La libertad, concepto abstracto donde los haya, se considera sin embargo un bien objetivo. Todo el pensamiento universal afirma que es algo preferible a la vida misma. Es decir, su valor de marca es altísimo, invaluable más bien, supera incluso al de la mismísima Apple Computer, Inc.
Comparte este podio olímpico con las ideas de Justicia, o de Amor, cada una con su mayúscula, y no habrá escritor o pensador que se atreva a poner seriamente y por escrito que cualquiera de ellas deba ser idealmente preterida por otros bienes de segundo orden, como por ejemplo, la riqueza.
Sin embargo hay un desajuste evidente entre lo que se dice y el cómo van efectivamente las cosas. Everybody knows..., como dejó escrito y cantado Leonardo Cohen en soberbia e iluminada canción, y hombre que acabó arruinado por amor, por cierto, arruinado de bolsillo quiero decir, lo que a cualquiera debiera honrar.
Existe otro bien, o incluso supuesto derecho, que desde luego no alcanza el idílico estatus moral de la tríada arriba mencionada, y más aún, cabría discutir si fuera un bien o menos, que es el trabajo, así en abstracto también, pero que es en definitiva padre y madre a la vez de todo cuanto poseemos (y valoramos) los seres humanos, tanto de lo tangible como de lo intangible, pues trabajo es moldear las cosas para usar y disfrutar de la existencia, pero trabajo es también pensar, conocer, procurarse alimento, cobijo, curarse, darse al arte mismo o aprender a escapar en lo posible a los estragos ciegos de la naturaleza.
Así que este bien indiscutible, mozo seguramente mas feo que las otras tres galanas, pero motor imprescindible para mantenerse en vida y, a su vez, para entrar en posesión de ellas, se convierte en el verdadero árbitro de la cuestión.
Sin el derecho al trabajo, no, sin el deber de llenar de contenido fáctico y real a este derecho, todo lo que se haya escrito sucesivamente en una constitución, en un ordenamiento jurídico, todo lo que digan unas parcialidades u otras de no importa dónde no será más que papel mojado y palabras al viento. Sin arbitrar todos los medios y recursos para convertirlo en tangible lo demás huelga, y con sangre lo estamos aprendiendo.
Y si por causa de esa belleza sin par que es la libertad, y para mejorarle todavía más el cutis, por ejemplo, se vacía de contenido a esa especie de opuesto/complementario suyo —una especie de ying y yang, para entendernos— que es el trabajo, los demás derechos tan primorosamente redactados con pluma de oca, buena caligrafía y con la punta de la lengua asomando acuciosa por la comisura de los labios, los demás, decía, empezando por el de obtener justicia, siguiendo por el de disfrutar de un hogar digno, continuando por el de la sanidad o el de cobrar pensiones, ayudas y así sucesivamente, quedarán en cascarones vacíos y se convertirán en una cruel irrisión, inútil siquiera ya para templar gaitas, y que no servirán finalmente más que para generar irritación, desafección y al cabo odio.
Así pues acaba resultando que ninguno de estos bienes resulta ser el absoluto, y lo mismo que para componer la materia real hace falta que la naturaleza eche unos cuantos quarks de cada tipo al perolo de lo posible, igual ocurre con las construcciones jurídicas y con los ingredientes necesarios para conseguir el funcionamiento adecuado de las sociedades de los hombres. Porque parece finalmente que los componentes deben de ir juntos y en cantidades determinadas, como en receta, y no en otras cualquiera, mucho de libertad y poco de trabajo, mucho de trabajo y nada de justicia, todo de justicia pero sin libertad..., resultará en un guiso incomestible, en brebaje que envenena o en una especie de versión cruel del juego de piedra, papel y tijera, un juego sin ganadores posibles, o peor todavía, un juego en el que siempre ganen los mismos, es decir, en el tipo de solución infalible para que el personal acabe arrojando el tablero y los trebejos al aire y se dé la vuelta indignado.
Con lo cual, si toda esta libertad económica sin límites y advenida ya a piedra clave del ordenamiento jurídico, lo que viene a traer, como parece, es el corolario indeseable de ausencia de justicia y de trabajo (con su cascada de daños irreparables –una generación perdida, por ejemplo– y disminuciones sucesivas de toda clase de otros derechos), no parece cosa del todo estúpida que la tribu se reúna en asamblea y se siente seriamente a pensar sobre cómo arreglar el asunto, que no podrá ser de otra manera que redistribuyendo los ingredientes en dosis diferentes, y que lo haga en el suelo de la Puerta del Sol de Madrid, por ejemplo, ya que ha quedado más que comprobado que los hechiceros y los notables a los que se paga generosamente para hacerlo por ellos han pasado por completo de su trabajo.
Y si los favorecidos por la actual distribución de ingredientes, cada vez menos en número, pero cada vez obteniendo mayor acopio de bienes en su beneficio exclusivo, y escamoteados por lo tanto al disfrute común, se enrocan cada vez más en sus privilegios llegando incluso al extremo de llamar a la rapacidad, a la codicia y al delito nada menos que libertad, no será ocioso suponer que más deprisa o más despacio haya que ir planteándose recorrer otra vez el camino en un orden más adecuado y siguiendo sus imperativos mojones: desesperación, indignación, insumisión, boicot, sublevación y, finalmente, revolución.
¡Salud, Puerta del Sol!
Y concluyo con una perla extraída de un tuiteo de una amiga, no sé si pescada por ella misma o que por ahí circula, pero firmada sin duda posible por Bertoldo Brecht, por más que atribuída a quien se le atribuye.
Junta Electoral de Madrid: la petición del voto responsable puede afectar al derecho de los ciudadanos al ejercicio del voto.
No ocurrirá lo mismo con la petición de voto irresponsable, imagino.
En efecto, Capitán, así tiene que ser, si usted así lo entiende. Encárguese de los mandos, ¡Oh Capitán! ¡Mi Capitán! ¡Levántese y escuche las campanas!
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