jueves, 29 de marzo de 2012
martes, 27 de marzo de 2012
La isla del día después.
Los resultados de las elecciones autonómicas andaluzas de este 25 de marzo de 2012 habrán sorprendido a quienes hayan sorprendido, pero no son tan sorprendentes en realidad. Desconozco perfectamente cuál sea la ciencia que habita el arte de cocinar encuestas, pero barrunto que sus confeccionadores contestarán que utilizan unas refinadas matemáticas estadísticas que impiden que los resultados se desvíen, tantos puntos, tantas décimas... a partir de una serie de considerandos que también explicarán con exactitud y profusión, más su pellizco de papal infalibilidad. Y sale luego el bizcocho como bien vemos. Chueco.
Y estarán sin duda habitadas estas previsiones del más docto saber matemático y estadístico, aunque sin olvidar, que conviene no hacerlo, que la estadística es a la matemática lo que la musica militar a la música, pero lo que no cabe duda es que están deshabitados de saber antropológico, de conocimiento del medio –eso que antes se llamaba geografía social, o humana– de mecanismos de cuantificación de las relaciones entre personas (y átenme ustedes la mosca por el rabo de cómo se podrá medir eso) y de un cierto conocimiento básico de humanidades, que también sirven para algo, porque no vendría de más que los científicos del sumo y el resto, del multiplico y el divido, se preguntaran también por otras variables que existen, pesan, marcan y desvían, y esto, poco más o menos, desde los tiempos de César, si no antes, y aunque no sean variables que se compadezcan muy bien con el describirlas fácilmente mediante guarismo, pero es que son variables, y bien cuentan.
La variable uno, en román paladino, es que por lo general no se muerde la mano que da de comer, salvo contencioso irresoluble; la variable dos es que el animal humano ataca invariablemente al animal que le quita o que él percibe que va a quitarle la comida y la variable tres es que el hombre, como ente social, está integrado en una red de intereses y mutuos intercambios, mucho más antigua, eficaz y poderosa de lo que cualquier encuesta pueda describir o que pueda imaginar cualquier red social de estas que ya han cumplido tres años y de las que te venden su mayoría de edad como si tuvieran tres mil y fueran el instrumento definitivo para dar cuenta cabal de la variabilidad del mundo. La realidad no cabe en ciento cuarenta caracteres y, a lo que se ve, tampoco en las hojas de Excel de las encuestas. Se precisa un poco más de finezza.
Y esta variable tres no es otra que el clientelismo, por llamarla por su nombre, y lo es mucho más en una sociedad tan abierta, tan pública, tan de ágora y plaza y vertida a su exterior como lo es la andaluza. El círculo externo de un andaluz promedio (sea esto lo que sea según un estadístico) es mucho mayor que el de otros pueblos, y en él las noticias corren, se socializan, se mastican en grupo y se internalizan de una manera mucho más efectiva que en otros lugares. El andaluz vive en la calle más que ningún otro pueblo español y no sé si europeo, pero casi seguramente. Esto lleva a que la opinión personal quede más diluida y matizada en una constante socialización que hace que las ideas se intercambien, se traten, se consulten y se maduren también en público, como todo lo demás y, por eso mismo, serán también bastantes menos las personas dispuestas a enfrentarse a un círculo tan amplio, jugándose una posible exclusión, y no digamos ya la cartera, que también es lo que está en juego cada vez que se acerca el votante con su papeleta a la ruleta electoral, y esta vez la amenaza a la cartera era meridiana.
El voto es tan secreto en Andalucía como en cualquier otro lugar de España, pero la accesibilidad del encuestador a cuál sea el voto real de cada individuo se ve claramente obstaculizada por todas las consideraciones anteriores. Obtener un sí o un no sobre ciertas cuestiones de un andaluz debe de ser cosa tan difícil como lograrlo de un siciliano. Son pueblos de historia riquísima y compleja, infinitamente entretejida y mezclada, hijos de cien padres y madres que han visto durante milenios todo lo que hay ver, que han tenido que nadar y sobrevivir, persona a persona, en medios sociales durísimos y donde, históricamente, decir sí o no podía ser un riesgo efectivo para la vida y la hacienda, y por lo tanto, no era respuesta que se entregara fácilmente al primero que viniera a preguntar, ni se manifestaba compromiso más allá del estrictamente necesario para causarse los menos problemas posibles.
Y todo esto, que puede parecer mera literatura, lo lleva sin embargo ese pueblo en el genoma, y se manifiesta en la imposibilidad para ser gobernado según regla de cálculo, como les ocurre a los sicilianos. Lo manifiesta el bandolerismo, lo manifiesta el anarquismo, lo manifiesta la historia, con su veleidad cruenta, y que nos habla de que en Andalucía fueron consecutivas las calamidades y las atrocidades ejercidas sobre la población por causa de su extraordinaria riqueza agraria, minera, climática... en fin, por los bienes que la antigüedad más estimaba y precisaba. De ahí las invasiones constantes, las reconquistas, las expulsiones de pueblos, las luchas religiosas, el estado de represión y incertidumbre inacabable y los usos de unas clase sociales, la aristocracia, el señoritismo..., que todavía no están extinguidos allí del todo, pero que sin duda clamaban contra la humanidad todos y todo ello, o al menos la humanidad entendida desde los usos, algo más civilizados, del presente.
No desvelar pues el voto (o la opinión) era y tal vez siga siendo un sistema de defensa social, pues nadie acaba de estar seguro de qué será bueno finalmente, ni para qué. Existe todo un sistema de capas de cebolla que se ha entretejido durante milenios para defender al individuo frente al poder, o al señor, y cuando el estado o el amo eran cualquier cosa menos un amigo o un pater familias. Rozarse con ellos, intervenir, opinar, podían suponer la miseria o el cadalso. No es hoy una variable de la magnitud que pudo serlo antaño, pero parece seguro que algo cuenta todavía, no son tan pocos los años pasados ni pocos los todavía vivos que saben que la única receta para sobrevivir era callar, o cuando aún se luchaba todavía por hacer productivos los cortijos, jugándose literalmente la vida y el pan. Es un ayer próximo, y necesariamente ha tenido que marcar el caracter.
Finalmente, y si por un corto espacio de tiempo, diluido en el mar de la historia, un gobierno o un sistema de cosa pública revierten en cierta parte este triste estado habitual de las cosas, lo que indudablemente ha ocurrido en Andalucía en estos últimos decenios, y allí lo ha logrado la izquierda en su conjunto, liderada en votos por el PSOE (podrían tal vez haberlo logrado otros, pero fue ella quien lo hizo, en definitiva), no parece sensato que un pueblo sabio y fogueado se lance de una tarde para otra a probar, motu propio y sin mediar trabucazos, las bondades de un nuevo bandazo. Las cosas allí van despacio, han visto demasiado y no están para experimentos, que todo el mundo sabe como acaban. O cree saberlo.
A fin de cuentas el ser andaluz, su élan, es el ser más mediterráneo de España, junto al levantino, y qué remedio les queda porque son mediterráneos, y la mediterraneidad si por algo se caracteriza es por el individualismo, por la no linealidad, por su riqueza de matices y de relaciones sociales, por el escepticismo y el discrepar, por la ciencia –que también lo es–, del no saber o el no querer ir todos a una, dejando siempre polos o cabos libres que no son otra cosa que el arte de dejarse abiertas escapatorias, puertas laterales a un camino hacia la salvación, caso de venir las cosas mal dadas, y por si acaso. Y los acasos, en el mediterráneo, todo el mundo sabe que abundan, y raros son buenos. Desde las velas fenicias a los piratas de Argel, del crucero Baleares, al yate de Khashoggi, o las pateras...
Son los levantinos o los andaluces los italianos de España, o los griegos, y no lo expongo con matiz peyorativo, todo lo contrario, poseen riqueza de ideas y plasticidad para buscar soluciones, la población no es maleable a yunque y martillo (lo que ya es más que bueno) y, uno a uno, como en Italia, cada cual va a lo suyo, apelando a las debidas sutilezas y marrullerías, casi indistinguibles ambas, con el arte del arabesco en lugar de con el tiralíneas, y sin rendirle cuentas a nadie, a ser posible. La naturaleza es amable y las necesidades materiales son distintas a las de otros pueblos con climatologías mucho más ásperas, centroeuropeas, o nórdicas, digamos, donde la naturaleza llama a protegerse de ella en lugar de a disfrutarla, pero las necesidades de interrelación en el sur son mucho más exigentes, precisamente gracias a esa indiscutible felicidad del poder vivir fuera, abiertos al exterior, a la antigua manera de un tiempo mítico y pasado. El estar fuera lleva entonces a ese ser fuera, social, comunitario-familiar, extrovertido, tan característico, y a ser distintos y, seguramente a defenderlo, pues se sabe, en lo básico, un buen estado, una buena manera de vivir. No hace falta ser Américo Castro para entenderlo.
La sociedad andaluza, como tantas del sur, nunca serán una piña, ni un modelo de eficacia industrial, a la alemana o a la suiza, pero también, muy dificilmente, vayan todas juntas al machadero, sin cuestionamientos, cuando lo exijan un líder o una moda. Vayan lo uno por lo otro.
Y no, por supuesto, esto no es hablar de nuestro sol incomparable, es sólo defender el matiz de que a problemas –o a pueblos diferentes– no se les pueden proporcionar soluciones o planteamientos iguales. Nivélese lo nivelable y preferiblemente en lo material, pero existen otra gran cantidad de entendimientos humanos no globalizables ni estandarizables, por suerte, y todavía.
En estos tiempos de globalización, de todos a una, pero de todos a la de ellos, la de los poderosos por su capital, pero no a la nuestra, la de la población, la de los habitados por necesidades, y cuando desde tantos puntos se aboga por un cierto tascado de freno o una idea de antiglobalización, como la que reclama Arnaud Montebourg, diputado francés del ala izquierda del Partido socialista (El País, contraportada, viernes 23 de marzo de 2012), la variedad y plasticidad de los pueblos y la resistencia mayor de algunos de ellos a amoldarse a comportamientos fijados desde la lejanía es por sí misma ya un punto positivo de resistencia, y no de resistencia a la modernidad, sino a algunos de los males que esta también trae aparejados, que no todo son guindas.
Como sociedades estamos aniquilando la diversidad biológica, pero igualmente la social. De la misma manera que existe un movimiento ecológico que vela o intenta sensibilizar sobre el primer aspecto, con santa razón y causa, de igual manera también los pueblos tendrá que ocuparse de la preservación de sus diferencias y peculiaridades, de su diversidad, barridas a gran velocidad por un viento comercial que todo lo iguala para todo venderlo, pero su defensa no tendrá que implicar necesariamente nacionalismo ni regreso a la aldea, ni imposibilidad de alcanzar puntos de acuerdo del todo necesarios para el bien común y el del planeta, que es de todos.
Y hoy pues, en el caso andaluz, que se hayan dado estos resultados electorales, contra pronóstico no sólo, sino contra corriente, siendo lo segundo con mucho lo más destacable, no sólo es una prueba de salud democrática sino también de capacidad de resistencia y, porqué no decirlo, de sabiduría.
Finalmente y para hablarle a los gurús de la medición sociológica también con sus mismas armas y lenguaje, y hacer ver que incluso la ciencia desea a veces (¿por moda, por conveniencia, por interés de parte?) mostrarse ciega a lo que ya conoce, perfectamente viene a cuento un cuadro publicado esta mañana por el diario ABC que retrata como una perfecta fotografía el comportamiento electoral andaluz desde hace treinta años y que resulta la mejor explicación para hacer ver a unos y a otros que una cosa son los deseos y otra los números.
(Fuente: Diario ABC de Madrid, 26-03-2012)
El cuadro, con su doble curva en deliciosa forma de pez, ilustra los resultados electorales andaluces, su mayoría sociológica y la realidad del lugar mucho mejor que todos los discursos escuchados en campaña y las encuestas habidas antes y los rasgares de vestiduras después.
Esas dos curvas, la de arriba la del PSOE, la de abajo de IU (con su ensalada de siglas), ilustran el trasvase de votos libremente intercambiado entre una y otra formación, con deliciosas correspondencias casi exactas entre las bajadas de voto de unos y las subidas de otros, y viceversa, casi como si existiera una mano oculta que ejerciera de exquisito factor de corrección dentro de una mayoría de izquierdas que nunca ha bajado del 52%. Junto a ellas, esa línea quebrada, pero ascendente, de una derecha que siempre ha subido dos tramos para bajar uno, y que será lo que toque en las próximas, a la vista del cuadro, no solamente, sino de la que se avecina.
Como pueblos tartésicos, como fenicios, como griegos, como buenos ciudadanos romanos, como depositarios del esplendor árabe, como abuelos que lo han visto todo y saben diferenciar, los pueblos europeos mediterráneos seguirán exigiendo a sus gobiernos –sin querer admitirlo, por supuesto– un porcentaje de clientelismo, se lo den el PP o el PSOE, (y sí, el discurso vale igual para la Comunidad valenciana) la mafia o la camorra, los corsos o los marselleses, los Papandreus, los Berlusconis o los Borbones. Seguirán queriendo estados padre, estados, en resumen, entes nutricios que no veo muy bien que tengan tan de malo, que quiten pero que den y que además se dejen engañar un poco, si es posible. Podrá gustar o no, pero es el comportamiento que manifiestan las masas electorales desde Chipre a Cádiz, pasando por Nápoles, y así lo atestiguan una y otra vez los resultados. Son inercias que sólo podrán corregirse despacio, y sobre lo que incluso cabría preguntarse muy seriamente si son algo mucho peor o no que el modelo contrario, hoy preponderante y avasallador, ese de estados que se desean reducidos a la inexistencia y de arreglároslas como podáis, pobretes.
Si la alternativa que da la modernidad (o la globalización) a los estados paternalistas es, en unos extremos del mundo el paro, y en los opuestos la semi esclavitud, el discurso sobre corrupción bien se entiende que no acabe de prender, porque lo cierto es que esta también da sus panes. No es defendible, seguramente, pero sí desde luego comprensible. Los seres humanos necesitan cobijo, y si no les proporciona de una manera justa, se lo buscarán de una injusta, pero la responsabilidad no será de ellos sino de sus gobernantes si no lo proporcionan por la recta vía, y ese cobijo es el que se espera recibir del estado del bienestar, por el cual se paga, y al que se le opone, cada día más claramente, la alternativa de la supervivencia exclusiva del más rapaz, mediante ese mecanismo de libertad sin fin para desmantelar los logros de muchos siglos de lucha social, y en beneficio de muy contadamente pocos.
Se vive en Andalucía hoy, con corrupción y sin ella, incomparablemente mejor que hace cuarenta años, no digamos ya ochenta. Que eso ocurre en todas partes, más o menos, no deja de ser igualmente verdad, pero allí sabían bien todos bajo el continuado gobierno de quién lo han venido haciendo en los últimos tiempos, y lo sabían muy bien muchos de los que jugaban a callar, seguramente por experiencia. Muchos o una mayoría, con más o menos matices, que ha demostrado haber entendido de que va el percal de la alternativa propuesta.
Eso es lo que han dicho los resultados electorales, y tal vez sea el inicio de una nueva tendencia y de una manifestación de disconformidad esperablemente sostenida contra los insistentes cantos de sirena, pero que estos hijos de Ulises ya aprendieron a discriminar desde la cuna. La cuna del hombre la mecen con cuentos, que dijera León Felipe. ¡A ellos se lo van a contar!
domingo, 25 de marzo de 2012
¿Acato y respeto?
Sopire, lenire... (adormecer, aliviar...). Alessandro Manzoni, Los novios.
Ni acato ni respeto. Tal manifestó Gaspar Llamazares, con tan meridiana y provocadora claridad, con respecto a la sentencia condenatoria al juez Baltasar Garzón por prevaricar, según muy discutible parecer, en el asunto de las escuchas del caso Gürtel.
Y hacía referencia la frase a esa cansina salmodia, jaculatoria o bisbiseo, a ese acato y respeto, acato y respeto... que un día y otro oímos entonar a multitud de políticos en relación a todo asunto judicial que se falla en contra de sus intereses.
Y no será ocioso pararse a analizar un punto el sentido de ambos términos y su relación con las cosas de todos y las de la administración de justicia, porque bien pueden arrastar los dos palabras más flecos de los que parecen y den cobijo, inadvertidamente, a repugnantes ácaros, efizcamente ocultos debajo del exquisito fieltro de una alfombra tan primorosamente cepillada.
Dice nuestra Real Academia, la del picudo frontal, que acatar significa:
1. tr. Tributar homenaje de sumisión y respeto.
2. tr. Aceptar con sumisión una autoridad o unas normas legales, una orden, etc.
3. tr. ant. Mirar con atención.
4. tr. ant. Considerar bien algo,
junto a algunas acepciones más del término, que no vienen a cuento.Lo cual visto, llevaría a pensar que a los permanentes emisores de la frase más les valdría decir acepto o accedo en lugar de acato, pues esa sumisión y ese homenaje por allí escondidos no parecen compadecerse muy bien con la situación que se pretende calificar con la frase. Cuando el tribunal emite sentencia en contra de los intereses propios, mal puede uno pensar en decir: tributo homenaje de sumisión y respeto al juez o al tribunal que emite la sentencia. Podría entenderse quizá –por civilizado uso y costumbre de diplomacia y conveniencia del lenguaje político–, el que no proclamen el perjudicado o sus representantes: –me jodo y me aguanto porque no me queda otro remedio–, pero de ahí a rendirle homenaje al juez, ya hacen falta unas tragaderas por cuya exhibición más desdoro que pretendida ejemplaridad parece que vayan a obtener con su comportamiento. Y no digamos en asuntos en los que la propia correspondencia entre lo que muchísimos entienden por justicia y lo que dicta la ley, o sus intérpretes (y cosa verdaderamente compleja este discriminar entre la una y los otros, y por donde llegan gran parte de las disputas, por cierto), es casi inexistente.
Máxime, cuando sumisión, según la alta autoridad al respecto, nuevamente, significa ni más ni menos que lo siguiente:
1. f. Sometimiento de alguien a otra u otras personas.
2. f. Sometimiento del juicio de alguien al de otra persona.
3. f. Acatamiento, subordinación manifiesta con palabras o acciones.
dicho así, y con este juego inesperado y para engarbullar las cosas, más digno de un tejemaneje de picapleitos que de luminosa Academia, de esas definiciones deliciosamente cruzadas en virtud de las cuales sometimiento es acato y acato es sometimiento, y váyanse ustedes a averiguar la explicación entonces, si es que pueden y sin más ayuda, pero que por suerte –cómo no–, acaba viniendo a traernos el viejo padre latín, que siempre llega renqueante pero todavía esclarecedor para echar un cable cuando hace falta y que nos explica que someter significa en tan jurídica lengua muerta, textualmente, poner debajo, en el entendimiento antiguo y tan gráficamente deportivo o de ejercicio de cuartel, pero tan poco relacionado con la idea de justicia, más que en lo que emana de la propia idea de fuerza, de colocar la caliga sobre el cuello de otro, serpiente, infiel o bárbaro que sea, o como en esos espectáculo del debatir de la razón que son la lucha grecorromana, el sumo, el kick boxing o cualquier otra querella reglada de caracter muscular, en la cual gana finalmente la montaña de carne que quede encima de la otra y logre asfixiarla, o casi, sirviendo a continuación la metáfora para tantos otros actos de imperio y de fuerza que no es necesario traer a cuento, de puro manidos.
Así que aquella coletilla acuñada por abertzales y demás adláteres de ese mundo suyo tan propio y cuya comprensión me resulta tan ajena, sin embargo bien parece traída a capítulo y venir más que a cuento, y resultar en una pertinente y hermosa lección al castellano administrada, en perfecto castellano asimismo, y ahí les duela a unos y a otros, que es esa fórmula tan oída igualmente de: acato por imperativo legal, de donde la idea de sumisión y de acuerdo con lo que no se está de acuerdo queda mejor que bien excluída, pero se atiene la expresión al espíritu democrático y de necesaria sujección a la ley, expresando magníficamente la discrepancia junto a la admisión de lo ineludible, y haciéndolo mucho mejor que apelando a esa sumisión de resignados cabestros que viene de contrabando con el término acatar. ¡Dónde va a parar, por dios!, y aunque me duela reconocérselo a sus inventores, tan imperdonablemente feístas pero tan bien iluminados para la ocasión. Y quién hubiera ido a suponérselo.
Acaten pues ustedes, o acatemos, pero por imperativo legal, por favor, y verán cómo quedarán mucho más dignamente sus señorías, o cualquiera, cuando le pisen un callo o el cuello, verán que se les entiende mejor, y habrán expresado igualmente la voluntad de no romper la baraja, a pesar de los pesares y por la causa que sea, y que es en definitiva lo que se quiere venir a comunicar con la fórmula. No siempre decir dos palabras menos resulta más conciso, puede ser todo lo contrario, y resultarlo más y mejor con dos más, y por mucho que el asesor de imagen le reclame desesperado a su educando como si fueran a hervirlo.
Y vamos ahora al segundo término de la frase, el respeto, donde el asunto aún puede resultar todavía más sangrante, pues si la ley puede incluir, para ser ley para todos, la necesidad de su acatamiento –por imperativo de la propia causa por la que existen las leyes–, el reclamado respeto en sí bien puede ser palanca del todo innecesaria para obtener que la locomotora de la ley ande igual de egregiamente.
Volvemos pues a los brazos de la autoridad preceptiva, y nos comunica ésta, desde su caserón del Prado, que respetar son todas estas cosas:
1. tr. Tener respeto, veneración, acatamiento.
respeto.
(Del lat. respectus, atención, consideración).
1. m. Veneración, acatamiento que se hace a alguien.
2. m. Miramiento, consideración, deferencia.
Ninguna de las cuales, excepto tal vez consideración o deferencia, (algo así como un respeto aguado, o desleído al 50%, o como el chiste, oiga usted, un respito...) parecen venir a significar, nuevamente, lo que el penitente viene a querer expresar con la triste salmodia. ¿Veneración, un cazo más de acatamiento (y seguimos cruzando definiciones, que más que diccionario parece un crucigrama), miramiento?
¿Veneración es lo que siente el Gobierno por la junta electoral cuando esta le retira un vídeo de propaganda?, ¿veneración es lo que siente el ciudadano por la ley, el tribunal sentenciador o el oficial judicial cuando estos mandan desahuciar y desahucian, por ejemplo, a quien tenía ya media casa pagada, quitándole la casa, perdiendo la parte de dinero ya entregada y comunicándole a los efectos oportunos que aún sigue debiendo la totalidad de su crédito desde su nueva residencia en la calle?
¿Y veneración a quién o a qué?, además. Se ha de venerar la Constitución, se ha de venerar al Tribunal Supremo o se ha de venerar al señor Carlos Dívar? Y si éste y su alto tribunal, por boca de su portavoz, Gabriela Bravo, consideran “inadmisibles” los ataques “a los integrantes de un poder judicial que actúa con imparcialidad, independencia, rigor y seriedad”... reclamando, evidentemente el respeto y por lo tanto, ut supra, la “veneración” hacia sus personas, deferencia que, al parecer, el cargo debe de llevar adjunta, no parecen comprender que no puede ser así de ninguna manera en democracia operante y efectiva, pues una cosa es el respeto protocolario y la cortesía entre estamentos, más o menos civilizadora, si así se quiere verlo, y el obtener el acatamiento de los ciudadanos –por imperativo legal– a las leyes y a las sentencias judiciales, y muy otra que la ley, las sentencias y sus emisores no puedan ser criticados rigurosamente una y mil veces, discrepar de ellos, execrarlos, si así se cree, y proponer que se cambie lo que se crea necesario.
Tal cosa es la democracia y así lo proclama el viejo adagio británico tan citado como olvidado: –no estoy de acuerdo con lo que dice pero daría mi vida para que usted tenga derecho a decirlo–, o argumento parecido e impecable en el espíritu, que no en mis palabras exactas, citadas de mala memoria, y que tan bien retrata las diferencias en el entender del asunto entre demócratas verdaderos y otros demócratas a los que tal vez les falte todavía un hervor contra los bacilos del autoritarismo.
Algo bien fácil de comprender, parecería, pero que tampoco debe de ser lo mismo que entiende Monsieur Sarkozy, en su enésima boutade, con esa abracadabrante proposición de penar a las personas que accedan a las webs en las que se incite a la violencia. Más o menos, proponer el llevarme a la carcel en mi calidad de fumador de Ducados, antes que cerrar la fábrica de los mismos. Cosas veredes, Sancho.
Si además, y en lo personal, los representantes de la ley (o de la política) no son siquiera capaces de discriminar entre sus libérrimas –por supuesto–, crencias políticas y religiosas, y su función de juzgar y actuar por encima de las unas y de las otras, como intérpretes estrictos de la legalidad, y se abandonan a espectáculos que ellos tal vez no los consideren así, por causa seguramente de su propia insensibilidad y –cosa terrible para jueces– su incapacidad para discriminar entre actos públicos y privados, pero para muchos perfectamente calificables como sumamente inadecuados, por no decir prácticamente impresentables como, por ejemplo, en el caso del citado Carlos Dívar, Presidente del Tribunal Supremo y del Consejo del Poder Judicial –nada menos–, con aquel besamanos público a un representante de la iglesia católica, pues al igual que por ninguna parte ni por ningún estamento se le va a exigir el tratarla con desprecio, lo que sería absurdo y seguramente ilegal, no parece tampoco en absoluto necesario, ni recomendable, mostrarse obsequioso, servil y feligrés, como las fotografías inapelablemente atestiguan, con unos representantes de parte que otra parte considerable de la nación no tiene por suyos, y por que más que tenga todo el derecho a serlo en lo que atañe a su vida privada, pero no cuando esté investido de función pública que exigiría, tal es la palabra adecuada –aunque no por imperativo de ley en este caso, vaya por dios, y qué curioso–, un continente personal de estricta imparcialidad. Y qué menos que exigírsela a quien hace su profesión de ella y a quien manda a su portavoz a llamar al respeto a la misma. ¿Cuál imparcialidad, la de besarle la mano al obispo? Podrán llamárle al asunto libertad, que tampoco será fea palabra, y si así lo desean, pero imparcialidad no, qué vamos a hacerle.
Lección que muy bien pudiera haber aprendido de la periodista Ana Pastor, entrevistando a personaje tan poco fácil como el presidente iraní Mahmud Ahmadineyad, desde el necesario respeto (sin veneración) a su persona y cargo, pero también desde el respeto a sí misma, con su melena tristemente encarcelada por religiosa fetua, pero escapando finalmente libre y feliz de debajo del pañuelo, sin que se le diera una higa, y ateniéndose perfectamente al respeto (y esta vez sí con veneración, supongo) a su profesión de ella, que consiste en preguntarlo todo, lo que gustara al mandatario y lo que no, lo protocolario, pero también lo necesario y lo debido a la audiencia del servicio público que estaba prestando, igual que el que presta el juez, pero sin servilismos innecesarios y que estarían de más. Y esta vez, ahorraré la explicación del latinajo servilis, por felizmente meridiano y fácil. Basta con intercalarle un espacio en el lugar exacto.
Y lección igualmente para Soraya Sáenz de Santamaría, en igual actitud que el juez, pero ella ante el obispo Blázquez, quien se permitió ¡nada menos! que opinar pública y negativamente hace bien poco sobre su vida privada y su matrimonio civil, lo que ya es expresión de barbarie, de falta de protocolo y de actitud de parte, y a quien sin embargo ella, esta mañana, radiante la mirada (fotos en prensa igualmente), le permitía que la tomara de las manos, no en saludo profesional y eficaz, operativo, neutro, entre iguales, sino como padre amántisimo nuevamente acogiendo a su feligresa pecadora, y atestiguando que, evidentemente, y a juzgar por la cara, no sólo le respeta, sino que le reverencia o venera. Y que le reverencia en nombre de todos, por lo tanto, y quizas así lo crea seguramente nuestra representante desde la altura de su cargo, y lo considere un bien de caracter general.
Con más de una y más de dos que yo me conozco tendría que haber topado el arzobispo, después de insultarlas, y ver cuál sería el comportamiento de una persona libre, entera y completa en acción, además de civilizada, lástima.
Así que ni acato ni respeto, acatar solo por imperativo legal, y de respetar lo justo, respetar a lo sumo, e igualmente por imperativo legal, a la ley misma, pero dificilmente a las personas en sí y menos aún a tantísimas de aquellas portadoras de tantas sacras representaciones e investiduras a las que no honran, o mejor, deshonran por ideología de parte, en los casos más suaves, y por comisión de delitos, igualmente por encargo de parte, como las financiaciones irregulares de los partidos o directamente por uso y beneficio propio del cargo, con sus expolios, y a todos lados mirando, bien se entiende, norte y sur, izquierda y derecha.
Así que hora sería de proclamar que tantos honorables y excelentísimos y, visto lo que ha habido que ver, honorable Camps, honorable Matas... y lo que quedará por ver, tienen, a lo sumo, el derecho protocolario a disfrutar de los títulos y, junto a ellos, el deber de apechugar con las críticas, que va con el sueldo.
Y si intolerable es para ellos que se opine, critique o se haga escarnio público, befa y mofa de lo que para muchísimos es risible, vayan y cambien la constitución para convertirlo en delito, si pueden, pero intolerable (y con igual derecho al uso del término) lo es igualmente para los administrados el que los administradores no sean imparciales, no sean honrados, no sean intachables en el desempeño de cualquier cargo público y que, en consecuencia, también pueden proponer a traves de sus representantes, o mientras todavía puedan, el cambiar las leyes necesarias para corregir los abusos de ley. Que, por cierto, son materia infinitamente más grave que una burla o una palabra más alta que otra.
Los fusilados ilegalmente siguen esperando en sus fosas la llegada de la ley con sus palas para desenterrarlos y con sus preguntas por hacer, pero esto, al parecer, es delito. Poner ante la justicia a los responsables del expolio Gürtel, con los medios habituales que usan los jueces para poder hacerlo, intervenciones y escuchas, también es delito.
¿Qué es lo que es intolerable, entonces, qué es más intolerable, qué es lo que hay que acatar y respetar según los intérpretes de la Constitución? Sería deseable que lo interpretaran de una vez, que para eso se les paga, y si sólo cabe interpretar lo que se interpreta, entonces lo que habrá que cambiar será la ley o a sus intérpretes, o a ambos, y eso también habrá que proponerlo y decirlo, sea o no desacato, y con todo el irrespeto debido que cada caso genere y merezca, por supuesto.
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jueves, 22 de marzo de 2012
¡Manda huevos!
Los huevos suben un 50% desde enero, por la ley de bienestar animal, dicen.
El parque de gallinas ponedoras se ha reducido un 23% por la directiva europea que obliga a ampliar las jaulas.
(Agencias, según recoge el diario El País del 22-03-2012).
Al margen de esta nueva razón para tocarnos los huevos, con su precio, una cosa queda clara, con su yema, y es que si las granjas se han reducido un 23% y lo huevos han subido un 50%, no cabe duda que alguien se está llevando el 28% restante, ergo la directiva europea, además del bienestar animal, parece haber incrementado igualmente el bienestar de algún hijo de ellas, pues ¿Que son más que ninguna otra cosa las gallinas, como tan bien declara el saber popular?
Y tal vez se podría intentar arreglar el asunto, pero... ¿y cómo, si faltan huevos?
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El parque de gallinas ponedoras se ha reducido un 23% por la directiva europea que obliga a ampliar las jaulas.
(Agencias, según recoge el diario El País del 22-03-2012).
Al margen de esta nueva razón para tocarnos los huevos, con su precio, una cosa queda clara, con su yema, y es que si las granjas se han reducido un 23% y lo huevos han subido un 50%, no cabe duda que alguien se está llevando el 28% restante, ergo la directiva europea, además del bienestar animal, parece haber incrementado igualmente el bienestar de algún hijo de ellas, pues ¿Que son más que ninguna otra cosa las gallinas, como tan bien declara el saber popular?
Y tal vez se podría intentar arreglar el asunto, pero... ¿y cómo, si faltan huevos?
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Francisco Camps, el ungido.
Vengo de ver al honorable Camps postulándose a Presidente del gobierno de la nación y recogido en oración en la revista Telva, arrodillado ante la historia y defendiendo ese siglo de las luces y de la razón que fuera su virreinato.
Incapaz de no celebrar el momento, extracto un texto mío, ya antiguo, de cuando aún derramaba las gracias infinitas sobre sus súbditos.
Que el Señor Mariano, en su divina misericordia, se apiade de él y le entregue pronto un Reino, o siquiera lo acoja en el suyo, a su diestra, de Secretario perpetuo.
El Ungido regresa a palacio. Hoy le aguardan los mostradores de paños de Flandes, los cortadores de tejidos de Albión, los maestros de aguja de Lutecia, los teñidores de púrpuras del País de los Cedros, los caligarii traídos ex profeso de Etruria, los talabarteros de Córdoba, el odontólogo esmaltador más afamado de Viena, su tintor personal de las sienes, –¡ay, ese manazas otra vez, qué servidumbres nos impone la cabeza, dios mío!–, y una delegación numerosa, arribada recién, de los más reputados pulidores de espejos que pudieron reclutarse en Zelandia.
–Responsabilidades, siempre responsabilidades... pero, ¿es que se le pueden pedir responsabilidades a una efigie como esta mía?–, le pregunta irritado al Visir que se precipita a atusarle el puño de la camisa con un gemelo que baila mal apuntado y que ni él mismo, ¡inconcebiblemente!, había advertido. –Y encima esto ...en qué estaré, y a saber además qué habrá salido en las fotos, Ricardo, que ya vislumbro las befas, ¡qué desesperación la política!, la insumisión, la ingratitud, las conjuras...–.
Será una jornada agotadora, sí, y bien lo sabe el incomprendido Virrey, dolorido y cansado, que se asoma a un espejo, enmarcado de doradas volutas, y que extiende silencioso la mano, esperando el peine de carey que ya le tiende, solícito, el protoeunuco mayor, prepósito al asunto.
O, mejor resumido, y enlazando: más alto sube el mono y más enseña el culo (Miguel de Montaigne).
.
Incapaz de no celebrar el momento, extracto un texto mío, ya antiguo, de cuando aún derramaba las gracias infinitas sobre sus súbditos.
Que el Señor Mariano, en su divina misericordia, se apiade de él y le entregue pronto un Reino, o siquiera lo acoja en el suyo, a su diestra, de Secretario perpetuo.
El Ungido regresa a palacio. Hoy le aguardan los mostradores de paños de Flandes, los cortadores de tejidos de Albión, los maestros de aguja de Lutecia, los teñidores de púrpuras del País de los Cedros, los caligarii traídos ex profeso de Etruria, los talabarteros de Córdoba, el odontólogo esmaltador más afamado de Viena, su tintor personal de las sienes, –¡ay, ese manazas otra vez, qué servidumbres nos impone la cabeza, dios mío!–, y una delegación numerosa, arribada recién, de los más reputados pulidores de espejos que pudieron reclutarse en Zelandia.
–Responsabilidades, siempre responsabilidades... pero, ¿es que se le pueden pedir responsabilidades a una efigie como esta mía?–, le pregunta irritado al Visir que se precipita a atusarle el puño de la camisa con un gemelo que baila mal apuntado y que ni él mismo, ¡inconcebiblemente!, había advertido. –Y encima esto ...en qué estaré, y a saber además qué habrá salido en las fotos, Ricardo, que ya vislumbro las befas, ¡qué desesperación la política!, la insumisión, la ingratitud, las conjuras...–.
Será una jornada agotadora, sí, y bien lo sabe el incomprendido Virrey, dolorido y cansado, que se asoma a un espejo, enmarcado de doradas volutas, y que extiende silencioso la mano, esperando el peine de carey que ya le tiende, solícito, el protoeunuco mayor, prepósito al asunto.
O, mejor resumido, y enlazando: más alto sube el mono y más enseña el culo (Miguel de Montaigne).
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martes, 20 de marzo de 2012
Descanso dominical
Cómo no hablar, alguna vez, del cansancio publicitario. Los lectores de prensa siempre hemos pagado este peaje, y por partida doble, pues quien ve la tele lo paga viéndola, pero no cotiza diariamente por ella, fuera del propio coste del aparato en sí y de la luz que consuma al usarla. Pero si este peaje en la prensa se ha pagado de siempre, y es más, ha permitido su propia existencia –que decir independencia ya sonaría a rechifla–, la publicidad en el medio tradicional de papel escrito está, sin embargo, integrada en él de una manera más natural, o así me lo parece y, además, existe por causa de la propia morfología del medio una mejor defensa contra ella.
La página completa de reclamo que ocupa el lado derecho es algo inmediatamente reconocible, y en el caso de los sujetos más refractarios a ella, yo mismo desde luego, la opción de decidir atender a aquello o no, es instántanea. Un lector avezado capta el mensaje previo al masaje o mejor dicho, en mi caso y en el de muchísimos, capta que va a haber un mensaje que no va a ser de su interés, y en el tiempo cortísimo de volver la página, lo que por lo demás hay que hacer igualmente si se piensa seguir leyendo la publicación, ya ha quedado informado, en lo básico, de que aquello era publicidad de un producto que no es para él y, ¡oh maravilla!, ya ha dejado de verlo.
Es más, casi se puede vivir el hecho como un triunfo, o incluso una venganza. Este aspecto siempre me ha parecido una ventaja definitiva de la prensa sobre la radio y la televisión, porque el continuo de trabajo, de esfuerzo y de atención, y de placer o de recompensa que pueda recibir el lector a cambio, no se ve alterado por la intromisión del mensaje publicitario. Porque aún asumiendo el hecho, por ejemplo, de que se esté viendo un programa de televisión dotado de alguna clase de interés, el placer queda truncado de manera sistemática por la cuña del reclamo, y en la radio, lo mismo. El radioyente o el telespectador pagamos un carísimo precio adicional entregado bajo las sagradas especies de uno de nuestros bienes más escasos y apreciados, el tiempo. El lector del periódico, no.
Y existe otro aspecto a considerar, además. La publicidad en prensa tal vez resulte más eficaz, pues en definitiva el lector puede detenerse en aquella que resulte de su interés y no dedicar más que el esfuerzo y la atención mínima para descartar aquella otra que no lo sea. La libertad, tan constreñida, tiene así, sin embargo, un campo mínimo en el cual poder ejercerse todavía, y del mismo modo que es efectivamente un placer negarse a ver un determinado anuncio, puedo serlo también el ver otro que que nos complazca o interese. En televisión puede ocurrir lo mismo igualmente, pero, llegada la catarata de reclamos que interrumpe y hace perder el hilo de aquello que se estuviera siguiendo, la sensación de obligación que nos invade, creo que predispone mucho más negativamente contra el acto publicitario.
Esto permite además, y así se hace efectivamente, que una publicación periódica cualquiera, pongamos un magazine dominical de prensa, sea un pintoresco bodegón donde convivan la exquisita liebre y el insípido nabo, donde junto al artículo de un pensador, al de un periodista acreditado, a un reportaje de alcance, a la entrevista a una personalidad cualquiera, desde aquella a un representante del mundo de la musculación neuronal, a aquella otra, defensora de la idea del maquillaje entendido como ética, pasando por la exhibición de logotipos y nombres de compañías comerciales mostrados por adoslescentes anoréxicas revestidas de acabados textiles, mejor o peor ideados y estructurados, junto a sus complementos, o por pre-digeridos manuales de autoayuda, donde se explican las razones metafísicas, e incluso jurídicas, para no apuñalar a la novia que no contesta al teléfono, no circular a doscientos por hora en proximidad de zonas escolares, la conveniencia social de que algunos no paguen impuestos, no envenenar al marido infiel o aprender a rebajar los niveles de angustia y de aflicción –perdón, quise decir de estrés–, que causan el hecho mismo de existir, el trabajar o, mismamente, el leer precisamente el magacine, que nos explica, además, que no es posible reducir el estrés por la vía más natural, pero peor considerada socialmente, de agredir salvajemente al jefe de personal, de pegarle a los niños, o a tu madre cuando regresas a casa, o la causa de porqué no debes irte en derechura a por el editor de tu periódico, pues tiene guardaespaldas.
Así, la lectura dominical de uno de estos pamphlets de lo conveniente y lo sanamente estatuido, más se parece a una de carrera de obstáculos o a un juego del gato y el ratón, donde hay que escapar indemne e inteligentemente de aquello que se preferiría no ver, que es casi todo. Pero, y este es el quid, esto puede hacerse, y hasta puede ser divertido. El telespectador, o el radioyente, no tienen otra que bostezar, irritarse, cambiar de plan –si lo tuvieran–, y zapear, barrer el dial o, lo mejor, levantarse a orinar y después a lavarse los dientes. El lector aún puede jugar al juego de espulgar y al de buscar el tesoro. Yo desde luego lo juego aún y lo logro, todos los domingos del señor, y a caballo del dominical de El País o del ABC. Y caballo es la expresión. Porque también es verdad que es prueba de obstáculos no solo intelectualmente extrema, sino diabólica.
Cuando termino el cruelísimo ejercicio, bufo y resuello como esos corredores de campo a través, desmadejados en la meta, de los que apagan el cronómetro según caen de rodillas con la mirada perdida, mientras les largan el bote de la bebida isotónica, poniendo exquisito cuidado en que sorba por el lado de la marca, y les colocan la esponsorizada manta sobre los hombros, como a los caballos, aunque estrellada de logotipos, pero que sin embargo es lo mínimo a lo que uno debe legítimamente aspirar después de completar con éxito las dificultades del atroz circuito y de semejante contienda. O con tienda.
Y cae uno derrumbado en el sofá o despatarrado en la mesita de la terraza del bar, más agotado aún que si hubiera visto el final en alto de una etapa del Tour de Francia, sin respiración, musitando un –¡lo he logrado! He conseguido ¡en menos de dos segundos! pasar sin mirar más que lo imprescindible para saber que en medio no hay otra cosa, a través de doce acharoladas e inacabables páginas, con sus fotos de alambicados esforcios –como esclafaría Forges– de altísima cocina, y entendida y explicada esta como una experiencia de lo inefable, mística a buen seguro, y que nos glosa al punto un Solón de Atenas armado de un cazo y de una maquinaria como de Guerra de las galaxias, concebida para convertir una morcilla, un tallo de apio y un ojo de vaca en un fililí de diseño, y así esto mismo, Jesús mío, cada domingo, y a la semana próxima que lo hará un Péricles, y a la otra un Aristóteles y a la siguiente Heráclito... y sin respetar ayunos, hambrunas o siquiera advientos.
He saltado en ¡nueve décimas de segundo! sobre un charco de pringosísima autoayuda, con su fondo oculto de resbalosos guijarros, he evitado los espinos crueles de un consejo para hidratar la epidermis, con sus nubes azules y su aroma a canela y limones, he dejado a la izquierda, con avezada habilidad, una zanja repleta de espantosos sapos croando al unísono aquello de –soy lector desde el número uno de su prestigiosa publicación y deseo felicitarles por...–, he pasado rozando milagrosamente, sin desgarrarme las carnes en ella, como el patrocinador del circuito sin duda pretende, una zarza repleta de receptáculos de mano para transportar la polvera, el moquero, el monedero y el aifoún, firmados por Hermés y por Gucci y otra, contigua, merced a un portentoso y circense golpe de riñón en el aire, donde dos rejuvenecidas matronas conversan sobre sus pérdidas de orina, de ligeras a medias, glosando las delicadas virtudes del sofisticado tapón, del que hacen cabal mostración y que, al parecer, ha logrado librarlas de ellas.
Y he conseguido también, y me enorgullezco, aprender a caer limpiamente con el zancajo derecho, como deseaba, dentro de una semblanza de Saramago, pero colocada a contrapié, ex profeso, entre una loción preparadora y estimuladora del coito, o del sueño o succionadora de grasas, y una conseja de esas que suben instantaneamente la presión arterial, en este caso sobre el cómo evitar la hipertensión arterial, más la relación cerrada de sus causas, y he evitado también ese barranco sin fondo que espera al final de la prueba, que consta de diez, veinte páginas tal vez, sito ya a las cuatro quintas partes del recorrido, y cuando el ácido láctico muerde más dolorosamente los atormentados cuádriceps del entender, ya extenuados, donde comparece como en medieval hambruna, como en un cuadro de El Bosco, como la Santa Compaña en la bruma, como en pesadilla de bosque de orcos, ese desfile de esqueletos de miradas vacías, de bocas entreabiertas, de ectoplasmas, de golems sin ánima, que portan, por cuenta de tenderos de diseño, de mercaderes de sueños y demás hacedores de mundos, los calzones, los refajos, las jubas, los paletós, las calzas, los afeites, las alhajas y los símbolos religiosos, finalmente, de todo aquello por lo que merece la pena vivir, según se informa con exquisito detalle al pie de todo ello, junto a su precio.
Y al fin, de un quiebro último, preciso, alígero, impecable, milimétrico, perfeccionado por decenios de disciplinado ejercicio, caigo como un paracaidista profesional, con la perfección de un campeón olímpico, con la ligereza de una gimnasta rítmica y la puntería del arquero imperturbable, ahí donde exactamente quería, y allá a donde a donde iba, al título y al artículo de la página de Javier Marías, que es la recompensa final al esfuerzo, el recibir el premio al trabajo bien hecho, el obtener el placer verdadero y el poder llegar a cortar triunfante aunque ya medio muerto, la cinta de meta.
Pago pues por cien páginas, y leo tal vez cinco, pero logro realizar al mismo tiempo un ejercicio de esgrima, otro de billar a tres bandas, un entrenamiento de resistencia al esfuerzo, beneficioso para moldear una musculatura ágil y flexible, y me he hecho un as en esquivar ramas que saltan a la cara, trampas erizadas de palos aguzados, jabalinas que silban por doquier buscándome la cartera, y párrafos que producen dolor, bascas, eczemas, erisipelas... he aprendido a controlar las alergias, a ejercitar la delicada coordinación cerebro-ojo-mano necesaria para pasar páginas a una increíble velocidad sostenida, pero alerta, para saber también frenar en seco, para acertar con exactitud en la diana cuando ésta, comparece fugacísima e inesperada, promisoria y apetecible entre el acelerado abanicar de las páginas basura, con las que hay que tener un cuidado infinito, además, para no cortarse, infectarse o ensuciarse con ellas.
Y sí, todo este ejercicio de autodefensa se acabará con las tabletas con aipades, aipodes y demás gustos táctiles, pero eso será ya otro posteo.
Y comprenderá cualquiera que después de mañanas festivas así, no habrá quien tenga corazón de negarme ahora mismo una merecida siesta.
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La página completa de reclamo que ocupa el lado derecho es algo inmediatamente reconocible, y en el caso de los sujetos más refractarios a ella, yo mismo desde luego, la opción de decidir atender a aquello o no, es instántanea. Un lector avezado capta el mensaje previo al masaje o mejor dicho, en mi caso y en el de muchísimos, capta que va a haber un mensaje que no va a ser de su interés, y en el tiempo cortísimo de volver la página, lo que por lo demás hay que hacer igualmente si se piensa seguir leyendo la publicación, ya ha quedado informado, en lo básico, de que aquello era publicidad de un producto que no es para él y, ¡oh maravilla!, ya ha dejado de verlo.
Es más, casi se puede vivir el hecho como un triunfo, o incluso una venganza. Este aspecto siempre me ha parecido una ventaja definitiva de la prensa sobre la radio y la televisión, porque el continuo de trabajo, de esfuerzo y de atención, y de placer o de recompensa que pueda recibir el lector a cambio, no se ve alterado por la intromisión del mensaje publicitario. Porque aún asumiendo el hecho, por ejemplo, de que se esté viendo un programa de televisión dotado de alguna clase de interés, el placer queda truncado de manera sistemática por la cuña del reclamo, y en la radio, lo mismo. El radioyente o el telespectador pagamos un carísimo precio adicional entregado bajo las sagradas especies de uno de nuestros bienes más escasos y apreciados, el tiempo. El lector del periódico, no.
Y existe otro aspecto a considerar, además. La publicidad en prensa tal vez resulte más eficaz, pues en definitiva el lector puede detenerse en aquella que resulte de su interés y no dedicar más que el esfuerzo y la atención mínima para descartar aquella otra que no lo sea. La libertad, tan constreñida, tiene así, sin embargo, un campo mínimo en el cual poder ejercerse todavía, y del mismo modo que es efectivamente un placer negarse a ver un determinado anuncio, puedo serlo también el ver otro que que nos complazca o interese. En televisión puede ocurrir lo mismo igualmente, pero, llegada la catarata de reclamos que interrumpe y hace perder el hilo de aquello que se estuviera siguiendo, la sensación de obligación que nos invade, creo que predispone mucho más negativamente contra el acto publicitario.
Esto permite además, y así se hace efectivamente, que una publicación periódica cualquiera, pongamos un magazine dominical de prensa, sea un pintoresco bodegón donde convivan la exquisita liebre y el insípido nabo, donde junto al artículo de un pensador, al de un periodista acreditado, a un reportaje de alcance, a la entrevista a una personalidad cualquiera, desde aquella a un representante del mundo de la musculación neuronal, a aquella otra, defensora de la idea del maquillaje entendido como ética, pasando por la exhibición de logotipos y nombres de compañías comerciales mostrados por adoslescentes anoréxicas revestidas de acabados textiles, mejor o peor ideados y estructurados, junto a sus complementos, o por pre-digeridos manuales de autoayuda, donde se explican las razones metafísicas, e incluso jurídicas, para no apuñalar a la novia que no contesta al teléfono, no circular a doscientos por hora en proximidad de zonas escolares, la conveniencia social de que algunos no paguen impuestos, no envenenar al marido infiel o aprender a rebajar los niveles de angustia y de aflicción –perdón, quise decir de estrés–, que causan el hecho mismo de existir, el trabajar o, mismamente, el leer precisamente el magacine, que nos explica, además, que no es posible reducir el estrés por la vía más natural, pero peor considerada socialmente, de agredir salvajemente al jefe de personal, de pegarle a los niños, o a tu madre cuando regresas a casa, o la causa de porqué no debes irte en derechura a por el editor de tu periódico, pues tiene guardaespaldas.
Así, la lectura dominical de uno de estos pamphlets de lo conveniente y lo sanamente estatuido, más se parece a una de carrera de obstáculos o a un juego del gato y el ratón, donde hay que escapar indemne e inteligentemente de aquello que se preferiría no ver, que es casi todo. Pero, y este es el quid, esto puede hacerse, y hasta puede ser divertido. El telespectador, o el radioyente, no tienen otra que bostezar, irritarse, cambiar de plan –si lo tuvieran–, y zapear, barrer el dial o, lo mejor, levantarse a orinar y después a lavarse los dientes. El lector aún puede jugar al juego de espulgar y al de buscar el tesoro. Yo desde luego lo juego aún y lo logro, todos los domingos del señor, y a caballo del dominical de El País o del ABC. Y caballo es la expresión. Porque también es verdad que es prueba de obstáculos no solo intelectualmente extrema, sino diabólica.
Cuando termino el cruelísimo ejercicio, bufo y resuello como esos corredores de campo a través, desmadejados en la meta, de los que apagan el cronómetro según caen de rodillas con la mirada perdida, mientras les largan el bote de la bebida isotónica, poniendo exquisito cuidado en que sorba por el lado de la marca, y les colocan la esponsorizada manta sobre los hombros, como a los caballos, aunque estrellada de logotipos, pero que sin embargo es lo mínimo a lo que uno debe legítimamente aspirar después de completar con éxito las dificultades del atroz circuito y de semejante contienda. O con tienda.
Y cae uno derrumbado en el sofá o despatarrado en la mesita de la terraza del bar, más agotado aún que si hubiera visto el final en alto de una etapa del Tour de Francia, sin respiración, musitando un –¡lo he logrado! He conseguido ¡en menos de dos segundos! pasar sin mirar más que lo imprescindible para saber que en medio no hay otra cosa, a través de doce acharoladas e inacabables páginas, con sus fotos de alambicados esforcios –como esclafaría Forges– de altísima cocina, y entendida y explicada esta como una experiencia de lo inefable, mística a buen seguro, y que nos glosa al punto un Solón de Atenas armado de un cazo y de una maquinaria como de Guerra de las galaxias, concebida para convertir una morcilla, un tallo de apio y un ojo de vaca en un fililí de diseño, y así esto mismo, Jesús mío, cada domingo, y a la semana próxima que lo hará un Péricles, y a la otra un Aristóteles y a la siguiente Heráclito... y sin respetar ayunos, hambrunas o siquiera advientos.
He saltado en ¡nueve décimas de segundo! sobre un charco de pringosísima autoayuda, con su fondo oculto de resbalosos guijarros, he evitado los espinos crueles de un consejo para hidratar la epidermis, con sus nubes azules y su aroma a canela y limones, he dejado a la izquierda, con avezada habilidad, una zanja repleta de espantosos sapos croando al unísono aquello de –soy lector desde el número uno de su prestigiosa publicación y deseo felicitarles por...–, he pasado rozando milagrosamente, sin desgarrarme las carnes en ella, como el patrocinador del circuito sin duda pretende, una zarza repleta de receptáculos de mano para transportar la polvera, el moquero, el monedero y el aifoún, firmados por Hermés y por Gucci y otra, contigua, merced a un portentoso y circense golpe de riñón en el aire, donde dos rejuvenecidas matronas conversan sobre sus pérdidas de orina, de ligeras a medias, glosando las delicadas virtudes del sofisticado tapón, del que hacen cabal mostración y que, al parecer, ha logrado librarlas de ellas.
Y he conseguido también, y me enorgullezco, aprender a caer limpiamente con el zancajo derecho, como deseaba, dentro de una semblanza de Saramago, pero colocada a contrapié, ex profeso, entre una loción preparadora y estimuladora del coito, o del sueño o succionadora de grasas, y una conseja de esas que suben instantaneamente la presión arterial, en este caso sobre el cómo evitar la hipertensión arterial, más la relación cerrada de sus causas, y he evitado también ese barranco sin fondo que espera al final de la prueba, que consta de diez, veinte páginas tal vez, sito ya a las cuatro quintas partes del recorrido, y cuando el ácido láctico muerde más dolorosamente los atormentados cuádriceps del entender, ya extenuados, donde comparece como en medieval hambruna, como en un cuadro de El Bosco, como la Santa Compaña en la bruma, como en pesadilla de bosque de orcos, ese desfile de esqueletos de miradas vacías, de bocas entreabiertas, de ectoplasmas, de golems sin ánima, que portan, por cuenta de tenderos de diseño, de mercaderes de sueños y demás hacedores de mundos, los calzones, los refajos, las jubas, los paletós, las calzas, los afeites, las alhajas y los símbolos religiosos, finalmente, de todo aquello por lo que merece la pena vivir, según se informa con exquisito detalle al pie de todo ello, junto a su precio.
Y al fin, de un quiebro último, preciso, alígero, impecable, milimétrico, perfeccionado por decenios de disciplinado ejercicio, caigo como un paracaidista profesional, con la perfección de un campeón olímpico, con la ligereza de una gimnasta rítmica y la puntería del arquero imperturbable, ahí donde exactamente quería, y allá a donde a donde iba, al título y al artículo de la página de Javier Marías, que es la recompensa final al esfuerzo, el recibir el premio al trabajo bien hecho, el obtener el placer verdadero y el poder llegar a cortar triunfante aunque ya medio muerto, la cinta de meta.
Pago pues por cien páginas, y leo tal vez cinco, pero logro realizar al mismo tiempo un ejercicio de esgrima, otro de billar a tres bandas, un entrenamiento de resistencia al esfuerzo, beneficioso para moldear una musculatura ágil y flexible, y me he hecho un as en esquivar ramas que saltan a la cara, trampas erizadas de palos aguzados, jabalinas que silban por doquier buscándome la cartera, y párrafos que producen dolor, bascas, eczemas, erisipelas... he aprendido a controlar las alergias, a ejercitar la delicada coordinación cerebro-ojo-mano necesaria para pasar páginas a una increíble velocidad sostenida, pero alerta, para saber también frenar en seco, para acertar con exactitud en la diana cuando ésta, comparece fugacísima e inesperada, promisoria y apetecible entre el acelerado abanicar de las páginas basura, con las que hay que tener un cuidado infinito, además, para no cortarse, infectarse o ensuciarse con ellas.
Y sí, todo este ejercicio de autodefensa se acabará con las tabletas con aipades, aipodes y demás gustos táctiles, pero eso será ya otro posteo.
Y comprenderá cualquiera que después de mañanas festivas así, no habrá quien tenga corazón de negarme ahora mismo una merecida siesta.
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lunes, 19 de marzo de 2012
Banderas
Lo primero que se cambia después de una invasión son las banderas. Se cambian espontáneamente, incluso. Las multitudes acuden a recibir al ejército invasor en compungido silencio primero, seguidamente con disimulado alivio (después de todo es imprescindible creer que el pavoroso paso por el machadero, acabadas las acciones militares, se ralentice o desaparezca y cada cual, que ya ha sobrevivido a ello, espere aún sobrevivir a lo que aún falte), y al cabo, con timidez primero y finalmente ondeando esperanzadas, acaban siempre despuntando entre la multitud una bandera, tres, doscientas, que simbolizan no el júbilo del sometido, sino el conjuro, o mejor, el deseo de muchos de que lo peor haya pasado. Y así no son, las tales banderas, sino la cumplida expresión del deseo que tan bien expresa el manido ‘Virgencita que me quede como estoy’, que nos enseña el cuento. No se saluda lo bueno, todavía más que por ver, se saluda la esperanza del final de un horror. Y toda guerra lo es en su expresión máxima.
Y, sin duda, y por suerte, en estos últimos decenios el mundo occidental, si exceptuamos a su patrón, los Estados Unidos de América, bajo cuyo manto de seguridad, volenti o nolenti, los demás miembros del club nos acogemos, la guerra periódica, masiva, aniquiladora, ya no es el estado habitual de las cosas, como lo había venido siendo casi de siempre y una constante principal de la historia universal. Y desde luego, esto no es poco y constituye la mejor llamada posible al optimismo, y aún a pesar de cuantas matizaciones puedan querer aportarse.
Recorrió el mundo, después de la segunda guerra mundial, un viento de cambios que se manifestó de muy diferentes maneras acá y acullá, pero que dio, en lo básico, en la fundación de la ONU, en sustitución de la por completo inoperante y caída en el mayor desprestigio posible, Sociedad de las naciones y, en Europa, en el surgimiento de una idea, o mejor de un sueño, la Europa unida, entonces por arbitrar y modelar por completo, pero que resultó fecundo, y al que se acogieron, poco a poco, muchos territorios y, por decirlo de algún modo, incluso los espacios mentales más reacios a ello en un primer momento.
Sin embargo, dio la ONU en nada o casi, al igual que su antecesora, y ese sea tal vez uno de los principales problema que tenemos todavía por resolver como ciudadanos del mundo, pero en cambio la otra modesta proposición hizo camino, y largo, y aunque lo fuera mucho más en un sentido, el monetario, el comercial o el empresarial, con sus renuncias de soberanía y las desregulaciones nacionales asociadas, que en el propiamente político, y de ahí es donde viene la asimetría que está produciendo la cojera atroz que padece el modelo y que se acentúa con su edad, al punto casi de impedirle el movimiento.
Recuerdo muy bien, como lección bien dada y aprendida, que uno de mis tíos maternos pregonaba cada vez que tenía ocasión el adagio –no suyo–, de que cuando dos países comercian, y se benefician mutuamente de ello, no sienten la necesidad de hacerse la guerra y dejan entonces de ser enemigos. La idea, tal vez, aunque no me acude ahora exactamente a las mientes, se acuñara ya en los tiempos de Bismarck, si no era del propio Canciller, hombre no sólo poderoso, sino agudo en extremo, y dotado además de otras virtudes y armas intelectuales que aquellas, básicamente de corte militar y ultranacionalista o pangermanista, por las que pasó a la historia, hoy en día tenidas más bien como universalmente negativas, y olvidando, sin ir más lejos, que puso en marcha el primer sistema de seguridad social conocido, a la escala, bien se entiende, de aquel tiempo. Así que ya quisiéramos hoy, incluso con la décima parte de su poder real de entonces, con la adecuación habida de cada sesera al mando a los usos, un punto menos bárbaros, de los tiempos, y con los medios actuales, disponer en Europa, o en el mundo, de media docena de cabezas como aquella, o siquiera de una sola.
Y esta idea fructífera y punto más moderna, resumible, más o menos, en ‘por el capital o el comercio hacia Dios’, –en sustitución de aquella otra de ‘por el Imperio hacia Dios’, subyacente a todos los fascismos de la primera mitad del siglo XX, más los absolutismos anteriores, y habiéndose de entender ‘Dios’ más como aspiración al ‘bien’ o ‘al bien social’, sean estos lo que crea cada cual o cada época, que a otra cosa, y en el entendimiento finalmente habido, con mayores o menores resistencias, de que, imperio frente a imperio, nación frente a nación, las disputas acabarían siempre derivando hacia lo militar, como efectivamente lo hicieron una vez y otra, en inacabable sangría desde los tiempos de Hammurabi– y esta idea, decía, se acabó finalmente imponiendo despacio y, por cierto, casi huera de otro contenido ideológico que el de pregonar su beneficio, laxamente postulado como mutuo, frente al beneficio producido por el anterior concepto imperial o estatal, en lo básico de cuño Napoleónico, de modernidad, legislación, proteccionismo, comercio a la fuerza y progreso técnico a imponer por la fuerza de las armas.
Y tan es así, pienso, que la historiografía del futuro, tendrá seguramente que marcar un cambio de época, o de edad, a caballo de los tres últimos decenios y de los tres próximos, para asimilar y explicar el cambio de paradigma y del estatus del poder, que está pasando –y pasará más aún– desde las manos del ‘estado nacional’, ya moribundo, como moribundo agonizó largo tiempo el Ancien régime, a las de su más que previsible sustituto (y dé esto en lo que dé), a una edad del comercio, de la globalización, del capitalismo, de la mundialización o del imperio de la economía, o como finalmente se acabe por llamar al periodo, y con permiso todo ello, o en necesaria compañía, de la simultánea aparición y explosión de la informática y de la genética, artes o ciencias líquidas, por aplicarles un calificativo de moda, pero bien expresivo si puestas en comparación con la mecánica o la caballería motorizada, tan pesadas y poco maleables como esculturas pétreas y que fueron las que preponderaron hasta hace bien poco en lo que aún llamamos Edad contemporánea.
Pero si el viejo poder estatal tenía a su cabeza un rey, o figura presidencial representativa equivalente, física y tangible, guardián y promotor de la ley, seguro empuñador de la estaca, dueño y señor de la llave del arca y fuente, aunque remisa, de bienes y servicios, figuras retóricas todas ellas, pero protagonizadas por seres reales en lo físico y por instituciones funcionantes en lo práctico, a los cuales era debido obedecer, consentir, acatar y someterse, pero frente a los que también era posible reclamar, negociar, execrar, insubordinarse y rebelarse, la figura, en cambio, que personaliza el actual poder de la economía, del comercio, del capital, de la globalización... ya no tiene como referente a nadie investido de humanas especies, ni a nada sometido a regla orientada a beneficio del común, a constitución de derecho, a deberes, a limitación alguna, ni a otro contrato que el que exclusivamente ataña al ir y al venir del dinero, que es precisamente la libérrima cabeza pensante hoy puesta al mando, cabeza sin cabeza, o hidra sin forma, pero hidra, escamoteada a toda visibilidad, personalización física o jurídica y a toda posibilidad de reclamación. De absolutamente nada sirve la libertad de manifestación y protesta, hoy sancionada por la mayoría de las constituciones, si dicha protesta acaba en sí misma y no logran elevarse a ley ninguna de las demandas que las poblaciones plantean.
Y esta sea tal vez la primera vez en la historia que la asamblea general de cada grupo de monos –fuera de catástrofes naturales, y desde que bajáramos de los árboles–, no dispone de uno o varios monos físicos a mano a los que poder echarles el guante, responsabilizarlos de lo que vaya mal y despedazarlos, con razón o sin ella, de común acuerdo, y entonando himnos y reconvenciones en procura del necesario ejemplo y remedio, pues de sobra se está viendo que los causantes de cada mal están siempre y oportunamente en otra parte o, más sencillamente, no existen, al parecer, truco de magia que gustoso hubiera firmado Houdini.
Así, esas dos ideas bienintencionadas, germinadas en el XIX y convertidas en adultas en la segunda mitad del XX, han resultado, la de la gobernanza global en un niño debil y tísico, y en un macho alfa triunfador y agresivo su hermano, el de la economía global. Sin embargo, ya bien se ve que hubiera resultado del todo necesario que la pareja creciera igualmente robusta y con los mismos derechos heredados, amén de mancomunados, sobre las llaves del arca. Gobierna ahora solo el hermano pequeño, con su arma de destrucción masiva en la mano, la libertad de movimiento de capital y de comercio, y está resultando en una dictadura terrible, con daños dignos del arma atómica, y no ha traído bajo el brazo, sin embargo, esa tutela paternal y beneficiosa que se esperaba, ni abundante cornucopia de bienes para todos, con la salvedad de los muchos que, en su inabarcable avidez, se reserva para sí mismo, como cualquier otro sátrapa.
El hecho mismo de ver a monsieur Sarkozy, en plena batalla electoral, tronando sobre cerrar las fronteras francesas, salir del Tratado de Schengen y demás diatribas de campaña, refleja muy bien el hecho de que los principales responsables de la confusa situación política, social y económica actual, los líderes de los estados occidentales más poderosos, y a su vez, los valedores de las ideas que han llevado a este estado de cosas, no saben en este momento literalmente a cuál santo votarse para que les voten, huérfanos de toda ideología, y hablando de una idea de bien común, en la que el bien común es precisamente el principal desaparecido, y así proclaman una cosa cualquiera y su contraria de seguido, sin tiempo casi a que se seque la tinta en los papeles que las reportan contradictorias a diario, y dando un espectáculo de incapacidad e impotencia que ríanse ustedes de los notables de aquella ampulosa y moribunda Serenissima Repubblica veneziana, encerrados ochenta años en sus palacios a gastarse en una orgia infinita sus inacabables caudales en timbas, carnavales y lujos sin sentido y sin cuento, mientras se disolvía su república, esperando borrachos a un Godot, que finalmente se llamó Bonaparte y barrió con ellos, que gustosos se le rindieron sin disparar un solo tiro, y para al final, inri último, verse de inmediato entregados como súbditos a los buenos cuidados y oficios de su peor enemigo, el Kaiser austrohúngaro, que los puso de inmediato al trabajo.
Así, de igual forma, los estados del mundo actual, sus dirigentes, los orgullosos descendientes de Maquiavelo y los Reyes católicos, de Galileo, de Lutero, de Erasmo, de Tomás Moro, de Descartes y Newton, los nietos del siglo de las luces y de la razón, los hijos del mundo contemporáneo, de Bolívar, de Humboldt, de Malthus, de Bonaparte, de Marx y de Darwin, de Franklin, de Bismarck, de Einstein, de Roosevelt, de Mao, de Schumann y Kennedy, de Gandhi y Mandela, los que Fermi y Oppenheimer llevaron a la frontera del átomo, Von Braun a la Luna y Monod a las puertas de la casi omnisciencia sobre sí mismos, parecieran haber entrado en ese mismo estado de estupor, de indefensión, de inacción, de desvalimiento, sin construcción teórica que seguir, en coma de ideas, sin modelos que soñar ni intentar aplicar, sin ideología o norte social, sin qué hacer, reducidos a la impotencia, a la ceguera, a la desbandada, apelando al pasado, a regresar, a escapar o a meter la cabeza en el suelo.
Todo ya, cualquier cosa parece aceptable hoy para un estado, la disolución, la entrega de las llaves del tesoro, de la catedral y de la santabárbara, la jibarización, el enjaularse en sus propias fronteras, la aniquilación, el malestar y el empobrecimiento de sus poblaciones, antes que intentar recuperar el control de la situación, junto a sus evaporados dineros, y en compañía de los demás estados afectados, y antes que emprender la tarea necesaria de organizar una gobernanza unitaria y mutuamente beneficiosa, una legislación global, un nuevo sometimiento a regla, acorde con los tiempos, de las cosas de todos y por todos, de intentar y de buscar como quehacer primordial un acuerdo general para resolver problemas acuciantes que la humanidad entera padece.
Y al igual que ese espectáculo ominoso e indigno, de tantos niños de diez años imponiendo la ley en sus casas y en la escuela, retadores, matones, chulescos, decidores y seguidores de toda imbecilidad, relevados de obediencia a regla alguna, exentos de deberes de cualquier clase, de obligación de aprendizaje y saber, de actividad y de estudios, dejados a su albedrío de juegos de crías de mono en nombre de una estúpida y culpable tolerancia (tolerancia, piel de elefante, dejó clavado Sánchez Ferlosio); también los altos responsables de organizar convenientemente las cosas de los hombres, parecen hoy esos mismos y culpables padres resignados, indolentes y estúpidos, ahítos de conocimientos que no sirven para nada y desconocedores en cambio de sus obligaciones más básicas, de sus deberes y, lo que es más incomprensible, de su poder, ese que han declinado ejercer. Y tal transmiten a su progenie los unos, y los otros a sus desdichados conciudadanos, educados en lo mismo, hasta acabar dando todo en estos pantanosos lodos que amenazan tragarnos, hijos finalmente de los mismos polvos.
Vámonos pues de Schengen, señor Sarkozy, vámonos del Euro, vámonos de la ONU, vámonos de las alianzas, de la planificación, de la estructuración de las cosas según la razón y la lógica, vámonos de la ordenación de las categorias, vámonos de intentar saber qué es bueno y qué es malo, vámonos de la clasificación de las necesidades para intentar satisfacerlas en orden, vámonos de gastar y de invertir para el futuro de todos, no el de algunos, vámonos corriendo frontera adentro, vámonos al pueblo, a envolvernos en el pendón de cada autonomía y a escondernos en el campanario medieval de cada barrio, de cada feudo y, finalmente... allí tomaréis sopa, hermanos míos, como escribiera Neruda.
Váyase el dinero si quiere y a donde quiera, conceden un punto contrariados tal vez, y entrémonos nosotros a nuestros adentros, al ensimismamiento, a nuestro cabildo de manos forzadamente muertas, parecieran decirse todos, como si no resultara evidente o desconocieran que no puede existir por razones ontológicas gobernación, mayor o menor que sea, sin sus poderes, sus medios y su capacidad para procurárselos, y así sea esta gobernación la de una aldea o la del globo todo. Antes que someter a la economía en rebeldía al imperio de la ley y a los impuestos que rigen para el resto de la totalidad de las cosas, los dirigentes escapan amedrentados, llevando a sus pueblos como crías empujadas por el pescuezo, como animales asustados camino de vuelta a sus madrigueras, pero que ya no son más que refugios que ellos mismos se han ocupado de dejar inservibles.
Vámonos de donde sea, entonces, pero para irnos... ¿a dónde?
Y, al fin, invadidos hoy por un enemigo más, capilar, invisible e inasible por el cogote, vemos ondear esperanzados esas banderas, símbolos finales de las infinitas invasiones habidas de invasores de invasores que fueron invadidos, esas que figuran en tan ordenancista y pacífica cadencia en todos los ayuntamientos: la circundada de estrellas –como en las Inmaculadas de Murillo–, que es ese maquillaje europeo que nos pintamos esperanzados sobre el pellejo por ver si nos sacan al baile, la enseña nacional, símbolo cierto de la pitanza verdadera y real que, mal que bien, todavía alcanzamos a comernos, la de cada autonomía, o patriúncula en nuestro doblemente desdichado caso, y donde al parecer se mueve en la realidad el esqueleto del día a día, y finalmente esa tela de colores felices, la peculiar de cada pueblo, sede teórica del corazón, residencia de la madre de cada cual y solar de la infancia, o la patria, de cada sujeto impositivo, que es el hombre.
Y falta una bandera en todos esos caserones, lo sé, la de la ONU, la que debiera de ser la primera quizás, pero que no figura, ni está ni se la espera, porque, ¿me podrán decir ustedes de que puede servir un símbolo de bandería que no sea otro que el mismo para cualquier bandería?
Y sin embargo, sin embargo... muy bien le cuadraría colocarla a toda asta, en la puerta y en el acristalado frontal de cada institución financiera y bancaria, a modo de emblema y logotipo y como recordatorio a los súbditos de que estas sí que son las instituciones supremas, globales y finales, y de que todos estamos sujetos exclusivamente a su imperio, recibido por generosa dación de manos del resto de poderes del mundo, y que es, a día de hoy, lo único verdadero que simboliza esa enseña, el poder de la ausencia de ley, el poder que no obliga a nada, el poder que han tomado las casas del dinero de quienes han renunciado a ejercerlo según expresamente les imponían sus Constituciones, y que no son otros que los parlamentos, los senados y las casas del pueblo, o los nombres que tomen mientras escurren el bulto.
Y, sin duda, y por suerte, en estos últimos decenios el mundo occidental, si exceptuamos a su patrón, los Estados Unidos de América, bajo cuyo manto de seguridad, volenti o nolenti, los demás miembros del club nos acogemos, la guerra periódica, masiva, aniquiladora, ya no es el estado habitual de las cosas, como lo había venido siendo casi de siempre y una constante principal de la historia universal. Y desde luego, esto no es poco y constituye la mejor llamada posible al optimismo, y aún a pesar de cuantas matizaciones puedan querer aportarse.
Recorrió el mundo, después de la segunda guerra mundial, un viento de cambios que se manifestó de muy diferentes maneras acá y acullá, pero que dio, en lo básico, en la fundación de la ONU, en sustitución de la por completo inoperante y caída en el mayor desprestigio posible, Sociedad de las naciones y, en Europa, en el surgimiento de una idea, o mejor de un sueño, la Europa unida, entonces por arbitrar y modelar por completo, pero que resultó fecundo, y al que se acogieron, poco a poco, muchos territorios y, por decirlo de algún modo, incluso los espacios mentales más reacios a ello en un primer momento.
Sin embargo, dio la ONU en nada o casi, al igual que su antecesora, y ese sea tal vez uno de los principales problema que tenemos todavía por resolver como ciudadanos del mundo, pero en cambio la otra modesta proposición hizo camino, y largo, y aunque lo fuera mucho más en un sentido, el monetario, el comercial o el empresarial, con sus renuncias de soberanía y las desregulaciones nacionales asociadas, que en el propiamente político, y de ahí es donde viene la asimetría que está produciendo la cojera atroz que padece el modelo y que se acentúa con su edad, al punto casi de impedirle el movimiento.
Recuerdo muy bien, como lección bien dada y aprendida, que uno de mis tíos maternos pregonaba cada vez que tenía ocasión el adagio –no suyo–, de que cuando dos países comercian, y se benefician mutuamente de ello, no sienten la necesidad de hacerse la guerra y dejan entonces de ser enemigos. La idea, tal vez, aunque no me acude ahora exactamente a las mientes, se acuñara ya en los tiempos de Bismarck, si no era del propio Canciller, hombre no sólo poderoso, sino agudo en extremo, y dotado además de otras virtudes y armas intelectuales que aquellas, básicamente de corte militar y ultranacionalista o pangermanista, por las que pasó a la historia, hoy en día tenidas más bien como universalmente negativas, y olvidando, sin ir más lejos, que puso en marcha el primer sistema de seguridad social conocido, a la escala, bien se entiende, de aquel tiempo. Así que ya quisiéramos hoy, incluso con la décima parte de su poder real de entonces, con la adecuación habida de cada sesera al mando a los usos, un punto menos bárbaros, de los tiempos, y con los medios actuales, disponer en Europa, o en el mundo, de media docena de cabezas como aquella, o siquiera de una sola.
Y esta idea fructífera y punto más moderna, resumible, más o menos, en ‘por el capital o el comercio hacia Dios’, –en sustitución de aquella otra de ‘por el Imperio hacia Dios’, subyacente a todos los fascismos de la primera mitad del siglo XX, más los absolutismos anteriores, y habiéndose de entender ‘Dios’ más como aspiración al ‘bien’ o ‘al bien social’, sean estos lo que crea cada cual o cada época, que a otra cosa, y en el entendimiento finalmente habido, con mayores o menores resistencias, de que, imperio frente a imperio, nación frente a nación, las disputas acabarían siempre derivando hacia lo militar, como efectivamente lo hicieron una vez y otra, en inacabable sangría desde los tiempos de Hammurabi– y esta idea, decía, se acabó finalmente imponiendo despacio y, por cierto, casi huera de otro contenido ideológico que el de pregonar su beneficio, laxamente postulado como mutuo, frente al beneficio producido por el anterior concepto imperial o estatal, en lo básico de cuño Napoleónico, de modernidad, legislación, proteccionismo, comercio a la fuerza y progreso técnico a imponer por la fuerza de las armas.
Y tan es así, pienso, que la historiografía del futuro, tendrá seguramente que marcar un cambio de época, o de edad, a caballo de los tres últimos decenios y de los tres próximos, para asimilar y explicar el cambio de paradigma y del estatus del poder, que está pasando –y pasará más aún– desde las manos del ‘estado nacional’, ya moribundo, como moribundo agonizó largo tiempo el Ancien régime, a las de su más que previsible sustituto (y dé esto en lo que dé), a una edad del comercio, de la globalización, del capitalismo, de la mundialización o del imperio de la economía, o como finalmente se acabe por llamar al periodo, y con permiso todo ello, o en necesaria compañía, de la simultánea aparición y explosión de la informática y de la genética, artes o ciencias líquidas, por aplicarles un calificativo de moda, pero bien expresivo si puestas en comparación con la mecánica o la caballería motorizada, tan pesadas y poco maleables como esculturas pétreas y que fueron las que preponderaron hasta hace bien poco en lo que aún llamamos Edad contemporánea.
Pero si el viejo poder estatal tenía a su cabeza un rey, o figura presidencial representativa equivalente, física y tangible, guardián y promotor de la ley, seguro empuñador de la estaca, dueño y señor de la llave del arca y fuente, aunque remisa, de bienes y servicios, figuras retóricas todas ellas, pero protagonizadas por seres reales en lo físico y por instituciones funcionantes en lo práctico, a los cuales era debido obedecer, consentir, acatar y someterse, pero frente a los que también era posible reclamar, negociar, execrar, insubordinarse y rebelarse, la figura, en cambio, que personaliza el actual poder de la economía, del comercio, del capital, de la globalización... ya no tiene como referente a nadie investido de humanas especies, ni a nada sometido a regla orientada a beneficio del común, a constitución de derecho, a deberes, a limitación alguna, ni a otro contrato que el que exclusivamente ataña al ir y al venir del dinero, que es precisamente la libérrima cabeza pensante hoy puesta al mando, cabeza sin cabeza, o hidra sin forma, pero hidra, escamoteada a toda visibilidad, personalización física o jurídica y a toda posibilidad de reclamación. De absolutamente nada sirve la libertad de manifestación y protesta, hoy sancionada por la mayoría de las constituciones, si dicha protesta acaba en sí misma y no logran elevarse a ley ninguna de las demandas que las poblaciones plantean.
Y esta sea tal vez la primera vez en la historia que la asamblea general de cada grupo de monos –fuera de catástrofes naturales, y desde que bajáramos de los árboles–, no dispone de uno o varios monos físicos a mano a los que poder echarles el guante, responsabilizarlos de lo que vaya mal y despedazarlos, con razón o sin ella, de común acuerdo, y entonando himnos y reconvenciones en procura del necesario ejemplo y remedio, pues de sobra se está viendo que los causantes de cada mal están siempre y oportunamente en otra parte o, más sencillamente, no existen, al parecer, truco de magia que gustoso hubiera firmado Houdini.
Así, esas dos ideas bienintencionadas, germinadas en el XIX y convertidas en adultas en la segunda mitad del XX, han resultado, la de la gobernanza global en un niño debil y tísico, y en un macho alfa triunfador y agresivo su hermano, el de la economía global. Sin embargo, ya bien se ve que hubiera resultado del todo necesario que la pareja creciera igualmente robusta y con los mismos derechos heredados, amén de mancomunados, sobre las llaves del arca. Gobierna ahora solo el hermano pequeño, con su arma de destrucción masiva en la mano, la libertad de movimiento de capital y de comercio, y está resultando en una dictadura terrible, con daños dignos del arma atómica, y no ha traído bajo el brazo, sin embargo, esa tutela paternal y beneficiosa que se esperaba, ni abundante cornucopia de bienes para todos, con la salvedad de los muchos que, en su inabarcable avidez, se reserva para sí mismo, como cualquier otro sátrapa.
El hecho mismo de ver a monsieur Sarkozy, en plena batalla electoral, tronando sobre cerrar las fronteras francesas, salir del Tratado de Schengen y demás diatribas de campaña, refleja muy bien el hecho de que los principales responsables de la confusa situación política, social y económica actual, los líderes de los estados occidentales más poderosos, y a su vez, los valedores de las ideas que han llevado a este estado de cosas, no saben en este momento literalmente a cuál santo votarse para que les voten, huérfanos de toda ideología, y hablando de una idea de bien común, en la que el bien común es precisamente el principal desaparecido, y así proclaman una cosa cualquiera y su contraria de seguido, sin tiempo casi a que se seque la tinta en los papeles que las reportan contradictorias a diario, y dando un espectáculo de incapacidad e impotencia que ríanse ustedes de los notables de aquella ampulosa y moribunda Serenissima Repubblica veneziana, encerrados ochenta años en sus palacios a gastarse en una orgia infinita sus inacabables caudales en timbas, carnavales y lujos sin sentido y sin cuento, mientras se disolvía su república, esperando borrachos a un Godot, que finalmente se llamó Bonaparte y barrió con ellos, que gustosos se le rindieron sin disparar un solo tiro, y para al final, inri último, verse de inmediato entregados como súbditos a los buenos cuidados y oficios de su peor enemigo, el Kaiser austrohúngaro, que los puso de inmediato al trabajo.
Así, de igual forma, los estados del mundo actual, sus dirigentes, los orgullosos descendientes de Maquiavelo y los Reyes católicos, de Galileo, de Lutero, de Erasmo, de Tomás Moro, de Descartes y Newton, los nietos del siglo de las luces y de la razón, los hijos del mundo contemporáneo, de Bolívar, de Humboldt, de Malthus, de Bonaparte, de Marx y de Darwin, de Franklin, de Bismarck, de Einstein, de Roosevelt, de Mao, de Schumann y Kennedy, de Gandhi y Mandela, los que Fermi y Oppenheimer llevaron a la frontera del átomo, Von Braun a la Luna y Monod a las puertas de la casi omnisciencia sobre sí mismos, parecieran haber entrado en ese mismo estado de estupor, de indefensión, de inacción, de desvalimiento, sin construcción teórica que seguir, en coma de ideas, sin modelos que soñar ni intentar aplicar, sin ideología o norte social, sin qué hacer, reducidos a la impotencia, a la ceguera, a la desbandada, apelando al pasado, a regresar, a escapar o a meter la cabeza en el suelo.
Todo ya, cualquier cosa parece aceptable hoy para un estado, la disolución, la entrega de las llaves del tesoro, de la catedral y de la santabárbara, la jibarización, el enjaularse en sus propias fronteras, la aniquilación, el malestar y el empobrecimiento de sus poblaciones, antes que intentar recuperar el control de la situación, junto a sus evaporados dineros, y en compañía de los demás estados afectados, y antes que emprender la tarea necesaria de organizar una gobernanza unitaria y mutuamente beneficiosa, una legislación global, un nuevo sometimiento a regla, acorde con los tiempos, de las cosas de todos y por todos, de intentar y de buscar como quehacer primordial un acuerdo general para resolver problemas acuciantes que la humanidad entera padece.
Y al igual que ese espectáculo ominoso e indigno, de tantos niños de diez años imponiendo la ley en sus casas y en la escuela, retadores, matones, chulescos, decidores y seguidores de toda imbecilidad, relevados de obediencia a regla alguna, exentos de deberes de cualquier clase, de obligación de aprendizaje y saber, de actividad y de estudios, dejados a su albedrío de juegos de crías de mono en nombre de una estúpida y culpable tolerancia (tolerancia, piel de elefante, dejó clavado Sánchez Ferlosio); también los altos responsables de organizar convenientemente las cosas de los hombres, parecen hoy esos mismos y culpables padres resignados, indolentes y estúpidos, ahítos de conocimientos que no sirven para nada y desconocedores en cambio de sus obligaciones más básicas, de sus deberes y, lo que es más incomprensible, de su poder, ese que han declinado ejercer. Y tal transmiten a su progenie los unos, y los otros a sus desdichados conciudadanos, educados en lo mismo, hasta acabar dando todo en estos pantanosos lodos que amenazan tragarnos, hijos finalmente de los mismos polvos.
Vámonos pues de Schengen, señor Sarkozy, vámonos del Euro, vámonos de la ONU, vámonos de las alianzas, de la planificación, de la estructuración de las cosas según la razón y la lógica, vámonos de la ordenación de las categorias, vámonos de intentar saber qué es bueno y qué es malo, vámonos de la clasificación de las necesidades para intentar satisfacerlas en orden, vámonos de gastar y de invertir para el futuro de todos, no el de algunos, vámonos corriendo frontera adentro, vámonos al pueblo, a envolvernos en el pendón de cada autonomía y a escondernos en el campanario medieval de cada barrio, de cada feudo y, finalmente... allí tomaréis sopa, hermanos míos, como escribiera Neruda.
Váyase el dinero si quiere y a donde quiera, conceden un punto contrariados tal vez, y entrémonos nosotros a nuestros adentros, al ensimismamiento, a nuestro cabildo de manos forzadamente muertas, parecieran decirse todos, como si no resultara evidente o desconocieran que no puede existir por razones ontológicas gobernación, mayor o menor que sea, sin sus poderes, sus medios y su capacidad para procurárselos, y así sea esta gobernación la de una aldea o la del globo todo. Antes que someter a la economía en rebeldía al imperio de la ley y a los impuestos que rigen para el resto de la totalidad de las cosas, los dirigentes escapan amedrentados, llevando a sus pueblos como crías empujadas por el pescuezo, como animales asustados camino de vuelta a sus madrigueras, pero que ya no son más que refugios que ellos mismos se han ocupado de dejar inservibles.
Vámonos de donde sea, entonces, pero para irnos... ¿a dónde?
Y, al fin, invadidos hoy por un enemigo más, capilar, invisible e inasible por el cogote, vemos ondear esperanzados esas banderas, símbolos finales de las infinitas invasiones habidas de invasores de invasores que fueron invadidos, esas que figuran en tan ordenancista y pacífica cadencia en todos los ayuntamientos: la circundada de estrellas –como en las Inmaculadas de Murillo–, que es ese maquillaje europeo que nos pintamos esperanzados sobre el pellejo por ver si nos sacan al baile, la enseña nacional, símbolo cierto de la pitanza verdadera y real que, mal que bien, todavía alcanzamos a comernos, la de cada autonomía, o patriúncula en nuestro doblemente desdichado caso, y donde al parecer se mueve en la realidad el esqueleto del día a día, y finalmente esa tela de colores felices, la peculiar de cada pueblo, sede teórica del corazón, residencia de la madre de cada cual y solar de la infancia, o la patria, de cada sujeto impositivo, que es el hombre.
Y falta una bandera en todos esos caserones, lo sé, la de la ONU, la que debiera de ser la primera quizás, pero que no figura, ni está ni se la espera, porque, ¿me podrán decir ustedes de que puede servir un símbolo de bandería que no sea otro que el mismo para cualquier bandería?
Y sin embargo, sin embargo... muy bien le cuadraría colocarla a toda asta, en la puerta y en el acristalado frontal de cada institución financiera y bancaria, a modo de emblema y logotipo y como recordatorio a los súbditos de que estas sí que son las instituciones supremas, globales y finales, y de que todos estamos sujetos exclusivamente a su imperio, recibido por generosa dación de manos del resto de poderes del mundo, y que es, a día de hoy, lo único verdadero que simboliza esa enseña, el poder de la ausencia de ley, el poder que no obliga a nada, el poder que han tomado las casas del dinero de quienes han renunciado a ejercerlo según expresamente les imponían sus Constituciones, y que no son otros que los parlamentos, los senados y las casas del pueblo, o los nombres que tomen mientras escurren el bulto.
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