martes, 27 de enero de 2015

De las medidas y de las penas.



Hay una cosa que me desquicia de los termómetros. Estamos en pleno invierno, es enero y afuera hay dos grados. En esta habitación, veinte. O, al menos, eso jura mi fiel aparato. Pero yo estoy muerto de frío y llevo dos jerséis. Y llega mayo y afuera hay veinticinco, veintisiete gloriosos grados, como los misterios. Y el mismo termómetro de esta misma habitación, con los mismos enseres dentro y este mismo escribidor, e igualmente con la ventana cerrada y sin dar el sol, sentencia que dentro tengo veintitrés, veinticuatro grados. Pero yo estoy felizmente en camiseta y tengo calor.

Así pues, ¿con cuatro grados de diferencia se puede pasar de la zozobra a la felicidad térmica? Porque no es eso lo que diríamos cualquiera de la temperatura, así, al bote pronto, ni lo que de toda la vida nos ha sido enseñado. Sin embargo, es lo que hay. Y la conclusión inevitable, entonces, es que mi frío y mi calor no dependen gran cosa de lo que afirme el termómetro de mi cuarto, así se desgañite. Porque parecen depender mucho más directamente de lo que caiga fuera y a completo despecho del termómetro mismo y también de los muy respetables señores Fahrenheit, Réaumur, Celsius y del mismo Lord Kelvin, mazo de sabedores sobre el asunto, pensaba uno.

Lo peor, es que lo mismo se diría que ocurre con las magnitudes macroeconómicas, esos supuestos termómetros de la economía, instrumentos rutilantes y cromados que dicen medir las incontrovertibles verdades y magnitudes de una ciencia positiva. Pero esto, sólo de avenirse cualquiera, bien se entiende, a llamar ciencia a la economía y a su instrumental, no se sabe si quirúrgico o militar, con el que esta se justifica a sí misma para apellidarse ciencia. Porque es una ciencia que proclama un día una cosa y al otro su contraria y sin que se le despeine ni un caracolillo debajo de su preceptiva capa de Patrico. Que esa sí que es la verdadera constante fundamental de la economía, la capa de Patrico que uniforma la cabeza de sus patricios, y no otras.

Porque lo cierto es que ya es rutinario que la economía y sus hechiceros y sus sacerdotes y sus gurús, incluso sus supuestos einsteines, galileos y descartes predigan una cosa, pero lo que acontezca sea otra distinta. Y así una vez y otra, con una previsibilidad que ya la quisiera la física nuclear para sí. Si dicen esto, pasa lo otro, infaliblemente. Y sea que se equivoquen ellos o que se equivoquen sus prismas, péndulos y visores, lo cierto es que cada vez que esa tribu proclama sus verdades, no pocos nos sentimos con cierto derecho al escepticismo epistemológico, es decir, a concluir con mesura, sosegadamente y en razón... !Y tu puta madre, farsante!

Y no por acientíficos, cabe añadir, que la ciencia, con su C mayúscula nos ha llevado con cierto éxito a la Luna y hasta a volver de ella, y a Marte y a que tengamos sobre nuestras mesas esos ingenios portentosos que llamamos ordenadores. Y a que se nos cure un cáncer bastantes más veces de las que no, que no es poco éxito, me concederán.

Pero si una ciencia y sus sabedores te juran a pies juntillas que tú engordas y engordas, pero tú, tu espejo y tu peso, que te costaron un pico, y tu madre y tu mujer y tu hijo y hasta Pascual, el del bar de abajo, donde quemas el subsidio, por excesivo, llevan una larga temporada diciéndote que te estás quedando en la huesa y que te vayas a mirártelo, uno, por muy doctor que pudiera ser por el Caltech o el MIT mismísimos, bien se puede acabar por permitir ciertas discrepancias con algunos paradigmas, con el acreditado instrumental de medida, con las conclusiones e incluso con la madre que los parió a todos ellos.

Máxime cuando, por añadidura, un ‘científico’ del FMI, o un celebrado ex directivo de Saca & Mantecas & Brothers o de la Banca de Inversión Landrú, Candelas & Associated, con sus acreditados postgrados en Alcatraz, Sing Sing, La Santé y Nanclares de Oca, y con la avidez más aviesa y rapaz pintada en la cara, te vienen a recriminar que es que tú, de economía, no entiendes nada de nada, tarugo, y que mejor te callas y dejas hacer a los que saben y conocen. Y te agarran del bracito consumido por los restauradores caldos que se llevan hechos con lo que fueran tus bíceps y te dicen: –Pero hombre de Dios, si mire usted las chichas que le van saliendo... Eso es que no sólo progresa adecuadamente, sino que come más de lo debido. Ande, relájese, huya del estrés. Mire, yo mismo, sin ir más lejos, no sabe cómo elimino las tensiones gracias al squash. Y me deshago de las toxinas, de paso. Se lo recomiendo vivamente–.

Y tú, tú no quieres convertirte en un asesino. Pero cuesta lograrlo, ya lo creo. Y por lo menos te das el gusto de hacerles un escrache, aun siendo delito de lesa humanidad, o ya más bien de genocidio, y te plantas debajo de sus casas con tremebundos carteles donde apuntas, lleno de ira y revanchismo insoportable, que ¡Jolines!, que ¡Caramba! y que ¡Qué contrariedad, muy señor mío!, que es lo más que le está permitido decir a la infantería social sin tener que dar con su apreciada sustancia para caldos patricios en presidio o en galeras. O en la morgue, donde certificarán su muerte natural. –Natural porque estaba consumido, el pobre, y no, no, queda descartado por completo, la bala en el pecho no tuvo nada que ver, si ya estaba aniquilado, el escuerzo–, según dictaminará el peritaje forense. Satisfactoria victoria póstuma, pues. –No, si ya le decía yo que adelgazaba y adelgazaba, doctor...–.

Y así, tal cual, toda esta mejora que nos ponderan con más números que un cabalista. –¡El uno por ciento más!–, le dice el galeno a Paco o, más bien a su huesa, cuando baja de la báscula. –¡Muy bien!, bien se aprecia el esfuerzo y la mejora, pero no entiendo cómo no pone usted más cara de alegría. Pues ándese con cuidado, que no es nada bueno para la salud ser un cenizo...–. Le espeta el sabio.

Pero llega otro galeno al punto, ajusta una miaja la ruedecilla del peso y le dice: –Por favor, vuelva a subirse usted, es que estaba mal calibrado. ¿Lo ve? ¡Es el dos por ciento más!... ¡Enhorabuena, amigo, se está poniendo usted de buen año!– Mas entonces aparece de inmediato otro entendedor y sin que le dé ni tiempo a Paco a volverse a poner los zapatos agujereados y la chaquetuca raída, le dice que espere un momento, agarra el peso, lo sacude un poco, lo calza de una esquina, le aprieta un tornillo, le gira una tripa, mueve una pesa, toca otra más, le echa unas gotas de 3 en 1 y una jaculatoria y le indica: –Es que ha habido una modificación en el protocolo de las pesadas, así que tenga usted la amabilidad de volverse a subir a la báscula...– ¡Mire, mire, es el tres por ciento!, ¡El tres por ciento de mejora!, ¡Increíble!, ¡Alabado sea el Santísimo! ¿Es que no ve usted cómo se está poniendo de cebón? Eso son esas vitaminas que le indicamos, tienen pésimo sabor pero van como un tiro... ¿Ve cómo teníamos razón? ¡Albricias, albricias!– Y se finca de hinojos y se pone a rezar un Credo y una Salve, debidamente orientado hacia Santiago de Compostela o hacia la Basílica del Pilar... pues ejerce y disfruta el sabio, como cualquiera, de nuestras libertades constitucionales. Y como es de justicia.

Y el escuchimizado mejorante se baja del peso, como si este tuviera la altura de un alféizar, con todo el cuidado para no quebrarse una espinilla, ya prácticamente a la vista entre los pellejos de lo que fueron sus piernas y se vuelve, como puede, para su solución habitacional, de la que le desahuciarán la semana próxima, salvo que la fuerza de la gravedad invierta su sentido y se modifiquen la velocidad de la luz y la constante de Planck. Y el número de Avogadro.

–Matilde, que me ha dicho el doctor Guindos otra vez, aunque hoy tenía un follón del carajo en la consulta, que engordo a ojos vistas, ¿Tú cómo lo ves? –Si Paco, sí que engordas a ojos vista, mi amor precioso...–.

Y lo abraza con delicada ternura y le da un beso en los dos hilos consumidos y cenicientos de sus labios que ya ni le mal disimulan la calavera y después se vuelve, yéndose para el baño, mientras se saca un pañueluco del puño para enjugarse los ojos en el pasillo, donde no la vea. Y para poder quedarse llorando a rienda suelta. A solas. Relajadamente.

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