Ya cabalgan triunfantes Fernando VII y Napoleón III de vuelta, una vez más, a sus reinos, seguidos, o tal vez precedidos y anunciados, por sus obispos y papas y demás cuidadores de sus almas, y acompañados, no, sino traídos por la Gracia de Dios –y a la carrera– por su corte de ladrones, prestamistas, usureros, hambreadores y jurisconsultos de nocturnidad y alevosía que les llevan en volandas sobre la tierra quemada –como en goyesca estampa– y les señalan firmes la senda a recorrer por las mulas con sus tesoros –los que fueron los nuestros– y a la caballería que inevitablemente les escolta a todos.
Tal vez perdamos en unas pocas semanas cincuenta años de progresos sociales, y sí, cuesta mucho pensarlo y más todavía escribirlo, incluyendo los algunos que se le debieron a Franco, cuyo estatuto del trabajador, por ejemplo, no incluía el despido libre, pero no expresando tal constatación elogio ninguno a tan fanático arracimador de cadáveres, –pues todo ocupante del poder algo bueno acaba haciendo, aunque sólo sea por la inevitabilidad de las mejoras técnicas y sociales que acaecen en todo tiempo–, sino como testimonio de la todavía más abracadabrante realidad que estamos padeciendo, como de angustiosa pesadilla nocturna de la que nunca se acaba de despertar, o de esas películas de terror de serie B en las que resulta por completo imposible acertar a pronosticar cuáles nuevas sandeces y efusiones sangrientas de imbecilidad se les puedan ocurrir en inacabable sucesión a sus guionistas.
Tal vez en el giro de dos o tres años no sean cincuenta los años andados hacia atrás, sino cien... ciento cincuenta. Quién sabe ya, y quién en sus cabales querrá imaginárselo antes de verlo. ¿Exagero?, pues juzguen. El código Civil promovido por Práxedes Mateo Sagasta y aprobado en ¡1889! rezaba en su artículo 1.256: "La validez y el cumplimiento de los contratos no pueden dejarse al arbitrio de uno de los contratantes” (el subrayado es mío). Han transcurrido pues ciento ventitrés años desde que se sancionara este precepto legal nunca modificado posteriormente, y por razones en apariencia tan evidentes que hasta el más incivil de los tribunos que hayan desfilado por las Cortes desde entonces –y no han sido pocos–, jamás se soñó proponer modificar.
Pues bien (y ahora cito un texto ajeno cuya autoría desconozco): “la reforma laboral que el Gobierno del PP acaba de remitir al Congreso es tan profunda que algunos juristas advierten de que en 2012 peligran derechos tan antiguos como el conquistado con Sagasta: el nuevo contrato llega a dar potestad absoluta al empresario durante todo un año, el del periodo de prueba, para despedir sin explicación ni indemnización. Es decir, subraya José Luis Aramburu, abogado vinculado a UGT, ‘se deja al arbitrio de uno de los contratantes’.”.
Así pues una catarata de medidas regresivas está refundando, o mejor dicho, desmantelando con una furia devastadora, más digna de orates o de bacantes que de guardianes del contrato social como debieran de ser los componentes de un gobierno (pero no lo digo sólo por éste, sino ya por varios), la vida civil, el tejido social, el modo de ser y de vivir, empujándolo todo brutalmente hacia atrás hasta tiempos de los que ya sólo la historia puede tener memoria, pues pronto no habrá vivos de edad tan longeva como para poder confirmar sacudiendo tristemente la cabeza, –esto ya lo ví yo de niño, era esto de lo que se quejaba mi padre, así era lo que padeció mi abuela, esto lo sufrió mi bisabuelo–...
Los fundamentos sagrados de la sociedad como la entendíamos cualquiera por el simple hecho de estar habituados a convivir en su seno, y digo ‘sagrados’ en el sentido teórico y retórico en el que se les llena la boca a sus supuestos protectores al hablar de ellos, al mismo tiempo que sencillamente los aniquilan sin que les mueva una ceja, se los está llevando al mar el simple manguerazo de unos políticos que más parecen cuadrillas de peones municipales empujando hojarasca hacia la boca de la alcantarillas que hacedores necesarios del bien común (y pagados para ello por todos nosotros, por añadidura); y todo ello ante la más inconcebible indiferencia de los robados, de los estafados, de los atracados, de los engañados y, en definitiva, de todos los sin duda súbditos que no conciudadanos, y además aspirantes a esclavos que les votamos continuadamente.
El derecho al divorcio, al aborto, los matrimonios entre personas de igual sexo, las pensiones, la medicina gratuita, la enseñanza igual para todos, los pactos y la legislación laborales, las antigüedades acumuladas, todos los mecanismos sutiles y trabajosamente consensuados a lo largo de muchas décadas para el mejor pasar del común, todos los derechos arrancados con infinito esfuerzo y paciencia, se están desvaneciendo de un día para otro en aras de un pensamiento que ya no puede calificarse de otra forma que inconstitucional, por no decir criminal. Una manada de babuinos cleptómanos van tomando sucesivamente las riendas del reino (como de tantos otros) y pronto lo devolverán a ser de nuevo el país de las manos muertas, de la Inquisición, de la picaresca, de los siervos de la gleba, de los reinos de taifas, de don Rodrigo el vil.
Y al contrario que en cualquier otro momento histórico en el cual el poder haya salido a enseñar su mano más negra, no se observa ni la más mínima contestación, ni siquiera en sus formas más suaves ni civilizadas. Ni de una domesticada e irrisoria huelga general hablan ya los despojados, se ignora por completo la potencial e irreprochable fuerza del boicot, no se escucha siquiera un simple exabrupto, no se oye hablar de resistencia civil, de objeción tributaria, de desacato.
Todo el mundo respeta y acata, respeta y acata decisiones políticas y jurídicas más dignas de una dictadura a secas o de una cleptocracia indisimulada, y la calle no está tomada por manifestaciones multitudinarias y potencialmente agresivas y no hay cuadrillas de bandoleros (o de justicieros, según se prefiera) que –adoptando el nombre que sea–, desvalijen comercios, quemen bancos, o secuestran y pretendan vengarse sobre responsables e irresponsables, y aún equivocándose incluso y tomando la justicia por su mano. No hay una Agustina de Aragón, un Gravina, un Espartero, un general Rojo, un solo maquis, una sola partida de mozos echados al monte ni al asfalto, intentando reconducir con la razón –y si no, con la fuerza– siquiera alguna de las decisiones más incomprensibles que se toman sucesivamente y en zarabanda enloquecida, más digna de comedieta o vodevil que de seria y fundamentada actividad política, esa que debiera desplegarse para dar un mínimo cumplimiento siquiera a los aspectos más básicos de lo articulado en la Constitución, esa legendaria y piadosa pamplina.
Pero los decretos sucesivos no son otra cosa que ucases que legitiman el robo, que hoy desangran y a la larga matarán, no son juegos de salón, experimentos con gaseosa, hacen víctimas conocidas con sus números ¡y en qué número! y todos sus nombres. Y estos decretos los emanan nuestros políticos como asalariados intachables que son del dios mercado, o Mammón, como cirujanos dementes que aplicaran su supuesto saber y su ciencia, no para la necesaria cura de los enfermos, sino como una práctica de amputaciones casi recreativas, por simple desconocimiento de la cirugía reparadora existente o por el simple afán de ver qué pasa, pues si así no funcionan las cosas ya se cortarán otras manos, y otras...
Una calma tersa, una paz de cementerio acompañan al hambre, a la pérdida, a la renuncia, a la derrota. Un país entero de atracados vive sometido legalmente a sus atracadores, se duerme en paz frente a la televisión y tuitea amigablemente en las redes sociales, tan fuertes como cadenas, dicen, tan rápidas como centellas, aseguran, pero tan inútiles como si estuvieran constituidas por la materia del sueño.
Como andamios de bambú, como castillos de naipes, con la ligereza y la rapidez de un bizcocho suflé deshínchandose a la par que se enfría, la sociedad civil cae de rodillas o se tumba voluntariamente en el suelo hasta dejarse morir mientras contempla como el incomprensiblemente desacreditado ordenamiento de las cosas según razón es dinamitado ex profeso por quienes están habilitados en teoría por nosotros mismos para dirigirlas hacia el mejor bien posible, y que sin embargo, como locos furiosos, como niños vesánicos, como aves rapaces, como inútiles investidos con manto de brocados y pasamanerías de hilos de oro y pedrería, pero, en definitiva, como tiranos despreciables y estultos, las convierten en montones de basura y escombro entre los que habrá que sobrevivir como espectros desahuciados y hambrientos.
Hiroshima, Roma ciudad abierta, Berlin, año cero... Una catástrofe de las dimensiones y con los mismos resultados que una guerra, y esto ya no es poesía, sino números cantando, es decir, números de hambre, de falta de trabajo, de sin techo, de pobreza, de abandono y de desatención progresiva a todo lo básico... transcurre a diario bajos nuestras miradas serenas sin que nadie baje a un refugio, devuelva una bomba de mano, le lance un botella de gasolina a un tanque o, conocedor de que le ha llegado su hora, y como en todas las guerras, le arroje con sus últimas fuerzas y todo su odio un puñal al corazón al subteniente del nido de ametralladoras.
Y para no terminar de esta manera, por un lado, y por otro porque viene hilado como si se hubiera escrito ex-profeso o se hubiera hecho a flor, como tan coloridamente lo expresaba mi tata, voy a tomarme el trabajo gratuito y por mi exclusivo gusto (y no porque me obligue a ello una norma esclavista que haya que acatar, tal y como pronto ocurrirá sin duda con casi todos los trabajos, los que queden) de traducir un corto texto de Leonardo Sciascia, datado al pie por él mismo en el año 1969, y perteneciente a uno de sus libros de ensayos, La corda pazza (la cuerda loca), y con el subtítulo que creo no necesita de traducción de: scrittori e cose della Sicilia, en edición original de Adelphi, Milán, año 1991, pero concluido por él en el año 1970 y del que desconozco si existe edición anterior.
Una rosa para Matteo Lo Vecchio (Leonardo Sciascia)
En la calle Albergheria preguntamos a una mujer dónde está la calle Matteo lo Vecchio. Contesta que debe de estar algo más adelante, a la izquierda. Para darnos una indicación más segura le pregunta gritando a una vecina si la calle di Mattiu ‘u Viecchiu está más adelante, a la izquierda. La vecina repite el nombre, piensa un momento, confirma. Pronunciado en dialecto, con ese ‘di’ posesivo y con una inflexión en la que nos parece se recojan un lejano temor y un desprecio, ese nombre produce un efecto extraño: como si estuviéramos buscando en el barrio a una persona viva, bien conocida, pero indeseable.
Y la calle, después de todo, es un callejón estrecho, hecho de tristísimas casas; y una, más bien antigua, tal vez precisamente la del Lo Vecchio. Menos oscuro, sin embargo, el callejón vecino, dedicado a Cagliostro: ese pasadizo en el cual entró Goethe en una tarde de abril de 1787 para engañar a la vieja madre del gran aventurero.
Con la bula Quia propter prudentiam tuam, Urbano II le confería en 1097 a Rogelio el Normando y a sus sucesores el poder de Legación Apostólica sobre Sicilia, apenas ‘liberada’ de los árabes. Tal poder consistía en la jurisdicción sobre los asuntos eclesiásticos por parte de los reyes de Sicilia, que se ejercía, supremamente, mediante un Tribunal llamado de la Regia Monarchia (denominación con la que se afirmaba y recalcaba la doble potestad, temporal y espiritual, del rey, tanto en la interpretación de Monarquía como contrapuesta a diarquía, como en el significado medieval de diócesis).
Unido al poder de nombrar obispos, el de la Legación, aún cuando no entrara en cuestiones de fe, hacía de los reyes sicilianos unos casi papas (o casi antipapas), y por esta causa muchas veces, en el trascurso de los siglos, la curia romana había intentado negar la autenticidad de la bula o planteado interpretaciones limitadoras, pero ya en defensa de este privilegio se había formado en Sicilia una escuela jurídica tan aguerrida, intransigente y sutil que la bula “había asumido el aspecto y la sustancia de un auténtico y verdadero contrato no rescindible unilateralmente”. La bula, en resumen, era considerada por los juristas sicilianos como hoy en día, invirtiendo las partes, algunos juristas católicos parece que quieran considerar el concordato de 1929.
(Nota: habla aquí Sciascia, evidentemente, del Concordato entre el Reino de Italia y la Santa sede de 1929, pero en asuntos de concordatos no es ocioso apuntar que Italia, Sicilia, España y la Santa Sede, forman sin duda lo que bien podría llamarse ‘una unidad de destino en lo universal’, y véase si no el privilegio, de raíz medieval como bien claro deja explicado el texto, por el cual Francisco Franco, –y no en 1097, sino casi 1.000 años después–, obtuvo o arrancó el derecho, en virtud de sus aducidos (y admitidos) méritos como defensor de la Iglesia Católica, a proponer la terna de obispos a nombrar para cada sede episcopal).
En este punto, el conflicto más violento entre Curia romana y Reino de Sicilia explotó el 22 de enero de 1711. Y por un puñado de garbanzos que dos guardias fiscales del ayuntamiento de Lipari (cuyos nombres –Giambattista Tesorero y Giacomo Cristò– han sido transmitidos a la historia por los breves pontificios) le tomaron como impuesto a un tendero que los tenía a la venta por cuenta del obispo. Era obispo de Lipari Monseñor Niccoló Tedeschi, de reciente nombramiento. Y apenas conoció la noticia de la exacción, según él, ilegítima, se encendio “de tan vehemente furor que convirtiéndose en Mongibello de destrucción (Mongibello es un volcán local) eructar parecía llamas de horrendas amenazas”. Para aplacarlo las autoridades municipales de Lipari ordenaron a los dos guardias que restituyeran los ochocientos gramos de garbanzos. Pero Monseñor no tenía suficiente con la restitución, quería que las autoridades declararan la acción de los guardias como ilegítima y le ofrecieran excusas públicas. Ante su negativa fulminó sobre los dos guardias, como violadores de las inmunidades eclesiásticas, la excomunión mayor.
El Tribunal de la Regia Monarquía, al cual recurrieron los guardias, suspendió la providencia de excomunión. El obispo corrió a Roma y obtuvo la plena aprobación sobre su forma de obrar, una carta que declaraba incompetente al Tribunal de la Regía Monarquía y otra, dirigida al episcopado siciliano, junto a la orden de hacerla pública, que se reafirmaba en las mismas tesis. Pero, para poder hacer pública la carta, los obispos precisaban de la aprobación de ese mismo tribunal que la carta atacaba. Algunos obispos la pidieron (y naturalmente no la obtuvieron), otros hicieron presentes ante la Santa Sede las consecuencias que la publicación de la carta podía traer (los más ingenuos, puesto que la Santa Sede muy precisamente las había calculado) y los obispos de Catania, Girgenti y Mazara la publicaron sin más.
Llegados a este punto, el Virrey, Carlos Antonio Spínola solicitó al clero siciliano más calificado doctrinalmente su parecer sobre la controversia. Cincuenta y nueve maestros teólogos declararon legítima la acción del Tribunal e ilegítimas las pretensiones de la Santa Sede. Impreso y difundida la declaración, el Virrey la hizo seguir de un bando en cuya virtud se declaraban nulos todos los actos de procedencia extranjera no aprobados por la Autoridad Real. El obispo de Catania reaccionó de inmediato, declaró nulo el bando del Virrey y la doctrina que contenía como “temeraria, hórrida, escandalosa y perniciosa”. El Virrey ordenó la expulsión de su Reino del obispo de Catania, e inmediatamente a continuación la de los obispos de Girgenti y Mazara. A su partida los tres obispos decretaron la interdicción sobre sus diócesis y lanzaron excomuniones contra jueces y oficiales de policía.
Mientras tanto, por el Tratado de Utrecht, Felipe V de España le cedía a Vittorio Amadeo II de Saboya el Reino de Sicilia. El nuevo rey intentó pactar con la Santa Sede una solución al conflicto que resultara satisfactoria para ambas partes. La Santa Sede fue irremovible, quería la finalización del privilegio. El conflicto se hizo entonces más violento. En la sola diócesis de Girgenti vinieron a faltar (por arresto, expulsión o ausencia en rebeldía) setecientos diecinueve eclesiásticos. El clero quedó irremediablemente dividido en ‘curialistas’ y ‘realistas’, se hablaba ya del ‘cisma siciliano’. En las diócesis interdictas los nacidos, los matrimonios y los muertos ya no tenían sacramentos, y la gente se resignaba.
Tal vez porque fuera más agudo que el Spínola, tal vez por verse favorecido por el removerse de esperanzas y de energías que siempre provoca en Sicilia una mudanza en el vértice, el Virrey, el conde Maffei, llevó la causa de la defensa del privilegio desde el plano puramente jurídico a un plano cultural y revolucionario. Aparecieron ‘hombres nuevos’, una auténtica clase dirigente como nunca la había habido en Sicilia (y como desgraciadamente hasta hoy no ha vuelto a haber). Aparecieron veneros jansenistas, se establecieron relaciones más estrechas con la cultura francesa. Un clero que creía en Dios y propugnaba el derecho del Estado contra la temporalidad de la Iglesia empezó a afirmarse contra el viejo clero insular sustancialmente ateo, ávido de beneficios y dedicado a escrutar y avalar prodigios y supersticiones.
Para ejecutar las órdenes de arresto o de deportación contra el clero más reacio era necesario dar con un oficial de policía particularmente celoso y particularmente refractario, por temperamento o por convicción, a las excomuniones. Y así se dió con Matteo Lo Vecchio, venido a la confianza del juez Antonio Nigrí tal vez desde las filas de la policia ordinaria. Confianza bien acordada porque Matteo Lo Vecchio fue un ejecutor inflexible, enfrentando excomuniones, descalificaciones, execración e impopularidad. El canónigo Mongitore, del partido ‘curialista’, afirma que “muy fácilmente los curas lo corrompían y evitaban el arresto”, pero el número mismo de los sacerdotes arrestados contradice la afirmación y justifica el odio que el Mongitore le guarda y la venganza de la que (Lo Vecchio) acabó siendo víctima.
En junio de 1718, violando el Tratado de Utecht, los españoles volvieron a apoderarse de Sicilia. De regreso a su vieja política, España, que en 1711 no había cedido ante la Santa Sede, en 1719 acepta sus condiciones. Para pacificar los ánimos, y aún más para reparar errores, los interdictos se revocaron gradualmente y se retiraron las excomuniones. Pero muchos hombres de cultura ya habían emigrado a Turín. Los que se quedaron en Sicilia fueron alejados o se alejaron voluntariamente de la vida pública. El último en ser absuelto de su excomunión fue Matteo Lo Vecchio. Pero no de la venganza, y dos disparos de arcabuz pusieron fin a su vida la tarde del 21 de junio, frente a la catedral.
Con fecha 22 de junio de 1719, el canónigo Mongitore anota en su diario que en el funeral, pagado por Don Antonio Nigrí, lugareños y muchachos “se colocaron detrás del cadaver con silbidos y desprecios, graznando y riéndose”, hasta que el cadaver fue dejado abandonado en la calle. Levantado por algunos faquines, fue dejado detrás de la iglesia de San Antonino, pero los frailes del convento contiguo salieron armados de bastones persiguiendo a los faquines y alcanzando a uno sólo de ellos al que obligaron a cargar el cadáver. El mozo de cuerda y los frailes intentaron descargarlo en el cementerio de los pobres, pero el ermitaño que lo custodiaba se negó a acogerlo: “por lo cual los portadores, trepado el muro trasero de la iglesia lo llevaron allí y viendo en tal lugar un pozo seco, allí arrojaron el cadáver desnudo”. Y concluye: “Por todos fue admirada la divina justicia contra un despreciador de la Iglesia y del orden eclesiástico”.
Pero no por nosotros. Y mientras miramos la casa que tal vez fuera suya recordamos el desgarrador cuento de Faulkner que se titula Una rosa para Emily: de Miss Emily que duerme durante años junto al cadáver del hombre que amaba.
Una rosa para Matteo Lo Vecchio, para este cadáver que duerme, desde hace exactamente dos siglos y medio, en el fondo del pozo seco, junto al cadáver del Estado.
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