jueves, 10 de mayo de 2012

Manda rosas a Pablo

Existe un blog interesante, más por su intención que por su peso real, llamado líneas rojas, animado por un sector del PSOE no del todo ‘oficialista’, y cuyos puntos programáticos son once, precisamente las que serían las líneas rojas a las que alude el juego de palabras que da nombre al invento. Estas serían (copio tal cual de dicho blog, y en su orden):

No hay progreso social sin redistribución de la riqueza.
Educación y sanidad públicas, de calidad, universales y gratuitas.
Democracia es participación, no solo votar cada cuatro años.
Una España federal y social en una Europa federal y social.
El objetivo es el empleo de calidad, no cualquier empleo.
Tolerancia cero con la corrupción.
La política puede cambiar el mundo y someter a los mercados.
Invertir en ciencia y tecnología es invertir en futuro.
Ni un paso atrás en el reconocimiento de derechos ni en el respeto a la diversidad.
El estado, laico.
Igualdad real entre hombres y mujeres.

Al margen del orden, sin duda pintoresco en el que van enunciadas, sí podrían constituir en su conjunto un buen resumen de lo que sería una parte del contenido ideológico de la socialdemocracia, sin embargo, ya su propia redacción adolece del afán de contemporizar, que sería ese venir a expresar la tarea política o sus líneas estratégicas como algo perteneciente al orden de los deseos, en lugar de como obligaciones a las que tienen que someterse en primerísimo lugar quienes las enuncian, pues parecen lo que cualquiera debería de entender como puntos programáticos de una ideología, pero enunciados de una manera tan débil y como para no querer ofender, que presagian desde el principio la petición de un descafeinado, más que de un recio y reconfortante sólo doble, exprés y sin azúcar.

No entiendo tampoco que clase de ‘línea rojas’ sean esas vaguísimas “una España federal y social... “democracia es participación, no solo votar cada cuatro años” o “la política puede cambiar el mundo, etc...”, que quedarían muy bien, así expresadas como ojalás, en un ejercicio de COU, si es que subsisten ambas cosas, pero que quedan algo cortas de contundencia y de sustancia para un plan estratégico o para una exposición ideológica.

Constituye un pupurri de deseos respetables, de afirmaciones sin más, pero también de conceptos evacuados, como “ese empleo de calidad...”, cuando lo que no hay ya es ni empleo esclavo, que no sé muy bien que puedan venir a aportar en medio de esta debacle, porque el problema principal de la socialdemocracia actual es precisamente el haber traspasado, pero hacia abajo,  buena parte de sus líneas rojas, bien motu propio, bien llevada cortesmente del brazo y hasta comisaría para identificarse, bien engañada, bien en connivencia, bien por miedo y, desde luego y principalmente, por acumulación de errores de estrategia, caso de haberla.

Y no podrá decirse de la socialdemocracia, además, que no haya habitado las alfombras del poder el tiempo suficiente como para no haber dispuesto de espacios propios de maniobra desde los que imponer determinados criterios, pues tal cosa es la política, el arte de la imposición amparada en la fuerza, pero sin acudir a la guerra, porque de esta fuerza –política, bien se entiende–, cuya forma legalmente sancionada de medirla son los votos, y los votos propios e incluso ajenos, pero afines, ha disfrutado repetida y sobradamente en España, y desde la transición, como para no poder haber hecho algo más con ella.

Con lo cual, esa líneas rojas el PSOE, la socialdemocracia o como se quiera llamar a ese ámbito ideológico, tendrá más bien que traspasarlas, cada vez que tenga la oportunidad y recupere el poder, pero en dirección de regreso al lugar del que no debería de haber salido, y de cuyos polvos derivan principalmente estos lodos. Porque resulta cuanto menos pintoresco reprocharle a los adversarios políticos que pongan en marcha sus programas, de todos conocidos, y se guíen por su ideario (aunque más o menos disimulado para pescar votos por donde se pueda), pero siempre clarísimo, en definitiva, y que sin embargo cuando se alcanza el poder no se dejen guiar igualmente por su propio contenido ideológico.

Aplicar estrategias más prudentes o descafeinadas con respecto a las que implicaría el seguimiento del propio ideario, y no digamos ya alardear de ello, a modo de metafísica tolerancia, cuando el adversario, llegado al poder, nunca hace eso mismo, es, poco más o menos, entreguismo, y entonces se pierde buena parte del derecho o del sentido que pueda tener el andar escribiendo puntos programáticos en pizarras, cuando no existe la decisión cerrada de cumplirlos, o no se sabe cómo hacerlo, o no se ponen nunca los medios, cuando los hay, para conseguirlo.

Por cada estratega hay mil tácticos y cien mil peones, pero si los tenientes generales ceden sus funciones a los coroneles, y además la táctica de estos es timorata, los ejércitos caminan malamente y pierden sus guerras. Y ahora, perdida en todos los frentes esta guerra del progreso social y de la redistribución de la riqueza, le serán del todo imprescindibles unos cuantos estrategas para la democracia, que no sería feo título para un programa de mano socialdemócrata y, ya bien conocidos los errores en los que se ha incurrido, plantearse recorrer el camino de vuelta recuperando en primer lugar el espacio ideológico, intelectual y moral que es la labor previa de siembra que hay que hacer antes de esperar cosechar votos. Máxime, cuando además el adversario ayuda, como será el caso, pues su victoria actual, a base de tierra quemada, les segará seguramente esos mismos votos de debajo de los pies, ¡pero a qué precio para todos!, y para sus votantes incluidos.

Sea bueno o sea malo, el estrechamiento ideológico habido en occidente en los últimos cincuenta o sesenta años ha nivelado los territorios de maniobra política, en el sentido de que, aún con los despuntes ocasionales de totalitarismo habidos y que seguirá habiendo, las ideologías extremas, según sentir que cabe decir mayoritario, han quedado relegadas a la categoría de inviables, no sólo en lo económico sino en lo sociológico; La Alemania nazi, la Rusia estalinista, la España o la Italia fascistas, El Japón imperial, Cuba, Corea del Norte o las cleptocracias de parte del tercer mundo, Guinea Ecuatorial, por ejemplo, y tantos otros etcéteras equivalentes, son regímenes que cayeron o que caerán por su propio peso y por la sencilla razón de que nadie, libremente instalado en la más mínima de las democracias de perfil bajo, desea imitarlos.

Las actuales extrema izquierda y extrema derecha en Europa, donde las haya, son fuerzas simbólicas, sin peso real en el equilibrio de los poderes. Plantear hoy en día en el continente estados descaradamente neo-confesionales o teocráticos, por ejemplo, o postular seriamente la colectivización de la propiedad, son estrategias sin futuro, y a eso me refería al hablar de estrechameinto ideológico, a la existencia de un número cada vez menor de opciones para manejar lo colectivo que se consideren de manera mayoritaria suficientemente viables como para ser acogidas como buenas ideas para llevar a la práctica o para experimentar con ellas.

Pero siendo todo esto aproximadamente cierto, tampoco implica exactamente que las ideologías restantes sean del todo intercambiables entre sí y que por lo tanto todos los sectores ideológicos tengan necesariamente que hacer y atenerse a lo mismo, pues eso en sí ya sería, de hecho, una nueva ideología más, como efectivamente parece suceder con esa en cuyo frontispicio reza “todo dará igual, excepto lo que diga el capital”, y hayan de atenerse todas las demás al lema, pues entonces sobran la formalidad de la democracia, la confrontación civilizada de ideas, madre del progreso, los partidos políticos, las instituciones supranacionales y buena parte de las leyes y de lo que entendemos como el entramado social y jurídico del mundo actual, y el estrechamiento antes mencionado sería entonces extremo, es decir, y visto de otra manera, de partido único, y con o sin gobierno mundial de por medio.

Si ya estamos en ello o no, y si es deseable o tolerable esto, es debate que desde luego le corresponde plantear a la socialdemocracia, pues su tradicional adversario, la derecha liberal en general, ya ha sido devorada en buena parte por el nuevo concepto, y dejarse caer pues también la socialdemocracia en sus fauces, donde ya tiene media pierna, se puede decidir hacerlo sentándose tranquilamente para ser comido más fácilmente, pero también se puede plantear una estrategia de oposición y resistencia, de ir a la guerra, incluso, perder la pierna y esperar en el futuro, porque no conviene olvidar que las guerras, con bastante frecuencia, también las ganan los más pequeños y los más pobres. Y ejemplos sobran.

Por lo tanto, y aún con los territorios del pensamiento político cada vez más restringidos, no parece legítimo avenirse a entregar los propios, o los flecos que queden de ellos, sin más debate o resistencia. Es más, parece suicida.
 
Y volviendo entonces a las líneas rojas, la tarea sería identificar en primer lugar si existe una principal a la cual atenerse y de la que deriven las otras, y enrocarse entonces en su defensa, en la explicación de su importancia y en la necesidad imprescindible de mantenerse fieles a ella.

Y esta, curiosamente, sí parece estar bien identificada en el programa, siendo la primera de las citadas. “No hay progreso social sin redistribución de la riqueza”, como reza su lema. Pero queda muchísimo por apuntar sobre ella, aún a pesar de su aparente sencillez.

Porque, ¿qué es progreso social?, a mi entender –tal vez de socialdemócrata–, lo es la mejora de las condiciones materiales de vida de la población entendida como conjunto. ¿Y cómo entender ‘mejora’?, pues como que los servicios recibidos a cambio de los impuestos, y medidos los primeros con respecto a cualquier momento anterior, sean más, más generalizados y de mayor calidad. Y huelga decir que, ahora mismo, las cosas no están ocurriendo en absoluto según este aserto.

¿Y qué es riqueza? el total de los bienes materiales que posee una sociedad, entendida como estado soberano, es decir, la suma del capital financiero de sus ciudadanos, del capital fruto del trabajo (la totalidad de los sueldos y compensaciones percibidos por los mismos, y bajo cualquier especie), el valor de mercado del tejido bancario, industrial y comercial privado, con todos sus sectores, incluidos los inmuebles, los terrenos, los bienes de producción y el valor de los productos acabados, la totalidad de los muebles e inmuebles privados o públicos o de propiedad de cualquier ente jurídico, y la de todas las propiedades del estado, con sus empresas, instalaciones, fabricados y las dependencias del mismo que prestan servicios, con todo su contenido y dentro de lo que se entiende por su territorio o ámbito jurídico de un país o conglomerado de ellos.
 
¿Y qué no es riqueza (todavía)?, las hipótesis y los estados de futuro, es decir la especulación, el emprendimiento y la enseñanza en sí, en abstracto (no el conglomerado que la proporciona, que sí es real), es decir, aquello que deseablemente devendrá en riqueza, pero tal vez no.

¿Y qué significa redistribución? La acción por parte del estado de tomar porcentajes de la riqueza de su población y de la de los entes jurídicos sobre los que tenga derecho legal a hacerlo, para destinarlos a los fines que la legislación tenga establecidos, que son, por lo general, la prestación de multitud de servicios y entendidos estos además, y en buena parte, como obligatorios. Y aquí el quid es sobre cuáles bienes tiene derecho a tomar estos porcentajes, quienes o por cuáles causas establecen estos derechos y más aún el porqué se tiene derecho o no a hacerlo sobre unos sí y sobre otros no, por ejemplo, y como también es el caso.

¿Y cómo puede acometerse esta redistribución?, pues de variedad de maneras, lo que es todavía más el verdadero meollo de la cuestión y donde sienta sus reales precisamente cada ideología social, económica o mezcla de ambas que sea.

Puede cada estado tomar mucho –o poco– a los pocos que más tengan y distribuirlo entre ellos mismos por partes iguales, lo cual, sin duda, también sería redistribuirla, aunque en sentido limitado y, por llamarlo de alguna manera, aristocrático;
puede tomar esto mismo y distribuirlo por partes iguales entre toda la población, o también entre toda la población a la que no se le haya tomado nada, por su pobreza, y redistribuir, pues, bastante más ampliamente que en el primer modelo y, sin duda, muchos llamarían a esto política confiscatoria;
puede tomar sólo, o muy principalmente, de la gran mayoría que posee medianamente o menos y redistribuirlo entre todos, como poco más o menos es el paradigma actual, fuera de las palabras hueras y de las leyes vacías que afirman que se les toma igualmente a todos, y esto de alguna manera redistribuye también, pero dentro de ciertos parámetros de escasez e insuficiencia;
podría también, de alcanzarse acuerdo para ello, y de hacerlo figurar en las leyes, junto a los mecanismos efectivos –no cosméticos– para recaudarlo, tomar de manera directamente proporcional a la riqueza, más a los que más tienen y menos a los que menos, según ley o progresión matemática, y de la cual podrían, además, considerarse muchas fórmulas. Desde tomar el 99% o todo por encima de determinada cifra a los que más tienen, hasta nada por debajo de otra a los que menos, y con todos los guarismos intermedios hacia un extremo u otro que se quieran suponer;
y, cómo no, se podría también plantear tomarle a todos absolutamente lo mismo en tanto por ciento, que es una postura neoliberal que también tiene sus defensores, aunque sería deseable de nuevo que articulando también los mecanismos para tomarlo de manera real, y tanto del que posee cien mil como del que tiene diez;
y podría muy bien articularse un sistema mixto entre los dos anteriores, con las mismas salvaguardias respecto a la cobranza real;
y podría, también, no tomársele nada a nadie, como plantean las ideologías más radicalmente liberales, aunque en este caso no se estaría hablando ya desde la perspectiva de un estado, sino de la selva seguramente, pero de una muy, muy primigenia y, finalmente, y cómo no, podría tomársele todo a todos y redistribuirlo por teóricas partes iguales, a modo de comunismo ideal o de paraíso original, lo que todavía nunca se ha visto, salvo también en el fondo de algunas selvas, pero donde lo que realmente ocurre es que no hay nada que redistribuir, fuera de la miseria y el esfuerzo, y por lo tanto, tanto monta, como aquel que dice, aunque, eso sí, deja una barbaridad de tiempo libre, para satisfacción de otros teóricos, que también los hay.

Así que la socialdemocracia lo primero que tendría que hacer es sentarse a meditar muy seriamente sobre su primera línea roja, pues todo lo demás vendrá por añadidura, porque es hijo todo ello de la justicia distributiva, y si es que esto se considera un valor, y decidir de una vez por todas por cual modelo propio de redistribución se inclina y sí, por ejemplo, fuera este el de hacer tributar a la población de manera directamente proporcional a la riqueza, con las matizaciones adecuadas, pero no tantas como para que se convierta en otro modelo, lo aplicara a la siguiente vez que alcanzara el poder, se la jugara y apechugara con las consecuencias, que bien podrían ser sorprendentes, porque puede perder más o menos lo que ya ha perdido, el favor de la población, o poco más, pero también podría ganar el órdago.

Como órdago es, por cierto, el de Patxi López, con su decisión de no aplicar los recortes en su ámbito autónomo y enfrentarse a Rajoy y a su socio en el poder. Puede perder, efectivamente, aún algo más, pero ¿y si el País Vasco, sin aplicar estos recortes, mantuviera su preeminente posición en lo tocante a riqueza en España, o si aún la mejorara? ¿sería o no una victoria política de primera magnitud? porque además traería al juego político algo así como una diferente didáctica del poder por primera vez en bastante tiempo, y ateniéndose, además, a los postulados de esa socialdemocracia en la que su partido dice militar todavía. Sería, sin duda, la mejor manera de demostrarlo, y habría detrás, seguramente, un buen caudal de votos para recompensarla.

¿Líneas rojas entonces?, tasar el capital y sujetarlo a leyes, la primera, y como se tasa cualquier otra cosa, y la segunda, romántica tal vez, peregrinar con un ramo de rosas rojas a la tumba de Olof Palme, a la de Willy Brandt o a la de Pablo Iglesias, que algo pilla más a mano, y prestar un poco de oído al escándalo de crujir de huesas que debe de estar saliendo desde debajo de tan olvidados lápidas.

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