viernes, 14 de noviembre de 2014

Cataluña, democracia prêt-à-porter

Me resulta muy difícil deslindar lo que llamaría derechos personales –los que posee legalmente cada persona como tal en cada ámbito jurídico– de los derechos que atañen a las colectividades compuestas por esas personas, asimismo considerado cada cual en su ámbito jurídico que, por lo general, es el de un estado.
Es más, me sigue resultando extremadamente difícil también el deslindar, intelectual, emocional y moralmente, lo que considero un derecho existente de uno no existente; supongamos, a modo de ejemplo, el derecho a abortar en un país donde tal derecho existe de su equivalente no derecho en otro donde no se contemple.
Porque resulta evidente que, en el primer caso, el aborto será una figura jurídica considerada y sometida a la ley y, en el segundo, su inexistencia jurídica como derecho, o su existencia solo como objeto de prohibición o castigo, llevará a producir en el ser pensante, como mínimo, un grave conflicto emocional para intentar comprender o embarcar, dentro de su mismo sistema neurológico, que lo que en un lugar es normal o intelectivamente casi neutro, pueda ocasionar en otro el ser objeto de enjuiciamento, de cárcel, de pena capital incluso.
Pero el derecho, si queremos compararlo con entes de otro ámbito, se encuentra sin duda alguna entre las máquinas –o maquinaciones, en el buen sentido– más sofisticadas que el intelecto humano haya sido capaz de concebir y de manejar. Son máquinas, en sentido epistemológico, construidas gracias al saber y a la “tecnología” de su campo, igual que ocurre con el vehículo a motor, heredero del hecho de andar, de la motricidad animal, con el cohete o la astronave, remotos descendientes del tirar una piedra, arrojar una lanza o disparar una flecha, con la “sanidad” o la farmacia, consecuencias claras, tras haber pasado por un largo y grueso rebozado de acumulación de saber, de la magia, de los conjuros pictóricos de las cuevas prehistóricas, de la necesidad y del impulso desesperado de sanación del animal enfermo y herido. Y los ejemplos son casi infinitos.
Así, el derecho, la ley, con sus derechos, matizaciones y prohibiciones, es también un derivado directo de la lucha, de la beligerancia y de la competencia primigenia entre los animales, primero, y entre los seres humanos, después. El derecho es una larga cinta inacabable e inacabada, al igual que la larga cinta de las manufacturas o de la tecnología, la de la cultura, la del saber científico o el moral, y hasta la del conocer sobre el manejo de las propias emociones de cada cual con su entorno y con su mismidad.
Pero con respecto al derecho, incluso en el estado sofisticado en el que hoy pueda hallarse comparado con tiempos anteriores, lo que resulta tremendamente difícil de deslindar es algo tan sencillo de expresar como un “esto sí y esto no”, qué es libertad, pues, y qué no, lugar mental complejísimo donde se esconde el verdadero meollo de casi toda cuestión, llamémosla “jurídica”.
Por fortuna, como derivado o invención extraordinariamente tardía de la propia historia del derecho, y de su prima hermana, la política, se ha llegado, para fabricar leyes, a la inclusión efectiva de los conceptos de tolerancia y consenso, e incluso al de humanitarismo, con los cuales, hoy, se pretende, y así se proclama desde muchas instancias, que es con una buena parte de ellos con los que también se construye modernamente toda legislación.
Entonces, volviendo al estupor intelectual que le puede producir al ser libre y crítico, es decir a un humano ideal, el hecho de las diferentes e incompatibles juridicidades según lugar, no resulta difícil concebir el todavía mucho mayor estupor que se produce cuando estas se producen también dentro del mismo lugar, obligando a tantos ciudadanos a la dicotomía poco manejable entre lo que considera sus derechos en el terreno de lo personal de los que NO son considerados así en el terreno de lo colectivo, pero siendo los segundos sus equivalentes naturales o sus derivados lógicos.
Porque un colectivo de personas se “acostumbra”, volente o nolente, por no decir, “amolda” a la juridicidad de su lugar. Tal aserto parece poco discutible. Pero lo que será más difícil es convencer a este mismo colectivo, al que supondremos, ut supra, pensante y civilizado o, como más todavía me gusta decir, medianamente romanizado, de que, por ejemplo, el derecho asumido por la totalidad de la población a no recibir a alguien en su casa contra su voluntad, a echarlo de ella, o a que alguien se vaya porque sí de donde no desee estar, sin dar más explicaciones, sea un derecho que hoy, en España, carezca de correlato en ciertas otras situaciones colectivas parejamente fundamentales o, peor aun, según para cuáles casos sí, pero para otros no, para estupor de muchos.
Desde esta óptica precisamente, me atrevo a decir que el conflicto catalán es un conflicto jurídico, pero incluso más, un conflicto meramente intelectual por causa de una legislación estatal que, aun autodenominándose democrática, sin embargo, no lo es plenamente. Lo cual, como mínimo, obliga a caminar por intransitables callejones emocionales e intelectivos a quienes quedan sujetos a su normativa, e incluso hasta a aquellos que la emanan, lo que se produce, precisamente, porque aquello que es lo normal, lo lógico, casi, y lo asumido  con respecto a las decisiones y libertades de cada persona, se convierte en anómalo o, peor, en ilegal, cuando se trata de expresarse colectivamente, no importa con respecto a qué.

Y de esto, no se sabe bien qué es más difícil, si recibir la explicación o tratar de darla a lo que no la tiene, porque los misterios del paráclito pueden estar bien dentro de su ámbito, pero en política y, no digamos ya en las tareas de sembrado de conceptos en seseras, en los tiempos actuales se requiere apelar a una cierta lógica cartesiana mínima para poder hacer clientes, pues ya no sirve para todo el mundo el antiguo y acreditado Dios lo manda o el Emperador lo manda.
Porque no se compadece el que, como ciudadano, cualquier persona pueda expresar su opinión y prácticamente sin más cortapisa que la de que no la escuchen, pero sin consecuencias jurídicas, salvo que esté llamando al asesinato, al terrorismo o al maltrato físico y emocional de cualquier tipo, y que en cambio, no, pero de ninguna manera, pueda obrar como colectivo opinando igualmente lo que le parezca e instando al cumplimiento de sus intereses, como es derecho de ley para el caso individual de cualquier persona física.
Imponer y educar a una población, o siquiera pretenderlo, en que lo primero sea un derecho sancionado y realmente existente, pero lo segundo, no, y que, además, nunca podrá serlo, es un claro sinsentido o contradicción en términos cuyo resultado no puede ser otro que el estado de perplejidad, insatisfacción y agobio que produce en numerosas personas y que acabará llevándolas, en sus manifestaciones como colectividad, a exigir aquello que no puede parecerles otra cosa que “lo normal”. Que no es sino el derecho a comunicar su opinión y a solicitar que, lograda una mayoría, pueda obrar según otro criterio que sea diferente al que se le impone, que es lo inapelablemente democrático. Y sea esto el deseo de independencia de un territorio, la consideración sobre una u otra forma de estado, o la legalización o no de determinadas prácticas sociales, comerciales, empresariales, jurídicas y cualquier etcétera que se desee imaginar y sobre todo lo cual un colectivo tenga interés en dar su opinión.
Pero “lo normal” parece ser que no solo no lo es, según para qué, sino que es delito, y además se apela, para afirmarlo, precisamente, siempre a una entidad superior inamovible, a la Constitución o a la “juridicidad” que sea, y siempre al estilo del cartel del tendero chusco: Hoy no se fía, mañana, sí. Pero cuando son precisamente estos mismos techos jurídicos los que están ya más que puestos en cuestión por su propia contradicción y ambivalencia, y por parecer siempre dirigidos, además, y más que sospechosamente, a pronunciarse siempre en el sentido del criterio interesado de quien detente el poder ejecutivo, sin más matices. Lo que, tal vez, en el siglo XVIII o en XIX podía considerarse la práctica “normal” y admitida en el ejercicio del poder. Pero hoy, ya no y de ninguna manera.
Y es de este superado sentir del poder sobre sus prerrogativas del cual vienen ahora los sermones insufribles, los golpes de pecho, los jamás y los nunca, las manos duras y nunca temblorosas y las apelaciones y pronunciamientos sobre el inmarcesible poder del derecho, la legalidad, etc. Legalidad por lo demás que, según para qué, se cambia con mayor agilidad y presteza que una corista, cada vez que al poder le cuadra hacerlo.
Pero igual que conocía de sobra el franquismo cuál era la legalidad de “su” Tribunal de Orden Público, tampoco cabe duda de que el “régimen” actual, por llamarlo de algún modo, conoce hoy la validez real de la suya, y este conocer incluye precisamente el bien intuido saber, por parte de ellos mismos, de que a bastantes piezas de esa “legalidad” les queda bien poco recorrido ya o, mejor y más claro, dos cortes de pelo. Por fatiga de materiales, por obsolescencia intelectiva y social de los custodios del entramado y por sus propios vicios constructivos, por la masiva desafección causada por todo ello mismo y por las razones de su propia autocontradicción y de su manifiesta incompletitud.
Una legalidad capaz de poner fuera de la ley, de negar los cauces de expresión que la mayoría entiende por normales, a una buena parte de su propia población, cauces que, por otra parte, son normales en los países de nuestro entorno al que tanto gusta decir que se pertenece y población que no se puede calificar de delincuente desde ninguna perspectiva razonable, es una legalidad cuya duración solo depende ya del primer cambio de viento, pues nada justifica su irracionalidad petrificada y la “torcida intención” que pertenece a un estarse y sentirse en común, propios de otras épocas, hoy anacrónicos, amén de, seguramente, dañinos para casi todos.
Expresó Bismarck este crudelísimo juicio: España es el país más fuerte del mundo: los españoles llevan siglos intentando destruirlo y no lo han conseguido. Han pasado otros más de cien años y aún sigue siendo cierto el segundo brazo del aserto, ¡qué contumacia la nuestra!, pero lo cierto es que parecemos estar más que nunca a punto de conseguirlo. Pero ya sin invasión francesa, pérfida Albión, larga mano de hugonotes, masones, judíos, moros, de la Santa Sede misma o cualquier otra parecida catástrofe natural. Solo por simple y sencilla mano de cristianos, es más, los propios, porque, empadronados o no en parroquia, lo somos casi todos, los que no queremos serlo y los que sí.
Y nada menos que la Santa Rusia comunista, el ogro soviético, consintió en desmantelarse como un trozo de hielo puesto sobre una estufa. Un par de años, y andando. O tempora o mores. Ni zarismo, ni comunismo, ni con cohetes atómicos ni sin ellos. Los tiempos cambiaron, Rusia también, y a otra cosa. Pero no ha devenido por ello, precisamente, en un pelele.
Y nada menos que los herederos del Imperio Británico, esa bagatela, le han otorgado, no, han satisfecho la exigencia de referéndum solicitada por los escoceses. Enfermos del estómago y verdes de bilis, sin duda, lo cual, dicho sea de paso, resulta más que comprensible, pero siendo capaces de dar la lección de saber supeditar la razón de estado y el interés de su propio poder a nada menos que ese gigante intelectual que es su más legítimo hijo y hallazgo moral, la democracia parlamentaria que parieron justo allí y que, desde luego, en este caso han sabido honrar.
Aquí, no. Aquí parimos el golpismo y el pronunciamiento, y aquí nos vienen los hijos y nietos intelectuales de nuestro inacabable e inacabado fascismo, de nuestro imperialismo de alpargata, meros travestidos modernos de la moral, a disfrazarse la boca con la misma palabra, pero de la que no entienden el significado, el sonido y no digamos ya los usos.
Condecoradores de Santísimas Vírgenes, ministros de capilla portátil para sus viajes, que los hubo, hace diez, doce años, no doscientos, depredadores de los caudales públicos y vigilantes de los úteros ajenos, herederos de los herederos de los herederos de los usos de un imperio, hoy ectoplasma, pero en cuyo nombre aún parece que se gobierna, para asombro de cualquier filósofo que en el mundo haya, reconvertidos en gestores-propietarios de lo público, pero que se empecinan en manejarlo con teología del Renacimiento, ciencia política del siglo XIX y actitudes de autócratas bananeros del XX.
Pero ¡ay!, parte de la población, y no sólo la catalana, sino también la canaria, por ejemplo, expone hoy su pretensión de que sea un derecho el expresarse y decidir después en función de esa expresión, la que sea. ¿Y cómo puede nadie, hoy en día y en su sano juicio, negar tal derecho a cualquier colectivo? ¿Qué hacemos ahora, suprimimos el derecho constitucional a manifestarse civilizadamente, según para qué? ¿Y suprimimos también, en consecuencia, el derecho de reunión y el que tiene cualquier hijo en cualquier casa, cumplida su mayoría de edad –cumplir una mayoría numérica, dijéramos, trasladando el concepto a lo público–, y lo encadenamos en casa para siempre, explicándole además con un palo en la mano que eso es lo legal? ¿Desde cuándo un padre puede encadenar a un hijo a su casa en la edad moderna, ya pasado Napoleón por todas las campas de Europa? ¿Y cuándo acabó oficialmente la esclavitud aquí mismo, lo recuerda alguien?
Negamos el cauce de un referéndum y, al tiempo, ese mismo referéndum, a modo casi de irrisión, se contempla en la Constitución, pero solo como libre arbitrio concedido o instado por inspiración del poder ejecutivo, nunca entendido como derecho de la ciudadanía y sin necesidad de mediar representación vicaria o interpuesta de los partidos políticos encarnados en dicho ejecutivo, y tampoco concebido como mecanismo automático, como lo es en Italia o en Suiza –esos entes estatales tan ajenos, tan distanciados en esas lejanías religiosas, morales, jurídicas y geográficas de la profundidad del Pacífico–, para consultar y conocer sobre aquello que a un cierto porcentaje de población le interese decir y después decidir en consecuencia, si alcanzada una mayoría adecuada. Y sea ello lo que sea que le interese: mandar devolver a los chinos a China, excluirse de la ONU, dar un sueldo a sus discapacitados o mendigos o permitir plantar o no una plataforma petrolífera o hacer o no pública la gestión del agua. O la del vino.
Y nuestra democracia vigilada –y vigilada, además, por quienes están dando el más vergonzoso y lamentable de los espectáculos morales posibles– sanciona pues, ¡gracias te damos, nobilísima dama!, el libre arbitrio, pero solo aquel a emitir desde el poder, como correspondería a la democracia que hubiéramos debido tener en los años cuarenta del siglo XX, de haber estado alineados con los países de nuestro entorno, de no haber vivido bajo una dictadura.
Pero después, cuando hubiéramos podido de nuevo engancharnos al carro de una democracia más evolucionada, aun la dictadura fue capaz, por la vía de la presión militar, en el 78, de seguir imponiendo su óptica de estado fascista en la práctica, de instaurar criterios siempre demasiado arcaicos y cicateros sobre la configuración territorial y los requerimientos para poderlos modificar. Y arcaicos mucho más, por supuesto, en el entendimiento de cuáles son los poderes que nunca se “concederían” a la ciudadanía para que no pudiera obrar democráticamente, por encima incluso del parecer de sus propios políticos o de determinados órganos del estado que no es ilegítimo concluir que ya solo se representan, de facto, a sí mismos y que así, manifiestamente, pretenden continuar.
Y en ese sentido, igual que el ejército no debería ser “nadie” respecto del entendimiento de qué es unidad territorial y su mantenimiento o no, salvo agresión exterior, o salvo en el apartado de acatar las órdenes que le dicte el ejecutivo, en el mismo sentido, ni siquiera el ejecutivo debería ser “nadie” con respecto a la toma de decisiones que, eventualmente, fueran sometidas a referéndums populares instados por la población, de existir los mecanismos para ello, pero que NO existen es España. Esta España en donde nos desayunamos cada mañana con un curso, impartido por futuros presidiarios –y esto no es un decir en modo “ojalativo”, sino un conocimiento estadístico–, sobre qué se debe y puede hacer en democracia y qué no, siempre y cuando sea lo que ellos dispongan.
Y el que no existan dichos mecanismos elementales y se apele, por lo tanto, a hablar de ilegalidad por causa de la inexistencia de algo que, en buena lid, debería existir, si la llamada democracia lo fuera realmente, no es más que un mutuo juego de despropósitos y de contradicciones que el sistema incluye en su propio seno y bajo el hermoso nombre, además, de “fundamentales”, pero unos principios que, sometidos a un escrutinio medianamente serio, bien dejan ver que son el propio germen de la más que previsible modificación o destrucción del sistema mismo. Que es en lo que estamos, y por tal variedad de causas injustas e insoportables, que no podrán sino acabar por producir otra cosa que el fallo multiorgánico de un enfermo terminal.
Quien esto escribe no es independentista ni partidario de los nacionalismos, empezando por el español y siguiendo por el catalán. No creo en ellos o, al menos, no creo en ellos mientras no demuestren que son mejores que lo que niegan. Pero si creo en la democracia, en la suiza o en la británica, y no en esta democracia nuestra mientras no se haga medio sueca, holandesa, danesa o una mezcla de todas ellas, y por la misma razón que sé que un Jaguar no es un Dacia, y así me lo juren de rodillas los fabricantes del segundo y por más que ambos rueden y circulen.
Por eso, no creo en lo que no veo y sí creo en lo que veo, y lo que veo es que aquí, la cuna del niño y el jergón del viejo los siguen meciendo con cuentos y, por lo tanto, me parece legítimo y comprensible que quien no se crea un cuento se quiera ir con la música a otra parte, ya que no le permiten cambiar mínimamente el texto. E incluso que se vayan con su propio cuento y aun si es todavía más infame que aquel del que se huye. Pero eso es lo democrático, a mi entender modesto. Escuchar el cuento que se desee, creerlo o no y si es necesario, obrar en consecuencia. Porque creo en los seres humanos concertados según razón, no en los estados exclusivamente, y mucho menos en los estados que no merecen ya ni serlo, por infames, por ruines y por ser peores de lo que podrían ser al haber sido torticeramente constituidos, por nascencia, para discriminar lo que no se debería y para no discriminar lo que se debería.
La patria, si es que hoy el término todavía significa gran cosa, es mucho más la democracia y la libertad que la geografía, lo es más la madre, la infancia y los sentimientos que una bandera, una legalidad, una Constitución. Y alguien podrá matar a otro sosteniendo que la patria es la ley, pero nunca podrá convencerlo. Los amores se eligen, el lugar donde se nace, no. Pero sí aquellos a los que se desea ir, los físicos y los mentales. Y nadie es dueño de una tierra, con sus conjuntos, por serlo, sino por consenso de sus habitantes, de los de esa tierra, se comprende, pero los consensos, hoy en día, hay que ganarlos, no imponerlos, pues entonces no son consensos, sino dictado. Y si esto último no se entiende, tampoco se entenderá nunca ni se sabrá, siquiera rudimentariamente, qué es democracia.
Por añadidura, un barco puede navegar con una bodega inundada, pero no con todas ellas, sin radar, pero no sin timón, sin capitán, pero muy malamente sin oficiales, sin pericia, pero no sin combustible, sin rumbo, pero no, encima, sin motor. Y mucho menos cuando se navega así casi por gusto, no por necesidad, que es ya lo último.
Y este es el estado del barco de nuestra democracia, por desgracia para la inmensa mayoría. No es que no le ande la brújula jurídica, es que no le funciona tampoco el timón moral, el motor económico, el radar de la planificación, es que el vigía es ciego, el contramaestre, un pirata reconocido, el oficial político no acabó la ESO, el rancho de la tripulación se lo han comido los oficiales corruptos, lo que transporta en las bodegas que le quedan sin inundar son papeles mojados de títulos nobiliarios y cantorales de iglesia, la carga de negros para vender va medio muerta, la de capataces contratados para pegarles olfatea el futuro, ventea las narices y duda, la paga es la mitad para los que aún la cobran y el cirujano-barbero lo desembarcó el capitán en una isla desierta porque, a su entender, salía caro.
Y del barco, lo único que funciona es la sirena, que lleva horas anunciando con su lúgubre proximidad que se acerca a los más peligrosos parajes de la Costa de la Muerte. Y el capitán insiste en que las lanchas de salvamento, además de no haberlas, no las hay porque son una mariconada, un estorbo y un gasto. Y no le tiembla la mano lo más mínimo al dirigir su cascajo en derechura hacia los acantilados.
Lárgate del barco fantasma, del barco de los vampiros y de los zombis, lárgate si quieres y puedes, Cataluña, es más, deberíamos largarnos todos si hubiera a dónde, aunque no me guste, aunque no nos guste a tantos, aunque en parte, seguramente, tampoco te guste a ti, aunque sea una pena para muchísimos, pero mucho ojo con tu capitán. Hasta ayer por la tarde compartía mesa de trile y beneficios con el nuestro. Y eran y son un rato buenos, créeme, en lo suyo, nuestros y vuestros altísimos estadistas del trinque.

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