jueves, 15 de enero de 2015

Charlie Hebdo. Lo que defendemos y lo indefendible.

Lo que defendemos.
Cuando yo nací, en el año 1954, en una buena mitad de los ya entonces autoproclamados, civilizados y avanzados países de la Europa de entonces, al final de la Segunda Guerra Mundial, se le acababa de otorgar el derecho al voto a las mujeres desde hacía apenas un puñado de años y con no pocas opiniones en contra. Es decir, mi madre lo obtuvo ya en su edad más que adulta y mis abuelas en su madurez más que avanzada. Tenían hijos, titulaciones, trabajaban... pero en media Europa las mujeres no podían votar. Y en otros países, España entre ellos, este derecho, hoy tan elemental que se nos olvida cuál es su verdadero peso, se había alcanzado apenas una, dos, tres decenas de años atrás. Es decir, no hace un siglo. En el resto del mundo de entonces, tal derecho no existía sin más. En algunos, empezaba a concebirse, en otros, era simple derecho-ficción.
Y los ordenamientos jurídicos en estos mismos países ‘avanzados’, adornados con el apellido de democráticos o sin él, no contemplaban en su inmensa mayoría el derecho al divorcio, al aborto, a la libertad religiosa o a la libertad de no profesar una religión, a la libertad de expresión, a la libertad de prensa y opinión, tampoco la desaparición de la censura militar, civil y de prensa, la pena de muerte era prácticamente omnipresente y la tortura y los castigos corporales resultaban, como mínimo, tolerados, si no una práctica común y en uso.
Y el servicio militar era obligatorio casi sin excepciones, no existía el derecho a la objeción de conciencia, la homosexualidad se castigaba social y penalmente, no se imaginaba ni remotamente la posibilidad del matrimonio homosexual, la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, casi a cualquier efecto que quisiera considerarse, no existía, y en muchos de esos mismos países, en los Estados Unidos de América, sin ir más lejos, el racismo de estado seguía por completo vigente con leyes que lo promovían y lo sancionaban como bueno y necesario, y la carta de declaración de los derechos humanos de la recién nacida ONU era, en la práctica, una fábula piadosa todavía por llevar a la realidad en prácticamente cualquier lugar, nuestro benemérito “Occidente” incluido.
Este era el mundo al que vine hace sesenta años, no trescientos, y este era el cuadro que podía describirse en todos los países, algunos derechos arriba o abajo, y este, el Occidente desde el que hoy tanto pontificamos sobre nuestra modernidad y bondad, aunque ahora, sin duda, con mejor razón en lo tocante a libertades y derechos.
Y no hablemos ya del mismo cuadro, si contemplado otros cien o ciento cincuenta años atrás, en aquellos mismos países. Existía aún la esclavitud en buena parte de ellos, las penas corporales eran atroces, la pena de muerte se aplicaba en no pocos casos por comportamientos que hoy ni siquiera tienen tipificación penal y las ejecuciones eran públicas y, a menudo, literalmente dignas de bestias salvajes, si esto no fuera estigmatizar injustamente a las bestias.
La cárcel era el lugar natural en el que se acababa por razón de pobreza o por deudas, no sólo por la comisión de delitos. La Inquisición y la intolerancia religiosa permanecían, no existía separación iglesia-estado, y donde esta apuntaba, era un puro decir, si no un espectro, las vesanias de lo “militar o lo “policial” sobre lo “civil” eran algo hoy también inimaginable y las listas de derechos enumerados arriba no existían en buena parte, pero ni siquiera en la imaginación del más utópico, benigno, avanzado y mejor intencionado de los filósofos ilustrados.
Pero lo verdaderamente maravilloso de esta recapitulación hacia un pasado no tan lejano, aunque prendida con alfileres y en la que tanto faltará por anotar, es que en todos los apartados enunciados, y en muchos más, no se ha hecho otra cosa que avanzar, y mucho, y deprisa, en el sentido de extender los derechos inherentes a las personas, por ser tales, y en el de alumbrar, proteger y tipificar otros muchos, como las protecciones sociales, que me ahorro describir, y de los que tantos nos sentimos orgullosos casi en la misma medida en la que solicitamos su extensión y mejora... Así como de los nuevos derechos que ya se van apuntando para el porvenir.
Y este, y no otro, es el verdadero y colosal tesoro que tenemos que defender y del que somos beneficiarios los ciudadanos que tenemos la fortuna de vivir hoy en lo que llamamos “Occidente”. Pero ciudadanos que somos, además, o así debiera de ser entendido, depositarios y fiduciarios de este mismo tesoro junto con la obligación, para mí moral, de dichas ciudadanías y de sus representantes y dirigentes de aumentarlo y entregarlo mejorado a las sucesivas generaciones.
Esto es lo que se entiende, o al menos yo lo entiendo así, como la idea central del progreso, que incluye tanto aspectos abstractos, es decir éticos, políticos y jurídicos, como también prácticos, el primero de ellos, el justo manejo de lo económico. Y es un progreso que, curiosamente, contiene también completo en su seno el concepto de conservación, la de toda la enormidad de estos mismos beneficios, lo que nos permite incluir, asimismo, a los conservadores, igualmente usufructuarios de todos estos bienes jurídicos y sociales, obtenidos tantas veces a su pesar, pero que una vez disfrutados, tampoco ellos están dispuestos ya a perder. Y, como es lógico, convendría apostillar.
Y esto ocurre así en un “Occidente”, por seguir poniéndole un nombre, aunque este nombre carezca ya por completo hoy de cualquier lógica geográfica, a cuyo seno ideológico, si bien a unas u otras velocidades, se incorpora el mundo en una buena parte de su totalidad. Porque, en lo sustancial, y aun con todos los matices que se desee aportar, no puede excluirse, ni de las consideraciones anteriores ni de este mundo de la modernidad, a ese enorme continente artificial que se llama Rusia. Así como entran también en esa república global de la civilización, ya a marchas forzadas, a ritmo de crucero o demasiado poco a poco, como cada cual prefiera, China, India, el subcontinente asiático, Sudamérica y Centroamérica y algunos países de África.
Oceanía pertenece a él, el microcosmos japonés, igualmente y, de nuevo y con cuantos matices y asimetrías se deseen considerar, lo cierto es que se trata de un acontecer absolutamente global que trae bienestar a cualquier ciudadanía a la que alcanza. Y, curiosamente, en sus fundamentos, no se debe tan sólo a lo económico, hoy tan ensalzado, sino más bien a la existencia de la Ilustración, por no remontarse al Derecho Romano, de la Revolución francesa, de la Constitución Americana, a la Carta Internacional de los Derechos Humanos de la ONU y a otras varias recomendaciones y corpus legales del mismo organismo que, por más que siempre ojalativos y aun con cicatería, continuadamente fueron siendo llevados a la práctica. Todo ello en su conjunto es lo que ha ido trayendo una mejora constante de las formas de nuestra civilización. Y merced a estas construcciones teóricas y legales que, de enseñarse, publicitarse, imponerse y recomendarse, como ocurrió con la Biblia, el Corán, el Talmud y tantos otros libros “sagrados”, bastante mejor y más tempranero gallo nos hubiera cantado a todos los seres humanos.
Porque ese es el núcleo central de lo que cualquiera entiende en nuestros bendecidos países de “Occidente” como sus libertades y sus derechos, por más mediatizados y en peligro que se encuentren todos ellos acá, allá y acullá. Pero lo cierto es que tales derechos, son los unos consecuencia de otros anteriores, todos ellos alcanzados en su día, atravesando grandes penalidades y conflictos, y que configuran en su conjunto un bloque de libertades y de beneficios sin cuento que ha costado obtener, en tiempo, todo el transcurso de la edad Moderna y de la Contemporánea, y que, a mi entender, y al de muchísimos otros, no son negociables, no es posible retrotraerlos y resultan irrenunciables.
Esto es lo que, frente a cualquier atentado, y el de Charlie Hebdo no ha sido más que el último de una serie de ellos, podemos y debemos defender como nuestros “activos” o los activos de “Occidente”, y son tantos y tan fundamentales que no cabe otra cosa que felicitarse de su existencia y, por supuesto, adoptar la firme decisión de defenderlos. Aunque muy otra cosa será el cómo se defiendan, pues parece correcto suponer que estos mismos logros y estado de civilización contienen también en su seno las recetas para no caer en lo que no es legítimo ni razonable hacer para defenderlos, por contraproducente, o aun, si no lo fuera, por inhumano.
Así, esos pudrideros de las vidas, de la razón y de la humanidad, y ese entierro moral, además, de quienes los propugnan, como Guantánamo y los hechos allí acontecidos, no sólo no defienden a nadie de nada, sino que pasan a ser, por lógica elemental, causa de nuevos desastres en el sentido de lo que, precisamente, se pretende evitar con su vergonzosa existencia. Luego, si alguien, en alguna parte, todavía propugna adoptar estos métodos para defender la “civilización”, sólo cabe contestar que eso mismo decía Hitler, que no sólo perdió fáctica y éticamente, sino que quedó desautorizado para la eternidad, o al menos eso nos gustaría suponer.
Y regresando al hilo central del discurso, en el listado anterior, me faltaba ex profeso el Islam, o el conjunto de países cuyas ciudadanías profesan esa religión o modo de entender su vida y sociedades, lo cual es el quid de la cuestión. No dejo de ser consciente, al ir a hablar de ello, de que es mucho mi desconocimiento respecto de esa religión o manera de vivir y vivirse, y de que, seguramente, me será muy difícil, además, dejar de hacerlo desde la óptica de mi sistema de civilización –por no llamarlo eurocentrismo–, lo cual no podrá llevarme más que a inexactitudes, pero me pliego a hacerlo porque la alternativa sería permanecer callado y porque, en definitiva, mi desconocimiento tampoco creo que sea superior al del promedio de quienes tampoco dejan de decir durante estos días al hilo de los acontecimientos, algunos de ellos, por cierto, verdaderas indignidades y despropósitos, como Juan Manuel Prada, en ABC, sin ir más lejos.  http://www.abc.es/historico-opinion/index.asp?ff=20150110&idn=16254547188 
Lo que sí creo saber es que el Islam, como conjunto, y reconociendo asimismo la forzosa vaguedad de cualquier generalización, no ha realizado su Larga Marcha, por llamarlo de algún modo, no ha pasado por su Revolución francesa, no ha atravesado su revolución industrial, no ha forjado sus alianzas militares estables y de intereses, no ha tenido su Gandhi, su Lenin, su Mao, su Washington ni su Voltaire y, fundamentalmente, no ha realizado la imprescindible separación de religión y estado que sí ha acometido el resto del mundo, con el indudable éxito descrito más arriba. Y el resultado de todo ello, visto y entendido desde aquí, desde “Occidente”, es una extraordinaria dificultad mutua de comprensión, porque desde aquí, insisto, hay demasiadas razones para entender que el Islam no ha ingresado en el mundo moderno más que en determinados aspectos, por desgracia secundarios.
Y por muy equivocado que pueda ser este juicio, lo cierto es que corresponde a una “impresión” o “sensación” generalizada en todo “Occidente”, que tiene que tener por fuerza sus causas. Y aunque siempre cabría argumentar, es evidente, que la causa de este estado de opinión es que nuestras autoridades, universidades y medios nos embaucan con cuentos, que razones hay para ello, y porque intentarlo, es bien cierto que lo intentan demasiadas instituciones y demasiadas veces, da ciertamente, por otra parte, la sensación de que no puede ser tanto ni tan totalitariamente como para poder causar tan generado estado de opinión, para que tan enorme cantidad de gente pueda, o podamos, estar tan por completo engañados.
Y ni que decir tiene que puede ser del todo legítimo no desear ingresar en la Edad Moderna, pero lo cierto es que esto lleva a irresolubles problemas de relación entre unas y otras comunidades de seres humanos. Sin embargo, en lo sustancial, sí existe un criterio evidente para “pesar” estados de civilización y este no es otro que el de los flujos migratorios. La gente no huía de Roma hacia la Selva Negra, ni de la antigua Alemania Occidental a la Alemania del Este, ni de Estados Unidos a Méjico. E igualmente no huye de Europa al Magreb, ni a Afganistán o a Pakistán. Los movimientos ocurrían y ocurren en sentido inverso, tal es la realidad que, sin duda, puede resultar muy incómoda. Pero más incómodo es tener que huir, cabe también matizar.
Y esto es, en sí, un veredicto, un plebiscito, porque, si no se mueven todavía más ciertas poblaciones hacia otros países y civilizaciones, no es sino por la decisión de no acogerlas y rechazarlas, dicho sea de paso, que no por la de no desear hacerlo quienes no caben en sus propios corsés. Y, evidentemente, de lo que se huye principalmente es de la pobreza, el hambre y la violencia, pero muchos también escapan de otro tipo de hambre: la de la libertad, y esto sí requiere más explicación.
Y aquí regresamos al quid de la cuestión, que es la renuncia al ingreso en la Modernidad. Y hubo un momento, es cierto, hasta los años 60-70 del siglo XX, en que parecía que, efectivamente, sí se movía el Islam, o siquiera el Magreb, en dirección al mundo moderno, hacia la misma integración de civilizaciones que el resto de países muy dispares estaban empezando a acometer. Y no sólo en lo económico y tecnológico, sino en lo fundamental, lo sociológico, lo civilizador.
Las figuras de Ataturk y Nasser, en definitiva dos autócratas, pero dos hombres fuera de lo común, sacudieron y removieron todo el Islam, pero resultó un movimiento abortado cuya finalización se extendió como en un dominó. Fue lo más próximo, junto a las recientes revoluciones árabes, acabadas todas ellas en agua de borrajas mientras no se demuestre lo contrario, a un intento de acercamiento del mundo árabe a los parámetros sociológicos del resto del mundo, y de todo ello, sólo de Turquía, aunque con demasiados matices, se podría proclamar que ha recorrido ya una parte de ese camino, si bien todavía con grandes dificultades y con ese viejo mecanismo de dos pasos adelante y uno atrás, que muy bien puede ser sana prudencia, pero que también consume, descorazona y no acaba nunca de despejar contradicciones ni de arribar a soluciones.
Y es que, en definitiva, y una vez más con la coletilla de ‘visto desde aquí’, se percibe la sensación de que el Islam pretende regirse, en todo y para la eternidad, por un código de pastores del siglo VII para circular por los meandros del XXI, y esto es algo que a muchos nos parece del todo incomprensible. Porque, de hecho, la principal labor de “Occidente” consistió durante varios siglos en desprenderse de códigos equivalentes, de matriz igualmente religiosa y constrictores de la realidad y de la innovación, desde la moral a la técnica. Pero, aun en el remoto supuesto de que se lograra alcanzar tal encaje con algún éxito, lo que parecería todavía más difícil de lograr es convencer a los poseedores de códigos del siglo XXI para que se rijan por los del siglo VII. Lasciate ogni speranza, cabría añadir.
Sin embargo, esta es la sensación que se percibe en “Occidente”, no ya tanto la muy simplista de que ‘con su pan se lo coman’, que hasta ahí, vaya y pase, sino por la mucho más y claramente sentida de ‘por aquí nosotros no vamos a pasar’, y esta sí compartida hondamente por sus élites y su población de a pie. Porque no cabe duda de que ni con un atentado ni con diez, ni con millares de ellos, podría estar en condiciones el universo del islamismo fundamentalista de socavar la presunción occidental de vivir en un mundo bastante mejor que el suyo. O de que el suyo resulta, aquí y desde aquí, en buena parte incomprensible e inaceptable. Y valga esto, dicho desde Japón, desde Francia, desde Australia o desde Argentina.
Y hasta aquí las razones para sentirnos orgullosos de nuestros valores de civilización. Porque, sin embargo, en nuestro sempiterno discurso dirigido a nuestro ombligo -esa onfaloscopia, en el hermoso neologismo de don Rafael Sánchez Ferlosio con el que tantas veces señala el mejor de nuestros escritores nuestros peores vicios-, omitimos el ser conscientes de nuestras culpas por ese estar mirando siempre más que complacidos hacia nuestros éxitos, casi tanto como hacia la cartera, lo que ya es mirarse con globalizada ternura.

Lo que no podemos defender, pues.

Y es que lo que no podemos defender, como sociedades tomadas una por una y como civilización occidental en su conjunto, es el papel que nuestra misma civilización ha desempeñado y desempeña en el propio conflicto del Islam consigo mismo, y en el nuestro, donde lo haya, con él.
“Occidente” es responsable históricamente de su colonialismo de los siglos anteriores y de prácticas comerciales, económicas, industriales y militares que no fueron otra cosa que rapiña portadora de devastación en tierra ajena, con su consecuencia de pobreza y de la más honda corrupción en la propia.
Y es responsable actualmente, no sólo de los males de una globalización económica sin el necesario apoyo, moderación y sustento de una gobernación responsable e igualmente global, sino del neocolonialismo, con su ventajas para nosotros, las que sean, pero ni que decir tiene, peor que mal repartidas, y con sus depredaciones, que padecen en su inmensa mayoría los de siempre, los más desgraciados de aquí y casi todos de los de ellos, el tercer mundo, menos sus sátrapas, que son los mismos que los nuestros en lo tocante a calidad o indignidad humana, pero que están sometidos a menos controles, los que sí existen en “Occidente”, siquiera contemplado el asunto de forma comparativa.
Con esta realidad de nuestro ‘debe’, como tenemos en el ‘haber’ nuestra ciencia, nuestra tecnología y nuestro régimen, sin duda perfectible, de libertades, es con lo que tenemos que convivir, pero también tratar de convencer a quienes, como los afganos, por ejemplo, por hache o por be y sin haber sido nunca llamados a ello, y véase los persas primero, los británicos luego, después los rusos y los norteamericanos, invadimos y maltratamos a sangre y fuego en nombre de nuestro “civilizado” sentir.
¿Que su régimen y costumbres son odiosos para nosotros? Desde luego. Pero bombardeando sus casas y matando a sus niños no los llevaremos jamás a convencerse de nuestra autoproclamada bondad. ¿Qué logró la invasión francesa en España en la Guerra de la Independencia? Que el pueblo se apiñara alrededor de un tirano odioso y lo erigiera en su símbolo. Y retrasar, además, un puñado de decenios el arraigar de un proceso que, lentamente, sin duda, se había iniciado para integrarse en esa modernidad de la que Francia era entonces adalid.
Pero, y aun más hoy en día, decir que se exporta tolerancia y civilización destripando poblaciones es una contradicción en términos de tal magnitud que nadie puede asumirla, ni un espíritu libre ni tampoco uno sometido, de la misma manera que nadie aquí podemos asumir los atentados islamistas y la repetida carnicería a la que ellos mismos someten a sus poblaciones en sus territorios y no digamos ya, cuando nos las traen a los nuestros.
Pero son las dos caras de una misma moneda y escarbar y ahondar en quién empezó antes nos llevaría a las cruzadas, al siglo VI, al Imperio romano, a Hammurabi, a dos antropoides con clava matándose por una nuez...
No hay solución ni posibilidad de acuerdo desde el y tú más, y tú antes, y menos cuando dos monos comparten los mismos pecados, y a nosotros va a venir nadie a decírnoslo, precisamente, pero, con la memoria y la historia en la mano, y con los hechos mismos del presente, no cabe dejar de anotar una serie de consideraciones que, por desgracia, están en el ‘debe’ de nuestro civilizado “Occidente”.
Una, que el momento del nacimiento del panarabismo hacia un estado ‘mejor’, entendido desde nuestros actuales puntos de vista, no fue así considerado por las potencias occidentales de entonces, y el conflicto del Canal de Suez, en el año 1956, además de una catástrofe política en Occidente, que a punto estuvo de llevar a un enfrentamiento militar de Estados Unidos contra Francia y Gran Bretaña, supuso el nacimiento de Israel como potencia militar en la zona y el desmantelamiento del viaje hacia la modernidad de Egipto, concluido definitivamente con la posterior pérdida de sus guerras con Israel.
En ese momento, y con el conflicto de la descolonización e independencia de la Argelia francesa en plena actividad, el surgimiento de Egipto y el Magreb como pequeña potencia, no sólo militar sino, fundamentalmente, social, fue impedido por “Occidente” y hasta hoy la zona no ha recuperado las potencialidades que apuntaba en la época, con un socialismo propio muy matizado por el Islam e impulsado por la entonces Unión Soviética. El sentimiento percibido entonces por el mundo árabe fue el de una puñalada recibida por la espalda desde “Occidente”, y con toda la razón, cabe añadir. Seguidamente, los posteriores desarrollos de los conflictos con Israel jamás aportaron nuevas razones para que de verdad Egipto y el mundo árabe pudiera confiar y colaborar con “Occidente” como un socio en lugar de como semicolonias todavía sometidas a dictados exteriores. Se han perdido, pues, casi tres generaciones en el conflicto y el propio y deseado viaje de la zona hacia la modernidad, que a buen seguro hubiera arrastrado a buena parte del Islam en la misma dirección.
Más tarde, la crisis petrolera de los primeros setenta, trajo al mundo el poder económico de las monarquía petroleras, con las cuales, energía de por medio, el mundo transigió. Pero, una vez más, en un juego de culpas del que resulta difícil saber quién las tuvo mayores, y también como consecuencia de la Guerra Fría, por el papel de la Unión Soviética y por el inmenso río de corrupción que aún sigue fluyendo sin fin, del bolsillo del comprador al vendedor y de vuelta del vendedor al comprador para pagar silencios y comprar acuerdos, la cuestión social en los países petroleros fue tapada con la mayor diligencia y persistencia, permaneciendo así esas islas de medioevo, no sólo intactas y sempiternas en sus arenales, sino después exportadoras de fundamentalismo, del que el caso de Ben Laden no es más que el más mediático de entre otros muchos similares.
Así, y después las inacabables guerras por el control del petróleo, en las que “Occidente” nunca ha dejado de intervenir, y cuyos beneficios son de tal magnitud que lo han llevado hasta a permitirse el lujo insensato de no alterar su modelo energético, como bien hubiera podido y debido hacer, de obrar de verdad en nombre del bien público de sus poblaciones, empujándolo a verse abocado, en consecuencia, a seguir alimentando esos fundamentalismos que con la otra mano dice aborrecer.
Pues tal es, en efecto, la contradicción, por hoy irresoluble, de tratar con semejantes proveedores. No sólo no ha sido posible destinar un dólar para el despegue hacia una modernidad no sólo económica, que sí ha sido un éxito (aunque inverosímil sería que no fuera así con semejante río de dólares percibidos por el petróleo), sino social, de las monarquías petroleras, sino que el dinero de “Occidente” se ha acabado empleando en parte por estas para financiar el fundamentalismo islámico y, como consecuencia de ello, el terrorismo.
Y el listado, clásico, de horrores de esos estados da vergüenza escribirlo y tener que conocerlo. La posición de la mujer, la barbarie insoportable de sus legislaciones penales, la imposición e intrasigencia religiosa, el trato a las poblaciones de terceros países del tercer mundo que trabajan en ellas... No se puede compilar una lista sin horror y sin asco, así como no se puede concebir que nuestras calefacciones y energía necesaria para mover nuestra sociedad industrial tengan que soportar esta contrapartida sólo para que algunos millares de millonarios puedan seguir con su negocio y que estos mismos millonarios, a su vez, sean los que efectivamente impidan que disfrutemos de alternativas energéticas, hoy del todo plausibles y mucho más aun si estas alternativas se hubieran empezado a desarrollar con apoyos públicos hace dos, tres, cuatro decenios. Pero así es y sólo cabe registrarlo.
Finalmente, añadir que, además, lo que tenemos en tantos lugares de “Occidente”, eso que llamamos terrorismo islámico, no es más que una consecuencia, en nuestros territorios bien modesta, por más que su reflejo mediático sea extremo, de un conjunto de guerra civiles o étnicas, religiosas y entre estados que enfrentan a unos países islámicos con otros, a unas facciones con otras, a unas sectas del Islam con otras, a las poblaciones sometidas a regímenes inhumanos con sus sátrapas y dictadores. Hace cien años, seguramente, no nos habríamos ni enterado. Una masacre más en cualquier remoto lugar. El problema es que ya no quedan lugares remotos ni en dirección del país rico al pobre, ni viceversa. Nosotros, o nuestros millonarios, más bien, hemos querido y traído la globalización y suspirado por ella. Pues bien, ahí la tenemos, pero no sólo trae beneficios, como mendaz e insistentemente se proclama desde todas partes. Tiene también muchas y muy indeseables contrapartidas.
Y sí cabe registrar, para concluir, la ceguera, si no el engaño de cuántos dicen gobernarnos para nuestro bien. Estos días últimos han sido días de auténticos excesos absurdos, de imbecilidad social y mediática, de identificaciones y uniones contra natura, de pérdida de la brújula intelectiva por parte de demasiados, de exhibición de actitudes y comportamientos inverosímiles, días de peligrosa deriva hacia la toma de decisiones indeseables, muchas de ellas, seguramente insensatas.
El clamor de tantos para acabar con Schengen, por ejemplo. Pero ¿por qué, por Alá misericordioso? ¿Es que acaso los asesinos de los periodistas no eran franceses nacidos en Francia? ¿Habría que impedirles caminar por Francia por ser sus padres argelinos? ¿Serviría impedirles vivir en Alemania, si donde quieren matar es en Francia y son franceses? ¿Debe extraerse, en consecuencia, la conclusión, a lo Marine Le Pen, es decir, sencillamente fascista, de mandar a todos los argelinos a Argelia y a los turcos a Turquía? ¿Qué nueva barbarie es esto? Están todos los libros de historia llenos de las justificadas quejas y lamentaciones por las criminales y catastróficas decisiones tomadas, en contra de sus propios intereses, por la muy imperial decisión de Castilla o de España de entonces de expulsar a sus judíos y a sus árabes, en 1492 y en 1609. Y vienen ahora estos solones a proponernos la expulsión de poblaciones y el cierre de fronteras como remedio al terrorismo. Valiente modernidad de hallazgo.
Quiten Schengen, si así lo desean nuestros imbecilizados mandocantanos, y acaben con este simulacro vergonzante de Europa unida, pero no nos vengan a decir que la causa para ello son diez atentados en diez años en treinta países. Hasta la más rara de las enfermedades infrecuentes se ha cobrado más víctimas en ese mismo tiempo. Y es que perder el sentido de la medida equivale a perder la razón y el sentido común, es someterse al dictado del día a día, con sus aconteceres puntuales, en vez de pensar, legislar, actuar y proceder a largo plazo, serena, calculada, eficazmente. Es como proponer abolir los ferrocarriles porque de vez en cuando se produce un accidente.
Y así, ayer, un humorista francés sin sentido de la oportunidad, pero humorista, un hombre ingenioso, pero discutible, pero no sin duda un asesino, ha acabado por pagar los platos rotos, dando con sus huesos en la cárcel, por unos servicios franceses de seguridad incapaces, tan incapaces como para tener localizados previamente a los asesinos y, sin embargo, haberles dado la oportunidad de actuar y a sus cómplices de huir. Si esta va a ser la cosecha de éxitos contra el terrorismo por el ‘necesario’ y ‘beneficioso’ cambio de leyes al respecto, venga Dios, el que prefieran, lo vea y perdone a cuantos idiotas sea menester, de esos que no tienen sentido del humor, pero sí porras y decretos ley. Quien no sepa o no quiera distinguir la palabra y la sátira o incluso el sarcasmo de los hechos delictivos, que prohíba la Celestina, el Quijote o a Molière, y se ponga a así a parecida altura intelectual y moral de quienes le descerrajan un cargador de Kalashnikov a quien hace un chiste o expresa una opinión, incluso estúpida.
Porque, y lo tengo claro, si a mí me preguntaran qué es mejor, padecer una muerte de algunos inocentes de vez en cuando o padecer un régimen donde las libertades desaparecen y donde se encarcela, por sistema y preventivamente a sospechosos que aún no han cometido un delito, sólo por su supuesta proclividad a cometerlo, y donde también se encarcela a sospechosos inocentes por completo y que jamás fueran a cometer tales delitos, y sólo por la imposibilidad de separar el grano de la paja, sin duda, yo preferiría la primera hipótesis, por dolorosa que resulte. De hecho, ha sido precisamente este argumento, la imposibilidad de la separación del grano de la paja y la constatación del hecho repetido de que muchísimos inocentes acabaron su vida ejecutados por delitos que no cometieron, la principal razón para desterrar la pena de muerte en este ‘Occidente intelectual’ que decimos defender.
¿Qué ocurre ahora entonces, que la validez de este argumento, hasta ahora irrefutable, queda de pronto en entredicho sólo para que determinados órganos de poder puedan demostrar una eficacia en el desempeño de sus tareas protectoras que, de otra manera, no son capaces de llevar a cabo? Es, sencillamente una vergüenza, y una demostración más de las capacidades intelectivas de los trileros que, para nuestra desgracia, nos gobiernan. Y no sólo en España, bien se entiende.
Y así, entonces pasamos del terrorismo al ‘horrorismo’ –que yo también se pergeñar neologismos como cualquier bachiller en su twitter– y a la amenaza de las detenciones indiscriminadas, a la de bordear de nuevo lo extrajudicial o de que lo judicial vuelva a sumirse en la nebulosa que tanto parece gustar al político, dotándose del poder de autorizarse a adoptar decisiones no avaladas por quienes deben hacerlo, el poder judicial, y sí por sí mismo, con su continuada pretensión de acudir al decreto ley, a las escuchas e investigaciones sin control, al recurso a las excepciones de ley para casi todo, a la discrecionalidad de los ministros del interior. Esa que tantos sabemos que acaba trayendo detrás la de los ministros de defensa, por decirlo suave.
Y pasamos, además, a ese otro verdadero horrorismo de las imágenes de estos días, con esos jefes de estado aislados, desvinculados, apartados y sí, desde luego, del todo aterrorizados ante la idea de verse envueltos por sus propias ciudadanías para marchar junto con ellas a entonar su más que legítima protesta contra la barbarie. ¿Qué daño no habrán hecho esas imágenes de esos mandatarios esterilizados, envueltos en el celofán de su lejanía, en la distancia de su seguridad artificial, marchando ajenos, apartados, separados del pueblo al cual proclaman defender?
¿Podrán después de esas fotos, a una manzana de distancia de la población pero a una civilización entera de distancia de la comprensión de qué es el saber gobernar y dirigir, y protegidos y separados por medio ejército de aquellos que seguramente nada iban a hacerles más que agradecerles el mezclarse con ellos y el encabezarlos, podrán de verdad seguir diciendo que el grito de ‘no nos representan’, nuestra última aportación a la modernidad, y no pequeña, esté injustificado, sea una iniquidad, no se corresponda con la realidad?
Es horrorismo y nuestras principales autoridades son auténticos horroristas. Produce verdadero horror verlos, saberlos, conocerlos, padecerlos. Mil veces mejor hubieran quedado en sus casas, leyendo un comunicado más amparados por la bandera y el logotipo correspondiente. No reconfortaría, pero siquiera produciría menos arcadas.
Sin embargo, para terminar, sí existe un lugar de esperanza al cual acogerse. Hace sesenta años, como indiqué al inicio del texto, nosotros éramos, a bastantes efectos, nuestro propio Islam, casi eso mismo que ahora le afeamos a otros. Padecíamos gobiernos efectivamente teocráticos, dictatoriales y muy escasamente democráticos y nos parecíamos mucho más a nuestras mismas poblaciones aún en el siglo XVIII de lo que hoy nos parecemos a nosotros mismos vistos hace sesenta años.
Y este indica que un largo y maravilloso camino bien puede recorrerse en el transcurso de dos, tres generaciones. Y China, sin duda, es el ejemplo viviente de cuánto se puede caminar en apenas medio siglo. No queda sino desear que el Islam logre emprender esa ruta y que pueda, además, seguir orando tranquilamente en sus mezquitas, como aquellos de nosotros, o de los japoneses, o de los aztecas y todos cuantos lo deseen en cualquier lugar, puedan seguir haciéndolo en sus templos. Pero libremente, no llevados a punta de culata por nadie ni sometidos por un adoctrinamientos forzoso y único.
Y el resto os será dado por añadidura, como dijo uno que puso un negocio de eso mismo precisamente, de templos.


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