La fiesta de la palabra, el día del libro, la soga en casa del ahorcado.
Dijo, creo que Juan Jacobo Rousseau, pero vayan ustedes a averiguar, que me acuerdo del pecador malamente, pero no de dónde pecó, que hay una edad en la cual tenemos dentro muchas más palabras que cosas. Se refería a esa edad incierta, sin fronteras definidas, entre la niñez y la preadolescencia. Pero el tiro, muy atinado, hoy en día se le quedaría bien corto. Porque el aserto es verdadero ya para toda edad y condición. Tenemos más vocabulario que conocer cabal de lo que nombramos pero, es más, tenemos incluso antivocabulario, a modo de imposible intento de ignorar las palabras que sí llevan cosa dentro, a modo de pretensión de desconocimiento de lo sabido. Que no es poco pecado.
Nombramos como seres humanos dotados de habla, pero como buenos y disciplinados simios que somos también, más que nada imitamos, imitamos todos en todo y cuanto antes y más, mejor, a ser posible. Cuanto antes imitamos, mejor parecemos. El propio ser de la cultura se diría que es el imitar, así se hace cultura y la cultura se hace imitando. Quien puede, aporta una esquirla, el resto imita a secas. Y la incultura, que también requiere su esfuerzo, y no poco, se hace de la misma manera, imitando también y aportando otra esquirla, o quitándola, mejor. Y si no me creen, páguense un concierto del señor Justino Bieber y vean como este imita a cualquier otro adolescente exitoso e inimitable, y todos los que acuden a verlo, también lo imitan a él. Imitadores de imitadores de imitadores. Cajas chinas, pues, con el saber dentro. ¿Pero cuál saber? A saber... El saber de imitar, tal vez. Palabras sin qué, existencias sin cosa.
Y recuerdo perfectamente cómo hace cuarenta días, ya una cuaresma, que es palabra con mucha sustancia dentro, leí por primera vez en mi vida el término escrache. Pero como lo leí en donde lo leí, en el diario El País, mi primera reacción fue la de vaya farfolla esta, a saber qué querría decir la errata nuestra cotidiana de cada párrafo... Y continué leyendo muy por encima, a toda velocidad, en diagonal apresurada, buscando la sustancia de lo noticiado hasta comprender, igualmente deprisa, que de lo que hablaba el suelto era de que algunos ciudadanos habían acudido a llamar cabrón a un cabrón a la puerta de su domicilio. En fin, una tautología simple. Las palabras con su cosa y en su sitio. Nada que mereciera mayor esfuerzo de entendimiento, fuera de una cierta novedad de procedimiento. O, bueno, perdón, esa fue solo mi hipótesis. En realidad, como diría Gila, alguien había ido a llamarle algo a alguien, según registraba el papel. –Aquí hay alguien que es un... lo digo sin mirar a nadie...–
Pero me anoté mentalmente que tenía que acudir a buscar en la RAE aquello de escrache, palabra sin demasiada genética local, me dije, y que me parecía sin asociación posible a primer golpe de oído con habla cristiana cabal o conocida y que me sonaba más a centroeuropea rebozada de hispanidad advenida que a cosa posible y de curso legal en los dominios del Rey Nuestro Señor.
Sin embargo, no lo hice, no corrí a visitar a la autoridad de la lengua, pero en poco más de un par de días ya no me hacía la más mínima falta. Hablaban de escraches en la portada del ABC, en los informes del CNI, en la CNN, en la BBC, en el PP, en el PSOE, en UPyD, en la Agencia EFE, en la PDA (la pescadería de abajo), en CCOO, en UGT e imagino que en la JUJEM también hablaría el JEME de ello con todas las siglas de otros humanos a su sigla subordinados, que para una confrontación seria y casi como una guerra que hay de vez en cuando, según algunos, qué menos podría exigírseles.
Palabras todas ellas llenas de cosas, estas de arriba, sí, siempre y cuando uno en lugar de una cabeza organizada según lógica natural tenga las neuronas cuadradas y colocadas por orden alfabético, o que, extendiendo todas a una su axón tocaran el hombro de la de delante, ¡Numerarse, ar! Y, sí, efectivamente, escrache también lo citaba la RAE. Y para sosiego de todos, que imagínense si de verdad hubiera sido una errata el despiporre o despiporren, como también figura en el tomo.
Resulta entonces que en Argentina, según sanciona la Autoridad de la lengua, escrachar es fotografiar a una persona. En resumen, pero esto ya es sólo hipótesis mía, se trata de un término onomatopéyico, scraach, scriich, screech, criic, que suenan incluso bastante mejor que clic para imitar muy bien el ruido que hace un objetivo cuando abre y cierra el obturador. Y si fuera palabra adulta, con más de cincuenta años, fotografiaría muy bien, pero con el oído, a aquellas cámaras de estudio, aquellos cajones de apertura lenta –¡no se mueva!– que sonaban exactamente así. Ítem más, en italiano, de donde vienen tantos modismos argentinos, scricchiolìo –con esa ese líquida, cosa imposible en español, de ahí la e por delante–, significa crujido o más exactamente crujidito, que lo puede hacer un ratón merodeando, lo puede hacer un mecanismo más o menos silencioso o una tabla del suelo pisada con disimulo.
Así pues, un escrache es exactamente a lo que suena, una vez que suena. Una vez que la palabra ha tomado su cosa, que el verbo se ha hecho carne. Escrache, escrachar, es fotografiar. Lo que equivale a informar cumplidamente a Evaristo y a la ciudadanía interesada en ello que se le ha visto, que es el uso exacto en que dio el término ashá en la Pampa y luego acá, importado sin aranceles. –¡Sabemos quién eres y dónde vives, listo!–, que en resumen es de lo que se trata con lo de hacer la foto, para que se publique.
Pero héteme que hoy, pasada la cuarentena de días, el término en cuestión, ya más repetido que la palabra rescate (ya saben, lo que se le tiene que pagar a un secuestrador), parece que va a ser nada menos que prohibido. Prohibir una palabra... Suena como a ciencia ficción o como a ciencia inquisición, mejor dicho. –Que te he visto Fahrenheit, que tienes el ojo claro–. Ahí es nada, van a prohibir las fotografías, pues, y el día menos pensado la temperatura. En prevención de que a ladrones presuntos se les pueda llamar presuntamente ladrones a la cara, que es evidente uso impropio e intolerable del lenguaje, pudiendo llamarlos cacos, pero anteponiendo el Usted, como sería más civilizado, entiendo.
Así, un alto mando del Cuerpo Nacional de Policía, ( http://politica.elpais.com/politica/2013/04/22/actualidad/1366630655_201564.html ) ha dispuesto que los cuerpos policiales bajo su mando no pueden utilizar dicha palabra, debiendo sustituirla por acoso, amenaza o coacción. A lo cual ha contestado el SUP (la cosa que esto contenga, por favor, se la ponen ustedes) que, como tales términos implican la comisión de un hecho delictivo que pudiera no serlo, ellos recomiendan que el término escrache se sustituya por seguimiento o manifestación pacífica. Y en estas emplean su tiempo. Con el dinero público. La policía emplea su tiempo en enmendar el diccionario. Policía de la palabra, policía o sinónimo arcaico de limpieza que hoy escruta vocablos, antes medía el largo de las faldas, mañana vigilará de nuevo ovarios insumisos o santos rosarios –o suras– rezados o recitados o no y con mejor o peor disposición. El Diccionario secreto de Camilo José Cela, que era censor, ha de seguir siendo secreto, y los demás diccionarios también. Mala cosa los diccionarios, peor cosa la lengua. Jehová, Alá o el Jefe así lo piensan y disponen en consecuencia. Hágase en nosotros según su voluntad. A todo esto, los jueces, ni una palabra sobre palabras que, sin embargo, y en lo de cosificarlas y descosificarlas se las pintan mejor que lo hacían Martes y Trece. ¡Dónde va a parar! Millán, un abrazo.
Lo chusco es que el acoso y la coacción quien se los practica al diccionario y al entendimiento recto es el señor comisario y, más gracioso todavía es que seguramente no se le haya ni pasado por la cabeza lo que está haciendo. De ser el diccionario de la RAE texto jurídico de obligado cumplimiento, como ocurre en Francia para ciertos asuntos con su equivalente de allí, por ejemplo, y donde si a usted se le ocurre escribir en el manual de una manufactura la palabra inglesa software, en lugar de la obligada, francesa y adaptada ex profeso, logicielle, se multa al fabricante y andando, y el aparato no sale al mercado hasta que se corrija la barbarie. Así se las gastan en la periferia del Borbonato con las cosas serias. ¡Anda y que no nos queda por aprender!
Y lo que nos íbamos a reír con el delito de lesa RAE. Pero aquí se prohíbe el sombrero de tres picos y algunos lustros después se lo ponen, manu militari, a la Guardia Civil misma. Y lo bien que le sienta. –¡Alto a la Guardia Civil! ¿Qué lleva usted debajo del sobaco, con disimulo sospechoso y artero, alimaña? ¡Cielo santo! ¡Un diccionario!, acompáñenos al cuartelillo...–. Es decir, la guerra a la inteligencia que siga sin cuartel, como debe ser, señor Millán Astray. Y en esta guerra nunca se hacen prisioneros. Solo que las cabezas hoy ya no se cortan, aunque imagino que solo será por complacer en algo a Bruselas. Felizmente, basta con vaciarlas, empezando por su diccionario interior, por la brújula de marear las cosas, que es el poder de entender y de expresarse con tino.
Así que es eso. Tenía razón el santo padre Rousseau. Tenemos más palabras e incluso más negaciones de palabras dentro de la cabeza que cosas. Es más, para mí que Rousseau era un afrancesado. Que por eso los tuvimos prohibidos, qué menos. Debe de ser que a algunos las palabras les duelen como las muelas, pero nunca las palabras que no entienden, que esas no tienen cosa, así que de qué les iban a doler, sino las que sí entienden.
No es ya mentar la soga en casa del ahorcado lo que molesta, es que molesta mucho más mentarla en casa del que ahorca, ¡dónde va a parar!, y además pretenden los del oficio que mentarla en sus sacros domicilios sea delito. Pero ahorcar, no. Ahorcar es normal, siquiera figuradamente, pero irle con reconvenciones al verdugo, eso nunca. Los cadáveres secando al sol, los cadáveres los lunes y al sol, sí que son lo normal. Molesta un poco tener que verlos, también es cierto y también es normal. Pero respetar las sogas no es cuestión de normalidad o no. Es cuestión de que es obligatorio llamar al verdugo funcionario, con sus trienios, como si fuera un profesor. Y todo porque hay insumisos de la lengua a quienes se les ocurre hasta la vesania de llamar a las cosas por su nombre, aunque sea por su nombre en lunfardo, y eso no se puede tolerar, no sé si en la Pampa, pero aquí no, desde luego. Desde Viriato. Desde Argantonio.
Así que, por decreto de Gobernación, por huebos, necesariamente, según el afamado caso judicial, el apellido Bárcenas ya no existe. En Alemania los de apellido Hitler se cambiaron el nombre. Aquí no se le cambia el nombre a nadie. Pasa sencillamente a no ser un nombre, a no existir y listo, que es otra cosa. Bárcenas ya es una palabra que no se corresponde con cosa alguna. La tenemos dentro de la cabeza quién sabe por qué, pero sobra, no hace referencia a nada real. Ocupa lugar sin razón alguna para ello y, por lo tanto, solo molesta. Es por higiene mental. Lo hacen por nuestro bien. Gracias les demos porque se las debemos.
Y tampoco habitamos casas hace tiempo, disfrutamos de soluciones habitacionales, como dijo en su día la también comisaria Maria Antonia Trujillo, y no quedan profesores hace decenios, que son profesionales curriculares, sea eso lo que fuere, y posea o no posea cosa referenciada la oración, y como tampoco existe ya la emigración. Eso, a Dios gracias, esa palabra horrible ya ha sido extirpada. Es un vocablo que usarán ya solo cuatro pedantes, como el término antonomasia o, como adultos infantilizados a la fuerza, que creen todavía en unicornios o en elfos. Emigración es palabra a la cual no se le podría asignar, ya ni queriendo, referente real, a lo sumo despacharla con un dibujo imaginario, como de bestiario medieval, donde figurara un viejo y detestable ser imaginario con una maleta imaginaria de cartón y una necesidad de comer también por completo imaginaria, peor aun, torticera. No se le podría escribir una carta ni mandarle un chorizo y un queso a la poste restante, Montpellier. France.
Existen, sí, perífrasis de indudable belleza emparentadas con el viejo término, movilidad exterior, por ejemplo, como proclama la también comisaria política Báñez, porque sale de casa el hambriento para afuera, ya que no se puede salir para adentro, eso es cierto, pero es un para afuera de menor entidad, de escasa importancia, como decir irse a poner, otra vez, pero siempre otros muchos más, los lunes al sol, a la plaza del pueblo, a malversar el subsidio en cerveza. Cosas de vagos y maleantes. Nada de coger el AVE, o un autobús a Suiza, y solo por molestar, para hacer que no cuadren los números, que eso sí que son entidades reales y sagradas, tablas de Excel con muchísima cosa dentro. Además, un parado, con qué dinero... –A ver, ¿con qué dinero, mala persona, ha cogido usted un autobús hasta Düsseldorf?, ¿Es que acaso su dinero es negro? Seguro que es dinero negro el que se lleva usted para movilizarse exteriormente...–, le espetaría el Comisario Guindos. Y todos son ya comisarios, comisarios antisintácticos, comisarios de la palabra sin cosa, delegados gubernativos del vacío verbal: –¡Disuélvanse!, les gritan a las palabras, desde la autoridad del uniforme, del escaño, del puedo. Hasta los Comisarios Europeos han dado en comisarios sin cosa, pero con comisarías de papel que empapelan mejor que la Santa Inquisición. Papelia nuestra. Europa nostra. Palabras con la cosa nostra dentro. Palabras y despalabras que empapelan y matan de hambre, de desesperación y de vergüenza.
Y tampoco en esto de la movilidad exterior está bien visto el afrancesamiento. Otra cosa sería marcharse a Cantón o a Dublín a emprender, que eso sí que es bueno y recomendable. Porque emprender es hoy, por el contrario, una palabra con cosa de verdad dentro, con cosa buena, fetén y de primera, porta nada menos que la fe verdadera, es un ostensorio que custodia la Sagrada Hostia mismísima que se adora hoy en día y que es lo único que nos hace hombres y, además, emprender non olet, es bien cierto, señor César, no huele ni siquiera a coles en una buhardilla con doce camas en Lyon.
Pero, ¿emigrar? –¿Pero será posible que haya todavía gente que use términos tan desagradables y teñidos de mala fe como emigrar? –Ande, desfile, infeliz, que si no lo mando al trullo es porque la semana que viene ya será de pago y ¿acaso tendría usted más dinero negro para poder pagárselo, ¡delincuente!, después de habérselo gastado en movilidad exterior?... No sé qué me frena de darle así con la mano vuelta... no sé qué me frena...–.
Y caemos, entonces, en palabras sin cosa de nuevo, en palabras que son lo contrario de sí mismas, en los oxímoron, en expresiones como halos, como sombras pálidas del entender y del decir, caemos en el incremento desacelerado del aumento o de la disminución, en el crecimiento negativo que, porque ya estamos todos acostumbrados a oírlo, pero... ¿crecimiento negativo? ¿Ha visto alguien alguna vez algo, fuera de ese ideal platónico que son las matemáticas, crecer negativamente? ¿No será que algo mengua, se reduce, se consume, se termina, se decrementa, se murió o la espichó sin más? –¿Vamos a menos, ministro?– –No le diría yo ni que sí ni que no, pero estoy seguro de que ese menos también es un bonito sitio al cual dirigirse, dará oportunidades de emprender, qué duda cabe...–.
Y aquí, el texto transcrito, lo expresado en escritura, frente al texto oído con su timbre y su inflexión, no es de ninguna manera capaz de expresar la calidad sonora, la dicción, la calidez y la firmeza del verbo del comisario Montoro. Ese policía de las carteras ajenas vacías y santo benefactor, arcángel, más bien, de las propias con cosa sólida, que sí que es capaz, en homenaje al sentido verdadero del idioma, de darle un latigazo restallante al término más sonoro y calificativo del castellano y dejarlo convertido en algo parecido a la expresión de la boca de un ciudadano que se hubiera cruzado con el puño de Miguel Tyson.
Así que Bárcenas, finalmente, que es algo que no existe, la palabra con menos cosa que uno imaginarse pueda, y que trabaja, pero no trabaja, que es, pero sin ser de ninguna manera real, para que se jodan Aristóteles, Tomás de Aquino y Manolo Kant, cobra un sueldo que no cobra, pero solo a modo de simulación de algo que no acontece en absoluto y en billetes imaginarios, según contaba una verduguesa, que tampoco parece palabra con cosa este oficio tan nada femenino, y en virtud de lo cual, seguramente, sea buena palabra esta, imagino, y digna, ergo, de imitación. Demás que como es jefa de los azules, con frecuencia viste de rojo, por seguir vaciando contenidos y simulando simulaciones. O por disimular las salpicaduras.
Como el viejo chiste ruso, pero parafraseado, para adaptar las palabras. Ellos fingen que nos pagan y nosotros fingimos que no trabajamos. Ellos fingen que nos gobiernan y nosotros fingimos no ser ciudadanos. Ellos fingen que nos hablan, nosotros fingimos que no les entendemos. Palabras sin cosa, cosas sin palabra.
Sin palabras, pues, y a la orden, a lo que digan. Lengua no candeal, para fastidiarnos a una amiga y a mí, y a algunos otros. Historia universal de la infamia verbal. Diccionario revisado de lo que no significa nada. Puesta al día de lo que no se puede ni se debe expresar. La palabra al patíbulo. Comisarios todos del verbo malbaratado. Y, encima, hoy es el día del libro. ¡Y un cuerno los libros, señores comisarios! De unicornio, bien se comprende.
¡Rousseau, maldito afrancesado, métase usted el Emilio por el Gonzalo! ¡Ar!
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