martes, 3 de mayo de 2011

Confieso que esa espontánea manifestación y expresión de júbilo de la población estadounidense al anuncio de la asesinato o, más suavemente dicho, eliminación extrajudicial de Osama Ben Laden, si bien perfectamente comprensible, no deja de causarme un punto de desasosiego y de perturbación. Aún no siendo evidentemente capaz de ponerme en el sentir de un hijo promedio de esa justiciera sociedad, justiciera de horca y cuchillo, como ella misma, sus leyes, usos, idiosincrasia e industria cultural nunca han dejado de poner de manifiesto, si me cabe la consideración y la comparativa con lo que previsiblemente podría ocurrir en Europa, o en Rusia (si es que acaso esta no fuera Europa), de darse un caso semejante en cualquiera de estos pagos nuestros de aquende la mar océana.

De terroristas, asesinos y de los más generalmente llamados por cualquier organización constituida a sí misma como estado, enemigos del pueblo, surgidos al amparo de una creencia religiosa o de idea política o social no andamos desde luego faltos en la vieja Europa, si no es que los inventamos aquí, y bregando llevamos con ellos toda una historia universal. Y se les dan a tales enemigos dos tratamientos a su captura: aniquilación inmediata in situ o bien aniquilación posterior, una vez extraída la información necesaria, en las catacumbas ad hoc de cada uno de estos estados nuestros de hecho, o de derecho o de deshecho que sean, al mejor estilo Baader-Meinhof, Lasa-Zabala o de la escuela de Beslán o, más generalmente, captura y posterior juicio, con condenas bien pregonadas y ejemplarizantes, ajustadas a cada ordenamiento jurídico, y con exhibición de todo el necesario aparato de la justicia entronizada en su pompa más magna, sin faltarle nunca su correspondiente delirio de puñetas, bonetes, balanzas, mucetas y decimonónicas damas vendadas.

Sin embargo, lo que no me consta, es la espontánea celebración, y este sí que es el quid del hecho del que hablo, de un acontecimiento no bélico, pues no había dos ejércitos enfrentados, sino de un acto meramente policial como es el de entrar con los medios suficientes en una casa y llevarse detenidos, de grado o por fuerza, vivos o muertos por causa de su resistencia a los moradores, aunque llevado a cabo con métodos, procedimientos y material militar. Celebraciones con actitudes y vivas que más parecían propios de una victoria deportiva, de haberse ganado una millonaria lotería navideña o del día del Orgullo de la preferencia de cada cual.

Chocan aquí con pavoroso crujir de huesos el derecho constituido, el humanitarismo laico, la caridad religiosa y la simple piedad, tan vieja como Homero, patrimonio este verdaderamente diferenciador entre unos y otros seres humanos, con estos comportamientos de los llamados élites y pueblo, justificados siempre por las primeras en supuestos estados de necesidad y por el segundo y para celebrarlo estruendosamente con el también, y humanísimo dicen, sentimiento de alegría por la venganza al fin alcanzada y habida.

Pero estado de necesidad no lo había, digan lo que digan, el mal ya estaba hecho y, si me perdonan la consideración, casi amortizado, y la satisfacción de una simple venganza se podría perfectamente haber llevado a cabo por otros medios igual de modernos que los visores nocturnos, los jurídicos.

Pero proclamar, de antemano, que el objetivo era matar, hacerlo así con un hombre desarmado y después sustraer el cuerpo pone a esos dirigentes y militares casi a la altura de aquel generalillo y dirigente local este nuestro, que sembró el país de venganzas tan atadas y bien apisonadas que ni siquiera conociendo la localización de las fosas ha habido fuerza humana ni espiritual capaz de acudir a abrirlas, enterrar a los muertos como disponen los dioses de cualquier lugar y a darles las exequias o el culto que sea que merecieran, y así fueran las huesas de asesinos o no.

Porque la venganza y el asesinato extrajudicial ningún bien añaden a nadie ni a nada, sólo incrementan el horror y la deshumanización y generan espirales sucesivas de lo mismo, o como mínimo, de aterradora insensibilidad social hacia las muertes y los escarmientos, precisamente, y a nosotros van a venir a contárnoslo.

Y todo ello y ni que decir tiene, sin entrar siquiera de refilón en el debate sobre la pena de muerte, que lugar habría para ello.

Pero los jerarcas alemanes en Nüremberg, el panameño general Noriega, el mismo Saddam Hussein, el dirigente serbio Karadzjic o el general croata Mladic, entre otros, sentados sucesivamente en el banquillo por la justicia de sus vencedores, y asunto por lo tanto este sin duda matizable en lo tocante a hablar de justicia, pero responsables todos ellos de lo que prácticamente nadie se podría rehusar a calificar como de grandes crímenes y genocidios, y aún admitiendo las infinitas justificaciones de ideología y de parte que sus partidarios pudieran aducir, disfrutaron, si es que se puede de usar tal término, de unas garantías jurídicas estándar o incluso avanzadas y de los derechos que la ley bajo la que se les juzgaba a su vez también les garantizaba a ellos.

Un juicio justo, en la medida en que cualquiera pueda serlo, y una condena en los términos que el ordenamiento jurídico del estado ofendido o que la parte juzgadora contemple hubieran llevado en este caso a la misma situación, la ejecución del capturado, para satisfacción igualmente de quienes se vieran satisfechos por ello, y para la misma consternación de quienes han quedado consternados por la desaparición de su líder, pero manteniendo unas formas que para nada son ociosas en derecho, ni siquiera en la patria del juez Lynch y aún aplicando incluso la pena capital. Y no son ociosas porque aunque sólo sirvieran para la contención de los siempre inacabables aspirantes a juez Lynch y a los jaleadores de sus métodos ya estarían más que justificadas.

Sin embargo ya no se dan en Europa desde hace varios decenios estas manifestaciones de júbilo por hechos semejantes, por extralimitaciones de ley, incluso amparadas en modificaciones especiales que la exceptúan y desvirtúan. A la captura de los asesinos del concejal Miguel Ángel Blanco, a la captura de los asesinos de los trenes de Madrid o a la toma por el ejército ruso del teatro tomado a su vez por los terroristas chechenos no se produjeron manifestaciones de este tipo. No recuerdo que la detención del terrorista Carlos produjera nada similar ni tampoco la muerte extrajudicial en la cárcel de los integrantes de la llamada banda Baader/Meinhoff. Hubo manifestaciones de repulsa y de de dolor por los hechos que perpetraron. Exigencias de justicia, pero no más.

Que todas estas comunidades sacudidas por estos crímenes suspiraran aliviadas es asunto de humanidad y de lógica, pero celebrar la muerte en público, incluso la de los seres odiados y de los más merecedores de la execración mayoritaria, debería de ser asunto justificado sólo para el interior del caletre de cada cual, sólo entre amigos en una taberna, en la intimidad de la comida familiar y en los comentarios entre compañeros de oficina. Llevarla a la categoría de fiesta popular en la calle poco dice de bueno de aquellas sociedades en las que se produce o incluso tolera y estimula. O así debiera de ser al menos desde Jovellanos y Beccaría. Y algo ya ha llovido.

El primer indicador del estado de la lucha contra la barbarie (contra la cual, por cierto, cualquiera ve razonable protegerse) no es otro que el trato que se le depara al bárbaro una vez vencido. Pero además bárbaro, o su traducción equivalente, conviene no olvidarlo nunca, es como tantas culturas califican simplemente al otro, al ajeno, al meteco, al distinto. Y un cazabombardero moderno, con bombas de 1.000 kilogramos puede ser perfectamente entendido como bárbaro por cualquier campesino asiático o ser humano de cualquier otra parte y también, cómo no, por cualquier estandarizado ciudadano medio de nuestro opulento primer mundo al que le caigan encima, o incluso sin que le lluevan sobre la cabeza. Bastaría con sentarse a pensarlo. Igual de bárbaro es el bombardero que una maleta explosiva en un tren o en un balón lleno de dinamita dejado a la salida de un colegio. Matan igualmente a culpables e inocentes, y más generalizadamente, matan. Cuestión de lecturas, nada más.

Esto al margen, el viejo ¡Vae victis! y la ejecución de un ser humano maniatado, sin juicio y perpetrada por un estado autodenominado de derecho, y no por una asociación mafiosa, no debería de ninguna manera ser todavía un principio jurídico aceptable casi por la misma razón por la cual los candiles han sido postergados en su uso por las bombillas eléctricas. Lo que ya tiene más miga es tenérselo que explicar a esos mismos que inventaron las bombillas eléctricas. Y a tantísimos otros.

Nota, y para concluir, no deja de ser chusco que ayer mismo por la tarde-noche, día 1 de mayo, mientras estos hechos más o menos ocurrían estuviera yo terminando de leer un libro más de Leonardo Sciascia, Porte aperte (puertas abiertas) en alusión a aquel adagio del fascismo italiano que afirmaba que bajo el régimen de Mussolini la gente podía dormir tranquilamente con las puertas abiertas; latiguillo este repetido aquí mil veces y escuchado otras tantas en mi infancia, en la España del general del que hablaba arriba. Y trataba el libro de un caso de ficción, allá sobre el año 38-39, en el cual un juez, no necesariamente antifascista, pero tampoco fascista, simplemente un hombre de conciencia y de estudios, arruina su carrera y su futuro por negarse a condenar a muerte y por dirigir las deliberaciones del jurado en ese sentido, a un acusado juzgado por tres asesinatos atroces y confesos y que sí había cometido, y por los que no mostraba arrepentimiento alguno.

La altura moral, ejemplificadora y apologética de su relato me acostaron anoche presa casi de dulzura. Esta mañana, ante las imágenes con que me desayunó la realidad, en absoluto desasosiego, me senté a escribir. Pero sé bien que la mano que mecía la cuna donde crecieron estas líneas era la de Leonardo Sciascia. Grazie sempre, maestro.

1 comentario:

  1. Para empezar, gracias. Y para explicártelas, las gracias, confesar que lógicamente comparto la totalidad de tus consideraciones respecto al jolgorio del pueblo americano celebrando públicamente el asesinato de Ben Laden, como respecto al haberte cuestionado, no, sino al haber rechazado de plano, entiendo, el asesinato mismo, lo que llamas "aniquilación inmediata in situ", pero, de paso, al final de la reflexión, la pena de muerte incluso. Y al menos respecto al asesinato y la pena de muerte, todos nosotros, pero "los medios" además y en especial, debieran obligarse, o ser obligados, a coincidir contigo; es la ley por estos pagos, qué piensen, su intimidad.

    Pero, además, después de haber finalizado la lectura del posteo, me pregunté qué ocurriría si el tratamiento de la información por la prensa, en especial el de los asuntos trascendentes, su análisis, se hiciera a diario desde tu óptica, cambiado solo el registro al adecuado. Me respondí que, prescindiendo de cuánto perderían quienes siempre ganan, ganar en el sentido de vencer y, por lo tanto, estrictamente de obtener réditos de todo tipo, lo que ya en sí es un bien para el mundo en general, yendo al público que la lee, a los ciudadanos, el que estos tendrían la suerte de poder continuar por el camino verde que va a la ermita, o sea, unos en la escuela, en la que en su momento no aprendieron casi nada o nada, otros empujados a mantenerse fieles a los principios y valores en los que debieron ser educados si hubo suerte, y en fin, incluso podría haberlos que, tras una vida obcecados en el error, llegaran a ver la luz de la razón y de la humanidad.

    Por fortuna, aún hay gente, poca, que cada día llora, blasfema y se desespera ante la actitud de "los medios", y aun algunos llegan a pedir explicaciones, en concreto sobre este mismo asunto que tratas, a la defensora de Prisa frente los lectores en El País, explicaciones, por ejemplo, respecto a que el diario hubiera usado el verbo "liquidar" referido a Ben Laden y por los EEUU. Y conste que a mí no me pareció mal en este caso, ya que es vocablo adecuado a rufianes, a saber en el caso de Osama, referido tanto a los agentes inductores e instigadores, a los ejecutores mismos que los obedecieron, por una parte, como a los que, por otra, pretendieron neutralizar el significado del verbo matar, asesinar, quizá con la esperanza de que pudiera entenderse, adviértase pues su buenísima fe, en la acepción 4ª del Drae: Poner término a algo o a un estado de cosas; c'est tout, ou rien ne va plus, querrían que hubieramos pensado. Ello, a pesar de que el complemento directísimo de liquidar en la noticia de Prisa fuera un ser humano, Ben Laden... bueno, Laden, su primo o un señor que pasaba por allí, que ese es otro cantar flamenquito. Pero hubo más llamadas de atención a la "defendedora" a ultranza esta que te digo; así que, por si El País cambia de asunto o nos cambia de milagros, me permito dejar la url para que otros adictos al blog puedan quedar enterados.

    Y debo reiterar las gracias, Alberto. Con Sciascia, ya cumplí en su momento, con Jovellanos antes, y aun más antes, con Cesare Beccaria, pero vuelvo a besar a los tres en tu persona.

    http://www.elpais.com/articulo/opinion/Bin/Laden/acatar/version/oficial/elpepuopi/20110508elpepiopi_5/Tes

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