viernes, 16 de marzo de 2012

¡La economía lo quiere!

Hacia donde se quiera mirar y considerar, todo nos informa de una constante que se cumple a rajatabla. Todo crecimiento se detiene, la mayoría de ellos, además, menguan y desaparecen. A escala de microorganismo, a escala de organismo, a la de superestructura, de proceso, de lo que se desee considerar, las cosas, las entidades físicas, desde las moléculas hasta los sistemas estelares y planetarios, toman su tamaño, se estabilizan aproximadamente en él y después desaparecen o son absorbidas por otras.

No hay animales por encima de un determinado tamaño, no hay montes por encima de otro, no hay caudales de agua más allá de otra cifra, no hay sistemas planetarios, ni galaxias estables por encima de determinada extensión. Las cosas existentes están ancladas a unos márgenes de tolerancias físicas que no es posible sobrepasar. Las leyes de la física y de la química se imponen inflexibles cuando se pretenden cruzar estos límites. Un monte colapsará en varios menores, un caudal se dividirá, un animal caerá aplastado por su propio volumen. El máximo mar o el máximo desierto que en la tierra puedan darse serán los que ocupen toda su superficie. Llegados a ese punto a uno u otro no les quedará otra que estabilizarse en ello o menguar. Y el hombre y sus sociedades son, antes que ninguna otra cosa, una simple suma de entidades físicas con sus características: pesan, miden, consumen energía, emiten gases, radian calor, y así cada hombre, cada animal, cada microorganismo, cada entidad biológica. Todo esto no son más que simples conocimientos preuniversitarios, más un poco de sentido común. Y sin embargo, como conjunto de la especie, nos permitimos tranquilamente el desdeñarlos y obrar como si no se conocieran.

De igual manera, el gasto energético posible de una sociedad que habita un planeta, este, por el momento nada más que uno y aparentemente no crecedero tampoco (y más valdrá que no lo haga), es una cantidad fija cuya máximo teórico es función de la radiación solar y de la energía atrapada y extraíble de los materiales que componen el esferoide que nos acoge. El número es fijo, pero la capacidad de extracción es modificable tecnológicamente, y no es lo mismo hacer una hoguera que fusionar átomos, pero es que existe además otro condicionante todavía más estricto, el de la cantidad de calor que se libera. De poco sirve extraer energía sin límite si el calor emitido y asociado al proceso resulta biológicamente letal. Y no hay más, que se sepa, a día de hoy, salvo los sueños. Y no es poca esta energía, no hay verdaderamente de que quejarse, bastaría con adaptarse a ella y usarla racionalmente. Es el salario máximo para toda la especie, y para todo el conjunto de la biomasa, y no hay mago ni especulador que puedan incrementarlo.

Así que esta lucha disparatada entre la economía, con su pretensión de ser ciencia, con su optimismo infantil, pero con una pujanza de medios para propagandar sus puntos de vista, absolutamente desproporcionada con su modesta entidad gnoseológica, y lo que la ciencia positiva –y el sentido común– conocen como verdadero, y le contraponen, aunque con la modestia de fuerzas de un lactante, no puede llevarnos más que al despeñadero igual que se dirigieron a él los cuadriculados e inadvertidos bisontes.

Decir ¡La economía lo quiere! es prácticamente lo mismo que proclamar ¡Dios lo quiere!,  desenfundando de seguido la espada, que no es más que la suspensión del juicio de la razón y el entregar la voluntad como rehén de lo que buenamente haya de ser o salga. Es impotencia, resignación y creer en la magia, un dejar correr el río sin encauzarlo o permitir que la lluvia nos resbale sobre los hombros, sin interponer techado.

Que el crecimiento ha de controlarse, finalmente pararse e incluso revertirse para obtener sociedades estables y posibles, es propiamente la tarea del futuro, y el futuro la hará irremediablemente. Por las buenas o por las malas, y las malas no es una manera cualquiera de hablar, ni la expresión de un deseo o mala fe, es una constatación dolorosa y contiene una advertencia terminante, final. Se hará igualmente.

Se puede hacer por el camino de optimizar, controlar, regular, no despilfarrar y reciclar  obsesivamente, palabra muy de moda, pero que no contiene ni más ni menos que la totalidad del sentido del antiquísimo reaprovechar, más la vieja conseja de que hay comerse a la hora de la cena las patatas que sobraron de la comida, por ejemplo. Cada vez que abrimos un grifo sin necesidad empeoramos verdaderamente el mundo, y cada vez que dejamos una luz encendida de más, hacemos lo mismo, y además entregamos una parcela de nuestro poder ciudadano, vía beneficios redundantes e innecesarios, a quien los usará en nuestra contra.

Desgraciadamente el modo de enfrentar esto por las buenas –y por las sabias–, con la organización y el paradigma actual de lo que entendemos por sociedad capitalista, y pronto, la única sociedad, está dejado exclusivamente en manos de nadie, o lo que es lo mismo, en la de los políticos, para los cuales este problema no parece constituir en ningún lugar de la tierra el norte principal de su actividad. Los políticos no son más que las cigarras del apólogo, y los usos del modelo de democracia electoral imperante les llevan casi sin alternativa a pensar y actuar en términos de tiempo que se podrían calificar de microbianos.

No son ya solo los estandarizados cuatro o seis años de vigencia en el poder, pues de estos apenas se usan la mitad para decretar y modificar, y el resto para buscar el modo de obtener otros cuatro de acomodo, y se acabó, sino que este plazo tan limitado, y vuelta a cambiar de idea o de mecanismo de intervención, caso de llegar a plantearlo, es algo simplemente risible en relación a la magnitud y al término temporal necesarios para aplicar las medidas que habría que adoptar de forma sostenida y, forzosamente, todos a una, para alejarse de ese límite ya cercano en el que las cosas del crecer llevarán a la disolución de los componentes, porque cuando finalmente quienes tomen el mando –y el mundo– sean la física y la química, junto a sus preciosas niñas, la biología y la ecología, pero con las cuales muy malamente se negocia, nada se podrá hablar, impetrar ni aducir, pues son inflexibles, y por muy premio Nobel de economía del que pueda estar investido el hechicero que se quiera enfrentar a ellas a golpe de hisopo y sacralizada autoridad. Y ya verán entonces a quienes toque lidiar con ello lo que será entonces hablar de dictadura y de genocidio. De rechinar de dientes y de apocalipsis.

Nuestra escala tiene una dimensión, por debajo está acotada por la barbarie, que vive en las regiones termodinámicamente más frías y que es de donde venimos, de la más descarnada y violenta lucha por la vida. Por arriba, limita con el calor, con otra barbarie diferente, y tal vez todavía peor, de hervor y de disolución. El terreno de maniobra posible es el intermedio y, deseablemente en su parte media superior. Mantenerse allí y lograr no subir hacia la disolución, ni bajar nuevamente a las sutilezas del uso de la clava, es la tarea que tiene por delante la especie. Ni más ni menos.

Pero este insoslayable quehacer se lo tenemos encomendado a cigarras, por ley autoemanada de ellas mismas y debidamente sancionada por todos, es decir, nada menos que al ignorante, al codicioso, al bárbaro, al incompetente, al desorganizado, al genocida, al ladrón, al psicópata, al rapaz, al tarotista, al indiferente y al loco, sin olvidar a algún despavorido conocedor y bienintencionado, siempre triturado en medio de esta manada pero, eso sí, adecuadamente dotados todos ellos de un mal desbastado garrote para efectuar una operación de microcirugía, y de un cortauñas desafilado para construir transatlánticos.

Sólo quedaría salir corriendo, pero... ¿a dónde?

Miserere nobis.

1 comentario:

  1. Lo malo de leer a los hombres sabios, esos seres extraños, no es que el material que vagaba fragmentado por la mente se recomponga en un santiamén como por mandato divino, ese fruto tan familiar, sino que, además, como efecto secundario, todos nuestros males, los temores, las sospechas y los cálculos respecto a lo que hay o deja de haber, las razones para ser pesimistas o para dejar de serlo, y tanto más, son zarandeados con el seco, valiente y dantesco diagnóstico de la enfermedad, cuyo nombre está al alcance de cualquier padecedor del mal: ¡Oh, vosotros que entráis, abandonad toda esperanza! Dicho esto al dictado de un estado de ánimo, añado que, si el conde de Buffon no erró en aquello de que `el estilo es el hombre mismo, el estilo no puede robarse ni transportarse`, usted es varios hombres en uno, y conste que el fenómeno es aun más llamativo últimamente. No sé si lo admiro o lo compadezco, en tanto que tratar con solo uno ya complica la vida tanto. Pero sí, sé de algún otro fenómeno semejante; sin ir más lejos, mi amado y nunca del todo aprehendido Pessoa.

    Si todo crecimiento se detiene, plegue a Dios que el suyo ande muy lejos de la parada, Alberto. Amén.

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