domingo, 20 de mayo de 2012

Público y privado (en este orden)

Las bases físicas, y las culturales también, de lo que es una persona se entenderán mucho mejor como públicas que como privadas o privativas de cada cual. Incluso el acto fundamental de la concepción escapa a la individualidad, pues se necesitan dos personas, quienes ya por lo tanto compartirán el futuro bien, pues tal se ha considerado siempre a un hijo, y siendo ambas necesariamente copartícipes de su generación, con esos términos con-partir y co-participar que ya excluyen, por la presencia de esas partículas, la unicidad o la absoluta propiedad de nadie sobre él, y desde su inicio mismo, porque estas reclaman al substantivo ‘común’, y demostrándose así muy bien, y de paso, que el idioma, que ya estaba ahí bastante antes que cualquiera de nosotros, y que hasta donde sé, no ha sido todavía reclamada su privatización por nadie, ya conoce bien largo sobre muchas cosas, y si se me permite la licencia de afirmar que el idioma ‘conoce’.

Desde que nace –y aún antes– el aire que respirará, el alimento que consumirá y el agua que beberá un ser humano los proporciona la naturaleza, no por generosidad, sino porque existe y está ahí, y porque somos entes biológicos imbricados en ella, y naturaleza asimismo. Y es la sociedad humana nuevamente, no el niño, ni sólo sus padres, la que mediante infinidad de maneras y recursos productivos, se los hace llegar, y por bien no solo del niño, sino de la propia sociedad. Y así deberá de seguir haciéndolo hasta su vejez, so pena de no poder llamarse sociedad.

Y el siguiente bien básico que se recibe de ella es el lenguaje, construcción del común donde las haya, y en paralelo a él, y también durante el resto de la existencia, el aprendizaje, entendido en el sentido más amplio imaginable, pues toda la vida lo es, y porque ‘cae’, digamos, sobre las personas, como si de lenguas de fuego pentecostales se tratara.

Se aprende la totalidad lo que se sabe en buena parte porque sí, y en otra haciendo un esfuerzo para conocerlo, pero todo eso que se sabe, es, esencialmente y también, un saber común, un bolo alimenticio rumiado y digerido de forma comunitaria por cada sociedad y cultura y tiempo, y por la suma de todo ello. Una parte ínfima de ese total será lo que se aprenda ‘regladamente y de pago’ –para entendernos– y el resto de lo sabido por cada cual será una mezcla propia residente en cada persona y tomada parte al azar, parte por voluntad, del que sea el total del saber que haya en circulación en un determinado momento.

Cada individualidad sabe unas cosas y desconoce otras, pero las que desconoce, las saben otros, y potencialmente, esos saberes están ahí para tomarlos, en todo o en parte, si así se desea, y los proporciona, porque en ella existen, igualmente la sociedad. Y mucho más vale esto, hoy en día, con los medios maravillosos que proporcionan las nuevas tecnologías, donde no saber siquiera algo y por encima de muchas cosas, incluso de las que no se quiere, se va haciendo cada vez más difícil.

Y de esa parte ínfima que aprende cada cual, otra parte ínfima igualmente será lo que un individuo acierte a crear como saber nuevo –el que lo logre– y que acabará también en el inmenso cesto del saber común, continuando así el proceso de lo que llamamos civilización o cultura y, cómo no, públicas.

La creación de un nuevo saber, aún con la parte que le toque a una individualidad concreta por el hecho de haberlo imaginado el primero y ponerlo en circulación, también es en un gran porcentaje obra del común. Esas frases: ‘la idea estaba allí, flotaba en el ambiente, etc..., tantas veces leídas para hablar del descubrimento de América, del de las ondas radioléctricas y de infinidad de otros conocimientos, reclaman también de forma inevitable a que esa obra que queda singularizada después en los libros de texto en la personalidad de quien la enunció o la realizó en primer lugar, no sea más que una reducción bastante poco realista para explicar con menos esfuerzo y menos páginas los hechos. Y con mucha menos, también, exactitud y verosimilitud.

Y por más que nuestra componente de mono rapaz nos quiera llevar a pensar en términos de derecho de apoderamiento sobre todas las cosas, las reales y las abstractas –que lo hace–, el concepto de propiedad privada no es más que una parte del todo, una formalización más de la cultura y para nada una característica de la naturaleza a la que no haya otro remedio que atenerse, como a la ley de la gravedad. Es una idea operativa, en parte no desdeñable, pero en jerarquía de conocimientos equivaldría mucho más a una táctica que a una estrategia. Sería un hijo de un saber menor.

Por donde se quiera mirar en la obra humana y en el funcionamiento de sus sociedades, lo fundamental es lo común, que es lo que constituye el núcleo básico de lo que da sentido a la idea de humanidad. Y no está, de hecho, lo social reñido con el libre albedrío, aunque respetando cada uno sus ámbitos de competencia, pero este otro concepto es evidentemente secundario, pues vengáme a contar si no el libérrimo rey de la selva, el león, y de poder la bestia formalizar conceptos, si podría hablarme de libertad en esa necesidad acuciante de perseguir una manada de búfalos, o de antílopes, durante dos días o una semana, muerto de esfuerzo y agotamiento, y jugándose una vez y otra la piel, para calmar los rugidos de su hambre y los de su propia manada, que esos sí que son rugidos, y no los de hacer mostración de la real melena, rodeado de los suyos, plácidamente sentado en las fiestas de guardar.

Esa libertad es la de la ley de la selva, la de los animales y la de quienes se reclaman a ellos. Postular racionalmente que lo sensato es que tome cada cual todo lo que pueda, por sus medios, y permitir hacerlo consagrándolo como conducta humana beneficiosa, y añadir que esto regulará automáticamente, como ocurre en los ecosistemas, las relaciones sociales y el bien común, es prácticamente animismo o creer en los reyes magos. Por no llamarlo simple imbecilidad.

Pero a donde quiero llegar es que el capital mismo, ese grial que quieren hacer entender sus titulares como algo por definición no social, sino exclusivamente privado y propio, como proclaman sus legítimos propietarios y como afirman sin duda ser y como de hecho son porque lo sancionan las leyes inspiradas en su mayor medida por ellos mismos, es también, como el lenguaje, como el saber, y como la propiedad intelectual de una obra o un descubrimiento, hijo en mayoritaria parte de un hecho social, de un trabajar y de un pensar colectivo, y no exclusiva y necesariamente hijo del propio capital inicial. Sí es consecuencia de este capital en alguna medida, pero de ninguna manera en su totalidad. Está compuesto en su mayor parte por la vieja plusvalía del trabajo, de la que se apropia quien no lo realiza, y cómo Marx dejó muy bien establecido, y una cosa es que se prefiera ignorar tan palmaria evidencia y no obrar en consecuencia y otra que no sea cierta.

Sin embargo, social y legislativamente no se considera al capital como obra en buena parte del trabajo común, y ahí está el origen de muchos de los males actuales. Y por eso seguimos como hace un siglo y como hace dos, pero aún a peor en lo ideológico, porque de no haber venido la tecnología a paliar parte de estas carencias ideológicas, sin duda estratégicas y de base, el mundo habría colapsado mucho antes de lo que ya está amenazando hacerlo.

Leía ayer, o quizás escuché en la radio, y me resultó algo entre chusco y significativo, sobre cómo algunos jóvenes militantes del movimiento 15-M andan al parecer saqueando las bibliotecas de sus mayores, entre los que sin duda podría contarme, rebuscando textos cubiertos de polvo y arrumbados por el desuso, procedentes de toda aquella oleada de pensamiento marxista o pseudo-marxista y que se fueron acumulando entre los años cincuenta y setenta, cuando las sociedades occidentales no eran todavía este monolito teórico y legislativo, definitivamente escorado a la derecha en el que se han ido convirtiendo y, ni que decir tiene, en buena parte por responsabilidad de nosotros mismos y de los representantes impresentables a los que hemos ido votando con ligereza insensata. Andan ahora los hijos y nietos descubriendo estos mediterráneos y declarando de ellos maravillas, pero lo que parecen haber dejado definitivamente de saber, sin embargo, y si es que alguna vez los supieron, y también por nuestra grandísima culpa, es que la letra con sangre entra y, lo que es peor, que las conquistas sociales con sangre se consiguieron, aunque hoy sin sangre y limpiamente nos las están quitando, pero que a ella habrá que recurrir de nuevo para recuperarlas, desgraciadamente y por nuestra mala cabeza.

Ojalá sean ellos quienes finalmente se cuestionen este modelo de rapacidad insensata, pero bendecida, y empiecen de nuevo a pensar en términos de bien social, como los viejos padres fundadores, desde que alumbrara el siglo de las luces y a lo largo de todo el XIX y buena parte del XX, y se hagan conscientes de que se han perdido en treinta años no sólo parte sustancial de las conquistas de los más de doscientos años anteriores, sino que habrá que volver a la calle, que es donde los derechos se conquistaron, para poder regresar desde ella de nuevo a los despachos, que es donde éstos se sancionaron, pero dónde posteriormente también se ignoraron primero y después se retiraron, y por causa de haber abandonado la sociedad, es decir, nosotros casi todos, precisamente esa calle y ese espacio comunitario, en las losas de su suelo, pero también en el contenido de los cerebros, que son sede y paradigma de lo público y de lo que a todos atañe, por cierto, y por haber abandonado también los intelectuales la principal labor por la cual es legítimo que las sociedades les den de comer, fuera del envenenado óbolo del rico, y que no es más que su labor de denuncia de lo injusto y de lo intolerable y de creación de ideología útil, en el sentido de beneficiosa para los más posibles.

Hay trabajo, ya lo creo, y si quieren pasarse por mi biblioteca y expropiarme el volumen, podrían empezar los muchachotes por el Qué hacer, de un tal Vladimiro Ilich Uliánov Lenin, un autor ruso, literariamente un secundario, según les explicarán sus profesores, y twitearlo, de ciento cuarenta en ciento cuarenta caracteres, y ver qué ocurre y por si saltara el trend topic. Y habría más títulos, de querer seguir con el juego.


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