domingo, 26 de junio de 2016

26-J. Reflexiones para una jornada de reflexión.

Caería casi en la tentación de afirmar que, de un tiempo a esta parte, la población, en Europa pero también en USA, está empezando a votar, en lo sustancial, lo contrario de lo que le pide la mayoría tradicional de su clase política. Es decir, vota a la contra y mirando más el que sea efectivamente a la contra que cuánto le pueda convenir o no, y vista la conveniencia según no pocos poderes la predican, para que no se le lleve la contraria y tratando a los pueblos como si fueran asambleas de cretinos o de lactantes.

Esto, naturalmente, tiene que tener una explicación, porque no puede ser que pueblos modernos, formados, con buenos niveles de educación, de hábitos y costumbres, civilizados, relativamente ricos y ya avezados por largas décadas de uso (o siglos, en el caso británico) a qué es y a cómo funciona la democracia, den, de pronto y al unísono, buenas mayorías de ellos en hacer lo contrario de lo que se les pide o, más bien, casi se les exige. ¿Se han vuelto todos locos? No lo creo. No los invade nadie que se sepa, no sufren una peste, no acontecieron maremotos. ¿Qué les pasa entonces?

Y sobre cuánto les convenga o no lo que voten, que dejo expresado arriba, también puede resultar que esa coral a tutti de los poderes económicos y financieros en proclamar lo que conviene a las ciudadanías y lo que no, y en añadir que ciertas poblaciones se comportan como congregaciones de imbéciles cuando votan lo contrario de lo que esos mismos poderes dan por bueno, sea precisamente el factor más contraproducente y el que de verdad va empujando a esta rebelión de los corderos.

Porque tal vez lo que esté a punto de ocurrir es que los pueblos empiecen a cuestionarse seriamente si ese axioma neoliberal que sostiene que lo que conviene a sus industriales y financieros, en los términos y relaciones actualmente planteados, es también lo que les conviene a las poblaciones. Y de ahí que, en asuntos como el brexit, cosa esta en sustancia parecida a la caída del muro de Berlín, o a la conversión del comunismo chino al capitalismo de estado, es decir, asuntos fundacionales y precursores de otros, se vengan leyendo estos días auténticas barbaridades, antidemocráticas unas, y otras, verdaderos manifiestos de ignorancia y tergiversación.

Ignorancia o voluntad de meter la cabeza bajo tierra, eso ya averígüese, pero que en sustancia llevan a lo mismo, a equivocarse. Porque leer, como hoy, en varios medios de aquí y de allá que los “viejos” británicos le han cerrado el camino a los jóvenes, a mí me parece un paradigma de análisis torcido, errado y empastelado con principios de la mayor mala fe. Y no escatimando tal iniquidad, el primero de ellos, nuestro Felipe González, hoy, en el diario El País.

Porque bien se podría pensar también que los “viejos” británicos, conocedores de lo que era un estado social, protector, rico y próspero, armado industrial y económicamente, pero también cívica, social y sindicalmente, es decir, cuanto les permitió llevar una vida relativamente fructífera, hayan mirado a su alrededor y concluido que ese paisaje que se va desvelando y el futuro que ese camino mismo promete –futuro de sus hijos y nietos, pues del propio cualquier viejo sabe que le queda poco– no sea el deseable, y que hayan obrado en consecuencia.

Y cabiendo añadir, por supuesto, que de no pocas cosas los viejos saben más que los jóvenes. No tendrán su fuerza y energía, pero cómo negarles la experiencia y el saber acumulado. Máxime cuando padres y abuelos seguramente vivieron mejores tiempos en todo sentido, y no sólo biológico, se entiende, lo cual, en sí, ya contradice el viejo axioma de que las mejoras y la prosperidad tienden a aumentar con cada generación, no a disminuir. Luego, si disminuyen, y quién podría negarlo hoy en día, y no solo durante una generación sino dos, como es el caso, y sin mediar conflicto bélico o catástrofes, algo muy grave pueden concluir que ocurre muchos votantes, y parecerles muy necesario hacer lo posible para invertir tan descarriado camino. Y esto, quien no vivió mejores tiempos, es decir, el joven, no lo sabe, pero el viejo, sí, y obra en consecuencia.

Y puede ocurrir también que, agotada y desengañada buena parte de la población por cuarenta años de retrocesos sociales, a los que han contribuido en parecida medida las izquierdas, no sólo las derechas o, en el caso inglés, ese descafeinado laborismo actual casi tanto como el partido conservador, haya decidido un voto de castigo, uno más de los muchos que se van produciendo en Europa.

Pero, claro, el voto de castigo puede expresarse no en no votar, que es el pataleo del idiota, sino en todo lo contrario, en hacerlo en masa –en ese referéndum del brexit, hasta el 83% de los británicos, guarismo nada despreciable– y en ir a otorgar su voto a quien consideran que no está manchado por los pecados anteriores. Y esto sin atender a mucho más, porque después de décadas de votar a unos u otros con el mismo resultado, el de empeorar y empobrecerse, bien se puede acabar votando al supuesto diablo intencionadamente antes que quedarse en casa y dejarse morir de inanición o de inacción. Y, para demostrar que mucho puede haber de esto, nada como el desconcierto del ganador, Nigel Farage, un vulgar trilero, que no tiene ni la más remota idea de cómo gestionar el éxito de un voto que le ha caído de rebote, que no le pertenece y que a buen seguro dilapidará, por cierto.

Pero ocurre, para tratar de entender, que los británicos son el pueblo de Europa que más ha sufrido el neoliberalismo extremo, ese que ha generado paro, caídas de sueldos, ha vaciado los centros industriales, ha ido desmantelando el estado del bienestar y ha privatizado hasta la última brizna de cada green, para descubrir ahora que “su” British Railway, “su” Royal Mail y demás, las muy sustanciosas joyas de su prestigiosa corona, están en paradero desconocido o alojadas en bolsillos ajenos, malvendidas a vulgares gánsteres y que ya no funcionan, o que parecen las de un país colonial de los que los británicos poseían antaño y no las dignas de una metrópoli ni de lo que fueron. Es decir, sus bienes como ciudadanos y como nación se los han sacado del bolsillo y sus actuales propietarios los malversan y dilapidan a su exclusivo beneficio. Y bien lo saben ellos porque fueron los malhadados inventores de este juego o estafa piramidal con diez ganadores y decenas de millones de perdedores, en el cual nos metieron a todos, eso sí, con nuestra aquiescencia.

Porque aquel binomio infernal Reagan-Thatcher sembró aquellos polvos que trajeron estos lodos, y ahora, generada la masa crítica de descontento, la población británica ha llegado al punto de considerarse dueña de pagarlo con la UE o con su propio conglomerado financiero, esa City que al personal de a pie de tan poco le vale y menos le reparte o, por supuesto, también con sus partidos políticos, a los que con total justicia hoy consideran los principales responsable de haberlos llevado a ese estado de cosas. Y esto no es un hablar por hablar, baste considerar que los británicos han votado su salida en contra del criterio y la petición de voto de sus dos principales partidos que sumaban juntos, tradicionalmente, más del 80% de los sufragios.

Bien puede una población equivocarse de cabo a rabo en sus decisiones, es cierto, pero también lo es que llevaba décadas votando de buena fe a opciones que sólo sirvieron a la larga para beneficio espurio de terceros, que no para el propio. Pero a quien no puede perdonársele de ninguna manera la jugada es a quienes instaron tales opciones, es decir, a los demasiados políticos que, mediatizados por la economía financiera –por no escribir vendidos, que tan decimonónico sonaría–, hubieran debido mirar por el bien de la población, de toda ella, se entiende, no exclusivamente por el de una parte pequeña pero privilegiada de la misma, y siendo esto lo que con toda exactitud caracteriza los indeseables resultados a los que tales políticas llevaron en tantos países desarrollados.

Naturalmente, este discurso admite su simple y llana extensión al resto de Europa, para nada exenta de pecado. Nadie en sus cabales, tampoco, puede pensar que los franceses, de martes a jueves, se hayan vuelto buena parte de ellos neofascistas y por ello voten a la señora Le Pen. O que los italianos, pueblo fino en política donde los haya, se hayan lanzado en masa a votar por las huestes de un cómico indocumentado. ¿No será que la quemazón de votar cuarenta años a quienes no cumplieron con las funciones para las que se les eligió está llevando a la lisa y llana desesperación de tener que dar esos votos –el verdadero capital de las poblaciones y el único que, por ahora, todavía no se les ha robado– a cualesquiera “otros”, a esos que ahora se tilda de populistas, neofascistas o de extrema izquierda, pero sin querer nunca reconocer y conceder que hasta ahora los votos se le habían venido otorgando, sin aparato crítico alguno, a quienes, con su calamitoso hacer, se demostraron como los partidarios y fautores de una creciente pobreza, injusticia y desigualdad?

Y como los efectos de contagio y castigo, como los de las epidemias, no se sabe bien ni dónde ni cómo empiezan, y cuando se dejan ver suele ser ya demasiado tarde, pues corren como la pólvora, tal vez nos hayamos encontrado en esta semana milagrosa del brexit y del triunfo de los “grillinos” en Roma –¡20 puntos de ventaja sobre el candidato del PDI!– y a saber con cuáles sorpresas tal vez hoy mismo, aquí, en España, con que se haya activado de manera simultánea en tres grandes países, sin olvidar las masivas protestas francesas contra un gobierno socialista que aplica los remedios de la derecha, (¿nos suena?) la espoleta iniciadora de un proceso que lleve a un pensar diferente sobre tantas cuestiones fundamentales. Y no sólo a un pensar, se entiende, sino a empezar a actuar de una vez por todas.

Lejos de mí el no ser europeísta, lo fui desde la lactancia, pues me lo inculcó mi madre en una época en la que pensar eso, en España, superaba la categoría de extravagancia, pero esta Europa que los ingleses rechazaron por razones que tienen su peso y su justificación, tampoco es la Europa con la que yo, como tantos otros millones de europeos, seguramente una buena mayoría, soñábamos. En consecuencia, se puede fantasear tanto con reformarla desde dentro como en mandarla, y mandarse de paso a uno mismo, a paseo, tal que han hecho los británicos. Y la figura del brexit hoy bien pudiera ser como esa vieja e infalible escena del cine cómico del que le quiere soltar un sopapo a otro, falla y se atiza a sí mismo tremendísimo golpe en el pecho o estrella su mano contra la pared.

Pero no, no es un asunto cómico y los ingleses no están locos, sino hartos. Buena parte de las poblaciones en el Reino Unido y en la UE están desesperadas, se sienten abandonadan por su dirigentes, ordeñadas, explotadas y, además, vilipendiadas. Se ven como ganado en un establo y no como seres humanos. Y se las culpabiliza, por añadidura, de hacer mal todo aquello que hacían bien hasta hace pocas décadas.

El paro es hoy culpa del trabajador. El salario justo es carga insufrible para las empresas, no digamos ya las cuotas sociales. Estudiar dos carreras no es suficiente para poder trabajar, el longevo es culpable de cobrar su pensión y de su longevidad misma, el inválido, de percibir sus ayudas, el enfermo, de enfermar y de tener que ser cuidado y curado, la madre, de rendir menos en el trabajo por el mero hecho de tener hijos, el que aprobó sus oposiciones es culpable de tener un trabajo fijo, en lugar de uno basura o flexible o parcial, tan conveniente para todos. El funcionario es un vago y un absentista, el profesor, un inútil y una fuente de gasto, no de sabiduría, el obrero industrial, un residuo de otra época y el sindicalista, un peligro social y un resentido. El empleado con mucha antigüedad ya no es una persona con gran experiencia y profundo conocimiento de su empresa, es una rémora anquilosada y por eso se prejubila en consecuencia, a sus poco más de cincuenta años, a agotados y acabados empleados de banca o de seguros, pagando parte de sus emolumentos el estado y contratando las empresas para sustituirlos a esclavos bisoños que realicen su trabajo por la mitad de dinero. Y todo ello se aplaude como buena y deseable praxis, y a esto se añade el casi unamuniano principio, hoy sagrado grial de la modernidad, del ¡que fabriquen ellos! Que fabriquen con sus esclavos, referido a todos los países del tercer mundo, que nosotros nos beneficiaremos de ello. Pero… ¿quiénes se han beneficiado? ¿Los que perdieron sus trabajos? ¿Los que cobran la mitad? Y así nos fue. Pero los pueblos, tras décadas de ignorarlo, empiezan a saberlo y a actuar en consecuencia.

Este es el paisaje de fondo, hoy, en Europa o en el llamado mundo occidental. Este es el conjunto de valores que se ha transmitido incesantemente a la juventud, junto a la conveniencia, no de que traten de arreglar sus problemas in situ, sino la de largarse fuera, cuanto antes mejor, si las cosas no discurren en sus países como deben. Y quienes transmitieron estos mensajes demenciales no son precisamente los intelectos más afinados y respetados, las autoridades morales verdaderas que en cada lugar pueda haber, sino los empresarios, los mercaderes y los financieros que fueron y siguen siendo los primeros en escabullirse de toda clase de compromisos con las sociedades que los alimentan y les consienten su cada vez más privilegiada pero insensata forma de actuar.

John Carlin, quemado y desesperado por la decisión de sus compatriotas, decía hoy en El País, como conclusión de un asimismo desesperado artículo, tras afirmar que sus compatriotas se habían vuelto locos: Si el mundo no aprende de estas lecciones quizá llegue el día en el que tengamos que replantearnos la idea de que la democracia es el sistema político menos malo que ha inventado la humanidad. Mi padre, que combatió en la RAF de 1939 a 1945, decía con frecuencia algo que recuerdo mucho estos días: que el mejor sistema de gobierno era la autocracia moderada por el asesinato. Siempre pensé que era una locura y que lo decía en broma. Ya no estoy tan seguro.

Si una persona reputada por su mesura, ante este segundo y aun más fuerte revés recibido por la economía ultraliberal tras la caída de Lehman Brothers, un revés -como escribí arriba- fundacional, es capaz de descreer de la democracia misma y de casi dar por bueno el asesinato, bien se puede entender el nivel de contaminación intelectual absoluta al que el sojuzgamiento a los criterios de “lo financiero” ha sido capaz de llevar a las sociedades actuales.

Pero descanse, Mister Carlin. Sus compatriotas no se han vuelto locos, ni los franceses en las barricadas de París –las de hoy, no las de la Comuna o del Mayo del 68–, ni los griegos tratados como una posesión colonial, ni los seguidores del M5S en Italia son una compañía de chiflados, ni el 15M en España y sus posterior desarrollo político, que hoy pasará su reválida en las urnas, está formado por una banda de anarquistas antisociales, zafios y vengativos y desconocedores absolutos todos ellos de qué es lo que les conviene. Y, por supuesto, tampoco ninguno de ellos ha escrito en ningún medio palabras que justifiquen el asesinato, lo cual, por cierto, fuera de cuatro panfletos, no había visto todavía en ningún periódico serio en España desde hace decenas de años. Así que, lo que realmente no sé es si ha enloquecido el señor Carlin, el director de El País, o ambos.


Tómese varias pintas de tila el caballero y considere que quizás también pueda existir vida inteligente y hasta criterio humanitario fuera del ultraliberalismo.

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