Contra la inverosímil actuación judicial de la que ha sido víctima el juez Garzón, no quedan ya vías de apelación en España. Quedan las instancias supranacionales que él tan bien conoce y a las que no es descartable que acuda el degradado. Legítimo será sin duda que lo haga, pero los resultados, de llegar, lo harán a esa velocidad tan característica de la ley que todo logra convertirlo en arena, hollín, olvido y lamentaciones hueras sobre la huesa del maltratado. Como tampoco será descartable que así que pasen cien años, un solemne juez de jueces del lugar, revestido de parecidas puñetas, entone el preceptivo y dolorido canto con lágrimas de cocodrilo, ofreciendo sentidísimas excusas y perdones a sus tataranietos, allí presentes y llorosos, a buen seguro, al tiempo que se rasgue las vestiduras por la insufrible barbarie de tiempos pretéritos, en nombre del estado –tal vez bárbaro igualmente– al que sirva en ese tiempo venidero. Y saldrá en los telediarios o en lo que equivalga a ellos entonces, para consuelo de todos y a mayor ilustración del común. Y prenderá grande consolación y lucirán festejos sin cuento por tal causa.
Pero esto de nada nos sirve a nadie en este malvivir sin justicia ni ley del presente, como de aldea de cuatreros y guarida de sacamantecas por la gracia de dios, ni tampoco recompensará al agraviado, desde luego, y es por eso precisamente por lo que siempre se hace y se seguirá haciendo de esta manera. Tarde y mal, según praxis canónica de las cosas del juzgar, más torvas aún que las del querer, si tal cabe.
Sin embargo, contra todo ese pasteleo tan bien retratado en el artículo “Un arúspice en palacio”, de José Yoldi, hoy en El País, 28 de febrero de 2012, explicando cómo se ha logrado expulsar al juez de la carrera judicial por un asunto local, el caso Gürtel, para poder absolverle, en cambio, aunque afeándole la conducta, en lo referente a sus investigaciones sobre los desaparecidos de la Guerra Civil y del franquismo, salvando así al sistema jurídico español de la execración internacional que podría sobrevenirle por condenarle por tal causa, pero dejando, de facto,las manos atadas y aún mejor atadas a quien quisiera seguirle en el intento de esclarecer el asunto, sí podría, sin embargo, existir una posibilidad de reparación sutil y efectiva para el hoy mismo, o casi. Tal vez no sea otra cosa que una lotería, pero bien merecería jugarla.
Así que quienes puedan hacerlo –y no deben de ser pocos los pocos beneficiados por las acciones del juez, en España y fuera de ella–, bien podrían emprender una gigantesca campaña internacional, a todo estruendo mediático, y con su necesario aditamento de tuiter y feisbuc, de no haber otro remedio, postulando al juez para el premio Nobel de la Paz. Porque no todas las décadas se encuentran los valedores de justos de uno y otro lugar de la tierra, que los hay –aunque salvando naturalmente las diferencias–, con un caso Dreyfuss que echarse a la cara, el cadáver fresquísimo y aún chorreando después de la mazzolata,servido de mano con todos sus cuatro ases y un comodín, listo ya para el descendimiento y a la espera de resurrección. No sabría concebir Pietàmarmórea mejor cincelada para un responsable activista sueco, o guatemalteco, de derechos humanos. Así se las ponían a Fernando VII, niéguemelo quien me lo niegue, o su porquero.
Por lo demás, que el justiciado merezca el galardón en todo, mucho, en parte, muy poco o nada, al gusto de cada cual, no es asunto que tenga la más mínima relevancia, pues de sobra se conoce que dicho reconocimiento se entrega por razones políticas de toda índole –y, si es necesario, del todo ajenas a la paz o a la guerra– y que en su nómina figuran desde los santos más inequívocamente nimbados de nuestros tiempos, hasta los casos más evidentes de muñidores de bandas de asesinos y de genocidas, por lo cual jurisprudencia hay más que suficiente para permitirle entrar en esa respetada nómina casi a cualquiera y, no digamos ya, si existe alguna razón de peso a aducir para solicitarlo, como bien pudiera ser el caso.
Pero solo imaginar el grado de acidez que dicho galardón vendría a producir sin duda en los jurídicos estómagos de don Carlos Dívar, de doña Gabriela Bravo, en el del honorable juez don Luciano Varela y demás guardianes –presuntos, bien se entiende– de la Constitución y de la Ley, y escrita esta para siempre con su preceptiva ele capitular y versal, ¡Eeeleeee!, sin olvidar las bascas en la Casa de Borbón, –¡pero Carlos Gustavo, ¿por qué no te callas?!–, los eczemas y sarpullidos en todo el organigrama del Ministerio de asuntos exteriores, los cólicos biliares en ministros y ministresas del Gobierno del Reino, el estupor inenarrable en el ejemplar Virreynato valenciano, los ladridos lastimeros en la FAES, los ahogos por atragantamiento en la Fundación Francisco Franco y los desmayos a tratar con sales en el sindicato manos limpias, o aguamanil de Pilatos, si se prefiere, resultaría un placer comparable sólo al de la lectura o escucha recreativa de la farfolla indignada de los correspondientes comunicados a emitir de seguido por los dichos estamentos, rechazando la injerencia insoportable, el desprecio a la soberanía nacional (como si algo quedara todavía en la manoseada benditera de tan ajado producto), tronando contra el incivil desacato, la insumisión, la provocación intolerable, el contubernio judeo-masónico, rechinando los dientes por el odio que nos tienen y siempre nos han tenido, protestando de la odiosa leyenda negra, de la pérfida Albión, por la taimada pérdida de Cuba y aduciendo la envidia manifiesta por este sol incomparable que tenemos, que eso es lo que les pasa, y que se jodan que ellos no lo disfrutan. Ni los toros tampoco.
No sonará la flauta, pero sería una manera esta bien poética de poner, no ya una rosa en la punta de los fusiles, sino una sencilla flor de campo, como muestra de antiquísima y homérica piedad, en cada una de las calaveras que siguen enterradas, para gusto de algunos y per saecula saeculorum, en las cunetas de todos.
Apiádense pues los suecos de nosotros, y de nuestros abuelos y bisabuelos, ya que nosotros mismos nunca encontramos razones suficientes para hacerlo, y si alguien se atreve a intentarlo alguna vez se le conduce invariablemente con infinita oficialidad, desdén y la pompa adecuada hacia el patíbulo. Porque las hogueras de Caín gustan siempre de las más exquisitas formalidades, excelencias.
Hágase pues circular la petición, en Madrid, a 20 de febrero, de este año del Señor de 2012, glorioso Año Primero de la reinstauración de la esclavitud.
No hay comentarios:
Publicar un comentario