Lo primero que se cambia después de una invasión son las banderas. Se cambian espontáneamente, incluso. Las multitudes acuden a recibir al ejército invasor en compungido silencio primero, seguidamente con disimulado alivio (después de todo es imprescindible creer que el pavoroso paso por el machadero, acabadas las acciones militares, se ralentice o desaparezca y cada cual, que ya ha sobrevivido a ello, espere aún sobrevivir a lo que aún falte), y al cabo, con timidez primero y finalmente ondeando esperanzadas, acaban siempre despuntando entre la multitud una bandera, tres, doscientas, que simbolizan no el júbilo del sometido, sino el conjuro, o mejor, el deseo de muchos de que lo peor haya pasado. Y así no son, las tales banderas, sino la cumplida expresión del deseo que tan bien expresa el manido ‘Virgencita que me quede como estoy’, que nos enseña el cuento. No se saluda lo bueno, todavía más que por ver, se saluda la esperanza del final de un horror. Y toda guerra lo es en su expresión máxima.
Y, sin duda, y por suerte, en estos últimos decenios el mundo occidental, si exceptuamos a su patrón, los Estados Unidos de América, bajo cuyo manto de seguridad, volenti o nolenti, los demás miembros del club nos acogemos, la guerra periódica, masiva, aniquiladora, ya no es el estado habitual de las cosas, como lo había venido siendo casi de siempre y una constante principal de la historia universal. Y desde luego, esto no es poco y constituye la mejor llamada posible al optimismo, y aún a pesar de cuantas matizaciones puedan querer aportarse.
Recorrió el mundo, después de la segunda guerra mundial, un viento de cambios que se manifestó de muy diferentes maneras acá y acullá, pero que dio, en lo básico, en la fundación de la ONU, en sustitución de la por completo inoperante y caída en el mayor desprestigio posible, Sociedad de las naciones y, en Europa, en el surgimiento de una idea, o mejor de un sueño, la Europa unida, entonces por arbitrar y modelar por completo, pero que resultó fecundo, y al que se acogieron, poco a poco, muchos territorios y, por decirlo de algún modo, incluso los espacios mentales más reacios a ello en un primer momento.
Sin embargo, dio la ONU en nada o casi, al igual que su antecesora, y ese sea tal vez uno de los principales problema que tenemos todavía por resolver como ciudadanos del mundo, pero en cambio la otra modesta proposición hizo camino, y largo, y aunque lo fuera mucho más en un sentido, el monetario, el comercial o el empresarial, con sus renuncias de soberanía y las desregulaciones nacionales asociadas, que en el propiamente político, y de ahí es donde viene la asimetría que está produciendo la cojera atroz que padece el modelo y que se acentúa con su edad, al punto casi de impedirle el movimiento.
Recuerdo muy bien, como lección bien dada y aprendida, que uno de mis tíos maternos pregonaba cada vez que tenía ocasión el adagio –no suyo–, de que cuando dos países comercian, y se benefician mutuamente de ello, no sienten la necesidad de hacerse la guerra y dejan entonces de ser enemigos. La idea, tal vez, aunque no me acude ahora exactamente a las mientes, se acuñara ya en los tiempos de Bismarck, si no era del propio Canciller, hombre no sólo poderoso, sino agudo en extremo, y dotado además de otras virtudes y armas intelectuales que aquellas, básicamente de corte militar y ultranacionalista o pangermanista, por las que pasó a la historia, hoy en día tenidas más bien como universalmente negativas, y olvidando, sin ir más lejos, que puso en marcha el primer sistema de seguridad social conocido, a la escala, bien se entiende, de aquel tiempo. Así que ya quisiéramos hoy, incluso con la décima parte de su poder real de entonces, con la adecuación habida de cada sesera al mando a los usos, un punto menos bárbaros, de los tiempos, y con los medios actuales, disponer en Europa, o en el mundo, de media docena de cabezas como aquella, o siquiera de una sola.
Y esta idea fructífera y punto más moderna, resumible, más o menos, en ‘por el capital o el comercio hacia Dios’, –en sustitución de aquella otra de ‘por el Imperio hacia Dios’, subyacente a todos los fascismos de la primera mitad del siglo XX, más los absolutismos anteriores, y habiéndose de entender ‘Dios’ más como aspiración al ‘bien’ o ‘al bien social’, sean estos lo que crea cada cual o cada época, que a otra cosa, y en el entendimiento finalmente habido, con mayores o menores resistencias, de que, imperio frente a imperio, nación frente a nación, las disputas acabarían siempre derivando hacia lo militar, como efectivamente lo hicieron una vez y otra, en inacabable sangría desde los tiempos de Hammurabi– y esta idea, decía, se acabó finalmente imponiendo despacio y, por cierto, casi huera de otro contenido ideológico que el de pregonar su beneficio, laxamente postulado como mutuo, frente al beneficio producido por el anterior concepto imperial o estatal, en lo básico de cuño Napoleónico, de modernidad, legislación, proteccionismo, comercio a la fuerza y progreso técnico a imponer por la fuerza de las armas.
Y tan es así, pienso, que la historiografía del futuro, tendrá seguramente que marcar un cambio de época, o de edad, a caballo de los tres últimos decenios y de los tres próximos, para asimilar y explicar el cambio de paradigma y del estatus del poder, que está pasando –y pasará más aún– desde las manos del ‘estado nacional’, ya moribundo, como moribundo agonizó largo tiempo el Ancien régime, a las de su más que previsible sustituto (y dé esto en lo que dé), a una edad del comercio, de la globalización, del capitalismo, de la mundialización o del imperio de la economía, o como finalmente se acabe por llamar al periodo, y con permiso todo ello, o en necesaria compañía, de la simultánea aparición y explosión de la informática y de la genética, artes o ciencias líquidas, por aplicarles un calificativo de moda, pero bien expresivo si puestas en comparación con la mecánica o la caballería motorizada, tan pesadas y poco maleables como esculturas pétreas y que fueron las que preponderaron hasta hace bien poco en lo que aún llamamos Edad contemporánea.
Pero si el viejo poder estatal tenía a su cabeza un rey, o figura presidencial representativa equivalente, física y tangible, guardián y promotor de la ley, seguro empuñador de la estaca, dueño y señor de la llave del arca y fuente, aunque remisa, de bienes y servicios, figuras retóricas todas ellas, pero protagonizadas por seres reales en lo físico y por instituciones funcionantes en lo práctico, a los cuales era debido obedecer, consentir, acatar y someterse, pero frente a los que también era posible reclamar, negociar, execrar, insubordinarse y rebelarse, la figura, en cambio, que personaliza el actual poder de la economía, del comercio, del capital, de la globalización... ya no tiene como referente a nadie investido de humanas especies, ni a nada sometido a regla orientada a beneficio del común, a constitución de derecho, a deberes, a limitación alguna, ni a otro contrato que el que exclusivamente ataña al ir y al venir del dinero, que es precisamente la libérrima cabeza pensante hoy puesta al mando, cabeza sin cabeza, o hidra sin forma, pero hidra, escamoteada a toda visibilidad, personalización física o jurídica y a toda posibilidad de reclamación. De absolutamente nada sirve la libertad de manifestación y protesta, hoy sancionada por la mayoría de las constituciones, si dicha protesta acaba en sí misma y no logran elevarse a ley ninguna de las demandas que las poblaciones plantean.
Y esta sea tal vez la primera vez en la historia que la asamblea general de cada grupo de monos –fuera de catástrofes naturales, y desde que bajáramos de los árboles–, no dispone de uno o varios monos físicos a mano a los que poder echarles el guante, responsabilizarlos de lo que vaya mal y despedazarlos, con razón o sin ella, de común acuerdo, y entonando himnos y reconvenciones en procura del necesario ejemplo y remedio, pues de sobra se está viendo que los causantes de cada mal están siempre y oportunamente en otra parte o, más sencillamente, no existen, al parecer, truco de magia que gustoso hubiera firmado Houdini.
Así, esas dos ideas bienintencionadas, germinadas en el XIX y convertidas en adultas en la segunda mitad del XX, han resultado, la de la gobernanza global en un niño debil y tísico, y en un macho alfa triunfador y agresivo su hermano, el de la economía global. Sin embargo, ya bien se ve que hubiera resultado del todo necesario que la pareja creciera igualmente robusta y con los mismos derechos heredados, amén de mancomunados, sobre las llaves del arca. Gobierna ahora solo el hermano pequeño, con su arma de destrucción masiva en la mano, la libertad de movimiento de capital y de comercio, y está resultando en una dictadura terrible, con daños dignos del arma atómica, y no ha traído bajo el brazo, sin embargo, esa tutela paternal y beneficiosa que se esperaba, ni abundante cornucopia de bienes para todos, con la salvedad de los muchos que, en su inabarcable avidez, se reserva para sí mismo, como cualquier otro sátrapa.
El hecho mismo de ver a monsieur Sarkozy, en plena batalla electoral, tronando sobre cerrar las fronteras francesas, salir del Tratado de Schengen y demás diatribas de campaña, refleja muy bien el hecho de que los principales responsables de la confusa situación política, social y económica actual, los líderes de los estados occidentales más poderosos, y a su vez, los valedores de las ideas que han llevado a este estado de cosas, no saben en este momento literalmente a cuál santo votarse para que les voten, huérfanos de toda ideología, y hablando de una idea de bien común, en la que el bien común es precisamente el principal desaparecido, y así proclaman una cosa cualquiera y su contraria de seguido, sin tiempo casi a que se seque la tinta en los papeles que las reportan contradictorias a diario, y dando un espectáculo de incapacidad e impotencia que ríanse ustedes de los notables de aquella ampulosa y moribunda Serenissima Repubblica veneziana, encerrados ochenta años en sus palacios a gastarse en una orgia infinita sus inacabables caudales en timbas, carnavales y lujos sin sentido y sin cuento, mientras se disolvía su república, esperando borrachos a un Godot, que finalmente se llamó Bonaparte y barrió con ellos, que gustosos se le rindieron sin disparar un solo tiro, y para al final, inri último, verse de inmediato entregados como súbditos a los buenos cuidados y oficios de su peor enemigo, el Kaiser austrohúngaro, que los puso de inmediato al trabajo.
Así, de igual forma, los estados del mundo actual, sus dirigentes, los orgullosos descendientes de Maquiavelo y los Reyes católicos, de Galileo, de Lutero, de Erasmo, de Tomás Moro, de Descartes y Newton, los nietos del siglo de las luces y de la razón, los hijos del mundo contemporáneo, de Bolívar, de Humboldt, de Malthus, de Bonaparte, de Marx y de Darwin, de Franklin, de Bismarck, de Einstein, de Roosevelt, de Mao, de Schumann y Kennedy, de Gandhi y Mandela, los que Fermi y Oppenheimer llevaron a la frontera del átomo, Von Braun a la Luna y Monod a las puertas de la casi omnisciencia sobre sí mismos, parecieran haber entrado en ese mismo estado de estupor, de indefensión, de inacción, de desvalimiento, sin construcción teórica que seguir, en coma de ideas, sin modelos que soñar ni intentar aplicar, sin ideología o norte social, sin qué hacer, reducidos a la impotencia, a la ceguera, a la desbandada, apelando al pasado, a regresar, a escapar o a meter la cabeza en el suelo.
Todo ya, cualquier cosa parece aceptable hoy para un estado, la disolución, la entrega de las llaves del tesoro, de la catedral y de la santabárbara, la jibarización, el enjaularse en sus propias fronteras, la aniquilación, el malestar y el empobrecimiento de sus poblaciones, antes que intentar recuperar el control de la situación, junto a sus evaporados dineros, y en compañía de los demás estados afectados, y antes que emprender la tarea necesaria de organizar una gobernanza unitaria y mutuamente beneficiosa, una legislación global, un nuevo sometimiento a regla, acorde con los tiempos, de las cosas de todos y por todos, de intentar y de buscar como quehacer primordial un acuerdo general para resolver problemas acuciantes que la humanidad entera padece.
Y al igual que ese espectáculo ominoso e indigno, de tantos niños de diez años imponiendo la ley en sus casas y en la escuela, retadores, matones, chulescos, decidores y seguidores de toda imbecilidad, relevados de obediencia a regla alguna, exentos de deberes de cualquier clase, de obligación de aprendizaje y saber, de actividad y de estudios, dejados a su albedrío de juegos de crías de mono en nombre de una estúpida y culpable tolerancia (tolerancia, piel de elefante, dejó clavado Sánchez Ferlosio); también los altos responsables de organizar convenientemente las cosas de los hombres, parecen hoy esos mismos y culpables padres resignados, indolentes y estúpidos, ahítos de conocimientos que no sirven para nada y desconocedores en cambio de sus obligaciones más básicas, de sus deberes y, lo que es más incomprensible, de su poder, ese que han declinado ejercer. Y tal transmiten a su progenie los unos, y los otros a sus desdichados conciudadanos, educados en lo mismo, hasta acabar dando todo en estos pantanosos lodos que amenazan tragarnos, hijos finalmente de los mismos polvos.
Vámonos pues de Schengen, señor Sarkozy, vámonos del Euro, vámonos de la ONU, vámonos de las alianzas, de la planificación, de la estructuración de las cosas según la razón y la lógica, vámonos de la ordenación de las categorias, vámonos de intentar saber qué es bueno y qué es malo, vámonos de la clasificación de las necesidades para intentar satisfacerlas en orden, vámonos de gastar y de invertir para el futuro de todos, no el de algunos, vámonos corriendo frontera adentro, vámonos al pueblo, a envolvernos en el pendón de cada autonomía y a escondernos en el campanario medieval de cada barrio, de cada feudo y, finalmente... allí tomaréis sopa, hermanos míos, como escribiera Neruda.
Váyase el dinero si quiere y a donde quiera, conceden un punto contrariados tal vez, y entrémonos nosotros a nuestros adentros, al ensimismamiento, a nuestro cabildo de manos forzadamente muertas, parecieran decirse todos, como si no resultara evidente o desconocieran que no puede existir por razones ontológicas gobernación, mayor o menor que sea, sin sus poderes, sus medios y su capacidad para procurárselos, y así sea esta gobernación la de una aldea o la del globo todo. Antes que someter a la economía en rebeldía al imperio de la ley y a los impuestos que rigen para el resto de la totalidad de las cosas, los dirigentes escapan amedrentados, llevando a sus pueblos como crías empujadas por el pescuezo, como animales asustados camino de vuelta a sus madrigueras, pero que ya no son más que refugios que ellos mismos se han ocupado de dejar inservibles.
Vámonos de donde sea, entonces, pero para irnos... ¿a dónde?
Y, al fin, invadidos hoy por un enemigo más, capilar, invisible e inasible por el cogote, vemos ondear esperanzados esas banderas, símbolos finales de las infinitas invasiones habidas de invasores de invasores que fueron invadidos, esas que figuran en tan ordenancista y pacífica cadencia en todos los ayuntamientos: la circundada de estrellas –como en las Inmaculadas de Murillo–, que es ese maquillaje europeo que nos pintamos esperanzados sobre el pellejo por ver si nos sacan al baile, la enseña nacional, símbolo cierto de la pitanza verdadera y real que, mal que bien, todavía alcanzamos a comernos, la de cada autonomía, o patriúncula en nuestro doblemente desdichado caso, y donde al parecer se mueve en la realidad el esqueleto del día a día, y finalmente esa tela de colores felices, la peculiar de cada pueblo, sede teórica del corazón, residencia de la madre de cada cual y solar de la infancia, o la patria, de cada sujeto impositivo, que es el hombre.
Y falta una bandera en todos esos caserones, lo sé, la de la ONU, la que debiera de ser la primera quizás, pero que no figura, ni está ni se la espera, porque, ¿me podrán decir ustedes de que puede servir un símbolo de bandería que no sea otro que el mismo para cualquier bandería?
Y sin embargo, sin embargo... muy bien le cuadraría colocarla a toda asta, en la puerta y en el acristalado frontal de cada institución financiera y bancaria, a modo de emblema y logotipo y como recordatorio a los súbditos de que estas sí que son las instituciones supremas, globales y finales, y de que todos estamos sujetos exclusivamente a su imperio, recibido por generosa dación de manos del resto de poderes del mundo, y que es, a día de hoy, lo único verdadero que simboliza esa enseña, el poder de la ausencia de ley, el poder que no obliga a nada, el poder que han tomado las casas del dinero de quienes han renunciado a ejercerlo según expresamente les imponían sus Constituciones, y que no son otros que los parlamentos, los senados y las casas del pueblo, o los nombres que tomen mientras escurren el bulto.
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