sábado, 6 de abril de 2013

Conversaciones en la Castellana


El antiguo debate entre monarquía o república, que procede de la antigüedad clásica, pero que en sus formas modernas es del siglo XVIII, se hizo álgido en el XIX y fue resuelto en la inmensa mayoría de los países entre dicho siglo y el XX. Algunas monarquías nos quedan, así como teocracias, pero son simples relicarios sin reliquia, humo sin fuego, residuos de antiguas costumbres más que de realidades sociales y que resurgen o mueren acá o allá, pero que andan ya fuera del camino de la historia. Una tarde cualquiera caerán la teocracia iraní o la monarquía saudí y esos países, o cualesquiera otros sometidos hoy a parecidos anacronismos, embocarán vías más modernas y no habrá mucho más que hablar. 

Y lo mismo cabe decir de las monarquías llamadas constitucionales del Reino Unido, de Holanda,  de España u otras asimiladas donde a buen seguro ni siquiera se cortarán cabezas el día del cambio. Porque en el fondo de su corazón las ciudadanías no creen hace ya mucho en esas instituciones. Lo que mantenemos a sabiendas es un aparato parecido al de una ópera, con sus teatros, actores, coristas, galanes, coimas y cuerpo administrativo, y seguramente por la única y sencilla razón de que el montaje operístico alternativo, o zarzuela en nuestro caso, conocemos igualmente que nos vendría a costar lo mismo.

Con ver el espectáculo de colgantes, cintas, dorados, bruñidos, taraceas, oropeles y la sustancia de los discursos que se emiten desde iguales alturas en Rusia, en Francia, en China o en Italia para incensar a sus republicanísimas presidencias, y sin tener que darse un paseo por mayores exotismos, creo que cualquiera entiende en su fuero interno que, para dar en eso, poco debate merece celebrarse. Por lo cual, pues no se celebra, pues el fuero real de la cuestión hace ya tiempo que está resuelto, a lo Lampedusa, y la discusión por el huevo parece que tampoco vaya a quitarle el sueño a demasiados.

Pero sí es cierto en cambio que no hubo que ir por ninguna parte del mundo rompiendo candiles a sablazos para sustituirlos por bombillas eléctricas. La gente ella sola fue deseándolas y obteniéndolas. Lo contrario sí que es cosa hoy de hacerse notar, como prohibir la música o cerrar una web porque publicó una foto de alguna princesa a la que el viento alzó sus faldas o la de otra que liberó en privado sus reales tetas para darse un baño en el mar, pero siendo pilladas por un paparazzo, ¡ay desdichadas!, quedando así privadas, al parecer, de su sacralidad y el adquirido tono azul de su torrente sanguíneo. No son todo esto más que payasadas destinadas a acabar, aunque eso sí, solo para dar en otras. Recorrer el camino que lleva a sustituir el Nos del plural mayestático y el pellejo de armiño por lo de los miembros y las miembras se hace y se hará siempre, pero a mí me permitirán que me ría de corazón de ambas cosas.

Y como bien decía Manuel Vicent en celebrada columna en el diario El País, es increíble la calidad y variedad de las cosas que la gente es capaz de ponerse en la cabeza, y se refería, de hecho, a sombreros o asimilados, que no a metáforas –aunque igual se podrían considerar también–, y desde esa óptica lo que sí que merecería apuntarse también es la pasión de la especie por el disfraz en general.

Pasión que parece obedecer al mismo mecanismo psicológico que se rastrea desde la infancia más temprana, el de los niños de dos años que creen que tapándose los ojos ya no son vistos por los demás, quedando así sus acciones en la impunidad. Tal parece calcado el mecanismo del gusto por el disfraz y casi nadie reniega no ya de él, sino de la creencia, igualmente absurda que la del niño, de que alguien vestido de algo es efectivamente ese algo de lo que se viste. De ahí al pontifical, al sambódromo, al alzar la pirámide, al baldaquín de Bernini, al día del orgullo gay, al desfile de los espermáticos mozos en uniforme de gala, a la genuflexión o al besamanos, poco camino hay que andar. Y lo anduvimos, lo andamos y lo andaremos siempre y sin falta y por mentira que parezca.

Y por mucho que la realidad pase una vida informándonos a todos de que las cosas no son así, casi nadie deja entreabierta la puerta del ascensor de casa, con la debida deferencia, para que el conocido e inofensivo yonqui del sexto que viene detrás suba con nosotros, pero sí lo hacemos con el caballero desconocido pero impecablemente trajeado de Armani y perfumado de lavanda  que entró cuando se cerraba el portal y que, casualmente, fue el que atracó a mi hermana mayor cuando regresaba a casa del banco, donde ya se había fijado en él mientras traficaba muy serio con unos papeles. –Y es que no veas qué hombre, un caballero en toda la acepción de la palabra... el último que se te podría ocurrir que te fuera a sacar una navaja...–.

Así que, reenlazando, el problema de la monarquía o la república y en su razón, precisamente, de ser un problema resuelto, es lo que lleva a la curiosa consideración de cuántos son los problemas aparentemente resueltos que  parece que se niegan a admitirlo ellos mismos, casi como si poseyeran personalidad y se resistieran a abandonar su puesto de trabajo. Trabajo que consiste, en lo básico, en darle trabajo en vano a quienes se tendrían que aplicar a resolver otros problemas más reales y acuciantes que los ya resueltos, y no alcanzándose a imaginar tarea más baladí a la cual dedicarle esfuerzo...

Y de esta manera seguía perorándole el hombre de edad mediana al anciano que estaba sentado a su lado en el penúltimo banco público que quedaba en el Paseo de la Castellana.

–¿Monarquía o República, entonces?, ¿pero es que está usted de broma amigo Job, es que de veras cree que no hay nada más sustancial de lo que ocuparse? ¿Nosotros mismos y el paisanaje alrededor  nos estamos empezando a morir literalmente de hambre y el problema es la forma del Estado? No, por favor, el problema es la sustancia del estado, no lo dude ni un segundo, y cuanto más dure el debate sobre la forma, más se le seguirá haciendo el juego a todos los que no están interesados en el debate sobre la sustancia, que es lo que de verdad nos da y nos quita y nos trae esta desolación que tenemos–.

–Porque este tipo de problemas ya resueltos parecen casi cosa, o caso o como si se tratara de amantes despechados, de los que no se resignan nunca a la situación de su despido, sin duda procedente. Y lo hacen como tantísimos otros que, por más que resueltos, siguen dando sus absurdas vueltas y su testimonio permanente de algo que no parece otra cosa que simple discapacidad intelectual. Ya lo habían resuelto con excelente juicio nuestro abuelos y tatarabuelos y mire vuesa merced de lo que nos ha servido...–.

–Y es que siempre existen y existirán, además, y como leí hará pocas semanas, dos profesores de matemáticas, en el País Vasco y en Murcia, que sostienen que la Tierra no se mueve y que esta es el centro del Universo. Y se ponen, ecuaciones en mano, a demostrarlo en el libro que han escrito. Y a su alumnado que le den. Y si protesta alguien, se saca a pasear la libertad de cátedra, señora a la cual, como lleva por nombre Libertad, no hay quien se le acerque a darle un bofetón, demás que sería delito. Y el indignado a la cárcel y el bobo a impartir conocer y sabiduría. Como toda la vida.

– Y otra más, un mandocantano cualquiera, tal señor Güemes, so capa de venirle a cómodo para sus intereses, acusó a un médico prestigioso, un tal señor Montes, de ¡cuatrocientos! asesinatos. Ni que decir tiene que, ante la profunda lógica del asunto, intervino la fiscalía y se estudió a fondo la cuestión. Y que los muertos apenas superarían el millón lo dejó bien claro el que el galeno no pisara la cárcel ni pagara multa alguna–.

–Sin embargo sí que le costó el puesto de trabajo, que dependía del tal Güemes, privándonos así a todos de ver si el Asklepio hubiera logrado superar a Stalin, a Pol Pot o siquiera a Mengele, como tantos le creyeron al punto, pero el Güemes en cuestión, sin embargo, ahí siguió tranquilamente con sus actividades de trasvase de lo público a lo privado sin padecer mayores molestias laborales, desazón moral de ninguna clase ni existir fiscalía que le importunara siquiera por causa, digámoslo así, de sus fantasías catastrofistas. Hoy trafica libremente con enfermos y sus enfermedades y con los beneficios que estos le aportan, pues tal es su trabajo y a pocos les asombra, que es tal y como debe ser para seguir manteniéndonos todos dentro de esta lógica estricta que nos rige–.

–Y aun hay un otro mandocantano, ahora aspirante al cargo de Nuestramo, en unas tierras ultramarinas que les dicen el Venezuela, que afirma que el buen Padrecito anterior se le aparece con forma de pajarillo para bendecirlo, pero no se le ríe nadie, pero nada, ni una risilla por lo bajo, ni lo agarran dos mozos como dos castillos y se lo llevan al hospital a que los entendidos en el asunto le den corrientes o tisanas, y tampoco un solo huevo se le ha estrellado en la cara, ni le han tirado una alpargata, y amén más, otro orate completo, prepósito igualmente al mando de su pedanía, una Corea de Arriba, sale en la tele amenazando con una pistola a... los Estados Unidos de América, ahí es nada...–

–Y tenemos también aquí mismo, para seguir celebrando la ceremonia de la razón, dos millones de pisos vacíos que nadie se puede soñar comprar, y ya al margen de la profunda lógica de su construcción, siendo así que nuestro crecimiento vegetativo nunca alcanzó el de la India, ni se plantea siquiera la idea de bajar su precio a los niveles simplemente necesarios para su venta ni se ponen tampoco en alquiler, pues faltaría otro desfalco... Simplemente se quedan ahí, ¡por razones contables y de balance!... centenares de kilómetros lineales de urbanizaciones a medio empezar, a medio seguir, a medio acabar o ya terminadas y vacías para siempre. En pocos años serán una ruina real, pero todavía un bien contable, seguramente. Y no habrá campo de reeducación, ni veinte años de trabajos forzados capaces de hacerle entender a quien carezca de lógica suficiente para sumar dos y dos que la contabilidad, incluso la bancaria, también es ciencia tiene que quedar supeditada a razón, y no viceversa. Cuando hasta la teología acaba por tener más sentido que la práctica bancaria es señal de que verdaderamente ya solo queda esperar en los cielos. Oremus, pues, amigo. Tal y como nos aconseja nuestro Santo Padre Francisco, que de pura pena que deben de darle el género y la grey, ni Papa de Roma sostiene querer ser, su obispo solo, dice... y va que arde, y no me extraña–.

–En resumen, amigo Job, que andamos ahora mismo infanta de España abajo, infanta de España arriba –Pero por Dios, con lo buena moza qué parecía y con esos querubes de niños que tiene–, con su augusto padre tocado del ala, del colmillo de elefante, de la costilla numeraria y de las supernumerarias o flotantes, tocado de las vértebras de su real espinazo, tocado de sus imperiales hinojos también y tocado de los yernos, uno demasiado besugo, el otro demasiado vivo, tocado de mal de abdicación, que es disfunción terminal entre los de su clase, y como consecuencia de todo ello andamos unos con las quijadas desencajadas de asombro, otros indignados, otros alzando los hombros y, y... ¡que advenga el Príncipe!, como claman otros más, o usted mismo, desdichado amigo mío, pero ya casi sin cabeza como veo... Como si acaso fueran a cambiar los que les escriben los discursos y los que les eligen las tapicerías de los sofás y el ton y el son, estos últimos con mucho lo peor. Para eso hace falta mucho más que una Revolución francesa. Tendrían que recomponernos el genoma a la especie, así que átame usted esa mosca por el rabo...–.

¿Y a imagen y semejanza de quién dice usted que habría que recomponerlo, don Alberto?...–.

¡Ay, calle, calle, don Job, Jesús, qué espanto! Tome, tome usted otro pedacito de pan. Atendamos a las palomas. Atender y cuidar, cuidar de lo necesario, atender a lo imprescindible, al hambre de las criaturas, no seamos como ellos, pero écheles poquitas migas y despacio, que todavía nos queda una hora para que abran el comedor de Caritas...–.

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