miércoles, 21 de enero de 2015

Preguntas para el futuro próximo



Inicio con este suelto, estos días noticia de cabecera en numerosos medios de todo el mundo:
Como parte de su crítica al "vertiginoso incremento de la desigualdad", Oxfam ha publicado un estudio que estima que el 1% más rico de la población mundial tendrá más dinero que el 99% en 2016.

Y, añado, ese 1% de la población mundial son 70 millones de personas, los que cabría llamar los ‘muy ricos’. Pues bien, dentro de esa misma categoría de los más afortunados, los porcentajes seguirían siendo casi los mismos. El 1% de ellos, es decir 700.00 personas, poseerían otra vez el 99% del total de ese grupo, y aun esta operación se podría repetir otras dos veces más y seguiría siendo casi cierta. Y quedaría al final ese grupo de personas que cabrían en un autobús, como a veces se glosa la cifra, siete, setenta personas, o cien, o mil, porque daría lo mismo, que, en definitiva, poseen la mayor parte de los bienes de la tierra. Y con nuestra bendita aquiescencia.

Una de ellas, el propietario de Zara, Amancio Ortega, la mayor fortuna de España, que posee, él solo, algo más del ¡5%! de todo el producto nacional bruto de este país, una cifra que, para entender su magnitud, representa dos tercios de lo que ha costado el rescate total de la banca en España, con su consecuencia de ruinas y de servicios dejados de prestar por el estado, y que representa incluso más de lo que ha sido el total de los recortes padecidos. Y España no es un pequeño país, ocupa por su PIB el número 13 o 14 de la lista de los del mundo, es decir, lo creamos o no, es mucho más una potencia económica que otra cosa.

Y en este dudoso honor de la desigualdad estamos, por cierto, entre los más aventajados de los alumnos, el segundo país de Europa al respecto. Y estas cifras abracadabrantes, vistas a secas, dirán poco o mucho, según se sepa o quiera ponerlas en contexto, pero de lo que informan, en sustancia, es de que, por ejemplo, la riqueza del mundo no estaba así de desigualmente repartida desde la Belle époque, años 20 del siglo XX, casi un siglo. Y no porque lo diga yo, que me limito a registrar lo que dicen agencias internacionales o Krugman, Piketty, Stiglitz... en fin, organismos de toda credibilidad y premios nobeles, economistas mundialmente acreditados, sabios y autoridades en su campo, en definitiva, y también lo mismo, dicho, analizado y estudiado por algunos de nuestros economistas más celebrados, Santiago Niño, Vicenç Navarro o el fallecido Sampedro Y coro hoy ya de tal magnitud que hasta ha venido a unírsele, ¿quién?, pues el mismo Papa de Roma. Vivir para ver.

Y lo que esta desigualdad viene a recordarme, pero ya de mi exclusiva cosecha, es al siglo XVIII, en su infame distribución de rentas. Que desembocó en la Revolución francesa, para recordatorio de sátrapas. Y me lo recuerda en el sentido de la irresponsabilidad de sus gobernantes y de sus clases aristocráticas, del todo comparables en su insensibilidad social y dejación de sus deberes a nuestras clases actuales de gobernantes y a nuestra moderna ‘aristocracia’ económica, esa que, por otro nombre, pero bien poco diferente en sus privilegios y usos a la de hace tres siglos, hoy llamamos la de los ‘señores’ del mercado.

Pero incluso, y a mayor agravante para la modernidad, son muchos los factores a favor de nuestros antepasados ilustrados en comparación con nuestros políticos actuales. Porque, en definitiva y con todo lo pavoroso del cuadro de su época, nuestros ilustrados tatarabuelos venían de algo que era indudablemente peor y su tarea de gobernanza consistió, en muchas de sus partes sustanciales, en aspirar a la modernidad y en lograr una mejora sobre las condiciones anteriores, sólo que no realizada con la diligencia y al ritmo que ya esa época y aquella sociedad demandaban irremediablemente. Y este desacople entre lo que ellos veían posible y lo que era realmente imprescindible fue lo que trajo la Revolución, en definitiva, por su incapacidad de interpretar el terreno que estaban pisando, un terreno que creían conocido y propio, pero que ya había dejado de serlo. Y, ¿cómo no comparar, entonces, actitudes, incapacidades y cegueras que, a pesar de los siglos y los cambios, no dejan de parecer calcadas, se las mire cómo se las mire?

Y sin embargo, este hacer de entonces, hasta cierto punto voluntarioso, pero insuficiente y cicatero en tanta medida, de ninguna manera puede proclamarse que fuera tan dañino y absurdo como el de nuestros gobernantes de los últimos 30-40 años, responsables sin más paliativos de que el fenómeno de la desigualdad invirtiera su larga tendencia a la mejora, perfectamente computado con estadísticas hasta entrados los años 70, y de que, a partir de ese punto, ese mal hacer llevara a invertir dicho ritmo histórico de los dos siglos anteriores y aun se agravara posteriormente en sentido inverso al que cualquiera entiende por bueno, deseable y coherente, y a velocidades cada vez mayores en su empeoramiento.

Siendo ello lo que ha llevado a las cifras que encabezan el artículo, un verdadero caso de alarma mundial, que, hoy, en Europa, justifica cualquier pesimismo, cualquier diatriba y la ya más que urgente necesidad de empezar a actuar para desmantelar semejante absurdo de situación que, a mi entender de nuevo, bordea hoy lo simplemente criminal, y que, si no es tenido mayoritariamente por tal, es por la simple falta de leyes que así lo contemplen, pero que acabarán por hacerlo.

Porque no es lo mismo partir de una situación indeseable o terrible y no ser capaces de enmendarla al ritmo que las sociedades demandaban, como sucedió en el siglo XVIII, que el partir de una situación contraria, incomparablemente más favorable ya en pleno siglo XX, y llevarla a números que se van pareciendo cada vez más a los de épocas históricas que se creían felizmente olvidadas y superadas en cualquier sentido.

Paul Krugman, premio Nobel de Economía, tiene realizado el siguiente diagnóstico al respecto, y este es de una sencillez al alcance del entendimiento de un párvulo: Las clases políticas de estos últimos años no han sido capaces de oponerse (el subrayado es mío) a las élites económicas mundiales y de sus propios países. Así dicho, palabra más o menos, pues cito de memoria. Y así de sencillo y obvio. Naturalmente, dicha consideración difícilmente apelable, lleva emparejado el entendimiento de algo igualmente meridiano: que hubo un momento anterior en que sí se enfrentaban los políticos a sus élites, como la historia nos tiene enseñado.

Y, este vergonzoso, cobarde e incivil no oponerse de hoy en día, añado yo, lleva a consecuencias merecedoras de frase bíblica. Porque los pueblos, que votan civilizadamente cuando las cosas van bien, o siquiera regular, cuando van mal, terminan por votar a patadas y pueden acabar espetándoles a sus políticos: por no ser ni fríos ni calientes os vomitaré de mi boca.

Porque los políticos, es decir, los llamados a ejercer el control social en sus estados, han abdicado de buena parte de las funciones a desempeñar para lograrlo y que no consisten precisa y solamente en atender a las medidas de policía para mantener tranquilas, o sujetas, a las poblaciones. Esas son soluciones del XIX, que bien pueden seguir sirviendo en el XXI, pero pueden servir una vez, dos, doce, treinta veces. Hasta que las costuras revientan y son entonces las fieles policías y las fuerzas armadas las que amablemente acompañan a la santa turba a ocupar el poder, en la esperanza común de rediseñarlo.

Y, además, la pregunta sería: ¿mantener las poblaciones sujetas? ¿Pero sujetas a qué? ¿Sujetas a satisfacer única y necesariamente las necesidades de sus élites y no, además, las de todo el común, que son las de los muchísimos más? ¿Y cuál éxito social sería eso? ¿Y qué clase de modernidad, entonces, sería este regreso a una antigüedad, no ya ilustrada, sino bimilenaria? 

Porque la contestación obvia a estas alturas de civilización, con poblaciones cada vez mejor educadas y conocedoras de tantas más cosas que las poblaciones esclavas de siglos anteriores y, además, más y más interconectadas por todos los maravillosos avances de la modernidad, no puede ser otra que una laica, pero igualmente religiosa y civil y justificada y coral y sonora y olímpica y solemnísima pedorreta, canónicamente realizada con los dedos de una mano apretados en círculo delante de la boca y que resuene atronadora desde las Aleutianas a las Canarias, pasando por los géiseres de Islandia y los arrozales de China.

Porque hoy las nuevas preguntas son de otra clase y aun más lo serán en el próximo futuro, y abarcarán un campo amplísimo de cuestiones, de las cuales, hasta ahora mismo, sólo se ha procedido a atender y satisfacer en su mayor parte solo a aquellas derivadas de las necesidades económicas de las élites.

Y cabrá preguntarse entonces, por ejemplo, a dónde lleva y a quién beneficia que el trabajo, paulatinamente, lo realicen más y más robots y no personas, porque liberarse de la bíblica maldición de trabajar para caer directamente en la de no comer, así y sin más matices, que es como viene ocurriendo, coincide exactamente con la popular figura de hacer un pan con unas hostias, y que será expresión castellana de lo más rústica, pero que retrata con perfecta limpieza y entendimiento de cualquiera el sentir de lo que es exactamente hacer gilipolleces, o el permitir hacerlas.

Y el a quiénes beneficia tal práctica se contesta sólo. No al trabajador que va al paro, para ya no salir de él, sino a quien tiene el capital suficiente para adquirir y beneficiarse en exclusiva de la labor de esas máquinas que realizan el trabajo de uno o muchos hombres y que cuestan la décima o la centésima parte de lo que habría que pagarle a un ser humano, o a varios, a lo largo de su vida laboral, y adquiridas además y precisamente con esa finalidad, la de deshacerse de los seres humanos. 

No digamos ya si se logra, encima, que a cargo de estas máquinas, vía deslocalización –otra práctica esta, por cierto, sobre la que también habrá que preguntarse, y mucho–, sean contratados seres semiesclavos en lugar de los antiguos trabajadores industriales, usufructuarios de muchos derechos, al contrario que los de estos nuevos siervos que se reducen al de su vida y reproducción, la yacija, el alimento y unos céntimos, a cambio de su inacabable trabajo. Luego entonces, todos esos avances sirven para la acumulación de un beneficio creciente para unos y para el ingreso en la pobreza de infinitos más y con el sustancial añadido de que no venimos de la Edad Media, sino de una época de riqueza y mejor reparto de la misma, no de lo contrario. Sin embargo, cualquiera comprende que esto, llevado a sus últimas consecuencias, prefigura por fuerza, de no tomarse otras medidas, un estallido social.

Pero lo cierto es que el desarrollo tecnológico se dirige con toda evidencia hacia la sustitución del trabajo del hombre por el de máquinas, cada vez en más sectores y a una escala que ríase nadie de lo ocurrido al principio de la era industrial. Y esto, tengámoslo bien claro, sería bueno y maravilloso, o debiera serlo, seguramente, mediando una adecuada regulación. De no haberla, en breve, es decir, en treinta, en sesenta, en cien años, no el 10, ni el 25, ni el 50% de muchas poblaciones, antaño prósperas, estará desocupado, lo estará el 60%, el 70% o más de las mismas.

Pero como es igualmente evidente, tal cosa no podrá ser posible contemplada desde cualquier parámetro de los que tenemos por razonables en la actualidad. Porque estas cifran convertirían en imposible el simple concepto de tributación y los servicios sociales a ella asociados y la seguridad y casi cualquier prestación moderna imaginable... Si al 50% de la población, o tal vez más, no se le pueden cobrar impuestos, pues carece de ingresos, ni, en consecuencia, se la va a poder sanar en la enfermedad, llevarla al colegio o tener para darle de comer, y si tampoco se halla la manera de retribuirla por no hacer nada, por el mero hecho de existir, pero debiendo asegurarle al tiempo su supervivencia, siquiera en teoría, ¿qué tipo de sociedad, vista desde el ahora, podría ser esta? Nada que alguien desearía ver. En el mejor de los casos, la de una antigüedad olvidada en la noche de los tiempos, en el peor, la de un estado de conflicto ininterrumpido, guerra y degollina permanente, aquello que acontece cuando no hay ni para comer ni para atender las necesidades primordiales.

Por lo tanto, una excelente pregunta sería: ¿Cómo se habrán de regular social, impositiva y legalmente estos robots y estas máquinas-herramienta, progresivamente más capaces de cualquier tarea y más sofisticadas y productivas? Porque estos aparatos y conjuntos de ingenios híbridos entre hardware y software van a ser los que hagan el trabajo en el futuro, atendidos cientos o millares de millones de ellos por unos otros pocos millones de robots más inteligentes aun y por un corto puñado de millones de humanos a cargo de todo ello. Y esta visión de las máquinas realizándolo prácticamente todo ya no es hoy una hipótesis de ciencia ficción de los tiempos de Julio Verne. Es algo que ya tocamos diariamente con las manos y que sabemos que tan sólo irá a más.

Pero, con los recursos legales y usos sociales de hoy en día, vaya a decírsele hoy, a cualquier titular de los infinitos beneficios que producen dichas máquinas, que de su uso derivan no sólo tan espléndidos beneficios, sino algo definitiva y simultáneamente antisocial, por lo que, en consecuencia, habrán de irse haciendo a la idea de pagar por sus mejoras tecnológicas no sólo su precio de mercado, sino otro mucho mayor aun, el equivalente a X salarios, es decir a buena parte de los que se ahorran para conseguir igual o mayor beneficio, para que de alguna manera así se restituya a la sociedad el daño que se le produce, y siéntese cada cual a imaginar lo que podrían contestar estos propietarios.

Y sin embargo, habrá que hablar de ello y plantearlo y generar las medidas necesarias para que la mayoría de los hombres, en el futuro desprovistos del trabajo que hagan las máquinas por ellos –y, hoy por hoy, el trabajo aun es un derecho– puedan, sin embargo, seguir procurándose su sustento y continuar viviendo como cualquiera entiende que sea el mínimo de lo decente en cualquier momento determinado del futuro, y sin que, se quiere también suponer, se haya de volver a estándares de supervivencia propios de la Edad Media.

Porque un esclavo resulta, como de hábito y desde siempre, ‘útil’, únicamente en la medida del trabajo que desempeña para esa máquina sin alma a la que hoy llaman caritativamente actor económico, pero antaño, explotador. Sin embargo, un parado será en la práctica, para esas mismas entidades o máquinas de producción a caballo entre lo humano y lo inhumano, un deshecho económico y social, rezando para su económico y único entender que ese parado y todos los de su condición han de ser mantenidos a cambio de nada y, si es que de verdad no hay más remedio que mantenerlos, porque se les obligue a ello, o como aquel que dice, a culatazos. Lo cual subleva sus productoras tripas y ciertamente sin querer reparar jamás, no sólo en el mal social producido, sino en que esa condición de deshecho bien puedan ellos mismos adquirirla por cualquier avatar de la existencia o de la fortuna. Como en la antigüedad clásica, en resumen, donde el negrero o el amo, en presencia de cualquier inesperado acontecer podía pasar, de una hora a otra, a la condición de esclavo. Portentoso avance el que encaramos, desde luego.

Ni que decir tiene, por añadidura, que ninguna de estas maquinarias de producir, tomadas una por una, se aviene a admitir que la propia existencia de los desocupados es, en buena parte, responsabilidad de su búsqueda y consecución de mayores beneficios, usando para escudarse frente a ello una verdad que, a su vez, es irrebatible. Y esta es que si no acometen todos y cada uno la consecución de beneficios por la vía de la robotización y tecnificación extrema, lo hará su competencia, llevándolos a su extinción. Lo cual, por desdicha, es efectivamente cierto, pero es cierto sólo por la razón de que así se les PERMITE hacerlo a todos ellos y sin obtención de contrapartidas.

Porque los estados, además de intentar regular, con bastante poco éxito, por cierto, los mecanismos de monopolio y competencia, bien podían dirigir sus miradas a considerar muy seriamente un concepto que vuela muy por encima de todo ello, que sería el tratar de averiguar en qué consiste exactamente el legítimo beneficio privado, el socialmente aconsejable, el tolerable, sin que reviente el sistema y el ecológicamente asumible, estipulando en consecuencia, para permitir alcanzarlo, cuáles sean los medios técnicos que resultan igualmente legítimos y los beneficiosos o no. Pero visto todo ello desde el punto de vista del interés general y social, y no sólo desde la parcialidad de cada productor industrial, financiero o comercial.

Porque entonces, hechas las preguntas y consensuadas las contestaciones, pero no sólo con las élites, se podrían configurar los necesarios instrumentos legales que permitirían modificar el entendimiento sobre cuál es el sentido del trabajo, cuál es en verdad su utilidad social, si verdaderamente es un derecho, un deber o cuál estado intermedio entre ellos y, sobre todo, se lograrían orquestar los medios para que, sin casi trabajo humano o con él, pero adecuadamente repartido este y regulados y tasados sus posibles sustitutos mecánicos según necesidad, se alcanzara el único objetivo razonable para todo este cambio de paradigma: que es el asegurarle a la especie los medios suficientes para su supervivencia, trabajando ella misma o trabajando para ella sus siervos mecánicos. Pero para TODA ella, no para una parte exigua de la misma, lo cual es exactamente el núcleo de la cuestión.

Y así, de la misma manera que hoy se considera ilegítimo, aun cuando bien pudiera ser legítimo, el fabricar cocaína para otros usos que los médicos, igualmente se podría considerar ilegítimo que una pieza determinada de  maquinaria fuera fabricada, si se considerara que su uso resultara perjudicial para la especie, y no por causas médicas solamente, sino porque, por ejemplo, su uso quedara claro que fuera a dejar en la calle, o en la indigencia, a millones de personas, resultando, por lo tanto, su utilización mucho más perjudicial que beneficiosa, una vez tenidos en cuenta todos los parámetros sobre los que incidiera y no sólo aquellos del ansiado beneficio para sus propietarios.

Es, sin duda, una pregunta para el futuro, como lo es otra, hoy mucho más popular, que es la de la legitimidad de un estado o no, o la de un conjunto de ellos, para imponer límites a las diferencias de las retribuciones de las distintas personas. Retribuciones de empleados, para entendernos, no las de los propietarios o accionistas de los distintos tinglados industriales o financieros, que no perciben sueldo, sino otro tipo de emolumentos y de cuya tasación, hoy casi anecdótica, no saldría ya una pregunta a realizar, sino una enciclopedia de ellas. 

Y no es ociosa, puesto que en un pasado nada lejano, los años sesenta del siglo XX, este diferencial de sueldos alcanzaba unas oscilaciones máximas del orden de poco más de 100 a 1. Hoy esta horquilla de la excelencia, aunque para mí y no pocos, de la ignominia, ha alcanzado ya cifras de 500 a 1 y tiende rápidamente a crecer. Una vez más, estos datos no los imagino, los aporta Joseph Stiglitz en su obra El precio de la desigualdad, que mora, debidamente pagada, en mi iPad, y para que no se diga que no contribuyo al necesario sustento de un premio Nobel.

Y es menos ociosa todavía porque esta diferencia es generadora directa de todavía mayor desigualdad, absoluta, en cuanto a su magnitud, y relativa, en la medida en que va a más. Y es, por otra parte, moralmente perversa, por establecer tales diferencias entre los seres humanos, en cuanto al valor de su trabajo, que difícilmente puedan justificarse nada más que desde el criterio económico del interés concreto de una empresa, pero que de ninguna manera resultan trasladables a ningún beneficio social común que pueda derivarse de semejantes desniveles.

Y además, no, no son ensoñaciones, tampoco. También es de la prensa de hoy mismo la noticia de que un tal Francisco Rivera, alias 'Paquirrín' y de profesión 'hijo de', ingresa diarios 7.000 euros por su honrado esfuerzo en no tengo el más mínimo interés en conocer ni en citar en cuál programa, ni de cuál cadena, ni para hacer el qué. Sus compañeros de esfuerzos en la tarea, contratados para hacer lo mismo que él, pero ¡Ay!, sin su cotizada titulación de 'hijo de', cobran, algunos, 30 euros diarios, otros 50. Efectuadas las divisiones, da el trabajador en la báscula unas honradas ratios de 233 a 1 y de 140 a 1 en la escala relativa de emolumentos a su favor. Pas mal. El esfuerzo para prosperar y la voluntad de superación hacen al hombre grande y siempre reciben su merecida recompensa el tesón y el estudio. Bien lo vemos.

A su vez, y esta es otra cuestión, estas remuneraciones de empleados que alcanzan estas magnitudes, y que no son hoy ninguna raridad en el mundo financiero sino su estándar, están empezando a ser denunciadas incluso por los consejos de accionistas de grandes corporaciones, que ven como parte de sus beneficios pasan a manos de unos gestores pagados como cresos pero que, con mucha frecuencia, llevan a demasiadas de estas grandes corporaciones a resultados que de ninguna manera se compadecen con la pujanza de dichos emolumentos.

Una regulación de estos abismos de desigualdad, no sólo sería positiva como terapia social contra la moderna deriva de una búsqueda de beneficio desacoplada de la realidad y generadora de verdaderas antisinergias, pues muy difícilmente, si un dirigente gana 500 veces más que un empleado de a pie, vaya el segundo a realizar el trabajo con demasiado entusiasmo ni con demasiado espíritu cooperativo y corporativo, sino que incluso sería acogida favorablemente por muchos actores del capitalismo más puro y duro que, con toda razón, se sienten estafados por sus propios gestores.

Naturalmente, quien podría acometer este camino de moderación con la mayor facilidad, una vez más, sería el propio mundo de la empresa, pero la salvedad antes citada –si yo no actúo como los demás, me sacarán a patadas del sagrado patio de los beneficios–, termina aconsejando que esto también tenga que ser acometido por quien puede hacerlo, sin verse coartado por las obligaciones internas de cada empresa, es decir, por el estado o conjunto de ellos.

Pero estos estados, a día de hoy, se han lavado las manos con respecto al mundo económico, al que dejan hacer mucho más y mucho más libremente de lo que cualquier buen déspota ilustrado se hubiera permitido soñar. Y así, es el ratón que se muerde la cola o que, más bien, nos roe las manos y los silos, y el nudo gordiano que habrá que cortar para volver a dejar determinadas decisiones económicas, hoy abandonadas al arbitrio exclusivo de la libre empresa, en las legítimas manos políticas, únicas representantes adecuados de la soberanía popular, si es que verdaderamente la representaran, lo cual hoy no es el caso, pero sí que lo que debiera de ser. Y si no todas las decisiones económicas, evidentemente, las principales, estratégicamente hablando.

Y una de ellas, ya para concluir, hoy bien obvia y en creciente exposición en el candelero mediático, por fortuna, es el camino que se habrá de tomar respecto de ciertas ‘exclusivas farmacéuticas’ que, por una parte, son hijas legítimas del esfuerzo inversor y la creatividad de los grandes laboratorios, pero que, por otro, es indudable, resultan en un bien público de primerísima necesidad, pero cuyos precios, artificialmente inflados en pos de la consecución de un beneficio, las hacen imposibles de obtener por parte de aquellos que más las necesitan.

Y en lo que a esto concierne, lo reconozco, declaro mi completa perplejidad por los números que vamos recibiendo de las informaciones de los medios. Porque, y hasta ahí es comprensible, las farmacéuticas declaran que, con los plazos para la explotación de una patente y los elevadísimos costes de investigación y los largos tiempos necesarios para las pruebas y tests de cada nuevo producto, el plazo de amortización de cada nuevo hallazgo es muy corto para las inversiones involucradas, por lo que todo ello conduce a tener que subir enormemente los precios de venta para que, en el plazo en que se es titular de la patente, se puedan recuperar los costes. Y esto es lo que se oye por el lado ‘bueno’ de la comunicación, porque por el malo, el del mazo, se añade siempre la consideración, como coletilla –por no llamarla amenaza– de que si no es así, no merece la pena investigar, por inviable económicamente, y entonces no habrá posibilidad de descubrir o sintetizar nuevos medicamentos y remedios imprescindibles, lo sentimos.

Y podría comprenderse en parte y hasta cierto punto. Lo que no parece tan fácil de comprender, sin embargo, es como, por ejemplo, en el caso del traído y llevado Sovaldi para la hepatitis C, si su coste de producción, como se dice, es de 1.000 euros, se venda a 30.000, o a 60.000. Porque quiero entender que se trata, nada menos, que de un medicamento que no sólo salva, sino que cura definitivamente moribundos, de los que, al parecer, hay millones en el mundo. Pero es obvio que si producir x dosis, cuesta mil euros, producir 30 x dosis, como en cualquier proceso industrial, costará bastante menos. Y que vender 30 x dosis, en lugar de sólo x de ellas, pero a un precio considerablemente más bajo, en el que los beneficios en lugar de 30 x sean sólo de 5 x, por decir un número, llevará más o menos a obtener en el mismo tiempo un beneficio parecido, o mayor, que en definitiva, a la farmacéutica, es lo único que le importa. Pero a la sociedad no, y a los moribundos menos.

Porque el que exista un remedio para una enfermedad cuya única salida, sin él, es la muerte, y que no se puedan arbitrar soluciones, por causa de pura mecánica capitalista, un poco más orientadas al beneficio de todos los afectados y no sólo al de la industria, dice verdaderamente muy, muy poco, de la capacidad de nuestras sociedades modernas de encarrilarse por el bien común. Brasil y la India han roto estos nudos gordianos con la simple decisión de la fabricación de genéricos que, por supuesto, también dejan sus beneficios a la industria, pero de modo bastante más pausado. Y, de últimas, bien se podría preguntar también por la pertinencia o no de la creación, como alternativa, de laboratorios públicos, destinados a proporcionar aquellos remedios que la industria, por el escaso beneficio a obtener con los mismos, considere que no le conviene investigar ni producir, pero que las sociedades, naturalmente demandan, porque los precisan.

¿Y es que acaso ese monstruo de la libre competencia tendría verdaderamente algo que decir y digno de ser escuchado en cuestiones que atañen a la mera supervivencia y sólo por el mero hecho de que ciertas industrias, en determinados campos sanitarios, o simplemente estratégicos, se vieran menoscabadas en sus expectativas de beneficios porque se decidiera, democrática y justificadamente, retirarlas en parte de la explotación de los mismos y acometer una explotación pública, incluso deficitaria, de ellos?

Porque no es lo mismo el déficit para un estado que para una corporación privada. Un estado puede perder o, mejor dicho, gastar dinero para aquello que le interese, no tiene por qué ganar dinero proporcionando sanidad, sólo tiene que proporcionarla al menor coste posible, en igualdad de calidad, y punto. Porque es un gasto tan imprescindible para una sociedad como para el particular el de la vivienda o el de la comida. Y para sufragarlo, se tributa lo mismo que el particular trabaja para su propio alimento. No hay necesariamente que incluir un concepto de beneficio o, mejor dicho, el beneficio no es dinerario, sino social; lo cual, por cierto, y además, redunda también en un no desdeñable beneficio económico para un estado.

La empresa tiene otros condicionantes, pero, entonces, no puede venir a solicitar que determinados servicios imprescindibles sólo los prestará a cambio de beneficios. Menos aun puede exigir el prestar los servicios, beneficiarse de ellos, encima en exclusiva, y negarle al propio sector público hasta el derecho a prestar los que menos le interesen económicamente a ella, so capa de competencia desleal. Pero es lo que viene ocurriendo y es una insensatez sin paliativos, salvo para ellos.

Como es una insensatez ese coro infamante de que el estado, cuando acomete la prestación y producción por su cuenta de algún servicio, sea tildado de competidor desleal y de aniquilador de oportunidades de negocio. No es a la industria a quien debiera competir el tildar a los responsables de la gobernanza de esto o de lo otro, sino justamente lo contrario, porque es la opinión y la necesidad pública la que se manifiesta, o debiera, a través de sus gobiernos, y estos debieran ser los responsables de calificar la actividad económica, y autorizarla o no, según los superiores intereses de todos.

En fin, cualquier estado responsable tendría que hacerse estas preguntas y ver las formas de obrar en consecuencia. Pero, eso sí, atreviéndose a hacer frente a sus propias élites, cada vez que fuera necesario y en beneficio, además, de todo el resto. Ese pequeño detalle.

.

No hay comentarios:

Publicar un comentario