Los ciudadanos de lo que hoy se entiende por mundo occidental crecimos habitados por la creencia, que ha cumplido ya más de doscientos años, de que las cosas del común y las de las sociedades en general, aún lentamente, con sus renglones torcidos y todo a lo salto de mata y lo a trompicones que se quiera, estaban sujetas a una intención institucional de mejora y de progreso que mal que bien se cumplía o siquiera se intentaba, por más que fuera a regañadientes.
Ayudaba a creerlo, además, el saber empírico de que la ciencia y la técnica colaboraban a ello, en cierta manera, proporcionando en no pocas ocasiones soluciones para determinados problemas. Y crecimos asimismo en el entendimiento de que los asuntos básicos de las sociedades habían quedado sujetos a cierta normativa de derecho formalizada mediante leyes revisables por lo general a mejor, o siquiera no retroactivas y a peor, y por muy despacio que esto ocurriera y por insatisfacción que generara la lentitud de los logros.
El verdadero quid del espanto de la situación actual y al cual estas mismas sociedades se están viendo paulatinamente sometidas, es que pareciera hoy que la flecha natural del tiempo y del progreso (natural en el entendimiento de lo anterior) que sugerían esas ideas y maneras de vivir dentro de las cuales nacimos y nos criamos, se hubiera detenido y finalmente señalara a una dirección a la que nunca había apuntado antes, meridianamente hacia atrás. Más el añadido desolador de no haber ocurrido esto por catástrofe natural frente a la que no hubiera defensa, ni por hechos de guerra o por aconteceres inesperados de fuerzas mayores, sino por la simple adopción de una serie de medidas, en apariencia incluso bienintencionadas, pero que han terminado por revelarse catastróficas.
Porque el momento actual de la situación económica y social en este mismo mundo occidental pareciera el de un sobrevenido estado de guerra contra sus poblaciones y sus derechos, lo cual, hoy en día, parece cosa intelectualmente incomprensible, y porque implica por primera vez en largo tiempo, a escala de naciones enteras y de sociedades casi globales, la suspensión del principio de mejora general al que se supone que aspiraban la humanidad y sus gobiernos, y porque además, quienes lo están suspendiendo, lo que aún resulta más difícil de asimilar, no son aquellos que en cualquier situación parecida serían llamados por estas mismas poblaciones el enemigo o el invasor, siendo tratados en consecuencia, sino los propios representantes democráticamente electos de todos y por todos, o por su mayorías, y los de uno y otro bando, además, ahora prácticamente juntos bajo el amparo de una nueva bandera, aunque de color y símbolos incomprensibles, y representantes antaño que fueron enemigos o adversarios históricos entre sí, pero que sin embargo obran hoy de manera sucesiva, conjunta y públicamente y con casi unanimidad de criterio, pero unanimidad también de ineficacia, y lo que es peor, con no poca irracionalidad.
Pero no son dictadores sanguinarios, desde luego, no apelan a la fuerza de las armas, a la invasión o a la represión más feroces. Ha bastado la supresión coral y asumida por todos ellos, sin apenas mayor discusión o debate teórico, de apenas dos o tres principios de convivencia, vigentes en todas partes, y aparentemente hasta de un cierto segundo orden en su momento, más la adopción de unas reformas legales que en nada han modificado las palabras grandes y altisonantes que adornan todas la constituciones de los países más avanzados, para que como resultado de todo ello el edificio social, primero imperceptiblemente y ahora a una velocidad aterradora, se haya empezado a resquebrajar de manera inopinada y sorprendente y, lo que aún es más doloroso, sin solución aparente, como afirman todos ellos, y casi como si de una descomunal catástrofe natural se tratara, aunque de ninguna manera sea el caso.
Pero la solución existe, por supuesto, el problema es obra del hombre y cada obra del hombre, en principio, puede ser rectificada por otra, y esta solución no es más que el reestablecimiento de ciertos principios jurídicos suprimidos sin más reflexión, más la supresión de otros antes inexistentes, pero desde hace pocos decenios convertidos en ley y que, sin embargo, se han mostrado definitivamente dañinos.
La solución, frente a esta economía de una rapacidad totalmente desbocada, o de la permisividad hacia el libre beneficio sin más matices ni controles, se llama simplemente juridicidad global a la cual plegar y someter a esta economía cimarrona y asilvestrada, y los llamados a efectuarla son, pues no caben otras instancias, los gobiernos afectados, por no hablar de la totalidad de los del mundo, y siquiera fuera solamente a modo de desiderata. Y, por supuesto esto es no una utopía, sino la labor principal a la cual estarán llamadas a atenerse, por ejemplo, la socialdemocracia o las izquierdas en su conjunto, o lo que quede de ellas, pues son responsables en parte de estos hechos indeseables, y no por su ideología, sino por el acomodaticio ‘aparcamiento’ de la misma y por su complicidad entusiasta no, pero si necesaria, para que los acontecimientos se hayan desarrollado conforme lo han hecho, y a escala desde luego no solo española, sino de todo el llamado mundo occidental.
Existirían muchísimos matices más a considerar, y no es este espacio para ello, aunque sin poder olvidar en ningún momento el flanco ecológico que pende además sobre todos nosotros como una verdadera amenaza que se cumplirá irremediablemente en todos sus términos.
Pero en este momento el principio generador del daño básico ya acontecido tiene nombre y apellidos clarísimos, se llama libertad absoluta de mercado y libertad absoluta de movimientos de capital, más el detalle adicional, pero definitivamente autodestructivo, de haberse sancionado, en nombres de las leyes favorecedoras de la competencia privada y del principio de la libre consecución del mayor aumento posible del beneficio privado, la para muchos incomprensible prohibición a los estados ¿soberanos? de poseer y de administrar medios y mecanismos propios de fabricación y de explotación de bienes y recursos, los financieros incluidos, de titularidad estatal y con capital público, más el consejo primero, y ahora la ya casi obligación de la enajenación y privatización de los ya existentes, lo que en definitiva ha venido a significar la adopción, todos a una y por más que cueste creerlo, de un capitalismo desbocado, pero todavía de mucha mayor e invasora totalidad del que conocieron Malthus, Marx o Engels.
Y no habrá más que buscar, pues los responsables de la catástrode se conocen, no son otra cosa que simples leyes, y la manera de revertir parte de los males producidos por ellas es clara, y no es otra que la adopción de otras diferentes, y no necesariamente las opuestas, sino aquellas que incluyan los matices suficientes para paliar los efectos indeseables. Todo lo cual no quiere decir que no vaya a resultar difícil y doloroso el acometer el necesario trabajo y el llevarlo a término, pero para nada es una tarea imposible o titánica como se predica desde tantas partes, y como si se tratara de venir a postular el entrar en guerra contra la ley de la gravedad o el tratar de modificar por decreto la velocidad de la luz.
Porque se trata sencillamente de que la humanidad se enfrenta a la aparición en escena de un nuevo demonio, de un predador absoluto y de nueva especie, de un nuevo tipo de enemigo público desconocido, sin cara y sin domicilio fijos, pero asentado en todas partes, y que no son ya los bárbaros, ni los infieles, ni el terrorismo, ni la sequía, ni la peste bubónica, ni el azote de las epidemias o el de las catástrofes naturales, y este dinosaurio, este animal, este cyborg deshumanizado e implacable se conoce como mercado, a falta de mejor nombre, y es hijo por completo legítimo de los dos principios jurídicos citados arriba, que por otro nombre no son otra cosa que la legitimación de la más estricta codicia y rapacidad, elevadas a la categoría de principio ético o de nueva religión global, dejadas libres de frenos y sin las ataduras legales que, por el contrario, sí que regulan con bastante esmero y en todas partes cualquier otra actividad social imaginable, y desde que existe lo que llamamos civilización. Y parecía la bestia solamente un pacífico herbívoro de gran tamaño, pero ya ha quedado patente que está dotada de la más devastadora arma de destrucción masiva que nadie se haya sentado a pergeñar antes.
Y su arma es que porta una genética completamente nueva, negadora de toda genética anterior de las ideadas y puestas en práctica por el lento y larguísimo trabajo de la civilización. Porque niega el cristianismo, niega el islam, niega a Confucio, niega el derecho de gentes, niega la pietas homérica y la idea moderna de provisión de servicios básicos para todos y de subvención para los más necesitados y desfavorecidos, niega el eternamente sancionado y nunca obtenido final de la esclavitud, niega el siglo de las luces y el imperio de la razón, niega cualquier concepto moderno de reparto del beneficio y de compensación obligatoria del esfuerzo del trabajo, sepárandolos con una suerte de nueva muralla china, dejando uno a un lado y otro al otro, irremisiblemente, sin querer comprender ni admitir que capital y trabajo son vasos comunicantes y necesitados mutuamente de su otro miembro para poder prosperar, niega cualquier derecho a la socialización de los beneficios, cualquier legalidad sobre limitaciones y leyes impositivas o su mera y simple existencia, cualquier regulación para moderar su apetito, niega el propio concepto de ajuste negociado, es decir, la propia fuerza y el sentido de la razón y la de la palabra misma como método de entendimiento superior al garrote, y niega la idea de bienes sociales emanados del común y de utilidad necesaria para la prosperidad de las comunidades humanas, fiándolo todo y exclusivamente a un azar supuestamente benigno y providencial y del cual proclama, a priori, elevándolo a la categoría de ciencia, pero sin mayor prueba científica al respecto, que está dotado de los incomparables y deseables beneficios del ¡autoajuste!
Lo que representa poner en práctica un darwinismo social puro y duro, dejado libre para actuar de la misma manera que el darwinismo biológico, inapelable agente fáctico de la naturaleza, pero la cual, sin embargo, no está dotada de entendimiento, que se sepa, y que sólo puede obrar mediante ese azar ciego para encontrar por su mediación sus lentísimas soluciones, pero de las cuales no se puede predicar bien o mal alguno, pues no son materia de ética o de razón, y que incluyen con enorme frecuencia la simple aniquilación como mejor solución, o la supervivencia del más fuerte como criterio de justicia, y ajeno todo ello a cualquier otra consideración moral, lo que constituye, conceptualmente hablando, un simple volver a la edad de la Piedra, si no antes, y por no abandonarse a insultos, colocándose intelectualmente a su altura.
Viene a aportar esta genética desviada, en definitiva, la práctica negación del papel de la humanidad constituída como generadora de derecho y a postular, de facto, el regreso, por lo tanto, al tiempo de las bestias, cada cual con una piedra en la mano y los derrotados atados a la cerca del amo, para trabajar gratuitamente para él o ser comidos, a su mejor albedrío y criterio, y sin poder apelar siquiera a olímpicos y paternales dioses, ora iracundos, ora malhumorados, ora bonachones, y admitidos ocasionalmente a árbitros, igualmente azarosos, de semejante espectáculo de degollina de pobres e inocentes y de pornográfico banquete de cresos.
Tal vez solo los indígenas americanos del siglo XVI, o los desdichados aborígenes tasmanos del siglo XIX, invadidos y sojuzgados por un poder a sus efectos del todo procedente de otra galaxia, hayan visto abatirse sobre ellos, en el curso de apenas dos o tres decenios, la realidad atroz y completa de lo que significa un paradigma distinto, absolutamente ajeno, veleidoso, injusto, imposible de comprender para ellos y con el cual no existía posibilidad de negociación alguna. La ética, la justicia, la razón, la moral, la religión, el derecho y el poder, juntos y en comandita, emitiendo un único y obsesivo mandato –¡Trae p’acá, salvaje!, y aún matándole o dejándole morir a continuación como recompensa, después de obtenida la entrega de lo exigido.
Los romanos y los bárbaros, los chinos del interior de su muralla y sus domésticos metecos de fuera de ella, los moros y cristianos de nuestra carpetovetónica tradición y vecindad, peleaban hasta cierto punto dentro de los parámetros de un mutuo entendimiento, se rapiñaban, se tomaban como esclavos y se cortaban las cabezas mutuamente con rabia y con método, pero compartiendo un parecido entender del curso de las cosas que procedía en definitiva de la simple contigüidad. Los españoles en Méjico en Panamá o en Perú y los británicos antes citados, por no hablar de los belgas en el Congo, degollaban cuanto podían y morían degollados igualmente algunos pocos, pero traían además una novedad radical e incomprensible para los pueblos que sojuzgaron. Una novedad que se llevó, sin más, su mundo, aquel del que eran más que legítimos dueños, y como desearíamos suponer todavía nosotros que lo somos del nuestro, pero resultando cada día más patente que ya no va a a ser así, sometidos a esta neocolonización interior de la sinrazón y que parece capaz de ablandar las entenderas con mucho mejor éxito que los látigos, y sin entregar nada a cambio, sino quitando, que es lo verdaderamente portentoso.
Así estaríamos hoy frente a un cambio generalizado de amos y de modos que ya no serían los mismos que en los últimos cinco mil años y tampoco los mismos de la edad contemporánea o de la era del progreso, como sin duda, y a pesar de sus degollinas, también se podría llamarla y sin errar en exceso. Sería un regreso, en lo jurisprudencial y en lo social e intelectual a la más provecta antigüedad, pero en posesión los nuevos amos de las herramientas más sofisticadas que la ciencia y la técnica les permiten emplear y comprar, precisamente en función de su riqueza, y al único efecto esta vez de alcanzar un monto aún mayor de la rapiña y fuera de cualquier otra consideración de ningún tipo, malbaratando así todas las ventajas que la técnica puso en nuestras manos y para lo que fueron teóricamente concebidas, que no son otra en definitiva que el disfrute y acrecentamiento del bienestar de los hombres y el de disminuir los efectos de la bíblica maldición del trabajo, pero para todos o para todos los más posibles, y nunca solamente para unos pocos.
En su obra Non olet, año 2003, Rafael Sánchez Ferlosio centró su reconocida fuerza intelectiva sobre la industria de la creación de las necesidades, partiendo de Thorstein Veblen y centrándose en la publicidad como principal generadora y encausada del proceso. Y sin faltarle ni un ápice de razón, en obra que aún no llega al decenio, y aún añadiendo su constatación de entonces de que el proceso ya era en apariencia irreversible, ha sido tal la velocidad de los acontecimientos, que tal vez sería deseable que acometiera hoy una obra posterior, lo que puede que esté haciendo, pero que tal vez no ya no pueda concluir sólo por razones de edad, que no por falta de capacidad analítica, y una obra en la cual, con mucho mejor orden del razonar que el de casi cualquiera, por no hablar ya del de este escribiente, centrara su lupa agudísima sobre los detalles finos y casi prácticamente solo de índole jurídica de las nuevas disposiciones sobre la libertad de comercio y de movimiento de capital ya citadas y que están cambiando el mundo, con sus desregulaciones asociadas y su catarata consecuente de nueva legalidad (por llamarla de alguna manera), y cuyo propio propio nombre, libertad, ya casi quisiera en origen venir a blindarlas y a otorgarles laicísima santidad, porque quién querría precisamente ir a chocar precisamente con libertades, por lo demás tanto tiempo largamente ansiadas, no poco lógicas, en principio, algunas de ellas, y tal vez bien funcionantes si entendidas y usadas como valor relativo, pero no como referencial absoluto, y planteadas además por variedad de pensadores, y no todos ellos necesariamente mal intencionados o pagados para ello.
Y de la misma y brillante manera en que el mismo autor dedicó a la legislación de indias, y a su barbarie, su obra Esas Yndias equivocadas..., año 1994, si mal no recuerdo, creo que existiría ya la necesidad una obra entera, o mejor dicho, de un corpus completo de ellas, y en definitiva la de un trabajo total de ideología, ideología e ideología, esperando a quien y a quienes puedan y quieran acometerlo, dedicado en profundidad a todos estos detalles de esta nueva trabazón jurídica que en apenas poco más de treinta años amenaza con devastar el mundo y que ha saltado ya incluso hasta los ordenamientos constitucionales, como, verbigracia, esa recientísima y verdadera vesania legal de incluir entre los mandamientos de las cartas magnas, ¡nada menos!, que el deber de atender al pago de las deudas soberanas, sin más matices, y como si el confort del mundo financiero fuera algo metafísicamente imposible de alterar y, en su esencia, algo infinitamente superior al bienestar de las poblaciones, y sacralizando de esta forma una determinada cualidad del dinero empleado para unos usos, y dejándole solo su esencia de vil metal o de materia instrumental sin la cual bien pueden pasar todos los demás, que además son quienes pagan con el suyo a los chantajistas, pues difícil resultará avenirse a llamarlos de otro modo, dados los usos que se le están dando al capital financiero y de los cuales todos estamos cumplidamente informados a diario, para mejor acrecentamiento de nuestro horror y estupefacción.
Resulta algo definitivamente inimaginable el que a cualquier particular, instancia, empresa u organismo, grandes o pequeños que sean, se le puedan suspender, y se le suspendan en caso de fuerza mayor, o incluso a capricho, como tampoco es tan raro, los pagos debidos, y como vienen haciéndolo con el mayor descaro nuestras propias administraciones, estatales, autonómicas y locales, y que cada palo entonces aguante su vela, pero que a los grandes financieros y prestamistas no pueda, sin ambargo, hacérseles lo mismo, y por principalísima ley de leyes.
Porque deberían tal vez de haberle preguntado antes, por ejemplo, a un tal Carlos Primero, de profesión su Imperio, que suspendió pagos dos veces en su reinado, si los prestamistas seguían acudiendo o no a sus necesidades y si por causa de ello desapareció o no su gobernación y si a tan refinado estafador, en definitiva, le acabaron importando más los usureros o su reino. Parecería tratarse de cosa de locos, si no fuera que ya es norma de obligado cumplir, y mandamiento que se paga con la sangre y el esfuerzo, tan dolorosamente inútil de casi todos, y que es precisamente en lo que estamos en este momento.
Pero de la misma manera que los inventores de la primera arma atómica –y sus únicos usuarios, por cierto– constructores compulsivos de una enorme cantidad de las mismas, y propagandistas de sus supuestas bondades durante decenios, fabricándolas en un total que alcanzó un número absurdo de veces la capacidad de destruir toda vida sobre la tierra, es decir, la de todos sus enemigos y por supuesto, la propia, y ante el florecimiento finalmente inevitable que sus adversarios, pero también sus aliados, a su vez, consiguieron de lo mismo, se vieron finalmente abocados a legislar conjuntamente con todos ellos y a someterse a tratados, limitación de usos y ordenación de su número y objetivos, es decir, de someter finalmente una parte del brutal poder militar de unos y de otros a simple juridicidad, y por el evidente bien de todos, pues de la misma manera, la juridicidad junto con su necesario argumentario de razón, tiene que regresar necesariamente y también al terreno que nunca tendría que haber abandonado, el de la economía, sea esta globalizada o no, y los estados o las grandes asociaciones de ellos, como la UE, atenerse de nuevo al uso y al empleo de sus prerrogativas legislativas sobre cualquier asunto económico que, al igual que las armas atómicas en lo militar, amenazan también la supervivencia ordenada según justicia y razón de las sociedades y trastocan los usos necesariamente civilizados y civilizadores de la producción de los bienes, con todos sus factores implicados, junto a la distribución adecuada de los beneficios que producen, y de sus maleficios también y sobre los que algo también habría que poder legislar.
Imaginar a una o a muchas docenas docenas de financieros infinitamente acaudalados y poderosos, sin control parlamentario, sin sometimiento a orden legislativo, sin voluntad de negociación, sin haber sido elegidos por mecanismo democrático alguno, real o figurado que sea, sin representación delegada de ningún tipo y atenidos única y exclusivamente cada uno de ellos a sus intereses, en posesión de millares de armas atómicas y usando éstas a su conveniencia, sería la mejor ejemplificación de la pesadilla equivalente que padecemos, pero dotados ahora ellos con devastadoras armas económicas en su poder, que, además, les han sido graciosamente entregadas por todos nosotros mismos, o por nuestros poco avisados representantes, por decirlo suave, y que ahora utilizan discrecionalmente para rapiñarnos, y no solo impunemente, sino esgrimiendo la sacra legalidad recibida y enorgulleciéndose además de ello, como cosa ya de ultimísimo inri para quienes tenemos que verlo y sufragarlo, y sin que se trate todo el terrorífico espectáculo para nada de una ficción, una pesadilla o una mala película.
Y será finalmente a sus doradas residencias y a sus casas de banca, si no se les sujeta y se les lleva previamente a razón mediante las ataduras legislativas necesarias, a donde habrá que mandar antes o después a los militares y a las policías, irremediablemente y cuanto antes mejor, o un mal día llegará la sangre hasta las casas de todos y las plagas también a las de los faraones, como si de una guerra se tratara.
Cuanto más se demore la voluntad de acción y su consiguiente declaración de intervención y de guerra, siquiera jurídica, más culpables serán los poderes estatales del hecho simple y fundamentalmente estólido de no usar de sus prerrogativas, de no ejercer sus poderes, y del demorar el hacerlo además y de una vez contra sus enemigos reales, y no contra sus pueblos u otros enemigos ficticios, como lo hacen mediante las inútiles, costosas y además risibles soluciones adoptadas por el momento, pero cuyo destino final parece finalmente que empieza a aparecer ya claro y a saltar a la vista incluso de los más ciegos y obcecados, y que no es otro que el despeñadero.
Es una vez más la fábula vergonzante de Chamberlain, aquel contemporizador estólido, pero debería de ser en cambio la de Churchill, el decidido, o la de Roosevelt, el solucionador. Y el mundo sajón, siquiera, bien podría recordar la fórmula, que le sacó las castañas del fuego, aunque también es cierto que el enemigo ya no es exactamente el mismo, porque ahora está cómodamente instalado en el sofá de la casa de cada uno, porque ahora son el padre o el hijo, la madre o los criados, los colegas o el porquero de cada cual quienes, increíblemente y con sus votos, parecen aceptar de buena voluntad este disparatado juego de salir a la calle con un dogal al cuello, y proclamando además, ¡venga dios y lo vea!, felicidad y satisfacción por la buena juridicidad de todo ello.
Por eso hablaba antes de cambio de paradigma, y por eso pienso también en un cambio de edad, de ciclo histórico, de mundo, y del modo de entenderse la humanidad consigo misma.
Finalmente, resultará tal vez, después de todo, que sean las políticas de los que fueron estados del bienestar y los trabajadores que las sustentan con su esfuerzo quienes constituyan ahora el ancien régime, y los que serán llevados finalmente a decapitar entre escarnios y hurras, y que la fábula o la historia, vayan ustedes a distinguirlas, esta vez se contará al contrario, siendo entonces la primera revolución en la que no se levantarán unos muchos contra los intereses y los privilegios de unos pocos, sino al contrario, en una rara suerte de antirrevolución francesa, y lo cual, y en lo tocante a cambio de paradigma, no vendría a ser, desde luego, moco de pavo ni falta de novedad suficientemente merecedora de escolio.
Y, por lo que a mí respecta, y parafraseando al inescrutable y dolorido Bartleby de Melville, preferiría no saberlo.
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