lunes, 17 de octubre de 2016

Bob Dylan

No se dan los premios o los castigos –ni ninguna otra cosa– a gusto de todos, y el Nobel concedido a Don Roberto Allen Zimmerman, ni se diga. Algunos puristas poco menos que han liado la mundial a costa de la ‘extravagancia’ del comité Nobel.

Pero lo cierto es que el premio Nobel –sin duda el de Literatura y no digamos ya el de la ‘Paz’– lleva decenios condecorando con exquisita arbitrariedad a cuantos le viene en gana y frecuentemente con perfecta independencia de la lógica, el sentido común, los méritos, el ‘peso específico’ e incluso la propia relación del agraciado con la que se supone su dedicación y el título mismo del premio en sí. Por contra, el fenómeno opuesto, la no condecoración a máximos exponentes mundiales en sus especialidades, ha resultado igual de abundante y notoria. Empezando por toda una serie de científicas que se vieron excluidas de premios otorgados a colegas de sus mismas investigaciones y en las que ellas pusieron igual esfuerzo, genialidad, afán de descubrimiento y capacidad investigadora.

Y qué duda cabe de que se llevan la palma de lo incomprensible los premios Nobel de la Paz, con auténticos multidelincuentes y aun asesinos despachados como santa teresas, tan contentos y con su galardón en el bolsillo, o incluso aquellos otros otorgados a algunos que pasaban por ahí y a los que les cayó el premio como al que le toca la lotería, pero con el indudable mérito adicional de no haberse comprado ni el décimo, como pudiera ser el caso de Don Fortunato Obama, de profesión Presidente de los Estados Unidos de América, al que se le adjudicó el galardón nadie sabe muy bien exactamente por cuál razón, empezando por él mismo, lo que ni siquiera se recató de expresar con imperial y presidencial perplejidad.

Y en lo tocante a literatura, casos tan sangrantes como los de Alejo Carpentier, Graham Greene o Albert Cohen, de nacionalidades de lo más variado, que se marcharon al cielo sin su cintajo y sin su más que merecido sahumerio de incienso y su sopa de laureles, todo al parecer por causa de la Guerra Fría, aquella señora tan seca, estirada y agria.

O aquel premio, casi como un caramelo para estimular la salivación de las glandulitas infantiles de la Transición, que le cayó en 1977 al bueno de Vicente Aleixandre por el único y exclusivo mérito de no haberse muerto todavía y porque algo había que premiar de la notable Generación del 27, pero que, entre el general Franco y la Parca, en apasionante competición entre ellos, ya habían segado en su práctica totalidad.

Así que, en lo tocante a atrabiliario, el Comité Nobel destaca hace muchos decenios, y de ahí que el soponcio que le ha dado a costa de Dylan, por ejemplo, a Max Pradera, pero igualmente a tantos otros de acá y acullá, pueda resultar comprensible, pero sólo hasta cierto punto porque, innegablemente, Dylan ha sido un prodigioso letrista desde su juventud más temprana, con textos -además– tantos y tantos de ellos, de alta, original y clarísima inspiración poética, pero no solo, porque también local y universal, cotidiana y de largo alcance, y visitando desde el surrealismo a la intimidad amorosa y pasando por casi cualquier otra cosa: la provocación, el juego, el periodismo, la protesta social, la religión y la crónica de su tiempo y sus destiempos.

Dylan ha sido, y sigue siendo, un artista polifacético, siempre dos pasos por delante de sus contemporáneos, creador de un amplio y nuevo formalismo de mezclas musicales y de referentes, un investigador y un constante experimentador en su oficio y, además, una verdadera esponja, como lo fueron los casos paradigmáticos de Picasso o García Lorca, buscando y tocando –como ellos– todos los palillos y alcanzando así la consecuencia de la experimentación como sistema y emprendida por alguien competente, es decir, la de mucho hallazgos extraordinariamente felices, más la fabricación de no pocos tostones, pero logrando llevar géneros locales y ampliamente minoritarios en algunas ocasiones hasta el estatus de lo sublime, y en otras, a una amplia apreciación popular y mayoritaria, como una especie de Giuseppe Verdi de la segunda mitad del siglo XX, llegando su trabajo a ser conocido, apreciado y respetado en muy distintos lugares y desde diferentes posiciones culturales. Es decir, aquello que se llama universalidad y que, en algunas ocasiones, también el premio Nobel se aviene a premiar, incluso y a pesar de figurar en sus estatutos.

Desde luego no es poco, cabiendo añadir que en su profesión de músico y cantautor, pese a quien le pese, lleva siendo el número uno casi desde cuando no era todavía mayor de edad, y no precisamente por casualidad. Es un caso obvio y paradigmático de ese adagio de que la inspiración es mejor que pille trabajando. Y en lo tocante a trabajar, ha sido y sigue siendo un reconocido estajanovista que de ninguna manera se ha parado en la música. Dylan esculpe, pinta, dibuja, escribe y... ¡cómo escribe!, compone, viaja constantemente, provoca y crea de continuo, como todo gran artista que se precie.

Sin embargo, por desgracia y seguramente por imposibilidad, no existan hoy un Leonardo da Vinci, un Vitruvio, un Maquiavelo, un Miguel Ángel Buonarroti, para sumir al comité Nobel en la indecisión y la perplejidad. O sí, quien sabe, aunque cabría suponer que de haber existido en aquellas épocas unos premios tan cicateramente delimitados, cada uno que se le otorgara a alguno de los citados, bien por sus tratados, su arquitectura, su ciencia militar o anatómica, su pintura, sus textos, su escultura o, sencillamente, por su infinita audacia y voluntad de traspasar los límites de su oficio, ¿resultarían en galardones discutidos por aquellos contemporáneos que supieron mucho mejor que nosotros que el mundo es polifacético, multipolar y sutil, que está repleto de aspectos intercambiables, y que el saber y el arte es múltiple y amplio e infinitamente imbricado en un continuo que abarca lo opuesto, lo semejante y lo inesperado?

Pero, en fin, para enfocar mejor mi entendimiento sobre el asunto voy a recuperar un viejo párrafo de una carta que escribí, ya hará casi diez años a una persona que me es muy cercana:

« El viejo Dylan... cuánto lo he amado y cuanto lo amo, aún hecho como está un cerdo insolidario, distante, despreciativo y despreciable y endiosado. Cuántas canciones suyas tocaba, cuántos temas traduje y me aprendí, ¡cuántos!, cuánto los disfrutaba y todavía y siempre los disfruto. Cuántas noches he escrito y escribo y reescribo y escribiré oyéndole, con esas letras incomparables, originales, torrenciales, agudas, desafiantes, sorpresivas, evocadoras, amorosas como pocas, agresivas como pocas, absurdas como ninguna, repetidas por unos y otros y mar de fondo de la cultura, y no sólo anglosajona, de la segunda mitad del XX, que no es poco, me digo...

...Recuerdo a Joaquín Sabina que me contaba que NO obtuvo el permiso para incluir en su anterior disco un tema de Dylan (traducido y adaptado y que tenía ya en maqueta prácticamente final y que escuchamos); pero aún disculpándole y tratándole como a Dios sobre la tierra, y reflexionando con amargura que Dylan era tan portentosamente talentoso y sabio y mayor y viejo (tendrá seis o siete años más que él), que cada vez que alguien o él mismo hacían algo que consideraban innovador en el oficio, encontraban que ya lo había hecho él en un tema o en otro, de una u otra forma, una vez o siete y diez, quince o veinte años antes, como si hubiera llegado a su veintena habiendo hecho la carrera de cualquiera a los sesenta, y sacudía la cabeza consumido por la admiración, por la desesperanza y por la pena, no exenta de cierta envidia, me digo, la misma que yo tendría si fuera Sabina, que no es ningún idiota, y al que le constara que en su profesión existe, por suerte o por desgracia, un Dios todopoderoso, inalcanzable distante y omnisciente que empezó de sargento a los catorce y ya a los dieciocho era capitán general, antes de alcanzar definitivamente la divinidad a los veinticuatro, como lo atestigua el que dos generaciones después, y según van cumpliendo los dieciséis, a tantos –todavía y nuevamente– se les siga abriendo igualmente la boca, y con razón, para seguir proclamando su religión sobre la tierra. Y finalmente, como tantos, también le odiarán y harán muy bien, porque también lo merece por bastantes cosas, pero sus canciones las entienden y las cantan y las seguirán cantando los hoy recién nacidos cuando lleguen a sus dieciséis. »

–Dylan es abrumador–, sigo recordando ahora aquella conversación. –Cualquier cosa que se te ocurra o que quieras explorar, Dylan ya la ha hecho antes, se te ocurre algo que te parece nuevo y original, te pones a mirar y... ¡ya lo hizo Dylan!, da lo mismo un bolero que un espiritual, una pieza con olor a jazz que un corrido mejicano, un tema orquestal que otro de sintetizador, lo que te dé la gana pensar. ¿El rap?, ya hizo Dylan rap veinte años antes del rap, lo que quieras ponerte a hacer ya lo ha hecho Dylan antes... y ya está, no hay más que rascar. Él lo ha hecho antes, lo ha hecho gloriosamente bien y encima... la letra... ¡qué letras!, si es que pone hasta de mala leche lo acojonantes que son, y no es sólo que haya escrito docenas de temas aplastantes, es que cualquiera que tome un tema de Dylan encuentra un potencial asombroso para trabajar, de ahí las versiones impresionantes que se han hecho de tantos temas suyos.–

Y poco me quedaría por añadir, además de suscribirlo y recordarlo como mejor puedo, sólo mi impresión personal de que con lo que Dylan haya tirado a la basura, se obtendría una obra aseada para una docena amplia de cantautores de primera.

En resumen, hoy, un gran músico, que es además y evidentemente un hombre de letras, y nunca mejor dicho, ve discutido su derecho a un premio literario por la desgracia adicional de ser músico.  ¡Ah, vaya, los cómicos! Pero los autores teatrales también han recibido sus premios Nobel, el recientemente fallecido Dario Fo, sin ir más lejos, o hasta aquel –inconcebible– otorgado a Echegaray, y no a Unamuno o Valle Inclán, por ejemplo, y ya puestos a discrepar.

Y sí, claro, ¿por qué no podría habérsele dado este Nobel a Leonard Cohen, como muchos protestan hoy, que además de su comparable valía poética cumple el requisito adicional de tener casi un pie en la tumba, y ya puestos a tirarse a las aguas de lo multicreativo el simpático comité sueco? Pero lo tengo igualmente claro. Amo a Cohen, me ha acompañado toda mi vida adulta y lo oigo continuadamente, muchos días al año, muchas veces, mucho, en resumen, lo mismo que podría decir de Dylan. Años de saberme sus obras de memoria. Pero Dylan tiene un punto más, una marcha más, un comodín más, un más que es algo inefable y que malamente puede expresarse. Es pequeña diferencia, pero la hay. Reunido en deliberación conmigo mismo y para entregarle el Nobel, primero a Dylan, el siguiente Cohen.

Sólo añadir que yo estaría hoy igual de acuerdo con el tipo de premiado y con lo que se pretende premiar en este caso y con la idea de una apertura a otras actividades literarias, llamémoslas ‘extendidas’, que las hay, y porque Dylan –o Leonard Cohen que fuera el agraciado–, resultan dos poetas indiscutibles además de dos excelentes músicos, o cantautores o lo que se prefiera, pero dos hombres, independientemente de a cuál le hubiera caído el Nobel, que resultarían igualmente señalados por los puristas por el terrible pecado, por lo que parece, de hacer más de una cosa extraordinariamente bien.

Y es que si hacer una cosa bien ya resulta del todo intolerable... dos, no digamos. –Si cantas, no escribas y si escribes, no cantes, ¡pretencioso, abusón!–, parece que fueran aconsejándole al señor Zimmerman. Porque... ¿qué clase de mierda es la genialidad frente al nefando pecado del intrusismo?

Pero hasta en esto Dylan, una vez más, se ha adelantado a todos, con su cara de chivo y con su voz de grajo, y sin carné de escritor o de periodista. Que será lo que de verdad duele.


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