No es tanto la pérdida de valor en el exquisito y selectivo mercado de valores morales que experimenta la verdad, sino que lo chocante es que su tradicional contrafigura, la mentira, haya sufrido una mengua equivalente en su tasación como contravalor moral, alcanzando ambas finalmente precios equivalentes, algo, como si dijéramos, el efecto de echar a un bote un chorro de pintura blanca y otro de negra y más de la una, chof, y de la otra, chof, chof, y de la otra otro poco, prrrtttt... no obteniéndose más que una inacabable gama de grises, perfectamente cuantificable con un simple colorímetro, pero con la peculiaridad de que cada cliente quedara indiferente a todos esos matices y, puesto ante el bote transparente, después de ver caer cada nuevo chorro, declarara una vez y otra: este bote es de pintura blanca, este bote es de pintura negra, este bote es de pintura blanca…. Y viniera, además, a costar la milagrosa mixtura, a la hora de adquirirla para pintarse el entender con ella, y sin importar en cuál cantidad o volumen, cero monedas, cero céntimos, invariablemente. ¡Ah, por Dios, lo olvidaba casi! Por el recipiente sí que cobran la más variopinta diversidad de justiprecios.
En fin, la definitiva expresión de la irrelevancia y del no valor, de la verdad, de la mentira y de su mezcla. Aunque pediré cuarto y mitad de pintura blanca… –del bote aquel que está a la izquierda, ese de tapa azul cielo, si no le importa, sí, ese, muchísimas gracias, es usted muy amable, señorita–, que me tengo que arreglar algunos desconchones que le voy haciendo, sin querer, con las uñas y por la desesperación, a la pared junto al asiento de mi scriptorium. –Gracias mil, de nuevo, joven–.
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