La propiedad privada es locución que en realidad, –¡qué significativo!–, resulta casi una redundancia, pues propio es lo que efectivamente pertenece a cada cual y por lo tanto ‘privado’ sólo lo califica adicionalmente como excluido de su uso o beneficio por parte de terceros, sin el permiso necesario del titular del derecho o del sujeto que posee la cualidad, lo que ya venía implícito en el primer sustantivo.
Pero al referirise a bienes de caracter común, no parecería ‘propiedad’ el término que rinde mejor su sentido, pues a nadie se refiere en concreto que los posea, y sería preferible disponer de otro, tal vez inexistente como substantivo (lo que también dice y pregona no poco de la capacidad de marcación del lenguaje, y de ciertas obligaciones o inercias que se le imponen consuetudinariamente –o de facto–para que no diga lo que debiera decir), y lo que llevaría a tener que andar a rebuscar entre otros términos, y curiosamente, bastante más medievales que modernos: el común, la generalidad (ese italiano Comune,por ayuntamiento, o ese más moderno, pero significativo, creative commons,que ha popularizado la red) y otros similares para amarrar mejor el concepto, no acudiéndome a los oídos construcciones para expresar la idea de ‘propiedad pública’ o ‘propiedad común’, de los que se pueda excluir precisamente el término de marras, ese ‘propiedad’, que sin embargo, lleva clavada dentro, como un ave rapaz, como un comisionista insaciable, dicha idea de posesión.
Y es esta la diferencia precisamente, el que con o sin la adjetivación de privada, el término propiedad incluye ya el concepto de posesión, con sus derechos anejos. Sin embargo, tal idea de ‘posesión’ en el sentido de pública, con ese marcado que se nos cuela de contrabando con el término, mal señala el concepto, y más parece un sinsentido o un vigilante de lo privado que venga de polizón en la panza de la oración, vigilando sus intereses espurios. Pues la idea de posesión mal se compadece con el concepto de público. Lo público, o el bien, o el beneficio público, no lo debiera de poseer nadie, solo disfrutarlo, ni siquiera el estado que, aún siendo por lo general su creador, ni siquiera debería de poseerlo en el sentido de ser suyo, sino en el de ser su administrador, o tal debiera.
No se trata pues de ‘propiedad’ pública, pues nada en ello propio es, en el sentido de subjetivo, pero sí lo es, dijéramos, la idea de disfrute público, mucho mejor contraponible en términos a la de disfrute privado, o la que expresa el también medieval ‘beneficio’, entendido como fuente de ingresos e industria.
Y no es ociosa toda esta pejiguera, porque muy bien podría ser este ‘marcado’ que nos entrega el lenguaje junto al sentido de propiedad, la razón psicológica (y razón calzada tal cual, además, de hoz y de coz, en la razón jurídica) lo que les permite a estos estados o entidades de administración de las cosas de todos, y en cuanto que integrados y personificados por los seres humanos que desempeñan temporalmente su labor en ellos, el arrogarse constantemente –y con no poca ligereza– el derecho a vender, y muy frecuentemente a malvender, eso que dicho estado llama sus propiedades, y a las que, definitivamente, sería muchísimo mejor que llamara él y llamáramos nosotros, insistentemente, sus bienes, disfrutes o beneficios, como se hacía antes, y precisamente para instar al entendimiento, tan olvidado, de que al contrario de una propiedad personal que se puede enajenar libremente, no debería de ser tan fácil poderlo hacer con estos bienes públicos, ni con tan escaso control y facilidad de acuerdo, pues resulta que la dicha ‘propiedad’ es del común y por lo tanto, mucho más que de todos, es muy exactamente de nadie, lo que incluye, por supuesto, a sus administradores, que para nada la poseen en absoluto.
Porque su único deber tendría que ser el transmitirla y a ser posible acrecentarla, no el enajenarla. Y porque ser del común significa, además, que fue pagada y puesta en funcionamiento, o comprada a terceros, gracias a los dineros de ese mismo común, y con no poco sacrificio. Y si es tan meridianamente público ese origen, mal se puede entender esa carrera de ventas de bienes de todos, y la renuncia a generar otros nuevos, también para todos, porque igual se debería o podría reprochar a los estados, como a cualquier mal administrador privado, o apoderado rapaz, torticero, trapacero y aprovechado, la preferencia por vender los bienes del administrado en lugar de ponerlos a producir beneficio y a dar su fruto, que es para lo que se supone que se les contrata. Y que tales bienes dan todavía su fruto constante y generoso, y que no son ruinas caducas, como contaban, se puede probar de inmediato nada más que escuchando hasta donde llegarían los gritos, el ruido y el rechinar de doblones si el estado decidiera retomarlos para su beneficio, e incluso pagándolos a su precio actual, y no incautándolos.
Vender no debería de ser más que una ultima ratio, pero vender por método o sistema, como cualquier niñato heredero de una fortuna y que alcanza finalmente la ruina, después de treinta años de malvender sus bienes y malversar sus caudales, cualquier rico de toda la vida, de los entregados a ahuchar, especular y rapiñar con apasionada dedicación, método, probada competencia y éxito durante toda su existencia, no podría calificarlo más que de locura simple, de las de inhabilitar. Y, créanme, en asuntos de enriquecer, los ricos saben mejor que nadie lo que se hacen. Y si los estados verdaderamente desean ser ricos, algo tendrían que hacer en cierta medida y a inteligente imitación de lo que los particulares adinerados llevan haciendo desde el tiempo de los faraones, si no antes, y esto no es más que no dilapidar, como primerísimo mandamiento.
No dilapidarás los bienes ajenos, lo que dependiendo de en cuáles y cuántos sagrados frontales se grabara en granito de El Escorial, podría desempeñar a bajísimo coste la casi totalidad de las funciones de un Ministerio de Educación pública, del de Hacienda pública, del de Fomento y así hasta las de uno de Investigación, incluso, o de otras entidades igualmente fantasiosas.
Y esa facilidad pasmosa con la que se borra un parque de la faz de la tierra, tranquilamente poblado y disfrutado por sus canónicos viejos, y sus niños en bicicleta, y madres con su bolsa, y mendigos con su carrito, y parados con sus horas sin sentido, y los pocos trabajadores que van quedando tomándose un bocadillo, para hacerlo desaparecer y construir en su lugar cualquier otra cosa de discutible utilidad, por ejemplo, un campo de golf de pago, o, no pocas veces, ¡otro nuevo parque!, pagando dos veces para tener lo mismo, o esas obras faraónicas, y pienso ahora en ese circuito de Fórmula 1 de Valencia, trazado a golpe de paletadas millones, y en el que el ‘1’ creo que significa llanamente que se usa una vez al año, o en esa terminal T4 del Aeropuerto de Madrid, tan bella o no como desee calificarla cada cual, pero que cada vez que miro a su cubierta se me llevan todos los demonios, pensando en su coste, comparado con el que hubieran supuesto las normalizadas vigas de cualquier hangar, incluso fino, aseado de líneas, bien aislado y bien rematado, y recubierto primorosamente de simple tejas de las de toda la vida, me llevan a preguntarme una vez y otra sobre qué clase de entender psicológico, en el sentido expresado arriba, se tiene verdaderamente sobre la esencia y significado de la ‘propiedad’ pública de todos estos espacios y bienes necesarios e imprescindibles, tan paseada y paladeada por tantos, y sin embargo permanentemente sometida a cualquier capricho, usucapio o ucase de cualquier Zar, desde el yerno del Zar mismo, hasta el cuñado del último edil de servicios, que la entiende como propia y la somete al arbitrio constante de su despilfarro, de la inutilidad, de los dobles costes, del expolio y –póstumo escarnio–, de la enajenación.
¿Queremos pagar pensiones, pretendemos reducir el paro?, pues traigan para acá de vuelta lo enajenado por unos y otros administradores, y pagando incluso por ello: Argentaria, Telefónica, Iberia, Renfe, los astilleros, las acerías, las aspirinas aquéllas para caballos que dispensaba el Ejército, Campsa, el Instituto Nacional de industria... y corramos además a todo correr a levantar la Real Fábrica de software, La Empresa Estatal de I+D+I, la Compañía Nacional de Genética médica, el Laboratorio Nacional de Genéricos Imprescindibles y, cómo no, y también, la Fábrica Nacional de Alpargatas, by the Royal Appointment, con su corona dorada en la puntera y su toro de Osborne en el talón, donde enganchan las cintas, por la cosa del diseño, y a clavar algún palitroque más de lo que debiera de ser el tenderete de un estado siquiera en formación, para ayudar así a este pobre, viejo y desahuciado país y que sin embargo fue uno de los decanos de la idea de nación. Y que sean feas y baratas las obras, y que si se hacen relojes, o tanques, sean como los relojes o los tanques rusos de los tiempos soviéticos, feos, baratos y, conceptualmente y en cuanto a su funcionamiento, extremadamente duraderos, y aunque sólo fuera esto último nada más que por necesidades ecológicas. Y páguese el rico su Guggenheim y el común ninguna otra cosa que caserones sólidos y bien cimentados, de despachos apretados y oliendo a trabajo, y trenes que no sólo sean de carreras, sino que lleguen capilarmente a donde debieran.
Y que no se puedan regalar nunca más las instalaciones y los beneficios de todos, nunca, no y por draconiana ley, a ningún compañero de los bancos de escuela de ningún Señor Presidente del Gobierno, de los habidos y de los por haber, o a cualquier pintoresco mercachifle, o a sus coimas, de esos que exigen modificar la Constitución, para apropincuar, generosos, la bolsa de los ducados, mientras les hacemos la ola, y esto solo por no querer expresar la idea de felación necesaria y obligada nada más que mediante educada metáfora.
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