otra cartera. Si eso lo hace cualquier directivo en la más desprestigiada de las empresas va a juicio, pierde la indemnización y se haría el hazmerreír de su gremio. Pero estos no, estos todavía siguen aspirando, después de semejante exhibición, a los placeres añadidos de la puerta giratoria. Pero ya no.

Los tiempos están cambiando y hasta los propios neoliberales se cuestionan a sí mismos. Llegado el día que no queda nadie a quien esquilmar, ¿de qué vives, si no sabes hacer otra cosa? Así que, esta sencilla verdad que ahora llama a la puerta de las multinacionales capaces de producir cien veces por encima de lo que pueden vender, a costa de aspirar hasta el último grano de aliento de las sociedades y el último trozo de material de las entrañas de la madre tierra, está siendo cuestionada por ellas mismas. –Si el cliente muere de hambre porque no pagas al esclavo que, a su vez, es el cliente, ¿qué vas a vender?, ¿de quién cobras? O, dicho de otra forma, ¿y ahora quién será el próximo que se vaya al huerto? ¿Seré yo acaso, Señor?– Pero si esto lo proclama, no Julio Anguita, que se ha hartado de hacerlo, sino Donald Trump, es señal cierta de un cambio de la constelación que nos rige. El ultracapitalismo triunfante, desde el cenit de su triunfo empieza hoy a comprender la dimensión del desierto que ha excavado bajo sus pies y el que esto, por inconcebible que resulte, lo exprese hoy mejor Donald Trump que Pedro Sánchez y el conjunto de lo que éste representa, da la dimensión exacta del gigantesco tamaño del error cometido por las socialdemocracias que renunciaron voluntariamente a su ser y se pasaron al enemigo.

Así que al PSOE lo acompañarán a su ocaso esos viejos que son ahora su principal parcela de votantes, viejos como yo, pero activistas del tercio de la inacción, de los que cada cuatro años quedará un quince por ciento menos. Pero a otros tantos viejos, yo mismo, han dejado de poder influirnos, de engañarnos, en definitiva, porque nos fuimos a votar con la juventud y no seguramente por gusto, sino porque nos echaron ellos mismos y no volveremos nunca mientras ciertos usos persistan. A votar con las muletas, pero con la juventud. Y a jugárnosla, porque también existe una ética del coraje y de los valores.

Y si sale cruz, tendremos lo mismo que teníamos, pero con el consuelo de estar ya hechos a la costumbre. Pero... ¿y el gusto, si saliera cara? ¿Y el todavía mayor de mandarle crisantemos a quien tanto se los ha trabajado?