lunes, 9 de junio de 2014

Monarquía y República III


Tal vez sea lo más chocante del presente debate sobre la Monarquía en España, la necesidad de legitimarla con el advenimiento de cada nuevo monarca. Y ello, en rigor, es radical y precisamente contrario al hecho de regirse por una monarquía misma y es, sin duda, bien significativo. Porque el paso de un rey al siguiente, cumplidas las condiciones hoy legales de la aceptación por las Cortes y del juramento del investido, advenido o ensalzado en los términos que especifican las leyes, debiera al menos aparentar ser un hecho perfectamente natural, fuera de pleitos dinásticos, que, por esta vez, parece que es lo único que no se suscita. Algo es algo.

Sin embargo, el debate sobre la legitimidad monárquica es el verdadero fondo de la cuestión y lo curioso es que no solo lo suscitan quienes dudan de ella, o manifiestamente proclaman que no existe, sino que sus propios partidarios apelan a su nítida existencia –a su entender– como si fuera un artículo de fe, cuando, sin embargo, pocas cuestiones más espinosas y enquistadas nos trajo el pasado y mantiene aún el presente, por ser, en definitiva y como mínimo, dicha legitimidad más que discutible y sin duda opinable. 

Y este debate sobre la legitimidad no resulta ocioso, pues es el fondo verdadero de la cuestión. Y es el fondo de la cuestión porque el pleito sobre Monarquía o República ya había quedado zanjado en 1931 con la renuncia, huida o dimisión de Alfonso XIII, después de un largo reinado, en lo básico desastroso, permitiendo una dictadura, la de Miguel Primo de Rivera, que logró enemistarse con todo el espectro político, desde estudiantes a militares, desde conservadores a republicanos, y enfangarse en las guerras africanas, cuyo único beneficio verdadero lo experimentaron los fabricantes de ataúdes. De últimas, solo salvó el reinado el propio hecho en sí de su partida y la admisión en la célebre carta del Duque de Maura firmada por el Rey como la de su renuncia al trono, que no abdicación, en la cual la Corona hacía depositaria de la soberanía de la nación al pueblo español. Tardío, pero significativo reconocimiento, viniendo de quien venía, y aunque fuera per interposta persona.

Sin embargo, toda la articulación legal y constitucional inmediatamente posterior del Estado español, libremente constituido en República, perfectamente legítima y democrática según los usos de la época, quedó desmantelada con el sanguinario golpe de estado del general Franco que, tras su victoria, hizo y deshizo a su antojo la totalidad del entramado institucional, sustituyendo en la práctica cualquier legitimidad por el derecho de guerra y su artículo único de obligado cumplimiento en lo substancial: el simple vae victis.

De esta forma, mediante un referéndum sin control alguno, y con la propaganda a favor del ‘No’ prohibida, es decir, ajeno a cualquier uso democrático civilizado, incluso para la época, el franquismo estableció en 1947, por su cuenta y riesgo y desde los poderes omnímodos de aquella dictadura, que la forma del Estado Español sería, en lo sucesivo, nuevamente la monarquía, esta con el trono vacante y desempeñando de manera interina, pero a perpetuidad, la Jefatura del Estado el propio dictador hasta nueva orden del mismo, o hasta que se produjera el ‘hecho sucesorio’, es decir, su propio fallecimiento, como con pintoresco –o patético– eufemismo se denominó oficialmente y en lo sucesivo el asunto.

No siendo suficiente la parcial y atrabiliaria decisión, endosada a los españoles apelando a su propia y falseada aquiescencia, el año siguiente el dictador comunicó al detentor de los derechos dinásticos de la monarquía, Juan de Borbón, que esta, por decisión igualmente exclusiva del dictador, no sería repuesta un día en su persona sino en la de su heredero Juan Carlos, saltándose así, en primer lugar, con la decisión anterior, la legitimidad democrática, y con esta segunda también la dinástica. Ni que decir tiene, aunque conviene recordarlo, que esta segunda decisión, una vez más, no fue negociada, votada ni consensuada sino, sencillamente, impuesta sin más, un trágala enésimo, en este caso para la dinastía, con carácter de irrevocable y por supuesto no sometida a consulta de la voluntad popular y fuera de cualquier tipo de ejercicio democrático de ninguna clase.

En 1969, otro referéndum, en similares condiciones de transparencia y de desigualdad sobre la propaganda de las opciones, algo más maquilladas, eso sí, por los tiempos, pero substancialmente las mismas, es decir, ninguna, refrendó la así llamada Ley Orgánica del Estado, separó los cargos de la Jefatura del Estado y de la Presidencia del Gobierno, ostentados hasta entonces conjuntamente por el dictador y estableció como su futuro sucesor, a título de Rey, a Juan Carlos de Borbón.

Hasta aquí, en muy sucinto resumen, la torcida legalidad franquista, que infectó, inficionó, o como mejor prefiera decirse, la legalidad de esa reinstauración por decreto de la monarquía. Decisión tomada en solitario por la Dictadura y que por muchas gruesas capas de maquillaje que le colocara ella misma, más las sucesivas, aportadas con delicado esmero en la Transición –pero estas, si se me permite la puntualización, de más difícil justificación intelectual–, trajeron en su conjunto el hecho cumplido e inevitable de la restauración monárquica, aunque jamás sometida a refrendo popular en igualdad de condiciones frente a la opción contraria, la de la República.

Fallecido el dictador, dio comienzo la llamada Transición, durante la cual se llevó a cabo la labor, suficientemente conocida y ponderada por todos, de adecuar la legislación de la Dictadura, transformándola, hasta convertirla en otra muy diferente, adaptada a usos democráticos más o menos asimilados con los de nuestro entorno y tiempo.

Y esta tarea, también hasta cierto punto, ha salido airosa en gran número de aspectos y durante un buen plazo de tiempo, pero se acometió también con el defecto de base de no enmendar algunos de los enredos más intrincados que dejó la dictadura fascista. Y aquel espíritu no revanchista y el acuerdo de no pedir cuentas que caracterizó fundamentalmente a la Transición, pudo tener sus aspectos positivos y resultar comprensible, máxime entonces, en el sentido de que el borrón y cuenta nueva parecían producirse en beneficio general o mayoritario para no añadir aun más graves problemas a los ya gravísimos que existían en la época.

Pero lo cierto es que en la reinstauración efectiva de la Monarquía y la articulación por aproximado consenso de la Constitución del 78, se atendió a muchos aspectos positivos por entonces novedosos aquí, en particular en lo tocante a la inclusión de derechos nunca disfrutados y que los tiempos demandaban, y que así acabaron por hacerse felizmente consuetudinarios, pero, a su vez, se cerraron en falso otros asuntos que decidieron no tocarse y sobre los que no fue posible establecer nunca ningún tipo de matizaciones. En consecuencia, a día de hoy, algunos preceptos constitucionales empiezan a ser chocantes por su existencia y, en cambio, otros no se cumplen, y aun otros más sencillamente no existen, constituyendo todo ello razones justificadas, y por las cuales también se insta hoy, desde muchas posiciones diferentes, a los necesarios retoques a efectuar a la Constitución; nada que suponga enormes revoluciones. Los mayores buques, de vez en cuando, recalan en astilleros y nadie se hace cruces por ello, incluso si salen pintados de otro color.

Porque, frente a quienes argumentan que la Constitución fue votada mayoritariamente en el 78, y tal cosa es cierta, y que dichas elecciones fueron democráticamente impecables, lo cual también lo es en el sentido del recuento, pero algo menos en el de la igualdad de oportunidades para la propaganda de las opciones al sí o al no, en cuanto a lo que significaba y trajeran una u otra opción, lo también cierto, y que resulta en un grave vicio de fondo sobre la realidad democrática de entonces, es que, con las cuestiones puestas sobre el tapete de la Transición, y con los fusiles hasta después del 23-F todavía apuntando a las sienes de la izquierda, la posibilidad de optar o no por una Monarquía o una República, literalmente no existió jamás. Y esto, además de no ser, por una vez, un vicio más del franquismo, pues fue posterior, sí que atañe, y muchísimo, al fondo actual de la cuestión de la legitimidad y sirve más que bien de justificación para todos aquellos que siguen siendo partidarios de proponer una confrontación civilizada entre ambas opciones por la única vía posible, la del referéndum.

La izquierda, en aquellos años, seguramente con buena parte de razón para obrar así y justificarlo, intercambió su derecho a la existencia o a la vida, hasta entonces no solo cuestionada, sino sencillamente prohibida a todo efecto institucional, por la firma de una especie de perdón, extensivo al futuro, no solo sobre los hechos militares y sus secuelas, sino también sobre buena parte del entramado legislativo sucesivamente impuesto de manera del todo ajena a toda posibilidad de discrepancia y consenso a un 50% como mínimo de la población de España. Es decir, en otras palabras, y a falta de otra alternativa, ya que era un lo tomas o lo dejas, la izquierda de la época se avino a legalizar a posteriori el robo ya acontecido de la soberanía al conjunto de los españoles a cambio de la seguridad de no volver a ser fusilada y de la inclusión de algunas de sus aspiraciones en la Constitución. Y si tal cosa fuera comprensible entonces, sin embargo, hoy ya no lo es con toda certeza.

Así, la Monarquía se vio en la tesitura de ver añadidos, volente o nolente, a los ya habidos vicios o carencias de consenso en los mecanismos de su reinstauración durante la Dictadura, en lo tocante a su legitimidad verdadera, otros, menos ostentosos, pero de la misma índole, es decir, de insuficiencia flagrante de su legitimidad democrática misma, por vicio de nacimiento, podría decirse, durante y a consecuencia también de la Transición. Y así hasta hoy.

Y esto es así, y lo será igualmente, al margen del desempeño, más acertado o no, de la función por parte de las personas llamadas a ello, el Rey Juan Carlos recién abdicado y el futuro Rey Felipe VI y sus sucesores. Y un asunto es la simpatía, el carisma, la popularidad y el acierto, o sus opuestos, con los cuales los titulares de la Corona y sus familiares desempeñaron, y vayan a desempeñar, sus tareas, y a su vez lo mismo es, en lo tocante a popularidad, antipatías o simpatías para quienes juzguen y contemplen desde su propia óptica, todas legitimas, por cierto, e igualmente respetables –pues tales se supone que son hoy las reglas teóricas del juego, y así se proclama a diario desde todas partes, salvo que se llegue a la conclusión de que nos están engañando–, y otra el hurto de soberanía consumado, ya de casi ochenta años de antigüedad, pero jamás reparado, y del cual, con mayor o menor voluntad propia, pero sin duda no con ausencia de ella, ha sido beneficiaria una institución que, desde la legalidad, sin embargo, y en parte por su propia decisión, ya estaba formalmente acabada y puesta fuera de juego.

Por otra parte, suponer grandeza, sentido de la justicia y de la historia y respeto a la voluntad popular, bien sabemos cualquiera que es mucho pedirle a instituciones que, en lo substancial, son mecanismos de poder, se benefician de él y llevan en el genoma la necesidad de ostentarlo y compartirlo lo menos posible, máxime cuando, además, dependen, para perpetuarse, del más antiguo y desprestigiado de los conceptos de cómo alcanzar el poder, el derecho de sangre, una anacronía histórica hoy casi imposible de comprender, como el derecho feudal o los juegos del circo romano.

No obstante, y a pesar de ello, hoy, día 8 de junio, decía Manuel Vicent en el diario El País, con su agudeza y limpieza habitual, que el mejor regalo que podría hacerse a sí mismo Felipe VI sería un referéndum sobre Monarquía o República, porque lo iba a ganar. Y añadiré que estoy casi de acuerdo en que, en efecto, lo ganaría, y seguramente de manera amplia, y en que el propio gesto en sí ahondaría la diferencia, a mayor abundamiento.

Pero no estoy de acuerdo con el fondo de la cuestión. Pues lo que pienso es que no es a la Monarquía a la que corresponde decidir sobre su legitimidad o plantearla. Lo que realmente cerraría la Transición y colocaría a España en el verdadero estatus de un auténtico estado de derecho, no solo proclamado de boquilla, sino real, ese con el cual toda la clase política gusta de adornarse, pero que en la práctica mal se compadece con los hechos observados, sería precisamente que dicho referéndum lo instaran el común acuerdo de los partidos, o una amplia mayoría de ellos, para así devolver la voz que le fue retirada a los españoles en su día por medios que hoy cualquiera considera por completo execrables e inadmisibles desde cualquier óptica que pueda contemplarlos.

Y es más, cerraría de verdad la Transición y España adquiriría el estatus de un auténtico Estado de Derecho, el que un mecanismo de consultas populares solicitadas mediante la obtención de firmas –en número siempre muy elevado, para evitar consultar sobre fruslerías,– fuera consagrado por la Constitución como método para la resolución de controversias, en aquellos casos en que la población lo solicitara, y no sólo dejándolo reservado a sus políticos, con su uso o, mejor dicho, desuso, del artificio vicario actualmente existente y, en virtud de la existencia de dicho mecanismo, entonces, ya por mandato constitucional, cualquier referéndum instado, sobre el asunto que fuera, hubiera de celebrarse dentro de determinados plazos, sin otros condicionantes y con resultados vinculantes para todos.

Por lo tanto, y ya me cuesta por lo que lo aprecio, quisiera enmendar a don Manuel y decirle que no es el Príncipe o el Rey quien tiene que preguntarnos, a instancia suya, si lo queremos mucho, sino nosotros, a exclusiva y soberana instancia nuestra, hacerle conocer nuestro amor o desamor, pero bien expresado en números y a los efectos oportunos, a él y a todos aquellos que pretenden obrar por bocas ajenas, ostentando una representatividad mediatizada y, como todos sabemos, falseada por demasiadas otras consideraciones. Porque las preguntas directas y efectuadas a todos sobre un asunto específico son las únicas que de verdad proporcionan la contestación adecuada y a la cual atenerse y, eso es, en definitiva, lo que se le hurta a la población al negarle la consulta y lo que constituye un verdadero vicio antidemocrático al cual no se puede negar que seguimos todavía sometidos.

Y entonces, oídos los interesados, es decir, todos los españoles, la Corona, de ganar, sí vería esta vez realmente legitimada su existencia, y tal cosa, la clarificación misma, sería excelente para toda la sociedad e incluso, en este caso, también para los republicanos, si perdiéramos, porque se habría elegido de verdad en libertad, y ese sí es de verdad el valor que cuenta. Y de perder la Monarquía no ocurriría más que habría que aportar los cambios pertinentes a la Constitución, y apenas nada más. Difícilmente fuera a cambiar gran cosa la existencia de los españoles con la victoria de unos u otros, pero sí ganaría, e inmensamente, la sociedad civil, finalmente propietaria así y responsable de sus decisiones, lo cual no sería pequeña mejora democrática.

Y una Corona o una República, verdaderamente legitimadas, que es por donde empezaba el artículo, no llevarían más que a evitar, hasta nuevos tiempos que nadie puede anticipar, un debate sobre legitimidad a cada nuevo cambio de monarca, y los que le sigan, debate lamentable, pero necesario por los vicios de origen expuestos, y que no vemos en los países de nuestro entorno cuando a un Presidente de la República le sucede otro con estricta normalidad, y lo mismo valga con la testa coronada que sigue a su antecesora y sin que a cada uno de estos relevos media Francia o media Holanda o media Europa sientan la necesidad de solicitar el debate o la revisión de su forma de estado. Pero, si aquí ocurre así, y no puede negarse que ocurre, habrá que preguntarse por las causas y dejar de hablar de atrabiliarias reivindicaciones de la izquierda, porque lo de verdad atrabiliario es a lo que estuvimos sometidos, todos, de origen, pero sin haberlo sabido enmendar jamás.

Por lo tanto, hoy, y se supone que desde unos usos democráticos teóricamente muy mejorados, al menos en teoría, solicitar, postular o exigir un referéndum sobre monarquía o república no parece tampoco más que hablar de una restauración más, y bastante suave, de hecho; pero nada menos que la del derecho de los españoles a expresar su opinión sobre uno de los asuntos de mayor calado en su convivencia y que afecta directamente a su forma de regirse en libertad.

Vendría a ser la petición formal al comité que corresponda para que la pelea la celebren de nuevo los dos boxeadores, pero sin que uno de ellos, siempre el mismo, lleve una mano atada a la espalda.

Tiene la Corona una buena tarea por delante, qué duda cabe. La primera, instar una solución del problema territorial que siga haciendo posible la propia España dentro de sus límites territoriales actuales, pero previa a esa, está la de instar una articulación de derechos, incluido el propio encaje territorial, que pueda satisfacer a los muchísimos más, y no a los bastantes menos, para así alcanzar de verdad un poder arbitral aceptado y respetado por mayoría. De no lograrlo, esa labor la hará una República y más antes que tarde, y la Monarquía no podrá ya vender su 23-F, incluso si fuera por todos proclamada su prístina inocencia, durante otros cuarenta años más. La monarquía, tradicionalmente, es una institución, al menos en España, más apoyada por la derecha que por la izquierda, y lo que tendrá que vender para sobrevivir es más democracia y representatividad y centrarse mucho, mucho más, en el sentido político de derechas e izquierdas en España. Si terminara por depender exclusivamente del apoyo del PP, o derecha equivalente, y tal cosa en un mañana imaginable no es para nada improbable, el primer vaivén electoral importante la llevaría al desván de la historia.

Esta transición monárquica, hoy obligada por errores de bulto en su propia gestión interna más que por el propio deterioro físico del monarca y llevada a cabo en estos días, probablemente con eficacia y oportunidad táctica en la elección de sus tiempos, tiene, sin embargo, que dotarse también de una visión estratégica que será lo único que podrá mantenerla a flote, máxime, cuando pilotará una nave que apenas mantiene con enorme esfuerzo la línea de flotación, con la mitad de la tripulación enojada con toda justicia, y parte de ella aun al borde del motín.


Ignoro si el futuro Rey instará un referéndum, no todo me dice que no para mi propia sorpresa, o si lo permitirá el PP en su lugar, u obrando como su testaferro algún día, pero, salvo milagro, antes o después habrá de hacerse, aunque solo fuera por salud democrática. Y que entonces gane el mejor.



Hoy mismo, noveno Roland Garros, Rafa Nadal for President... Y perdónenme los lectores el guiño.

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