martes, 17 de abril de 2012
... un rebaño de elefantes y un kiosco de malaquita.
Este era un rey que tenía
un palacio de diamantes
una tienda hecha del día
y un rebaño de elefantes.
Un kiosco de malaquita
un gran manto de tisú...
Por no sé muy bien cuál extraña deformación personal siempre me cuesta un grave trabajo añadirme a los coros de protesta, y sean estas merecidas o no en mi opinión. Debe de ser una cuestión de amor al matiz, o de incapacidad de sentirme definitivamente juez. En el caso de nuestro Borbón y Torpón, el Desmañado, y de su egregia familia, cargada de penas hogaño, tengo, por exponerlo claro, una visión definitivamente republicana, pero no por ello voy a avenirme conmigo mismo a ser corifeo de muchos a quienes no comprendo, y aún siendo aparentemente algunos de mi misma parcialidad.
Personalmente me suscita más perplejidad, no el hecho de que se dirijan el señor Monarca, monsieur le Président, il cavaliere Berlusconi o cualquier otro gran timonel o amado líder, una vez y otra, a satisfacer sus gustos cinegéticos –o sexuales– allende montes y mares y a continentes o ínsulas extrañas o propias, sino al hecho de que una realidad por todos conocida, pero legal de toda legalidad, como es la de irse a matar por gusto bellos animales (y por más que yo y muchos opinen que no debería de serlo), u otra sencillamente impresentable, pero tampoco delictiva hasta el presente, como la de pagar prostitutas para actividades consentidas entre adultos, se contemple siempre de manera tan escorada según quienes la practiquen y según cuánto gaste en euros de vellón cada andoba dado a ellas, y así sean estos procedentes de su bolsillo o regalados por amigos de extraordinario corazón, que al parecer sí que los hay.
Porque se mira igualmente mal al que se compra un Bugatti en lugar de un Seat Ibiza, al que le da el bolsillo para un yate en lugar de para una Zodiac, al que se alquila una modelo de campanillas para usos propios, en lugar de un despojo de los de la calle de la Montera, y al que adquiere un Van Gogh para colocarlo encima de la butaca descalzadora del dormitorio de invitados de su novena residencia, y solo porque pega con la tapicería, a su criterio, en lugar de colocar una lámina comprada en el museo Thyssen, y con todas las bendiciones de la muy digna mecenas y baronesa-propietaria de dicho colmado-almacén de firmas sobre lienzo.
Se reserva pues el escándalo, el rasgado de vestiduras y el rizado de narices para abominar como Cristos en el templo de toda una serie de hechos que son legales, por más que puedan parecer o sean claramente inmorales, pero no tipificados como delito, en lugar de reservar la munición y las bascas para cargar contra la propia legalidad en sí y contra la permisividad con respecto a los tales hechos, claramente indeseables, lo cual sí que es realmente chocante, o tal me parece a mí.
Porque si algo me resulta incomprensible no es que alguien posea fortunas de una u otro monto y las disfrute legalmente, y algunas de ellas fuera de toda escala imaginable, sino cómo es posible todavía que no exista el más mínimo consenso social para establecer un tope máximo –todo lo elevado que se quiera, pero un tope– a partir del cual sean ilegales, o tasadas a porcentajes altísimos, por ejemplo. O cómo están aún permitidos la caza (o los toros, o demás espectáculos similares), entendidos como pasatiempo y recreo y no solamente como mecanismos reguladores del aprovechamiento y de la extensión de las poblaciones animales y sólo para el uso y satisfacción de necesidades elementales que todavía mucha poblaciones de la tierra han de satisfacer a su costa. O cómo es posible que sean legales los muníficos y repetidos regalos a un jefe de estado, en cuantías pornográficas de dinero equivalente, y aún admitiendo que estos pasen posteriormente a propiedad del Patrimonio Nacional. Porque quien regala a ciertos niveles compra manifiestamente voluntades y en este sentido más barato le sale sin duda al estado sufragar el esquife, los cruceros y los solaces de su representante máximo, si es que su estatus lo requiere y hay consenso para ello, y así preservar la soberanía y la autonomía de sus consejos, mediaciones o decisiones.
Pero tampoco comprendo esta letanía sobrevenida de que al rey le mantenemos y por lo tanto tiene que hacer lo que nos guste a todos. ¿Pero qué es lo que nos gustaría a todos, convocamos un referendum sobre gustos para establecerlo? A mi personalmente me encantaría que fuera un reputado especialista en biología marina, por ejemplo, como un colega suyo ya difunto, y se me daría una higa en cambio que se fumara un canuto, (él o el macero de las cortes, o doña Rita Barberá, si así les petare), y siempre y cuando se compraran todos ellos la china de su bolsillo, pero nunca con la Visa de platino y pedrería, cortesía del curro, pero a otros, contrariamente, y sólo de ver a cualquiera de los tres no digamos ya metiéndose un tirito de farlopa por la nariz, sino sólo defendiendo su legalización, o comiendo con los dedos, habría que ingresarlos de urgencia y tener que oír lo que echarían por esas bocas, aunque otros igualmente se congratularían, –mira qué campechanos, y cómo saben estar con su pueblo, y ¡gaupo y guapooo¡–, como le gritaban por esos pueblos a su angelical niño. Y al rey mismo le gustaría que a la reina la movieran más el flamenco, el cochinillo y el fútbol, y a esta que él apreciara algo más las ensaladas, la ópera y algo menos a las coristas y a las tonadilleras.
Pero nada de esto es una cuestión de gustos, sin embargo, personalmente me encantaba beber y después conducir y volar a lejanías, lo hice largos años, nunca tuve un accidente, y por lo que sé, eran estas dos actividades que igualmente le gustaban al monarca, no sé si en ese orden, pero ahora la ley dice otra cosa, razonable además, y a ella nos atenemos, yo y muchos, y supongo que el monarca también, y si no que le multen como a los demás.
Pero nada dispone ninguna ley sobre el número de parados necesarios para prohibir la caza de un elefante, o de un búfalo, ni a quiénes sí o a quiénes no prohíbirselo. Y tampoco dice nada sobre si lo inmoral son 370, 3.700, 37.000, 370.000 o 370 millones de euros, o coronas, destinados a tal efecto. Y Manuel Fraga, el Señor de los Urogallos, murió hace unas semanas en casi olor de santidad, y en mi pueblo parte del personal sale de caza y lo pasa mejor que bien. Y definitivamente no son mala gente, su dinero les cuesta, y gustosos lo pagan. Tampoco que yo sepa hay disposiciones sobre si su majestad puede ponerse o no un pircing o hacerse un tatuaje, adecuaciones estéticas que millones de personas adoptan encantadas y a las que seguramente haría felices el verlas restallando refulgentes en su monarca. A mi no, como a tantos, me imagino, pero nada de todo eso importa.
Finalmente, ciertas limitaciones sólo las puede dictar el sentido común, que vayan ustedes a saber qué es, el sentido social y de humanidad, el entendimiento de lo oportuno, y la forma de habitarse cada cual dentro de su piel y el gusto por dictaminar de las ajenas, y en eso no cabe dar lecciones, porque al final se acaban recibiendo. El problema de los discursos que te escriben otros es que evidentemente se leen, pero no se entienden, pues no de otra manera puede comprenderse esa exigencia de ejemplaridad que le reclamaba el rey al país y por alzada a su yerno, para acabar a escasas semanas con un clavo en el fémur y una viga en el ojo propio. No seré yo quien se duela de los males de la monarquía, expulsada a furor di popolo, pero sin una gota de sangre, y devuelta por el dictador con sus métodos, pero tampoco estoy por la labor de perdonar las responsabilidades de quienes se han negado largos decenios a legislar con claridad sobre las prerrogativas y los deberes de la corona. La culpa ni mucho menos es exclusivamente del monarca, que además tampoco es Solón de Atenas, qué vamos a hacerle.
Y surge además otra pregunta ¿Y cómo sabemos la ciudadanía de cuál cuenta sale el pago de cuál capricho o necesidad que sea, y no del rey solamente, sino de todo funcionario público y de todo rango, de sargento a ministro, y a los cuales mantenemos también igualmente? Porque los mantenemos a todos a cambio de su servicio o trabajo, bien se entiende, pero que igual de mantenidos resultan en definitva en el sentido de que sus haberes los perciben del erario a cambio de desempeñar una función necesaria socialmente.
Así, lo cuestionable será mucho más cada función a desempeñar que el haber en sí, si es que se desea cuestionarlo, como resulta evidente en el caso del rey, y los términos en que se desempeñan por ley cada una de ellas, sus prerrogativas y limitaciones, sus servidumbres anejas y sus gajes. Y habrá que establecer los mecanismos de separación entre los haberes públicos que perciba para uso oficial (con su necesaria transparencia en la comunicación a la ciudadanía y en los mecanismos de control) y los caudales propios del monarca y que procedan del calcetín del abuelo, del sacrificado ahorro familiar, del cicatero acierto y ponderación en las inversiones, de felices soplos al oído, de actividades financieras, industriales y empresariales de todo tipo y que, por definición, entiendo que bien podrán usarse para cualquier fin, gasto y, por supuesto, capricho, siempre y cuando sean legales el tal capricho, el dinero y su origen. Y cuando no lo sean todo ello o parte, procedan el justicia mayor del reino y sus corchetes con el rey y también con su porquero, con el alcalde, el bedel, el subsecretario y el párroco, si es que delinquieron.
Y si el rey no es responsable, como parece indicar la ley, y es el gobierno quien responde de sus actos, legíslese de una vez sobre cuáles actos le están permitidos o no y cuáles debe o no permitirle el gobierno, que a los efectos, pues, funge de jefe y bondadoso padre. Pero decir que el rey tiene que ser bueno es lo mismo que decir que tiene que ser guapo. Otros tienen que decirle en que consiste exactamente ser bueno, listado legislativo en mano, –y esto sí, pero esto no, Señor–, y doblando la bisagra todo lo que marque el protocolo, pero taxativamente.
Así que si el rey desea un rebaño de elefantes y un kiosco de malaquita, y se los paga de su bolsillo, o se los sufraga un amigo impresentable, pero no encarcelado, o si la ley dice que es bueno o tolerable el pagárselos, se puede criticar el mal o el peor gusto, incluso la oportunidad, pero el tiro yerra y la crítica no irá al blanco. La actividad habrá resultado inoportuna, pero no es ilegal y no se escucha por ninguna parte que no deba de serlo. ¿Y entonces, en qué quedamos? ¿Es legal o no cazar elefantes pagando por ello, es legal o no comprarse o que te regalen un yate, es legal o no poseer una fortuna y disfrutarla a tu antojo y es legal todo ello para todos, para algunos o para nadie?
Lo fácil es echarle la culpa a cada particular y a cada funcionario, de los cuales el rey es el más alto, cada vez que incurren en alguna actividad que no sea del agrado de unos u otros, pero no delictiva, pero lo que realmente sería de recibo es que estuvieran reguladas en tiempo, forma y preferiblemente con códigos transparentes y claramente escritos las cosas que unos y otros funcionarios pueden hacer y las que no. Porque hoy parecía el día de los sobreentendidos tácitos, ¿puede el señor don Rey viajar a sus privadas holganzas y darse a los pasatiempos de su mejor gusto en tiempos de carestía (aunque todo el mundo tiene derecho en su trabajo a sueldo y a vacaciones, o debería, por cierto) o ha de dejarlo sólo para tiempos de prosperidad y de feliz bonanza patria?, ¿puede el monarca disponer libremente de sus bienes personales o ha de entregarlos a la caridad pública? ¿atañería esto exclusivamente al jefe del estado o rezaría también para el señor Botín, o sus colegas de oficio, o acaso para todos nosotros? ¿puede el monarca salir al extranjero en viaje privado cuando le cuadre y sin avisar o ha de atenerse a la ¿costumbre? de comunicarlo al gobierno? ¿Y qué es eso de la costumbre, llevar peluca como su tatarabuelo Don Carlos III, tan querido e igualmente amante de la caza, dejarse bigotito a lo Fuhrer, ponerse hebillas de diamantes en los zapatos, como otro antiguo familiar, cargar una Blackberry para estar localizable, enfundarse preceptivo Loden y botos de Coronel Tapiocca, besarle el anillo al pontífice, llevar pamela a las bodas o tomarse ocho vinos y ponerse al volante, ut supra? ¿qué es esa cosa de una costumbre? Póngan por escrito lo que sí y lo que no puede hacerse, lo preceptivo y lo simplemente recomendable o putativo, por caridad, y después sí se podrán pedir cuentas cabales. Porque si no esto es lo de la corbata. Si en algún lugar del reglamento del lugar u oficio que sea, reza que se ha de llevar corbata a esto y aquello, habrá que llevarla, y si no lo dice, nadie debería de tener que reprochar nada.
Y de paso, y si de costumbres hablamos, aquí existe también una muy clara, cuando un cónyuge, malhadadamente, se parte la cabeza o una pierna o da en esputar sangre, azul o roja que sea, el otro cónyuge sale zumbando camino del hospital, así se encuentre en importantísima reunión de trabajo, en un balneario o celebrando la pascua ortodoxa, que todo va en gustos, pero no espera dos días a hacerlo. Claro, que si la pareja se lleva mal, y una de los componentes tiene al otro mortificado desde los tiempos de Agamenón, entonces igual el otro no acude, o lo hace con el rodillo de amasar (como también es costumbre) y sólo y exclusivamente cuando le dé la gana o, más civilizadamente ya, con un buen abogado coronalista. Y en este día internacional de los sobreentendidos, una vez más, daba gloria (o grima, que no sé qué más) ver a Iñaki Gabilondo, con todo su legendaria mesura y sabiduría, llamando al rey impresentable, pero haciendo también malabares impropios de su edad para decir lo que no podía decir (pena de oficio, madre) y dejando caer que si el divorcio, o que si la abdicación de la corona para mejor practicar las propias devociones. En fin, un espectáculo.
Y cuando finalmente no haya un rey, de lo que nos congratularemos muchos, aunque no sé muy bien exactamente por qué, tendremos un funcionario de carrera en su puesto, ex juez, ex general, ex magistrado, ex empresario o empresario a secas, o ex inspector de hacienda (cantante, escultor u hombre de ciencia no será, descuiden, o descansen), político experimentado y curtido, por supuesto, y vivirá en palacios, circulará en flotillas blindadas, flotará entre nubes de guardaespaldas, volará en aviones sofisticados y forrados de maderas nobles, recubiertos de antenas y protegidos por cazas a costes que resultará definitivamente mucho más descansado desconocer, tendrá secretarios y camareros, sumiller, generales, jefes, jurisconsultos, administradores y administrativos y becarios de su respetable Casa Presidencial, vestirá fajín, lucirá metalistería bruñida y esmaltada en las condecoraciones, estilo Sissí, le colgarán cuadros de Goya y Tàpies, de Velázquez y Barceló igualmente en sus residencias oficiales, y así le guste al pobre Romero de Torres, beberá licores o aguas minerales parecidamente sofisticadas, saludará a arzobispos y a representantes de ladrones y delincuentes, cazará muflones o comprará continuo moda local y conducirá Lamborghinis (prestados o propios) en sus ratos libres, premiará a sabios y a habilidosos, besará niños, tendrá que darle la mano a degolladores, postrarse ante banqueros, cuando case a un hijo se producirá parecida junta general de pamelas, aromas y muñidores y no se distinguirá de su antecesor más que en la imagen personal y la voz, porque leerá los mismos discursos que le escriba quien tenga que escribírselos y proclamará igualmente que es un orgullo y un honor..., que habrá que apretarse el cinturón, y que la institución pretende ser ejemplo constante de... etc.
Y claro, olvidaba, pero tampoco lo olviden ustedes, que se llamará el ungido José María Aznar, Felipe González Márquez, Carlos Dívar, quién sabe..., o Josep Antoni Duran i Lleida, que luce el suficiente seny y buen porte senatorial, más su toque de moderno y civilizado glamur o, si le diera por berlusconizarse, lo que no parece, quizás podría llamarse también Amancio Ortega o, finalmente, con mantilla, peineta, escapulario y preceptiva banda rojigualda, María Dolores de Cospedal, o María Teresa Fernández de la Vega, ahora tan felizmente restablecida.
Pero antes de acometer todo ello, por favor, constitución, legislación y derecho, estatutos clarísimos para el ejercicio del poder y de sus representantes, delimitación de funciones y obligaciones, exposición de derechos, relación de libertades y prohibiciones, transparencia de ingresos y gastos en lo público y escrutación ponderada y escrupulosa de cada uno de los bolsillos de sus servidores, que es lo que son, leyes claras y la exigencia de su cumplimiento, la seguridad de la pena por su infracción y desde luego leyes que no avergüencen ni aborchonen a quienes tienen que cumplirlas y después, pero sólo despues, y debajo, elijamos entonces monarquía parlamentaria, estado federal, república, taifas, khanato, cacicazgo o lo que se acuerde, e incensemos institucionalmente al alto representante que la encarne y que una mayoría prefiera, pero no esperemos, definitivamente, gran cosa. Y que con nuestro pan nos lo comamos, si es que nos dejan alguno entre todos y con tamaña pompa.
Pero no esta pamema.
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