miércoles, 11 de mayo de 2011

Bildu, o els setze jutges

La ley poco tiene que ver con la justicia. La justicia no es más que un concepto abstracto que habita en la cabeza de cada cual y cuyos códigos, no escritos, sólo intuidos, interpretamos al gusto. Para unos se resumiría en la ley del talión, para otros en un confuso pietismo, para otros en un simple mecanismo de higiénica autoprotección, y así...

Las leyes, en cambio, son el resultado de una serie de transacciones y acuerdos ideados y consensuados para resolver situaciones y que establecen los habilitados para ello en cada sociedad humana durando las mismas el tiempo justo que se necesita para alcanzar otros nuevos consensos. Cambian las leyes como las normas de ingeniería, cualquier ojeada hacia una, dos, tres generaciones atrás dejará ver que un cuerpo de leyes tiene la misma vigencia o esperanza de vida que los materiales que se fueron usando sucesivamente para fabricar cables, armarios o cañerías.

El aborto, el divorcio, el adulterio, la blasfemia, el estupro, el robo, el hurto han pasado en el corto tiempo de mi existencia por muy diferentes estatus jurídicos, unos, delitos que dejaron de serlo, otros, muchos más severamente penados, otros ya, sin calificación legal, conductas habituales convertidas en delito, como darle un cachete a un niño o figuras nuevas, como el acoso laboral, y cuantos demás ejemplos desee añadir el lector, que todos los conocemos.

Dentro de esta zarabanda necesaria el sistema legal no tiene otra que buscar una cierta completitud y no contradicción entre sus normas, organizadas a su vez jerárquicamente. Si una norma de categoría superior dice una cosa, otra de categoría inferior no puede enmendarla, para poderlo hacer ha de cambiarse esa norma superior, y a continuación las inferiores afectadas por el cambio. Los tribunales constitucionales de cada lugar, o sus equivalentes, hacen este trabajo de interpretación de la normativa para evitar los choques entre unas y otras según se van produciendo los casos de colisión y los resultados que alcanzan son de obligado cumplimiento, sin duda, pero su sometimiento a razón y no digamos a justicia, todas ellas abstracciones y tantas como puntos de vista, es evidentemente imposible.

Puede una persona tener ochenta años, y muchas otras, dada dicha edad, estarían tentadas a decir que su irreductible oposición al aborto se debe a que nació en otro tiempo. Pero con igual legitimidad puede una quienceañera sustentar la misma opinión. Igual vale al revés, se puede ser pro abortista, o pro eutanasia, teniendo lo mismo noventa años que venticinco. Convivimos todos con infinitas visiones del mundo. Pero una buena mayoría opinaría sin duda que cualquiera de las personas mencionadas arriba si matara a otra que expresa la idea contraria debería de ser penada. Ya... ¿y por cuántos años? ¿doce, dieciocho, veinticinco, cuarenta, cadena perpetua..., que indemnice, que se redima trabajando, que la pena la imponga el hijo del muerto, pena de garrote, ejecución pública, horca...? Pues bien, todas ellas las hemos visto en el corto desfilar de 100 años.

En los casos más sencillos las resoluciones son fáciles. Sean cuales sean las ideas de cada lector o las mías sobre lo que sea estar borracho, la ley establece a unos efectos y otros diferentes cantidades de alcohol mensurables mediante el uso de aparatos estandarizados cuyo juicio, no, cuyo guarismo, salvo defecto del aparato medidor, se considera inapelable. Que unas personas aguantan el cuádruple de alcohol que otras sin sufrir efectos visibles en su comportamiento, no dejando de ser verdad, no se considera a efectos legales por causa de la imposibilidad de su medición, y ya está.

Para otras cuestiones, hoy el asunto Bildu, en unas semanas cualquier otro, y no existiendo tampoco método de medida razonable para concluir a partir de intenciones manifiestas, y no digamos ya si no manifiestas, o en ausencia de hechos, y como los ordenadores no tienen discernimiento y no es posible alcanzar un resultado aplicando una fórmula conocida, lo que sería con mucho lo más fácil, esta labor la realizan los intérpretes habilitados para ello, personas a las que se les supone el criterio profesional, la trayectoria y la sabiduría suficientes para desempeñar tan compleja labor.

Ocurre que el criterio y la sabiduría son una vez más conceptos abstractos, no medibles más que por el libre gusto de cada cual, al contrario que la trayectoria, que sí es mensurable mediante los estudios certificados, oposiciones ganadas, cargos desempeñados, publicaciones, currículo, escalafón, distinciones recibidas, etc., pero que sólo asegura el control de las variables de una parte del proceso de generar jurisprudencia.

A su vez, los seres humanos, sin exclusión de sus intervenciones profesionales, no se rigen solamente por normas escritas y, por claras que estas sean, actúan siempre y además en función de sus experiencias, pulsiones, ideologías, libre albedrío y quedando sometidos además a azares como la enfermedad, la pérdida de un ser querido, la debilidad por causa de estado amoroso o por lo que vieran en el Telediario la noche anterior.

Se sacude todo ello en la coctelera y nos encontramos entonces con que Don Salomón Cadenas Fuertes, presidente del tribunal, con merecida fama de varón de horca y cuchillo, y puesto en el cargo por quienes pudieron hacerlo en función precisamente de esa su supuesta idiosincrasia, tuvo la noche anterior uno de esos largos sueños dulces que a veces nos habitan y pasó el resto del día siguiente ¿a quién no le ha ocurrido alguna vez? en una nube de dulzura y de serena disposición hacia el prójimo. Su cantado voto a favor del degüello se convirtió en una abstención, para su propio pasmo y posterior flor de literatura jurídica, objeto de toda clase de corolarios, escolios y alabanzas de unos juristas y furibundas diatribas de otros a lo largo de los años sucesivos.

Don Justo Cívico y Dulce, surto al cargo por el cupo de la parcialidad contraria y varón de legendaria trayectoria de sensibilidad social, humanitarismo no de este mundo y de tolerancia más que cristiana, metáfisica, mil veces razonada en ponencias glosadas incluso en ámbitos internacionales, se encontró esa mañana con que su su hijo primogénito, perfecta carne de horca, le había sustraido las llaves del Audi la noche anterior, estampándolo contra una farola, había dado positivo en todas las hierbas que puedan crecer en una pradera y sin siquiera el consuelo que podría haberle proporcionado el darle cuatro gritos, hubo de hacerlo sacar de comisaría por la puerta de atrás apelando a los buenos oficios de un colega que le debía una. A la hora de votar, don Justo Cívico enmendó al alza al mismísimo Hammurabi y su pronunciamiento circuló esa noche por los cenáculos políticos y jurídicos como lo hubiera hecho la noticia de que la Madre Teresa regentaba un prostíbulo en sus ratos libres.

El resto de jurisconsultos, con su día mejor alineado con el contenido normal de sus conciencias, votaron lo que se les suponía y otro más, en procura siempre de su mayor serenidad curricular, y conocido por lo tanto por su legendaria tendencia a no irritar jamás a nadie, les irritó a todos engarbullando sus considerandos hasta tal punto que no le quedó otra que abstenerse, más que nada porque ya no podía salir por la puerta sin más, y no siendo este el voto que tenía contratado, lo que ya en sí mismo nunca deja de ser un escándalo, sin necesidad de más considerandos y otrosíes.

De resultas de todo el mejunje salió un pronunciamiento inesperado, objeto de declaraciones por parte de unos ya próximas a la barbarie y de otros acogido con estupefacto silencio y preceptivas declaraciones de exquisito respeto a la ley, mientas bailaban claqué en la intimidad.

Y daría la sensación de que cuantas veces volviera a repetirse el procedimiento de dictar jurisprudencia, una mala digestión, una intervención médica de urgencia, una lectura reveladora de última hora, un súbito desajuste de conciencia, una llamada a tiempo para cobrarse un favor, un inopinado ataque de independencia de cualquiera de los componentes, llevaría sucesivamente y como aquel que lanzara dados al aire a enunciar sucesivas decisiones opuestas, parigualmente mesuradas, justificadas, razonadas y encima, y esto sí que ya es lo último, igual de comprensibles para la mayoría y vendidas con el mismo desparpajo en el Telediario.

La antiabortista que le sufraga el aborto a la niña, el clérigo que le acaricia el escroto al monaguillo, el diputado de izquierdas que no le paga el sueldo a la filipina, el docente de ética que le explica a pie de bidé los flecos del temario a las alumnas merecedoras de ello, el virrey que viceroba, el entrenador que desentrena, el republicano reponedor de coronas, la zorra que vigila gallinas, el policía malo, el buen ladrón, el cristo con dos pistolas, el informador que desinforma, el sabedor que desconoce, el inspector de Hacienda sin IVA, el fabricante de los agujeros de los preservativos, el pirómano de la cuadrilla forestal, el ideólogo sin ideología, la vendedora de niños de misa diaria, el socialista que privatizó la fuente de su pueblo, el financiero privado que ramonea sustento público, el empresario con beneficios que despide a quienes se los producen, todos ellos, todo ello y todo este saco de comportamientos humanos contradictorios parecería que vinieran siempre a aportar su parte a la pesada cada vez que se toca a rebato para efectuarla, sublimándose el batiburrillo en hiperconcentrado caldo en cubitos que diera sus frutos de jugosos potajes en cada uno de los sucesivos estamentos llamados a pronunciarse sobre esto y sobre lo otro, estamentos que no están compuestos en definitiva más que a base de un porcentaje de gente común y otro nunca desdeñable de cada uno de los tipos descritos, igualmente común, pareciendo así que cada decisión, cada conclusión, cada dictamen, cada ucase y ¡hágase! estarían entretejidos y mediatizados por todo este barro de clientelaje debido, de contradicciones en términos, de componenda, de inconfesable servidumbre humana, de contesto porque no sé, de sé pero no contesto, de hago según y como, de hago porquemesaledeloscojones, de hago lo que me digan, de no pienso hacer, de deshago porque puedo y puedo y además porque no sabe usted bien quién soy yo, ciudadano Sancho. –Y devuelvan ahora mismo a este desharrapado a su celda, agentes–.

2 comentarios:

  1. Caffaratto, que et volia dir que el Barça, la meva família, els meus amics i jo estem molt contents perquè hagis titulat aquesta exactíssima preciositat que has escrit en català, dic essent tu madrileny, però que s'escriu "els setze jutges". Potser vas creure que només eren set els que es menjaven el fetge del penjat, i no, de vegades els jutges són més dels que sembla a primera vista. Mira el que he llegit a la xarxa:

    http://elforastero.blogalia.com/historias/29018

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  2. Gracias por el aviso del error en el título, Blogger se ha caído casi 20 horas y el comentario donde se me avisaba de él ha desaparecido, así como mi contestación. La corrección ya está subida.

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