sábado, 12 de mayo de 2012

Del crecimiento de los elefantes

El lento pero inacabable proceso de la minería masiva de recursos, o de succión ordenada y mecanizada de fondos, entendido en su sentido estricto de ingenio aspirador, y tan característico de la banca, dio comienzo en España aproximadamente a mediados de los años sesenta. Hasta aquel entonces el dinero de la gente de a pie, de la gran mayoría de la población, grande, digo, en un 80%, si no mayor, no ingresaba directamente en el circuito bancario.

El de las empresas y el del comercio de un cierto calado, sí lo hacía en mayor medida, pues ya estaba en parte dentro de él, dado que lo percibían de otras empresas mediante letras de cambio, pagarés o talones, y de allí lo sacaban para efectuar los pagos en dinero físico a asalariados y a clientes de menor entidad. La banca jugaba con este dinero, ajeno al ahorro, y en la medida de lo legal entonces, o de lo posible, y obtenía de él sus correspondientes beneficios. Sin embargo, el estado de necesidad era elevado, los sueldos muy justos y, fuera de los cargos directivos o técnicos de las empresas, de las profesiones liberales, de los cuadros de la administración y del funcionariado de todo tipo, militares, policía, de la medicina, de la enseñanza, etc..., más de la mitad de la población activa cobraba semanalmente sus ingresos en efectivo (y aún había no pocos jornaleros que todavía los cobraban a diario, como el nombre bien indica), y este dinero no regresaba al banco más que a través del entonces mucho más lento comerciar y cobrar de las empresas.

Estos sueldos en efectivo se repartían en los tradicionales sobres que cualquier persona de una cierta edad todavía recordará de su infancia o juventud, y que estaban destinados a vaciarse en su fecha de compromiso atendiendo a las letras, pagos de servicios, electricidad, agua, gas, teléfono, alquileres, calefacción, carbón o hielo también, etc... y colegios, vestuario, alimentación y todo lo imaginable, más el siempre ligero capítulo de extras. Ni que decir tiene que no existían las tarjetas de crédito. Un colosal ejército de cobradores y otro, más pequeño, de pagadores (cada cual percibiendo su modesto sueldo), llevaba y traía este dinero de un lugar a otro.

Por un lado, el sistema permitía un control de gastos muy eficaz, y ajeno a toda rapiña o comisión de servicios, excepto el peligro de los cacos, aunque en su mayoría, entonces, todavía de cuello negro, y que acechaban los colchones, los calcetines y las risibles medidas de seguridad de los domicilios, pero por otro, evidentemente, era una pejiguera. Las empresas de servicios, además, deseaban deshacerse de su legión de cobradores y aspiraban a una mejor mecanización, y fueron imponiendo que los recibos se les pagaran en sus oficinas y seguidamente en el banco, primero en ventanilla y, finalmente, y esta fue la gran revolución, exigiendo a la población la domiciliación en cuenta.

La banca, desconozco si en principio ajena o no al fenómeno, aunque muy poco cuesta suponer que como mínimo connivente, si no instigadora del mismo, se encontró de pronto como invitada a un banquete, pues resultaba evidente que la población, a quien ya no se le cobraban los recibos en casa, se vio obligada a acudir a las oficinas de las compañías o a las de  las sucursales bancarias, entonces existentes en mucho menor número y con frecuencia bastante alejadas de los domicilios, y varias veces al mes, para efectuar los pagos. Esto obligó a que por simple y elemental comodidad muchas personas que nunca tuvieron ni necesitaron cuenta bancaria alguna, lo cual era cosa de clase media-media para arriba, o de gente acomodada o con ahorros de una cierta entidad, se viera inducida u obligada a abrir dichas cuentas bancarias.

Se ingresaba entonces en tales cuentas el total de los recibos a pagar en el mes, más algún pequeño excedente, pero ya sólo con esto, la cifra que empezó a circular por el sistema bancario se hizo más vistosa, y la banca empezó a poder jugar con grandes cifras a algunos días de plazo, los que mediaban entre los ingresos de la población de a pie y los de las empresas, obligadas a lo mismo, y los que tardaban las distintas compañías en retirarlos o en disponer de ellos.

Los sueldos, pues, se cobraban en efectivo de manera mayoritaria, y se ingresaba sólo una parte en el sistema bancario, y esto duró hasta avanzada la transición. Para la banca, comparada con lo de los años cuarenta o cincuenta, no es difícil de suponer que sólo esto ya supusiera un considerable beneficio adicional, respecto a su negocio tradicional de los créditos y el descuento.

Entre la muerte del dictador y finales de los años 70, el estado alumbró todo un sistema impositivo nuevo por completo, mucho más universalizado, capilar, efectivo y moderno, al mismo tiempo que la mecanización informática, en particular la bancaria y la de la administración de empresas en general, así como la estatal, empezó a adquirir preponderancia, facilitando el manejo de grandes masas de datos con menor cantidad de personal. La población, que en su mayoría se limitaba a cobrar, pagando de seguido sus gastos, en los que iban incluidos los impuestos indirectos y sin más, pasó a ser objeto de tributación directa, vía IRPF, y estos ingresos y gastos empezaron a ser una preocupación, en el sentido de su contabilidad, para poder rendir las posteriores cuentas con la hacienda pública, porque estas actividades contables y fiscales que antes atañían nada más que a las capas más acomodadas de la población, se convirtieron en el giro de apenas dos o tres años en una preocupación universal, de la que dan buena cuenta las hemerotecas y la memoria de quien la conserve.

Así, y por distintas razones que las anteriores, en este caso las de control tributario, pero también e igualmente por comodidad, mecanización y ahorro de personal, fueron en esta ocasión las empresas las que empezaron a imponer el ingreso de los sueldos por vía bancaria, lo que implicaba necesariamente la obligación de la apertura de una cuenta, como mínimo, por trabajador o por familia. En este punto, la banca obtuvo, o se encontró, con que ahora pasaban por sus arcas no sólo de ida, sino también de regreso, la práctica totalidad de los ingresos de la población, permaneciendo en ellas mayores cantidades de fondos y durante bastantes más días que antes, con el consiguiente aumento de sus posibilidades de operar a corto plazo y el del consiguiente beneficio añadido, de escala bien imaginable.

El mecanismo de captación se hizo obsesivo, además, con aquellas ofertas de una batería de cocina, de un Lladró o de una bicicleta por abrir una cuenta, domiciliando la nómina o ingresando determinadas cantidades, y práctica que es todavía habitual, y mucho más aún con la generalización a partir de los años ochenta de los créditos al consumo y del uso de las tarjetas de crédito, en origen gratuitas (como en origen se regalaban también los telefonos móviles) y a modo de cebo, lo que permitió la creación de todo un nuevo y enorme circuito de crédito a corto y medio plazo, con la consecuente y nueva ampliación del negocio bancario, obteniendo algo más, pero bien amarrado y seguro, de muchísimos. A su vez, la capilaridad de la red de los cajeros automáticos –tenemos de estos ingenios una de las tasas por habitante de las más altas del mundo–, con su reducción asociada de personal y de gastos para las entidades, más el sucesivo acercamiento del banco al cliente mediante la apertura de millares de sucursales, a escala casi de la de los antiguos colmados de ultramarinos o de los bares, creó otro importante circuito adicional de generación de beneficio.

El siguiente gran filón fueron las hipotecas, en origen a tipo fijo, en los años setenta, ochenta y parte de los noventa, y sucesivamente a tipos variables, práctica esta cuya autorización y generalización fue el verdadero desencadenante real de la catástrofe a la que estamos asistiendo, pero merecedora de tan largo comentario que quedará para otro posteo.

Finalmente, a lo quiero atenerme y donde quería llegar con esta resumida historia, es a que el tamaño de la banca y el de la magnitud de sus recursos, pero el de sus deudas también, cuando éstas se disparan, ha pasado en apenas cincuenta años de ser algo manejable para las sucesivas administraciones, en el caso de ruina de las mismas, a constituirse hoy en un problema económico y político difícilmente resoluble, y fuera casi de toda posible escala de intervención, bien para curar, bien para corregir. Máxime desde cuando las entidades empezaron a fusionarse, creciendo su tamaño a tasas mucho mayores que las simplemente vegetativas del aumento de la población y del sostenido pero lento incremento de la riqueza.

En la actualidad, un estado de los antiguamente llamados soberanos, ha de emplear la casi totalidad de los recursos de los que dispone para otros millares de emergencias sólo para sanear a un banco de gran tamaño, y aún así, resulta tan difícil como hacerlo disponiendo de una palanca de las dimensiones de un hombre para darle la vuelta a un brontosaurio. Y a la hora de regular o de amenazar, ocurre igualmente. Sólo parece un niño enfadado gritándole a una partida de guerreros, que se ríen de él.

Y es de suponerse que este gigantismo no sea precisamente inocente o casual, porque es el propio tamaño lo que pone a las entidades, a sus gestores y a sus políticas de negocio, con frecuencia descabelladas, a salvo de la intervención y el control. No es sólo una razón de a más grande, más y mayores beneficios, bien lógica vista desde sus intereses, sino que lleva emparejada también la evidencia de que a ver quién se atreve con ellas cuando vienen mal dadas y de si, aún atreviéndose, existen los medios para hacerlo.

Así, los dos largos decenios de fusiones bancarias, en todo el planeta, pueden muy bien entenderse como útiles para las mismas y desde su óptica, esencialmente simplista, de toma el dinero y corre, pero lo que ya se entiende menos es que los estados soberanos necesariamente implicados, en calidad de legisladores y reguladores, se hayan dejado atrapar en este juego y les hayan permitido adquirir unas dimensiones que las han convertido en descomunales bombas de relojería, en lo que atañe a los perjuicios que una mala gestión bancaria puede producir en las poblaciones, pero no sólo, porque tampoco se debería de olvidar la cantilena del constante estímulo que han ido recibiendo de las administraciones de unos y de otros países y de las más altas instancias bancarias nacionales y supranacionales instándolas a crecer y a crecer, acometiendo nuevas fusiones y sosteniendo en todo momento ante las opiniones públicas que tal forma de actuar no traería más que beneficios y seguridad financiera general.

Hoy es Bankia la necesitada del socorro del estado, que entre lo ya percibido de ayudas públicas de una u otra clase y los próximos diez mil millones a inyectarle se acerca a un total de ochenta mil millones de capital público recibido, sus deudas o compromisos próximos al vencimiento rondan los ciento cinco mil millones, y semejante monto, con respecto a sus recursos, no es que prácticamente haya quebrado el banco, es que puede quebrar al estado y de hecho, es incierto que su saneamiento no acabe haciéndolo, ¿Tiene esto sentido fuera del propio interés de la banca implicada? Una o dos más entidades que alcancen la misma situación lo aniquilarán como si fueran un meteorito (de hecho corren cifras que sitúan la deuda total del sistema financiero español en torno a los doscientos cincuenta mil millones), y ríanse entonces ustedes del corralito.

Algunos economistas ya postulan que la solución, aunque a la larga, sería evidentemente la contraria a la que pregona el mantra. Porque el problema es también, o muy principalmente, el tamaño, y añadiría que no sólo lo es en la banca, sino en muchas otras actividades o campos económicos. Finalmente habrá que trocear y reconducir las entidades a dimensiones manejables, tanto para ellas mismas –pues algunas suman ya cifras comparables a PNBs de estados medianos–, como para los estados, los poderes públicos y las sociedades humanas, que son quienes finalmente acaban sufragando toda esta riqueza cuando se produce, y los costes de sus ruinas, cuando sobrevienen.

La prosperidad de la banca depende en primer lugar de la prosperidad de aquella sociedad en la que opere, y esto no hace falta ser graduado en Harvard para entenderlo, pero a su vez –virtudes o defectos del capitalismo–, la sociedad depende para su prosperidad de la de su banca. No se pueden descompensar los dos brazos de la ecuación, o de la balanza, pues el equilibrio es un estado que sólo se dará dentro de ciertos parámetros, y de lo cual resulta que incluso el robo tiene que quedar acotado, para poder resultar viable y continuado, dentro de ciertas dimensiones que dicta mucho antes la lógica que la ciencia económica que, las más de las veces, y aún alardeando de ser ciencia positiva, se permite intentar contradecirla con ese constante empeño de pescar peces con dinamita, aniquilando toda la fauna del lago y para entendernos, porque en definitiva, no puede quitársele a nadie más allá de la totalidad de lo que tiene, pues a partir de ese momento mueren todos, los robados de hambre, y a continuación las empresas que les expolian, de lo mismo, y entendidas metafóricamente tanto las expresiones como las diferencias, bien se comprende, y por más que nunca se trate de la misma muerte, ni de la misma hambre para los unos y para los otros, y desgraciadamente, como también cabría añadir.

En definitiva, para disfrutar y beneficiarse de los jamones, no queda otra antes que engordar al marrano y esperar otro año haciendo lo mismo con sus sucesores hasta que estén en las mismas condiciones, y así sucesivamente. Y no, no es charla de Bienvenido Mister Chance, de las que obligan a levantar el aristocrático hombro y a enseñar el MBA que preside el despacho, o de calificar el asunto como de minucias, como nuestro buen Carlos Dívar, porque esta constante reducción al absurdo en la que acaban dando todos estos experimentos con los caudales y las vidas ajenas, se beneficiaría no poco de algún mínimo y ocasional ejercicio de reducción al realismo e incluso a la sencillez, o al mazo inapelable de la lógica, dado el tamaño de estos sueños deshumanizados de la razón, que finalmente empobrecen y matan.

Pero no veremos, por supuesto, aquí en España a ningún responsable ante la justicia, como el señor Madoff, y casi mejor será así, para evitarnos la irrisión y el agravio comparativo añadido de las condenas a veinticuatro meses, pasados ya diez años, y sin pisar una prisión los responsables por carecer de antecedentes y, finalmente, indultados por causa del porte senatorial de sus canas u otra atenuante jurídica de parecido calado, cuando su culpa o su responsabilidad es, nada menos, que la de haber desmantelado y llevado a la ruina a sociedades y a países enteros, y a escalas jamás vistas en tiempos modernos, fuera de situaciones bélicas.

No habrá justicia ni escarmiento con toda seguridad, pero sería una aspiración legítima el poder pensar que la lección sí sirviera para algo, aunque solo fuera para tomar alguna clase de medidas orientadas a revertir el camino hacia el despeñadero. Porque de no ser así –serán diez, serán cien años–, volverán a sonar la Marsellesa y los chirridos de las carretas camino del cadalso, lo cual no es deseable para nadie y ni siquiera hablando en metáforas. Aunque eso sí, y si llegara ese día, bien podría ser comprensible el deseo modesto de que ese futuro himno del porvenir también sonara a recia jota, o a agridulce muñeira.


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