lunes, 7 de marzo de 2016

Alguna modesta observación (II)

Con referencia a la observación de un lector sobre la entrada anterior, voy a intentar desarrollar aquello a lo que su consideración me condujo.

Es del todo posible que en ese posteo me haya dejado llevar por un cierto optimismo, al presuponerle a los Borbones o a la Corona la capacidad de pilotar un viaje hacia una mayor modernidad democrática. Pero no fue buenismo o ingenuidad lo que me llevó a esa consideración. Al tratar de ponerme en el lugar de una institución que para nada estimo, pues soy republicano a secas, sin matices, no quise hacer un ejercicio de desprecio a la misma, sino obrar o comportarme como el jugador de ajedrez que ha de ponerse en el lugar del adversario para entender la situación sobre el tablero.

Y lo que me quedó claro del análisis —que puede ser perfectamente equivocado— es que la existencia de la Corona en España depende una vez más, como después del 98 y de los desastres del africanismo en los años diez y veinte del siglo XX, de la unidad de la patria, para expresarlo con el lenguaje de quienes se muevan en virtud de tal concepto.

No valieron ni en el XIX, ni en el 98, ni en esas tres primeras décadas del siglo XX las soluciones militares para mantener aquella unidad —colonial— de entonces y la Corona pagó el precio con su desaparición, como lo pagó la habsbúrgica al final de la Primera Guerra Mundial. Aquel imperio se desmanteló en una semana después de una agonía de décadas, y la Corona marchó al museo, y una semana fue una semana, no un decir ni una figura retórica.

Del mismo modo, en España, no pudo el militarismo mantener unidas las costuras exteriores y, a malapena, pudieron la dictablanda de Primo de Rivera y la posterior dictadura fascista de Francisco Franco mantener unidas las interiores, mal recosidas y repetidamente zurcidas desde la Edad Media. La transición y el posterior régimen surgido de ella, semidemocrático a ese respecto y en el que nos desempeñamos desde entonces, trataron de enterrar el problema bajo paletadas de café para todos que, mal que bien, sostuvieron el invertebrado esqueleto (a lo Ortega) igual de desarticulado que hace cien años hasta la crisis del 2008-2009.

El problema es que los cánceres de piel o de hueso no se curan con tisanas y que esta crisis última no ha sido precisamente un par de años o cuatro de actividad económica deslucida, como lo fueron las anteriores desde la posguerra, sino una auténtica descarga de armas nucleares contra un sistema que, desde la caída de los fascismos, incluso desde antes, prácticamente desde la Revolución Francesa y la Revolución Industrial y en todo el mundo ‘civilizado’, para entendernos, no sólo prometía, sino que ciertamente proporcionaba un progreso constante, infinitesimal o milimétrico a veces, pero, otras muchas, bien evidente para sus poblaciones y haciendo realidad algo que nadie puede discutir: fuera de los tiempos de guerra y sus preguerras y posguerras, las sociedades avanzadas, desde hace doscientos años, vivieron siempre mejor que en cada generación anterior.

Esa obviedad se rompió desde 1980-90 en muchos lugares del mundo, es decir, ya bastante más de una generación, y en España, de manera muy particular. No había aquí los niveles de pobreza y desigualdad actuales (medidos, eso sí, cada cual según su tiempo) desde los años terribles de la posguerra y, hacia atrás, en todo el siglo XX. Es más, la pobreza hoy, en España, afecta no sólo a legiones de desempleados, sino a todavía más empleados, personas que, después de una jornada de trabajo, no tienen para pagar la luz, el material escolar de sus hijos o una alimentación adecuada. En fin, algo que, a escala de una fracción de casi un tercio de la sociedad, no ocurría desde la Revolución Francesa.

Y es este factor el que hoy incide sobre cualquier consideración que haya de hacerse sobre el llamado problema territorial. El triunfante neoliberalismo salvaje precisa de la globalización, el desmantelamiento industrial, la subrogación de la soberanía, el libre movimiento de capitales (es decir, su pérdida, sin sometimiento a ningún tipo de consideración social), la dejación de la independencia monetaria, una legislación regresiva en derechos laborales y sindicales y la bancarización de la sociedad, aspectos todos relacionados entre sí y partes necesarias para sujetar y armar dicho modelo, que ha llevado a niveles de injusticia social y desigualdad de los que cualquiera está hoy  perfectamente informado.

La única contrapartida real a todo ello, bien visible también, fue que las libertades personales o las de carácter privado que atañen a cada individuo dieron un increíble vuelco en España desde la muerte del dictador hasta hoy, con el resultado de que la sociedad española es una de las más tolerantes y modernas del mundo en lo tocante al ámbito de los derechos personales de cada cual.

Pero esto, que no es sino un gran bien, añade un chirrido y una cacofonía incomprensibles cuando se le contrapone esa otra realidad de las pérdidas descritas arriba en todo lo tocante a la vida económica. De alguna manera, lo que perciben las personas, sujetos de tantos derechos efectivamente recibidos y existentes y de los que en verdad disponen, es que no pueden disfrutarse y ejercerse en plenitud, al estar la sociedad comida por la pobreza, la corrupción, la incertidumbre y la angustia sobre el futuro.

Dicen las estadísticas que el 80% de los menores de treinta años sigue viviendo en casa de sus padres y que los pañales de una enorme cantidad de niños los pagan sus abuelos. Esto es haber desmantelado una sociedad de arriba abajo y de dentro afuera, y lo que genera es un sálvese quien pueda sin más.

Pero el ciudadano de Ávila o el de Albacete que quiera escapar a ello no encuentra amparo en una estructura estatal imaginable y alternativa que le dé cobijo, aunque sólo se tratara de un confort espiritual teórico, figurado o solamente teológico. Después de siete u ocho legislaturas padeciendo lo mismo, menores ingresos y menos derechos laborales, mayores impuestos, más miseria y paro, y sólo contrapesado tanto mal con que, efectivamente, puede decirse esto sin que a nadie le pase nada, pero nada más, esos ciudadanos teóricos, receptores de toda clase de derechos maravillosos, pero objeto de toda clase de sevicias económicas verdaderas, no tienen donde acogerse ni a donde mirar para remediar su situación. Y así, su esperanza en el futuro, como su confianza en la política, caen y caen sin que adivinen nunca un acontecer que pudiera revertir los hechos.

Sin embargo, las poblaciones de las llamadas nacionalidades históricas, cada día en mayor número como consecuencia de todo lo anterior, sí tienen un hipotético espejismo al que dirigir su esperanza. Y lo hacen. Y quien no lo entienda es que no entiende nada. No otra cosa puede explicar que a lo largo de ocho años de crisis —tres más de duración que la larga Segunda Guerra Mundial— el sentimiento independentista en Cataluña haya dado un salto de casi veinticinco puntos. Crece, en resumen, como crecía la burbuja inmobiliaria, aquella que a tantos les parecía normal o incluso recomendable. Y, efectivamente, podría pincharse de la misma manera, pero… ¿Y si no pinchara?

Y es aquí donde se produce el choque de vectores. El sentimiento independentista catalán existió desde siempre, la historia nos lo cuenta con detalle y negarlo no es más que empecinarse en negar la realidad. Pero siempre se controló ese sentir, más por las malas que por las buenas, desde el centralismo español, y cierto que raramente a las muy malas, aunque también las hubo. Pero hoy, después de la larga crisis, las fuerzas independentistas alcanzan su máximo histórico y están cercanas a sobrepasar la masa crítica. Y a esa bomba de hidrógeno, estos solones de Atenas que nos gobiernan, para enfriarla, ¿qué es lo que pretenden seguir echándole? Café. Y si descafeinado, mejor.

De pasada, no hay contradicción en que yo afirmara, según constató el atento lector, que en el juego de la democracia no gana quien tiene más votos, sino quien suma más consensos a sus propios votos, si no ha logrado alcanzar por sí mismo una mayoría absoluta. Pero esto es válido sólo para la gobernación local, autonómica y estatal, donde la representación popular es vicaria y se articula a través de unos representantes ligados a partidos y donde los artefactos numéricos para asignar diputados desvirtúan el peso real del voto popular, y tanto en España como en Cataluña, con leyes electorales calcadas, por cierto.

Pero en Cataluña, llevados los independentistas por la necesidad, o más bien por la desesperación —comprensible— de que no se les permita celebrar un referéndum, cuando más del 40% de su población lo solicita, esa enormidad de trágala antidemocrático por parte de quien no lo autoriza, tampoco resulta permisible de ninguna manera, a mi entender, la pretensión nada democrática de que con la representación parlamentaria obtenida por las vías normales necesarias para la formación de un gobierno se pretenda asimilarla como si fuera el resultado de un referéndum, donde un voto vale un voto y no un 1,8 o un 0,6 del mismo, como la ley d’Hondt fuerza a que ocurra en función de dónde se haya emitido dicho sufragio.

De la misma manera que ya no existe la ley del Talión y nadie está autorizado a matar por su mano al asesino de su padre, en cualquier lugar civilizado un referéndum de autodeterminación precisa terminantemente de un mínimo absoluto del 50% de los sufragios más uno, pero emitidos para tal fin, y no para otro, por tratarse de una cuestión de enorme entidad y gravedad, máxime cuando en otras consultas se solicitaron con frecuencia guarismos incluso superiores a ese 50%.

Y el hecho de que no se haya podido celebrar tal referéndum por razones ajenas a la voluntad de quienes desearían instarlo, para nada autoriza a mezclar churras con merinas y a iniciar un proceso de independencia con un 47 o un 48% de votos emitidos a otros efectos, pero que, engordados mediante un mecanismo pensado para otra cosa, llevan a una mayoría superior a dicho 50% por arte de birlibirloque de picapleitos y de políticos de baja estofa y que deja transparentar muy poco respeto democrático, lo que constituye la mejor manera de quitarse a sí mismos la razón que pudieran tener.

Pero, esto al margen, lo cierto es que la situación por puntos arriba abajo ronda ya el momento de no retorno, el momento de tomar decisiones tal vez irreversibles, y exige que los interesados atiendan a un asunto medular con aproximaciones ideológicas e intelectuales algo más evolucionadas que la descalificación y el exabrupto, porque, llegando al quid, España, obviamente, como decía mi lector, no tiene solución para el problema catalán. Sin embargo, la realidad es contradictoria y absurda, no es que no tenga solución, es que la tiene pero no quiere aplicarla.

Por extensión, lo mismo vale y valdría decir para el problema vasco, no digamos ya para los dos juntos, si se produjera tal alineación astrológica. Y la diferencia con tiempos anteriores es que las tradicionales soluciones militares o represoras resultan hoy casi impensables. No porque, imagino, no las barajen muchas instancias en sus cabezas, sino porque incluso los más fanáticos del centralismo español saben de sobra que 'eso' podrá ser solución imaginable, pero no viable.

Lo cual lleva a la fuerza a una solución, no la que quisieran, sino la que logren alcanzar teniéndose todos que plegar al ‘oprobio’ de aceptar lo obvio, lo democrático y lo civilizado, es decir, sentarse a negociar y pactar. Algo que en el núcleo de la España eterna parece entenderse, se diría, como insufrible tormento medieval e insoportable dejación de su propio ser.

Y eso es lo que apuntaba yo que tiene que conocer por fuerza la Corona, la primera interesada en que no se le desmantele la granja, y de ella para abajo, el resto de las instituciones. Lo que conlleva otra obviedad: si las leyes actuales y quien más las defiende son las que ponen el bastón entre las ruedas para evitar alcanzar cualquier posible acuerdo, es evidente que, antes o después, de una o de otra manera, esas leyes habrán de cambiarse, y lo acabarán instando precisamente aquellos que hoy no quieren hacerlo, cuando alcancen a entender que no hay otra alternativa frente a un mal que todos ellos ven como superior.

Y ocurrirá más pronto que tarde. Por requerimientos de la modernidad, de la estabilidad social, del beneficio económico y del propio interés del Dios Mercado, que si algo no aguanta son las pérdidas. Al Dios Mercado le importan las patrias todavía menos que a un internacionalista de vieja escuela ideológica. La española, la catalana o la USA. Le importa recoger beneficios en lugar de pérdidas y esto querrá hacerlo en España junta, o en España y Cataluña —o Albacete— por separado. Y es lo que instará a hacer con la ayuda de toda su gigantesca facticidad, hoy más poderosa que la de un ejército.

Así, lo de menos en la actualidad es si existen un Benelux o Be, Ne y Lux, si Checoslovaquia o si Chequia y Eslovaquia y si Francia o si Francia y Córcega. Al Dios Mercado lo que le interesa es recoger sus frutos, los máximos posibles, en todo territorio sobre la faz de la tierra, y en la Luna y en Marte en cuanto estén al alcance y se llame como se llame cada lugar y se ajunten o no se ajunten unos con otros, como decíamos en el colegio.

Y algo que no hará jamás ese dios si España y Extremadura se separaran, será dejar de ir a Extremadura a cosechar, porque así se lo pida España. Se cosecha en todas partes por principio ontológico, hoy ya casi teológico y del todo al margen de la opinión del propietario de cada prado, que para eso hace treinta años se cedió amablemente la soberanía, y porque si algo resulta intolerable en particular, por añadidura, es que cualquier viejo propietario venido a menos venga a poner dificultades para que en su antiguo predio, hoy de otro, deje de celebrarse la tan sagrada eucaristía de recolección de frutos y beneficios para verterlos en la sagrada cornucopia del dios.

Así que al romántico sentir: "Yo soy libre y peculiar y, por lo tanto, tengo derecho a decidir sobre mi futuro", y a su contrafigura, aquí o en cualquier otro lugar de la tierra: "Tú harás exclusivamente lo que yo te mande, enano", se les planta delante el primo de Zumosol y el campeón de la practicidad fáctica: "Ustedes harán lo mejor y más conveniente para mantener mis cosechas, juntos o por separado, pero por las buenas, pues, de lo contrario, cosecho menos, y eso, disculpen, no es un paisaje imaginable".

En consecuencia, si se celebrara un referéndum y lo ganara el centralismo español, miel sobre hojuelas, pero si se celebrara y lo perdiera, bienvenido será el estado catalán a la central internacional de cosechas (como bienvenidos hubieran sido el estado escocés o el quebequés) y déjense ustedes de discutir más, que nos cuesta dinero a todos. Y, amén, Jesús.

Por lo tanto, lo de que siete millones y medio de productores y consumidores de alto standing, como son los catalanes si comparados con el promedio de riqueza de la población mundial, lo que los convierte en algo infinitamente más importante que el ser siete millones y medio de paquetes de tripas —como hacía decir Miguel Espinosa a sus Mandarines—, vayan a ser arrojados a las tinieblas exteriores para ser convertidos en pobres, y ello solo por el exclusivo gusto de los que siguen haciendo guardia frente a los luceros, no se lo creen ni Mariano Rajoy ni Ángela Merkel. Otra cosa es que no se cansen de decirlo, lo repitan y se les seque la lengua de reiterarlo, pero hablando no se levantan presas, hay que poner cemento. Y las cunas de los niños las mecerán con cuentos, qué duda cabe, pero no tan burdos, y los primeros que lo saben son quienes los cuentan.

Naturalmente, la posición podría estar peor que muy mal analizada y darse otras variantes que bien pudieran derivar en espantos como la toma de Grozny o el bombardeo de Sarajevo, por ejemplo, porque reconstruyendo también se gana dinero, aunque probablemente no tanto.

Para acabar, por mi parte, simpatía con el independentismo catalán, escasa, comprensión de sus causas, bastante. Con el centralismo español: simpatía, pero sólo práctica, alguna, comprensión intelectual, ninguna. Para con la democracia, el diálogo, el pacto y el acuerdo, o el divorcio civilizado, si inevitable, toda la comprensión y la esperanza.

Eso sí, y para no para no pecar de optimista, no tenemos aquí un Vaclav Havel o tan siquiera una reina Isabel de Inglaterra con sus afilados consejeros. Pero no veo qué pueda tener de malo el desearlo y el constatar que hay lugares cercanos donde las cosas se enfrentan y solucionan con diferentes modales y mejor y más moderno andamiaje intelectivo que el de nuestra inacabada e inacabable Edad Media.

3 comentarios:

  1. Hola,

    Dice Ud. "en cualquier lugar civilizado un referéndum de autodeterminación precisa terminantemente de un mínimo absoluto del 50%"

    Bien, si se refiere al resultado de un referendum acordado. Pero dicho referendum no ha podido celebrarse. Cuando sea impuesto por el Dios Mercado, recupere estas sus palabras...

    Por ello, y siguiendo con lo que le escribió el 'atento lector' haría bien en informarse Ud. acerca de los % favorables en Escocia y Quebec antes de sus respectivos referendums: en ambos casos muy por debajo del 48% de los catalanes. Porque aconsejarle que rehiciera esas dos entradas de su blog (en especial la más antigua) creo que sería inútil.

    Pero yo también le animo a seguir, lleva una buena velocidad de crucero mental para con el tema, o en otras palabras, está Ud. mucho más avanzado que la mayoría del pueblo español...notable en calidad democrática (si pule un poco ese pantanal de los porcentajes en el que se enreda de cuando en cuando).

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    1. Conozco perfectamente que los porcentajes de población que solicitaban los referéndum canadiense y británico en los territorios de Quebec y Escocia no llegaban al 40%, incluso, aunque no recuerdo el dato, en Quebec, antes de 1980, este porcentaje era muy inferior, lo cual no impidió que dichos gobiernos los acordaran y se celebraran las consultas, en Quebec, tres veces, obrando así de manera exquisitamente democrática, a mi entender, y lo que nos debiera hacer palidecer de envidia, por comparación, y bien dejando ver a cuál distancia nos encontramos todavía de países donde el respeto a lo que solicitan sus poblaciones es real y no de boquilla.

      Pero sigo sin ver cuál contradicción haya entre los datos en porcentajes que aporto, máxime habiéndolos explicado y cuando, además, dejo bien clara mi opinión de que el referéndum —vinculante— en Cataluña debiera celebrarse cuanto antes, mejor. Por razones estrictamente democráticas en primer lugar y, segundo, de conveniencia para todas las partes implicadas, no sólo España y Cataluña sino la UE, incluso.

      Pero si lo que pretende el lector es convencerme de que los resultados de unas elecciones autonómicas son equivalentes a los de un referéndum, cuando son dos tipos de consulta radicalmente diferentes y siendo el objeto de la celebrada todo otro que el del referéndum que no se permite celebrar, pero cuya celebración yo sí defiendo, difícil será que estemos de acuerdo.

      Otra cosa es que el lector pueda opinar, tal vez como yo opinaría asimismo, que, dado que no se permite, aduciendo motivos de escasísima entidad democrática y de evidente iniquidad, que la población catalana exprese mediante referéndum lo que tenga que decir, se vean abocados sus representantes —elegidos para otras funciones— a intentar hacerlo por las bravas. Lo que para unos sería simple sedición y para otros algo muy poco deseable, pero comprensible, como sería mi caso.

      Pero, con todo y ello y en ese caso, el supuesto estado naciente lo sería desde un déficit democrático, causado por el déficit democrático del estado español, evidentemente, pero déficit, y grave. Y para nada me parece un deseable regalo de natalicio, pues resultará fuente segura de gravísimos conflictos y de los que no es descabellado pensar que lleven los catalanes la peor parte.

      Y el que la corona de una de cal y otra de arena, o avance un paso adelante y dos atrás y que en ocasiones se comporte con relativa inteligencia, como en la abdicación y que en otras circunstancias haga lo contrario de lo que le interesaría, como impedir un referéndum sobre la corona misma, pero que les legitimaría de una santa vez y que ganarían, hoy, de corrido, pero quién sabe si dentro de veinte años, no, ya no es problema mío, como usted bien comprenderá.

      Es más, si esa institución acabara por darse finalmente con la zapa en los pies, no sería yo quien llorara por ello, descuide. A fin de cuentas, el bisabuelo del monarca, llegada la circunstancia histórica, hizo mutis por el foro. Luego hacia comportamientos históricos decentes, también tiene a dónde mirar el monarca y en su familia.

      Y a lo del notable en calidad democrática y la penitencia… no sé muy bien que añadirle. No pensaba que estuviera examinándome... a mis años. Imagine que yo le diera a usted mi bendición o la absolución siempre que rezara tres Avemarías y un Cara al sol… ¿Le sonaría bien raro, no?

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  2. Sí, una casa real de lo más inteligente:

    http://www.eldiario.es/politica/Espana-arroparon-Lopez-Madrid-tarjetas_0_492401900.html

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