martes, 20 de marzo de 2012

Descanso dominical

Cómo no hablar, alguna vez, del cansancio publicitario. Los lectores de prensa siempre hemos pagado este peaje, y por partida doble, pues quien ve la tele lo paga viéndola, pero no cotiza diariamente por ella, fuera del propio coste del aparato en sí y de la luz que consuma al usarla. Pero si este peaje en la prensa se ha pagado de siempre, y es más, ha permitido su propia existencia –que decir independencia ya sonaría a rechifla–, la publicidad en el medio tradicional de papel escrito está, sin embargo, integrada en él de una manera más natural, o así me lo parece y, además, existe por causa de la propia morfología del medio una mejor defensa contra ella.

La página completa de reclamo que ocupa el lado derecho es algo inmediatamente reconocible, y en el caso de los sujetos más refractarios a ella, yo mismo desde luego, la opción de decidir atender a aquello o no, es instántanea. Un lector avezado capta el mensaje previo al masaje o mejor dicho, en mi caso y en el de muchísimos, capta que va a haber un mensaje que no va a ser de su interés, y en el tiempo cortísimo de volver la página, lo que por lo demás hay que hacer igualmente si se piensa seguir leyendo la publicación, ya ha quedado informado, en lo básico, de que aquello era publicidad de un producto que no es para él y, ¡oh maravilla!, ya ha dejado de verlo.

Es más, casi se puede vivir el hecho como un triunfo, o incluso una venganza. Este aspecto siempre me ha parecido una ventaja definitiva de la prensa sobre la radio y la televisión, porque el continuo de trabajo, de esfuerzo y de atención, y de placer o de recompensa que pueda recibir el lector a cambio, no se ve alterado por la intromisión del mensaje publicitario. Porque aún asumiendo el hecho, por ejemplo, de que se esté viendo un programa de televisión dotado de alguna clase de interés, el placer queda truncado de manera sistemática por la cuña del reclamo, y en la radio, lo mismo. El radioyente o el telespectador pagamos un carísimo precio adicional entregado bajo las sagradas especies de uno de nuestros bienes más escasos y apreciados, el tiempo. El lector del periódico, no.

Y existe otro aspecto a considerar, además. La publicidad en prensa tal vez resulte más eficaz, pues en definitiva el lector puede detenerse en aquella que resulte de su interés y no dedicar más que el esfuerzo y la atención mínima para descartar aquella otra que no lo sea. La libertad, tan constreñida, tiene así, sin embargo, un campo mínimo en el cual poder ejercerse todavía, y del mismo modo que es efectivamente un placer negarse a ver un determinado anuncio, puedo serlo también el ver otro que que nos complazca o interese. En televisión puede ocurrir lo mismo igualmente, pero, llegada la catarata de reclamos que interrumpe y hace perder el hilo de aquello que se estuviera siguiendo, la sensación de obligación que nos invade, creo que predispone mucho más negativamente contra el acto publicitario.

Esto permite además, y así se hace efectivamente, que una publicación periódica cualquiera, pongamos un magazine dominical de prensa, sea un pintoresco bodegón donde convivan la exquisita liebre y el insípido nabo, donde junto al artículo de un pensador, al de un periodista acreditado, a un reportaje de alcance, a la entrevista a una personalidad cualquiera, desde aquella a un representante del mundo de la musculación neuronal, a aquella otra, defensora de la idea del maquillaje entendido como ética, pasando por la exhibición de logotipos y nombres de compañías comerciales mostrados por adoslescentes anoréxicas revestidas de acabados textiles, mejor o peor ideados y estructurados, junto a sus complementos, o por pre-digeridos manuales de autoayuda, donde se explican las razones metafísicas, e incluso jurídicas, para no apuñalar a la novia que no contesta al teléfono, no circular a doscientos por hora en proximidad de zonas escolares, la conveniencia social de que algunos no paguen impuestos, no envenenar al marido infiel o aprender a rebajar los niveles de angustia y de aflicción –perdón, quise decir de estrés–, que causan el hecho mismo de existir, el trabajar o, mismamente, el leer precisamente el magacine, que nos explica, además, que no es posible reducir el estrés por la vía más natural, pero peor considerada socialmente, de agredir salvajemente al jefe de personal, de pegarle a los niños, o a tu madre cuando regresas a casa, o la causa de porqué no debes irte en derechura a por el editor de tu periódico, pues tiene guardaespaldas.

Así, la lectura dominical de uno de estos pamphlets de lo conveniente y lo sanamente estatuido, más se parece a una de carrera de obstáculos o a un juego del gato y el ratón, donde hay que escapar indemne e inteligentemente de aquello que se preferiría no ver, que es casi todo. Pero, y este es el quid, esto puede hacerse, y hasta puede ser divertido. El telespectador, o el radioyente, no tienen otra que bostezar, irritarse, cambiar de plan –si lo tuvieran–, y zapear, barrer el dial o, lo mejor, levantarse a orinar y después a lavarse los dientes. El lector aún puede jugar al juego de espulgar y al de buscar el tesoro. Yo desde luego lo juego aún y lo logro, todos los domingos del señor, y a caballo del dominical de El País o del ABC. Y caballo es la expresión. Porque también es verdad que es prueba de obstáculos no solo intelectualmente extrema, sino diabólica.

Cuando termino el cruelísimo ejercicio, bufo y resuello como esos corredores de campo a través, desmadejados en la meta, de los que apagan el cronómetro según caen de rodillas con la mirada perdida, mientras les largan el bote de la bebida isotónica, poniendo exquisito cuidado en que sorba por el lado de la marca, y les colocan la esponsorizada manta sobre los hombros, como a los caballos, aunque estrellada de logotipos, pero que sin embargo es lo mínimo a lo que uno debe legítimamente aspirar después de completar con éxito las dificultades del atroz circuito y de semejante contienda. O con tienda.

Y cae uno derrumbado en el sofá o despatarrado en la mesita de la terraza del bar, más agotado aún que si hubiera visto el final en alto de una etapa del Tour de Francia, sin respiración, musitando un –¡lo he logrado! He conseguido ¡en  menos de dos segundos! pasar sin mirar más que lo imprescindible para saber que en medio no hay otra cosa, a través de doce acharoladas e inacabables páginas, con sus fotos de alambicados esforcios –como esclafaría Forges– de altísima cocina, y entendida y explicada esta como una experiencia de lo inefable, mística a buen seguro, y que nos glosa al punto un Solón de Atenas armado de un cazo y de una maquinaria como de Guerra de las galaxias, concebida para convertir una morcilla, un tallo de apio y un ojo de vaca en un fililí de diseño, y así esto mismo, Jesús mío, cada domingo, y a la semana próxima que lo hará un Péricles, y a la otra un Aristóteles y a la siguiente Heráclito... y sin respetar ayunos, hambrunas o siquiera advientos.

He saltado en ¡nueve décimas de segundo! sobre un charco de pringosísima autoayuda, con su fondo oculto de resbalosos guijarros, he evitado los espinos crueles de un consejo para hidratar la epidermis, con sus nubes azules y su aroma a canela y limones, he dejado a la izquierda, con avezada habilidad, una zanja repleta de espantosos sapos croando al unísono aquello de –soy lector desde el número uno de su prestigiosa publicación y deseo felicitarles por...–, he pasado rozando milagrosamente, sin desgarrarme las carnes en ella, como el patrocinador del circuito sin duda pretende, una zarza repleta de receptáculos de mano para transportar la polvera, el moquero, el monedero y el aifoún, firmados por Hermés y por Gucci y otra, contigua, merced a un portentoso y circense golpe de riñón en el aire, donde dos rejuvenecidas matronas conversan sobre sus pérdidas de orina, de ligeras a medias, glosando las delicadas virtudes del sofisticado tapón, del que hacen cabal mostración y que, al parecer, ha logrado librarlas de ellas.

Y he conseguido también, y me enorgullezco, aprender a caer limpiamente con el zancajo derecho, como deseaba, dentro de una semblanza de Saramago, pero colocada a contrapié, ex profeso, entre una loción preparadora y estimuladora del coito, o del sueño o succionadora de grasas, y una conseja de esas que suben instantaneamente la presión arterial, en este caso sobre el cómo evitar la hipertensión arterial, más la relación cerrada de sus causas, y he evitado también ese barranco sin fondo que espera al final de la prueba, que consta de diez, veinte páginas tal vez, sito ya a las cuatro quintas partes del recorrido, y cuando el ácido láctico muerde más dolorosamente los atormentados cuádriceps del entender, ya extenuados, donde comparece como en medieval hambruna, como en un cuadro de El Bosco, como la Santa Compaña en la bruma, como en pesadilla de bosque de orcos, ese desfile de esqueletos de miradas vacías, de bocas entreabiertas, de ectoplasmas, de golems sin ánima, que portan, por cuenta de tenderos de diseño, de mercaderes de sueños y demás hacedores de mundos, los calzones, los refajos, las jubas, los paletós, las calzas, los afeites, las alhajas y los símbolos religiosos, finalmente, de todo aquello por lo que merece la pena vivir, según se informa con exquisito detalle al pie de todo ello, junto a su precio.

Y al fin, de un quiebro último, preciso, alígero, impecable, milimétrico, perfeccionado por decenios de disciplinado ejercicio, caigo como un paracaidista profesional, con la perfección de un campeón olímpico, con la ligereza de una gimnasta rítmica y la puntería del arquero imperturbable, ahí donde exactamente quería, y allá a donde a donde iba, al título y al artículo de la página de Javier Marías, que es la recompensa final al esfuerzo, el recibir el premio al trabajo bien hecho, el obtener el placer verdadero y el poder llegar a cortar triunfante aunque ya medio muerto, la cinta de meta.

Pago pues por cien páginas, y leo tal vez cinco, pero logro realizar al mismo tiempo un ejercicio de esgrima, otro de billar a tres bandas, un entrenamiento de resistencia al esfuerzo, beneficioso para moldear una musculatura ágil y flexible, y me he hecho un as en esquivar ramas que saltan a la cara, trampas erizadas de palos aguzados, jabalinas que silban por doquier buscándome la cartera, y párrafos que producen dolor, bascas, eczemas, erisipelas... he aprendido a controlar las alergias, a ejercitar la delicada coordinación cerebro-ojo-mano necesaria para pasar páginas a una increíble velocidad sostenida, pero alerta, para saber también frenar en seco, para acertar con exactitud en la diana cuando ésta, comparece fugacísima e inesperada, promisoria y apetecible entre el acelerado abanicar de las páginas basura, con las que hay que tener un cuidado infinito, además, para no cortarse, infectarse o ensuciarse con ellas.

Y sí, todo este ejercicio de autodefensa se acabará con las tabletas con aipades, aipodes y demás gustos táctiles, pero eso será ya otro posteo.

Y comprenderá cualquiera que después de mañanas festivas así, no habrá quien tenga corazón de negarme ahora mismo una merecida siesta.


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