La libertad, concepto abstracto donde los haya, se considera sin embargo un bien objetivo. Todo el pensamiento universal afirma que es algo preferible a la vida misma. Es decir, su valor de marca es altísimo, invaluable más bien, supera incluso al de la mismísima Apple Computer, Inc.
Comparte este podio olímpico con las ideas de Justicia, o de Amor, cada una con su mayúscula, y no habrá escritor o pensador que se atreva a poner seriamente y por escrito que cualquiera de ellas deba ser idealmente preterida por otros bienes de segundo orden, como por ejemplo, la riqueza.
Sin embargo hay un desajuste evidente entre lo que se dice y el cómo van efectivamente las cosas. Everybody knows..., como dejó escrito y cantado Leonardo Cohen en soberbia e iluminada canción, y hombre que acabó arruinado por amor, por cierto, arruinado de bolsillo quiero decir, lo que a cualquiera debiera honrar.
Existe otro bien, o incluso supuesto derecho, que desde luego no alcanza el idílico estatus moral de la tríada arriba mencionada, y más aún, cabría discutir si fuera un bien o menos, que es el trabajo, así en abstracto también, pero que es en definitiva padre y madre a la vez de todo cuanto poseemos (y valoramos) los seres humanos, tanto de lo tangible como de lo intangible, pues trabajo es moldear las cosas para usar y disfrutar de la existencia, pero trabajo es también pensar, conocer, procurarse alimento, cobijo, curarse, darse al arte mismo o aprender a escapar en lo posible a los estragos ciegos de la naturaleza.
Así que este bien indiscutible, mozo seguramente mas feo que las otras tres galanas, pero motor imprescindible para mantenerse en vida y, a su vez, para entrar en posesión de ellas, se convierte en el verdadero árbitro de la cuestión.
Sin el derecho al trabajo, no, sin el deber de llenar de contenido fáctico y real a este derecho, todo lo que se haya escrito sucesivamente en una constitución, en un ordenamiento jurídico, todo lo que digan unas parcialidades u otras de no importa dónde no será más que papel mojado y palabras al viento. Sin arbitrar todos los medios y recursos para convertirlo en tangible lo demás huelga, y con sangre lo estamos aprendiendo.
Y si por causa de esa belleza sin par que es la libertad, y para mejorarle todavía más el cutis, por ejemplo, se vacía de contenido a esa especie de opuesto/complementario suyo —una especie de ying y yang, para entendernos— que es el trabajo, los demás derechos tan primorosamente redactados con pluma de oca, buena caligrafía y con la punta de la lengua asomando acuciosa por la comisura de los labios, los demás, decía, empezando por el de obtener justicia, siguiendo por el de disfrutar de un hogar digno, continuando por el de la sanidad o el de cobrar pensiones, ayudas y así sucesivamente, quedarán en cascarones vacíos y se convertirán en una cruel irrisión, inútil siquiera ya para templar gaitas, y que no servirán finalmente más que para generar irritación, desafección y al cabo odio.
Así pues acaba resultando que ninguno de estos bienes resulta ser el absoluto, y lo mismo que para componer la materia real hace falta que la naturaleza eche unos cuantos quarks de cada tipo al perolo de lo posible, igual ocurre con las construcciones jurídicas y con los ingredientes necesarios para conseguir el funcionamiento adecuado de las sociedades de los hombres. Porque parece finalmente que los componentes deben de ir juntos y en cantidades determinadas, como en receta, y no en otras cualquiera, mucho de libertad y poco de trabajo, mucho de trabajo y nada de justicia, todo de justicia pero sin libertad..., resultará en un guiso incomestible, en brebaje que envenena o en una especie de versión cruel del juego de piedra, papel y tijera, un juego sin ganadores posibles, o peor todavía, un juego en el que siempre ganen los mismos, es decir, en el tipo de solución infalible para que el personal acabe arrojando el tablero y los trebejos al aire y se dé la vuelta indignado.
Con lo cual, si toda esta libertad económica sin límites y advenida ya a piedra clave del ordenamiento jurídico, lo que viene a traer, como parece, es el corolario indeseable de ausencia de justicia y de trabajo (con su cascada de daños irreparables –una generación perdida, por ejemplo– y disminuciones sucesivas de toda clase de otros derechos), no parece cosa del todo estúpida que la tribu se reúna en asamblea y se siente seriamente a pensar sobre cómo arreglar el asunto, que no podrá ser de otra manera que redistribuyendo los ingredientes en dosis diferentes, y que lo haga en el suelo de la Puerta del Sol de Madrid, por ejemplo, ya que ha quedado más que comprobado que los hechiceros y los notables a los que se paga generosamente para hacerlo por ellos han pasado por completo de su trabajo.
Y si los favorecidos por la actual distribución de ingredientes, cada vez menos en número, pero cada vez obteniendo mayor acopio de bienes en su beneficio exclusivo, y escamoteados por lo tanto al disfrute común, se enrocan cada vez más en sus privilegios llegando incluso al extremo de llamar a la rapacidad, a la codicia y al delito nada menos que libertad, no será ocioso suponer que más deprisa o más despacio haya que ir planteándose recorrer otra vez el camino en un orden más adecuado y siguiendo sus imperativos mojones: desesperación, indignación, insumisión, boicot, sublevación y, finalmente, revolución.
¡Salud, Puerta del Sol!
Y concluyo con una perla extraída de un tuiteo de una amiga, no sé si pescada por ella misma o que por ahí circula, pero firmada sin duda posible por Bertoldo Brecht, por más que atribuída a quien se le atribuye.
Junta Electoral de Madrid: la petición del voto responsable puede afectar al derecho de los ciudadanos al ejercicio del voto.
No ocurrirá lo mismo con la petición de voto irresponsable, imagino.
jueves, 19 de mayo de 2011
El señor Domingo.
Según la RAE, psicopatía (copio textualmente) es una anomalía psíquica por obra de la cual, a pesar de la integridad de las funciones perceptivas y mentales, se halla patológicamente alterada la conducta social del individuo que la padece.
Me vine a buscar la definición porque conversando hará un par de semanas con un amigo de toda la vida, calificó a un lejano conocido común de psicópata, y de seguido, y en uno de esos crescendos de mutuo acuerdo que se dan a veces entre las personas, fuimos añadiendo consideraciones sobre este tipo de comportamientos realimentándonos el uno al otro, en un raro y mutuo darnos la razón, y cuya sustancia vendría a ser la siguiente: un determinado porcentaje de la población padece de algún tipo de psicopatía que le nubla el juicio en sus interacciones con los demás y/o en la propia visión de lo que se es o respecto de la importancia que se otorga a sí mismo.
No siendo científicos, ni tan siquiera psicólogos, no sabíamos bien de que número estaríamos hablando, pero estimamos la idea de estar postulando algo así como un 3-5% de la población, debiendo tomarse pues el guarismo como una aproximación casi seguramente sin ningún valor de certeza, pero si útil para construir el cuadro expositivo.
De este porcentaje, otro porcentaje aún menor al anterior, el de individuos menos dotados para modificar el entorno a su favor, pero suficientemente volitivos, pasaría a alimentar una parte no despreciable del número de personas calificables como delincuentes mayores, individuos que en última instancia llegarían al delito grave o al de sangre en virtud del pleno desajuste de su conducta social.
Se explica mejor así: el psicópata desea el bien X, sea persona, circunstancia o cosa, y como no puedo obtenerlo por los cauces normales y carece además, en virtud de la dicha psicopatía, de los frenos sociales y morales estándar que sí retienen al común de la gente, y con el añadido de que la empatía hacia el prójimo es menor en ellos, toma la satisfacción por la vía rápida. Es decir, delinque, roba, actúa o mata en procura exclusiva del cumplimiento de la pulsión X que fuera.
Más sutiles y complicados son los casos en que estos psicópatas son personas de buena inteligencia y preparación, pues entonces su ámbito de actuación se amplía y su necesidad de “tomar” a su antojo el mundo y sus pompas la llevan a cabo con mucha mayor eficacia y éxito, llegando a o bordeando con frecuencia el campo de lo penal, sin casi nunca entrar en él, o incluso entrando de lleno, pero ya protegidos entonces por su acumulación de poder, de dinero, de influencias y, en resumen de intocabilidad, verdadera o figurada que sea.
Y se expresaría siempre esta psicopatía en relación con la obtención de poder, desde el mínimo que se puede alcanzar maltratando a un niño, al que se consigue haciendo lo mismo en el entorno privado de cada cual, sometiendo al cónyuge, a la familia o a los colegas y subordinados en el ámbito laboral y en de las relaciones sociales. Poderes en sí, emanados unos del primario y más elemental de la fuerza física y otros de la posición social, económica o laboral, ¡ah!, y no infrecuentemente con la aquiescencia de los usos de cada lugar o incluso de las leyes.
¿Quién no conoce a personas que constantemente ladran, chillan y amedrentan a todos aquellos sobre los que intuyen que tienen la más mínima posibilidad de obtener ventajas y sin que casi nadie se lo reproche, en virtud precisamente de esa fuerza y de ese poder ya alcanzados?
Y a mayor volición y carencia de frenos, mayor éxito alcanzan en su tarea. Así, el pequeño hombre que le ladra a su hijo o golpea a su esposa o a su madre, a la mínima oportunidad lo hará también con quien crea que pueda hacerlo y resulte que este le deje, y de sonreírle el éxito y de llegar finalmente al suspirado estatus de gran hombre, y de lograr no extralimitarse pasando al otro lado de lo que en cada estado de la sucesiva escala de poderes se considere como tolerable, gozará de una legión de subordinados a los que podrá aplicar (y mandar aplicar mediante psicópatas delegados y vicarios, que bien se aplicará en encontrar) el mismo método. Exigirá a sus subordinados sus mismos comportamientos, éstos a su vez a quienes tengan a su cargo y así sucesivamente. Y todos conocemos empresas, estamentos y toda suerte de entidades y figuras, e incluso de familias, que funcionan así. No son todas, no son la mayoría pero tampoco exactamente unas pocas. Y para dejarlo más claro aún, no se suicidarían los empleados de France Télécom si yo anduviera aquí exponiendo fantasías. Es totalmente correcto hablar de psicópatas y de las consecuencias terribles de sus acciones.
Con todo, los casos de personas de más éxito son los verdaderamente interesantes. Gentes que, amparadas en la para ellas bien afortunada carencia de escrúpulos y en su mínima o muy escasa empatía hacia los afectados por sus acciones, se yerguen, y sin duda que también a base de codos, de esfuerzo y de competencia personal, pero casi siempre por fuera de lo que el común entenderíamos por moralidad, hasta lograr escalar las partes más altas de las respectivas pirámides sociales en las que se desempeñen.
Así vistos los términos, la conclusión casi obligada de nuestra conversación fue alcanzar un acuerdo aproximado sobre la idea de que el porcentaje de psicópatas exitosos, en función de su mera personalidad, tendría necesariamente que ir aumentando gradualmente cuanto más alta fuera la posición social en la que se encontraran. Si la capacidad para pisar cuellos aunque moralmente mal vista por la mayoría del común, siquiera de boquilla, resulta que es efectivamente muy útil para auparse en la escala social –lo que difícilmente puede discutirse–, los psicópatas, es decir, los mejor dotados para esta tarea, como otros lo están para la natación, se encuentran gracias a su posesión en propiedad y disfrute de todo un verdadero nicho ecológico dejado en exclusividad para ellos.
Se puede concluir que si existe un 2% de psicópatas entre los carpinteros (por poner un ejemplo) todo lleva a pensar que debiera de haber porcentajes progresivamente mayores (de una u otra gravedad) entre los empresarios o profesionales de éxito, entre los grandes capitanes de industria, y más y más y sucesivamente entre altos militares, grandes políticos o grandes financieros y aún mucho más entre los dictadores, donde prácticamente ya se podría difuminar del todo la diferencia entre los dos términos y hablar de práctica homonimia, ¿dictador o psícopata?, es decir, discapacitados morales en definitiva... porque, ¿quién y cómo los distingue?, o por sus obras los asimilaremos, que no por capricho.
Y añado ahora una segunda consideración emparentada, pero de otra índole, surgida más tarde al hilo de otra conversación con una buena amiga. Me informaba de que X, un conocido común, y al que hacía años que ella no veía, y con ocasión de una reunión Y consistente en un festejo social menor al que X estaba atenido a acudir sin posibilidad de excusa, se comportó con una distancia, desapego, altanería y desprecio –en resumen–, hacia ella y otros asistentes, que le resultó muy chocante, por ser él (o haber sido siempre) persona de buenas maneras y con quien nunca había mediado roce alguno, y precisamente por ello me lo contaba, pues la raíz de lo que veníamos hablando también ella y yo era precisamente de la mera conversación anterior, psicopatías y poder.
Y vine a comentarle, bueno..., X, en resumen, que es juez de lo penal, camino de su cincuentena, ya en un buen lugar de su carrera profesional, individuo de gran voluntad, tesón y capacidad que ya dejó bien demostrados en su día estudiando y opositando con éxito como un verdadero galeote y que por posteriores detalles de su vida, que ella y yo conocíamos, dejó entrever que no era hombre de los de pararse en sentimentalismos, por decirlo suave, es, a efectos de lo que hablábamos, un perfecto ejemplo de aquellas personas que orbitan sólo alrededor de sí mismas, quitándole toda consideración a las de su alrededor, excepto a las que tengan por sus pares o como superiores obligados y solamente y a efectos de la prosperidad de su propia carrera, intereses, objetivos, etc. Es decir, ejemplo de aquellos siempre dispuestos a besarle la mano a la señora marquesa —a sus pies, excelencia— o a besarle el anillo al señor arzobispo, —reciba el testimonio de mi más rendida gratitud, eminencia—, y a darle una patada en el culo al compungido ujier de la primera y al sorprendido monago del segundo, es decir, reabundando y una vez más, discapacitados morales.
Y el último considerando antes de ir a desembocar a donde quiero llegar es que además los usos sociales, las prácticas empresariales y las profesionales marcan, y mucho, en lo psicológico, a quienes las practican. La profesión se profesa, pues, y profesar, RAE dixit y vuelvo a copiar textualmente, es sentir algún afecto, inclinación o interés, y perseverar voluntariamente en ellos.
La legendaria insensibilidad de parte de la clase médica por los padecimientos de los enfermos, la conocida altanería y toma de distancia de tantos jueces con respecto a su prójimo, la rapacidad de tantos comerciantes, lo expeditivo de ciertos usos policiales, siempre proscritos pero siempre inextirpables, y una larguísima lista que quiero concluir con las categorias últimas de los verdugos y de los grandes financieros (en este orden) atestiguan indudablemente los desarreglos psicológicos que acechan a las personas en el desempeño de profesiones de riesgo como las mencionadas (y muchas otras). Si un cierto porcentaje de quienes las practican padece además de ciertos grados de psicopatía añadiéndose a ello la circunstancia de tratarse de personas inteligentes y bien preparadas, la lista de daños a esperar de ellas nunca podrá ser pequeña.
Y desemboco finalmente en el caso del señor Domingo Strauss-Kahn, que es a donde quería llegar. Ayer la ministra Elena Salgado lo calificaba como hombre de caracter fuerte, lo que dentro de los usos diplomáticos es casi bordear la calificación, menos técnica, de mala bestia. Es de imaginarse que, avezada en esas lides y metida en esas harinas, no se trataría solamente de un desliz, y algo sabría de lo que hablaba.
Y ya venido aquí, el discurso final será sobre la intocabilidad, que ya mencioné más arriba. El cóctel de desprecio al prójimo, de obrar en exclusivo interés propio, de poder esgrimido, de carencia de empatía, de altanería, de pujanza económica y de exceso de volición lo bebe con frecuencia el encumbrado y no es infrecuente que se le convierta en tóxico o explosivo si la dosis se le escapa de las manos.
Paradigma de todo ello sería Silvio Berlusconi, cuyo poder le alcanza no sólo para quedar por encima de la ley sino incluso para mandar cambiarla. Le diferencia con el que hubiera podido ser su futuro colega estriba en que su dinero y poder son mucho mayores, tanto como para encubrir una existencia entera de rapacidad, una ejecutoria de estuprador, una vida entre prostitutas, como para hacer pasar por tontería menor ponerle los cuernos con los dedos a un mandatario extranjero o como para ¡literalmente! tocarle el culo en público a una mujer que pronunciaba a su lado un discurso, y todo ello sin que le ocurran absolutamente nada más que molestias y pleitos por cuyo buen fin paga.
Imagino que ilustrado por tan documentado manual de buenas costumbres y cumplidísimo Galateo de su vecino, el bueno del señor Domingo, vístose ya surto a la categoría de semidiós con su promisoria grandeur asociada, no fue capaz de medir oportunidad, lugar, legislación, capacidad de maniobra y vías de escape, la entidad verdadera de su poder (en definitiva vicario y no propio), el monto real de su dinero —sin comparación con el que posee Il Cavaliere— y, volitivo y caprino como carnero de Gredos, se lanzó derecho al despeñadero llevado en priápicas volandas por los imperiosos designios de su miembro viril, último y verdadero Thule este, a lo que se ve, y presuntamente, se comprende, de Monsieur le prochain Président, y al que muy bien podría reprocharle el Berlusca, —¿pero bueno, es que no podías habértela pagado, so memo?—.
¿Y por qué tienen siempre más suerte los franceses que los italianos para quitarse a sus monstruos de en medio?, ¿y cómo diablo es que casi siempre se libran al final de ellos, ¿y por qué no ardió París? Pues porque antes o después siempre les acaban ayudando los yanquis, miren ustedes qué leche.
Me vine a buscar la definición porque conversando hará un par de semanas con un amigo de toda la vida, calificó a un lejano conocido común de psicópata, y de seguido, y en uno de esos crescendos de mutuo acuerdo que se dan a veces entre las personas, fuimos añadiendo consideraciones sobre este tipo de comportamientos realimentándonos el uno al otro, en un raro y mutuo darnos la razón, y cuya sustancia vendría a ser la siguiente: un determinado porcentaje de la población padece de algún tipo de psicopatía que le nubla el juicio en sus interacciones con los demás y/o en la propia visión de lo que se es o respecto de la importancia que se otorga a sí mismo.
No siendo científicos, ni tan siquiera psicólogos, no sabíamos bien de que número estaríamos hablando, pero estimamos la idea de estar postulando algo así como un 3-5% de la población, debiendo tomarse pues el guarismo como una aproximación casi seguramente sin ningún valor de certeza, pero si útil para construir el cuadro expositivo.
De este porcentaje, otro porcentaje aún menor al anterior, el de individuos menos dotados para modificar el entorno a su favor, pero suficientemente volitivos, pasaría a alimentar una parte no despreciable del número de personas calificables como delincuentes mayores, individuos que en última instancia llegarían al delito grave o al de sangre en virtud del pleno desajuste de su conducta social.
Se explica mejor así: el psicópata desea el bien X, sea persona, circunstancia o cosa, y como no puedo obtenerlo por los cauces normales y carece además, en virtud de la dicha psicopatía, de los frenos sociales y morales estándar que sí retienen al común de la gente, y con el añadido de que la empatía hacia el prójimo es menor en ellos, toma la satisfacción por la vía rápida. Es decir, delinque, roba, actúa o mata en procura exclusiva del cumplimiento de la pulsión X que fuera.
Más sutiles y complicados son los casos en que estos psicópatas son personas de buena inteligencia y preparación, pues entonces su ámbito de actuación se amplía y su necesidad de “tomar” a su antojo el mundo y sus pompas la llevan a cabo con mucha mayor eficacia y éxito, llegando a o bordeando con frecuencia el campo de lo penal, sin casi nunca entrar en él, o incluso entrando de lleno, pero ya protegidos entonces por su acumulación de poder, de dinero, de influencias y, en resumen de intocabilidad, verdadera o figurada que sea.
Y se expresaría siempre esta psicopatía en relación con la obtención de poder, desde el mínimo que se puede alcanzar maltratando a un niño, al que se consigue haciendo lo mismo en el entorno privado de cada cual, sometiendo al cónyuge, a la familia o a los colegas y subordinados en el ámbito laboral y en de las relaciones sociales. Poderes en sí, emanados unos del primario y más elemental de la fuerza física y otros de la posición social, económica o laboral, ¡ah!, y no infrecuentemente con la aquiescencia de los usos de cada lugar o incluso de las leyes.
¿Quién no conoce a personas que constantemente ladran, chillan y amedrentan a todos aquellos sobre los que intuyen que tienen la más mínima posibilidad de obtener ventajas y sin que casi nadie se lo reproche, en virtud precisamente de esa fuerza y de ese poder ya alcanzados?
Y a mayor volición y carencia de frenos, mayor éxito alcanzan en su tarea. Así, el pequeño hombre que le ladra a su hijo o golpea a su esposa o a su madre, a la mínima oportunidad lo hará también con quien crea que pueda hacerlo y resulte que este le deje, y de sonreírle el éxito y de llegar finalmente al suspirado estatus de gran hombre, y de lograr no extralimitarse pasando al otro lado de lo que en cada estado de la sucesiva escala de poderes se considere como tolerable, gozará de una legión de subordinados a los que podrá aplicar (y mandar aplicar mediante psicópatas delegados y vicarios, que bien se aplicará en encontrar) el mismo método. Exigirá a sus subordinados sus mismos comportamientos, éstos a su vez a quienes tengan a su cargo y así sucesivamente. Y todos conocemos empresas, estamentos y toda suerte de entidades y figuras, e incluso de familias, que funcionan así. No son todas, no son la mayoría pero tampoco exactamente unas pocas. Y para dejarlo más claro aún, no se suicidarían los empleados de France Télécom si yo anduviera aquí exponiendo fantasías. Es totalmente correcto hablar de psicópatas y de las consecuencias terribles de sus acciones.
Con todo, los casos de personas de más éxito son los verdaderamente interesantes. Gentes que, amparadas en la para ellas bien afortunada carencia de escrúpulos y en su mínima o muy escasa empatía hacia los afectados por sus acciones, se yerguen, y sin duda que también a base de codos, de esfuerzo y de competencia personal, pero casi siempre por fuera de lo que el común entenderíamos por moralidad, hasta lograr escalar las partes más altas de las respectivas pirámides sociales en las que se desempeñen.
Así vistos los términos, la conclusión casi obligada de nuestra conversación fue alcanzar un acuerdo aproximado sobre la idea de que el porcentaje de psicópatas exitosos, en función de su mera personalidad, tendría necesariamente que ir aumentando gradualmente cuanto más alta fuera la posición social en la que se encontraran. Si la capacidad para pisar cuellos aunque moralmente mal vista por la mayoría del común, siquiera de boquilla, resulta que es efectivamente muy útil para auparse en la escala social –lo que difícilmente puede discutirse–, los psicópatas, es decir, los mejor dotados para esta tarea, como otros lo están para la natación, se encuentran gracias a su posesión en propiedad y disfrute de todo un verdadero nicho ecológico dejado en exclusividad para ellos.
Se puede concluir que si existe un 2% de psicópatas entre los carpinteros (por poner un ejemplo) todo lleva a pensar que debiera de haber porcentajes progresivamente mayores (de una u otra gravedad) entre los empresarios o profesionales de éxito, entre los grandes capitanes de industria, y más y más y sucesivamente entre altos militares, grandes políticos o grandes financieros y aún mucho más entre los dictadores, donde prácticamente ya se podría difuminar del todo la diferencia entre los dos términos y hablar de práctica homonimia, ¿dictador o psícopata?, es decir, discapacitados morales en definitiva... porque, ¿quién y cómo los distingue?, o por sus obras los asimilaremos, que no por capricho.
Y añado ahora una segunda consideración emparentada, pero de otra índole, surgida más tarde al hilo de otra conversación con una buena amiga. Me informaba de que X, un conocido común, y al que hacía años que ella no veía, y con ocasión de una reunión Y consistente en un festejo social menor al que X estaba atenido a acudir sin posibilidad de excusa, se comportó con una distancia, desapego, altanería y desprecio –en resumen–, hacia ella y otros asistentes, que le resultó muy chocante, por ser él (o haber sido siempre) persona de buenas maneras y con quien nunca había mediado roce alguno, y precisamente por ello me lo contaba, pues la raíz de lo que veníamos hablando también ella y yo era precisamente de la mera conversación anterior, psicopatías y poder.
Y vine a comentarle, bueno..., X, en resumen, que es juez de lo penal, camino de su cincuentena, ya en un buen lugar de su carrera profesional, individuo de gran voluntad, tesón y capacidad que ya dejó bien demostrados en su día estudiando y opositando con éxito como un verdadero galeote y que por posteriores detalles de su vida, que ella y yo conocíamos, dejó entrever que no era hombre de los de pararse en sentimentalismos, por decirlo suave, es, a efectos de lo que hablábamos, un perfecto ejemplo de aquellas personas que orbitan sólo alrededor de sí mismas, quitándole toda consideración a las de su alrededor, excepto a las que tengan por sus pares o como superiores obligados y solamente y a efectos de la prosperidad de su propia carrera, intereses, objetivos, etc. Es decir, ejemplo de aquellos siempre dispuestos a besarle la mano a la señora marquesa —a sus pies, excelencia— o a besarle el anillo al señor arzobispo, —reciba el testimonio de mi más rendida gratitud, eminencia—, y a darle una patada en el culo al compungido ujier de la primera y al sorprendido monago del segundo, es decir, reabundando y una vez más, discapacitados morales.
Y el último considerando antes de ir a desembocar a donde quiero llegar es que además los usos sociales, las prácticas empresariales y las profesionales marcan, y mucho, en lo psicológico, a quienes las practican. La profesión se profesa, pues, y profesar, RAE dixit y vuelvo a copiar textualmente, es sentir algún afecto, inclinación o interés, y perseverar voluntariamente en ellos.
La legendaria insensibilidad de parte de la clase médica por los padecimientos de los enfermos, la conocida altanería y toma de distancia de tantos jueces con respecto a su prójimo, la rapacidad de tantos comerciantes, lo expeditivo de ciertos usos policiales, siempre proscritos pero siempre inextirpables, y una larguísima lista que quiero concluir con las categorias últimas de los verdugos y de los grandes financieros (en este orden) atestiguan indudablemente los desarreglos psicológicos que acechan a las personas en el desempeño de profesiones de riesgo como las mencionadas (y muchas otras). Si un cierto porcentaje de quienes las practican padece además de ciertos grados de psicopatía añadiéndose a ello la circunstancia de tratarse de personas inteligentes y bien preparadas, la lista de daños a esperar de ellas nunca podrá ser pequeña.
Y desemboco finalmente en el caso del señor Domingo Strauss-Kahn, que es a donde quería llegar. Ayer la ministra Elena Salgado lo calificaba como hombre de caracter fuerte, lo que dentro de los usos diplomáticos es casi bordear la calificación, menos técnica, de mala bestia. Es de imaginarse que, avezada en esas lides y metida en esas harinas, no se trataría solamente de un desliz, y algo sabría de lo que hablaba.
Y ya venido aquí, el discurso final será sobre la intocabilidad, que ya mencioné más arriba. El cóctel de desprecio al prójimo, de obrar en exclusivo interés propio, de poder esgrimido, de carencia de empatía, de altanería, de pujanza económica y de exceso de volición lo bebe con frecuencia el encumbrado y no es infrecuente que se le convierta en tóxico o explosivo si la dosis se le escapa de las manos.
Paradigma de todo ello sería Silvio Berlusconi, cuyo poder le alcanza no sólo para quedar por encima de la ley sino incluso para mandar cambiarla. Le diferencia con el que hubiera podido ser su futuro colega estriba en que su dinero y poder son mucho mayores, tanto como para encubrir una existencia entera de rapacidad, una ejecutoria de estuprador, una vida entre prostitutas, como para hacer pasar por tontería menor ponerle los cuernos con los dedos a un mandatario extranjero o como para ¡literalmente! tocarle el culo en público a una mujer que pronunciaba a su lado un discurso, y todo ello sin que le ocurran absolutamente nada más que molestias y pleitos por cuyo buen fin paga.
Imagino que ilustrado por tan documentado manual de buenas costumbres y cumplidísimo Galateo de su vecino, el bueno del señor Domingo, vístose ya surto a la categoría de semidiós con su promisoria grandeur asociada, no fue capaz de medir oportunidad, lugar, legislación, capacidad de maniobra y vías de escape, la entidad verdadera de su poder (en definitiva vicario y no propio), el monto real de su dinero —sin comparación con el que posee Il Cavaliere— y, volitivo y caprino como carnero de Gredos, se lanzó derecho al despeñadero llevado en priápicas volandas por los imperiosos designios de su miembro viril, último y verdadero Thule este, a lo que se ve, y presuntamente, se comprende, de Monsieur le prochain Président, y al que muy bien podría reprocharle el Berlusca, —¿pero bueno, es que no podías habértela pagado, so memo?—.
¿Y por qué tienen siempre más suerte los franceses que los italianos para quitarse a sus monstruos de en medio?, ¿y cómo diablo es que casi siempre se libran al final de ellos, ¿y por qué no ardió París? Pues porque antes o después siempre les acaban ayudando los yanquis, miren ustedes qué leche.
viernes, 13 de mayo de 2011
Vale, hijo, vale...
Esta pobre Europa nuestra... vaya piltrafa o asociación moralmente desestructurada, como si fuera de comerciantes, o plantadores.
Remeda un poco a una familia de esas ya estandarizadas en las que que se les pregunta continuo y democráticamente a los niños si mañana prefieren para comer un rico bollo con Nocilla, nata y sirope o si berenjena y filete, si les compramos las zapatillas de marca o unas alpargatas de la cordelería (si es que cordelerías quedaran), si los llevamos al Museo Lázaro Galdiano o a conocer a Goofy y al Pato Donald a Disneylandia, si les regalamos un aifoún cuatrogé para ir al cole o si se apañan con el Nokia de hace tres años que cambió su hermano, y que si vienes a ver a la abuela o no, anda, hijo, dime qué prefieres... –Es que cuando da besos, pincha, jo, papi... y cuenta siempre los mismos cuentos... prefiero quedarme jugando con la consola, ¿vale papi?–, –Vale, hijo, vale–.
Y así otros mil dilemas a resolver, con su mejor criterio, angelitos.
Y a base de gustos y gastos las cosas acaban más o menos así: –Oye María, que no llegamos a fin de mes... ¿le pedimos un crédito al FMI?–, –Pfff, tú verás, te dirán que cambies el BMW por un Ibiza... ¡No jodas!... ¡qué espanto!, ¡peor que a subsaharianos, peor que a extracomunitarios nos tratan!, ¡y toda la culpa de Zapatero, que mira cómo lleva a esas hijas, el cerdo!
Y siguiendo con el símil, le preguntaría hoy Micer Polo al chaval, –¿Marco, hijo, te apetece venirte conmigo para Tierra Santa y el Catayo, o te quedas con tu madre guardando el almacén y probándote las telas?–, –Jooo, papi, que estoy cansado, mejor en casa que en el almacén, ¿vale?–, –Vale, hijo, vale–.
–¿Te importa si me salgo de Schengen, papi, que tengo dos partidos xenófobos a los que invitar esta tarde para formar mayoría?, ¿eh, puedo?, sólo será unos meses, sólo cincuenta o sesenta millones de euros, si no es nada... andaaa, porfaaa, papi–, –Vale, hijo, vale–.
–Oye, tío, que si me desapunto unos años del Euro ¿tú crees que le importará mucho a la abuela Ánguela, tu crees que sí puedo?–, –Vale, hijo, vale–.
–Oye, de tú a tú, que ya soy mayor de edad, ¿si no recojo unos náufragos y me hago el sueco, tú crees que le va a importar a alguien, tú crees que puedo, eh, puedo, que me hace ilu?–, –Vale, hijo, vale–.
–Oye, papi, y si nos vamos a bombardear Libia con los aviones nuevos que tenemos, ¿tú crees que se enfadarán los rusos y los chinos?, ¿podríamos mirar a ver?..., sería guay darle en la cresta al beduino.–, –Vale, hijo, vale–.
–Oye y si cuando se echen los moritos al agua, que no aguantan nada, no les dejamos que lleguen a tierra, ¿tú crees que se enfadaría alguien?–, –Sí, hijo, sí, los daneses, en cuanto se les pase, que total, ahí nunca llegan las pateras, pero si te apetece, pues vale, hijo, vale–.
Remeda un poco a una familia de esas ya estandarizadas en las que que se les pregunta continuo y democráticamente a los niños si mañana prefieren para comer un rico bollo con Nocilla, nata y sirope o si berenjena y filete, si les compramos las zapatillas de marca o unas alpargatas de la cordelería (si es que cordelerías quedaran), si los llevamos al Museo Lázaro Galdiano o a conocer a Goofy y al Pato Donald a Disneylandia, si les regalamos un aifoún cuatrogé para ir al cole o si se apañan con el Nokia de hace tres años que cambió su hermano, y que si vienes a ver a la abuela o no, anda, hijo, dime qué prefieres... –Es que cuando da besos, pincha, jo, papi... y cuenta siempre los mismos cuentos... prefiero quedarme jugando con la consola, ¿vale papi?–, –Vale, hijo, vale–.
Y así otros mil dilemas a resolver, con su mejor criterio, angelitos.
Y a base de gustos y gastos las cosas acaban más o menos así: –Oye María, que no llegamos a fin de mes... ¿le pedimos un crédito al FMI?–, –Pfff, tú verás, te dirán que cambies el BMW por un Ibiza... ¡No jodas!... ¡qué espanto!, ¡peor que a subsaharianos, peor que a extracomunitarios nos tratan!, ¡y toda la culpa de Zapatero, que mira cómo lleva a esas hijas, el cerdo!
Y siguiendo con el símil, le preguntaría hoy Micer Polo al chaval, –¿Marco, hijo, te apetece venirte conmigo para Tierra Santa y el Catayo, o te quedas con tu madre guardando el almacén y probándote las telas?–, –Jooo, papi, que estoy cansado, mejor en casa que en el almacén, ¿vale?–, –Vale, hijo, vale–.
–¿Te importa si me salgo de Schengen, papi, que tengo dos partidos xenófobos a los que invitar esta tarde para formar mayoría?, ¿eh, puedo?, sólo será unos meses, sólo cincuenta o sesenta millones de euros, si no es nada... andaaa, porfaaa, papi–, –Vale, hijo, vale–.
–Oye, tío, que si me desapunto unos años del Euro ¿tú crees que le importará mucho a la abuela Ánguela, tu crees que sí puedo?–, –Vale, hijo, vale–.
–Oye, de tú a tú, que ya soy mayor de edad, ¿si no recojo unos náufragos y me hago el sueco, tú crees que le va a importar a alguien, tú crees que puedo, eh, puedo, que me hace ilu?–, –Vale, hijo, vale–.
–Oye, papi, y si nos vamos a bombardear Libia con los aviones nuevos que tenemos, ¿tú crees que se enfadarán los rusos y los chinos?, ¿podríamos mirar a ver?..., sería guay darle en la cresta al beduino.–, –Vale, hijo, vale–.
–Oye y si cuando se echen los moritos al agua, que no aguantan nada, no les dejamos que lleguen a tierra, ¿tú crees que se enfadaría alguien?–, –Sí, hijo, sí, los daneses, en cuanto se les pase, que total, ahí nunca llegan las pateras, pero si te apetece, pues vale, hijo, vale–.
miércoles, 11 de mayo de 2011
Bildu, o els setze jutges
La ley poco tiene que ver con la justicia. La justicia no es más que un concepto abstracto que habita en la cabeza de cada cual y cuyos códigos, no escritos, sólo intuidos, interpretamos al gusto. Para unos se resumiría en la ley del talión, para otros en un confuso pietismo, para otros en un simple mecanismo de higiénica autoprotección, y así...
Las leyes, en cambio, son el resultado de una serie de transacciones y acuerdos ideados y consensuados para resolver situaciones y que establecen los habilitados para ello en cada sociedad humana durando las mismas el tiempo justo que se necesita para alcanzar otros nuevos consensos. Cambian las leyes como las normas de ingeniería, cualquier ojeada hacia una, dos, tres generaciones atrás dejará ver que un cuerpo de leyes tiene la misma vigencia o esperanza de vida que los materiales que se fueron usando sucesivamente para fabricar cables, armarios o cañerías.
El aborto, el divorcio, el adulterio, la blasfemia, el estupro, el robo, el hurto han pasado en el corto tiempo de mi existencia por muy diferentes estatus jurídicos, unos, delitos que dejaron de serlo, otros, muchos más severamente penados, otros ya, sin calificación legal, conductas habituales convertidas en delito, como darle un cachete a un niño o figuras nuevas, como el acoso laboral, y cuantos demás ejemplos desee añadir el lector, que todos los conocemos.
Dentro de esta zarabanda necesaria el sistema legal no tiene otra que buscar una cierta completitud y no contradicción entre sus normas, organizadas a su vez jerárquicamente. Si una norma de categoría superior dice una cosa, otra de categoría inferior no puede enmendarla, para poderlo hacer ha de cambiarse esa norma superior, y a continuación las inferiores afectadas por el cambio. Los tribunales constitucionales de cada lugar, o sus equivalentes, hacen este trabajo de interpretación de la normativa para evitar los choques entre unas y otras según se van produciendo los casos de colisión y los resultados que alcanzan son de obligado cumplimiento, sin duda, pero su sometimiento a razón y no digamos a justicia, todas ellas abstracciones y tantas como puntos de vista, es evidentemente imposible.
Puede una persona tener ochenta años, y muchas otras, dada dicha edad, estarían tentadas a decir que su irreductible oposición al aborto se debe a que nació en otro tiempo. Pero con igual legitimidad puede una quienceañera sustentar la misma opinión. Igual vale al revés, se puede ser pro abortista, o pro eutanasia, teniendo lo mismo noventa años que venticinco. Convivimos todos con infinitas visiones del mundo. Pero una buena mayoría opinaría sin duda que cualquiera de las personas mencionadas arriba si matara a otra que expresa la idea contraria debería de ser penada. Ya... ¿y por cuántos años? ¿doce, dieciocho, veinticinco, cuarenta, cadena perpetua..., que indemnice, que se redima trabajando, que la pena la imponga el hijo del muerto, pena de garrote, ejecución pública, horca...? Pues bien, todas ellas las hemos visto en el corto desfilar de 100 años.
En los casos más sencillos las resoluciones son fáciles. Sean cuales sean las ideas de cada lector o las mías sobre lo que sea estar borracho, la ley establece a unos efectos y otros diferentes cantidades de alcohol mensurables mediante el uso de aparatos estandarizados cuyo juicio, no, cuyo guarismo, salvo defecto del aparato medidor, se considera inapelable. Que unas personas aguantan el cuádruple de alcohol que otras sin sufrir efectos visibles en su comportamiento, no dejando de ser verdad, no se considera a efectos legales por causa de la imposibilidad de su medición, y ya está.
Para otras cuestiones, hoy el asunto Bildu, en unas semanas cualquier otro, y no existiendo tampoco método de medida razonable para concluir a partir de intenciones manifiestas, y no digamos ya si no manifiestas, o en ausencia de hechos, y como los ordenadores no tienen discernimiento y no es posible alcanzar un resultado aplicando una fórmula conocida, lo que sería con mucho lo más fácil, esta labor la realizan los intérpretes habilitados para ello, personas a las que se les supone el criterio profesional, la trayectoria y la sabiduría suficientes para desempeñar tan compleja labor.
Ocurre que el criterio y la sabiduría son una vez más conceptos abstractos, no medibles más que por el libre gusto de cada cual, al contrario que la trayectoria, que sí es mensurable mediante los estudios certificados, oposiciones ganadas, cargos desempeñados, publicaciones, currículo, escalafón, distinciones recibidas, etc., pero que sólo asegura el control de las variables de una parte del proceso de generar jurisprudencia.
A su vez, los seres humanos, sin exclusión de sus intervenciones profesionales, no se rigen solamente por normas escritas y, por claras que estas sean, actúan siempre y además en función de sus experiencias, pulsiones, ideologías, libre albedrío y quedando sometidos además a azares como la enfermedad, la pérdida de un ser querido, la debilidad por causa de estado amoroso o por lo que vieran en el Telediario la noche anterior.
Se sacude todo ello en la coctelera y nos encontramos entonces con que Don Salomón Cadenas Fuertes, presidente del tribunal, con merecida fama de varón de horca y cuchillo, y puesto en el cargo por quienes pudieron hacerlo en función precisamente de esa su supuesta idiosincrasia, tuvo la noche anterior uno de esos largos sueños dulces que a veces nos habitan y pasó el resto del día siguiente ¿a quién no le ha ocurrido alguna vez? en una nube de dulzura y de serena disposición hacia el prójimo. Su cantado voto a favor del degüello se convirtió en una abstención, para su propio pasmo y posterior flor de literatura jurídica, objeto de toda clase de corolarios, escolios y alabanzas de unos juristas y furibundas diatribas de otros a lo largo de los años sucesivos.
Don Justo Cívico y Dulce, surto al cargo por el cupo de la parcialidad contraria y varón de legendaria trayectoria de sensibilidad social, humanitarismo no de este mundo y de tolerancia más que cristiana, metáfisica, mil veces razonada en ponencias glosadas incluso en ámbitos internacionales, se encontró esa mañana con que su su hijo primogénito, perfecta carne de horca, le había sustraido las llaves del Audi la noche anterior, estampándolo contra una farola, había dado positivo en todas las hierbas que puedan crecer en una pradera y sin siquiera el consuelo que podría haberle proporcionado el darle cuatro gritos, hubo de hacerlo sacar de comisaría por la puerta de atrás apelando a los buenos oficios de un colega que le debía una. A la hora de votar, don Justo Cívico enmendó al alza al mismísimo Hammurabi y su pronunciamiento circuló esa noche por los cenáculos políticos y jurídicos como lo hubiera hecho la noticia de que la Madre Teresa regentaba un prostíbulo en sus ratos libres.
El resto de jurisconsultos, con su día mejor alineado con el contenido normal de sus conciencias, votaron lo que se les suponía y otro más, en procura siempre de su mayor serenidad curricular, y conocido por lo tanto por su legendaria tendencia a no irritar jamás a nadie, les irritó a todos engarbullando sus considerandos hasta tal punto que no le quedó otra que abstenerse, más que nada porque ya no podía salir por la puerta sin más, y no siendo este el voto que tenía contratado, lo que ya en sí mismo nunca deja de ser un escándalo, sin necesidad de más considerandos y otrosíes.
De resultas de todo el mejunje salió un pronunciamiento inesperado, objeto de declaraciones por parte de unos ya próximas a la barbarie y de otros acogido con estupefacto silencio y preceptivas declaraciones de exquisito respeto a la ley, mientas bailaban claqué en la intimidad.
Y daría la sensación de que cuantas veces volviera a repetirse el procedimiento de dictar jurisprudencia, una mala digestión, una intervención médica de urgencia, una lectura reveladora de última hora, un súbito desajuste de conciencia, una llamada a tiempo para cobrarse un favor, un inopinado ataque de independencia de cualquiera de los componentes, llevaría sucesivamente y como aquel que lanzara dados al aire a enunciar sucesivas decisiones opuestas, parigualmente mesuradas, justificadas, razonadas y encima, y esto sí que ya es lo último, igual de comprensibles para la mayoría y vendidas con el mismo desparpajo en el Telediario.
La antiabortista que le sufraga el aborto a la niña, el clérigo que le acaricia el escroto al monaguillo, el diputado de izquierdas que no le paga el sueldo a la filipina, el docente de ética que le explica a pie de bidé los flecos del temario a las alumnas merecedoras de ello, el virrey que viceroba, el entrenador que desentrena, el republicano reponedor de coronas, la zorra que vigila gallinas, el policía malo, el buen ladrón, el cristo con dos pistolas, el informador que desinforma, el sabedor que desconoce, el inspector de Hacienda sin IVA, el fabricante de los agujeros de los preservativos, el pirómano de la cuadrilla forestal, el ideólogo sin ideología, la vendedora de niños de misa diaria, el socialista que privatizó la fuente de su pueblo, el financiero privado que ramonea sustento público, el empresario con beneficios que despide a quienes se los producen, todos ellos, todo ello y todo este saco de comportamientos humanos contradictorios parecería que vinieran siempre a aportar su parte a la pesada cada vez que se toca a rebato para efectuarla, sublimándose el batiburrillo en hiperconcentrado caldo en cubitos que diera sus frutos de jugosos potajes en cada uno de los sucesivos estamentos llamados a pronunciarse sobre esto y sobre lo otro, estamentos que no están compuestos en definitiva más que a base de un porcentaje de gente común y otro nunca desdeñable de cada uno de los tipos descritos, igualmente común, pareciendo así que cada decisión, cada conclusión, cada dictamen, cada ucase y ¡hágase! estarían entretejidos y mediatizados por todo este barro de clientelaje debido, de contradicciones en términos, de componenda, de inconfesable servidumbre humana, de contesto porque no sé, de sé pero no contesto, de hago según y como, de hago porquemesaledeloscojones, de hago lo que me digan, de no pienso hacer, de deshago porque puedo y puedo y además porque no sabe usted bien quién soy yo, ciudadano Sancho. –Y devuelvan ahora mismo a este desharrapado a su celda, agentes–.
Las leyes, en cambio, son el resultado de una serie de transacciones y acuerdos ideados y consensuados para resolver situaciones y que establecen los habilitados para ello en cada sociedad humana durando las mismas el tiempo justo que se necesita para alcanzar otros nuevos consensos. Cambian las leyes como las normas de ingeniería, cualquier ojeada hacia una, dos, tres generaciones atrás dejará ver que un cuerpo de leyes tiene la misma vigencia o esperanza de vida que los materiales que se fueron usando sucesivamente para fabricar cables, armarios o cañerías.
El aborto, el divorcio, el adulterio, la blasfemia, el estupro, el robo, el hurto han pasado en el corto tiempo de mi existencia por muy diferentes estatus jurídicos, unos, delitos que dejaron de serlo, otros, muchos más severamente penados, otros ya, sin calificación legal, conductas habituales convertidas en delito, como darle un cachete a un niño o figuras nuevas, como el acoso laboral, y cuantos demás ejemplos desee añadir el lector, que todos los conocemos.
Dentro de esta zarabanda necesaria el sistema legal no tiene otra que buscar una cierta completitud y no contradicción entre sus normas, organizadas a su vez jerárquicamente. Si una norma de categoría superior dice una cosa, otra de categoría inferior no puede enmendarla, para poderlo hacer ha de cambiarse esa norma superior, y a continuación las inferiores afectadas por el cambio. Los tribunales constitucionales de cada lugar, o sus equivalentes, hacen este trabajo de interpretación de la normativa para evitar los choques entre unas y otras según se van produciendo los casos de colisión y los resultados que alcanzan son de obligado cumplimiento, sin duda, pero su sometimiento a razón y no digamos a justicia, todas ellas abstracciones y tantas como puntos de vista, es evidentemente imposible.
Puede una persona tener ochenta años, y muchas otras, dada dicha edad, estarían tentadas a decir que su irreductible oposición al aborto se debe a que nació en otro tiempo. Pero con igual legitimidad puede una quienceañera sustentar la misma opinión. Igual vale al revés, se puede ser pro abortista, o pro eutanasia, teniendo lo mismo noventa años que venticinco. Convivimos todos con infinitas visiones del mundo. Pero una buena mayoría opinaría sin duda que cualquiera de las personas mencionadas arriba si matara a otra que expresa la idea contraria debería de ser penada. Ya... ¿y por cuántos años? ¿doce, dieciocho, veinticinco, cuarenta, cadena perpetua..., que indemnice, que se redima trabajando, que la pena la imponga el hijo del muerto, pena de garrote, ejecución pública, horca...? Pues bien, todas ellas las hemos visto en el corto desfilar de 100 años.
En los casos más sencillos las resoluciones son fáciles. Sean cuales sean las ideas de cada lector o las mías sobre lo que sea estar borracho, la ley establece a unos efectos y otros diferentes cantidades de alcohol mensurables mediante el uso de aparatos estandarizados cuyo juicio, no, cuyo guarismo, salvo defecto del aparato medidor, se considera inapelable. Que unas personas aguantan el cuádruple de alcohol que otras sin sufrir efectos visibles en su comportamiento, no dejando de ser verdad, no se considera a efectos legales por causa de la imposibilidad de su medición, y ya está.
Para otras cuestiones, hoy el asunto Bildu, en unas semanas cualquier otro, y no existiendo tampoco método de medida razonable para concluir a partir de intenciones manifiestas, y no digamos ya si no manifiestas, o en ausencia de hechos, y como los ordenadores no tienen discernimiento y no es posible alcanzar un resultado aplicando una fórmula conocida, lo que sería con mucho lo más fácil, esta labor la realizan los intérpretes habilitados para ello, personas a las que se les supone el criterio profesional, la trayectoria y la sabiduría suficientes para desempeñar tan compleja labor.
Ocurre que el criterio y la sabiduría son una vez más conceptos abstractos, no medibles más que por el libre gusto de cada cual, al contrario que la trayectoria, que sí es mensurable mediante los estudios certificados, oposiciones ganadas, cargos desempeñados, publicaciones, currículo, escalafón, distinciones recibidas, etc., pero que sólo asegura el control de las variables de una parte del proceso de generar jurisprudencia.
A su vez, los seres humanos, sin exclusión de sus intervenciones profesionales, no se rigen solamente por normas escritas y, por claras que estas sean, actúan siempre y además en función de sus experiencias, pulsiones, ideologías, libre albedrío y quedando sometidos además a azares como la enfermedad, la pérdida de un ser querido, la debilidad por causa de estado amoroso o por lo que vieran en el Telediario la noche anterior.
Se sacude todo ello en la coctelera y nos encontramos entonces con que Don Salomón Cadenas Fuertes, presidente del tribunal, con merecida fama de varón de horca y cuchillo, y puesto en el cargo por quienes pudieron hacerlo en función precisamente de esa su supuesta idiosincrasia, tuvo la noche anterior uno de esos largos sueños dulces que a veces nos habitan y pasó el resto del día siguiente ¿a quién no le ha ocurrido alguna vez? en una nube de dulzura y de serena disposición hacia el prójimo. Su cantado voto a favor del degüello se convirtió en una abstención, para su propio pasmo y posterior flor de literatura jurídica, objeto de toda clase de corolarios, escolios y alabanzas de unos juristas y furibundas diatribas de otros a lo largo de los años sucesivos.
Don Justo Cívico y Dulce, surto al cargo por el cupo de la parcialidad contraria y varón de legendaria trayectoria de sensibilidad social, humanitarismo no de este mundo y de tolerancia más que cristiana, metáfisica, mil veces razonada en ponencias glosadas incluso en ámbitos internacionales, se encontró esa mañana con que su su hijo primogénito, perfecta carne de horca, le había sustraido las llaves del Audi la noche anterior, estampándolo contra una farola, había dado positivo en todas las hierbas que puedan crecer en una pradera y sin siquiera el consuelo que podría haberle proporcionado el darle cuatro gritos, hubo de hacerlo sacar de comisaría por la puerta de atrás apelando a los buenos oficios de un colega que le debía una. A la hora de votar, don Justo Cívico enmendó al alza al mismísimo Hammurabi y su pronunciamiento circuló esa noche por los cenáculos políticos y jurídicos como lo hubiera hecho la noticia de que la Madre Teresa regentaba un prostíbulo en sus ratos libres.
El resto de jurisconsultos, con su día mejor alineado con el contenido normal de sus conciencias, votaron lo que se les suponía y otro más, en procura siempre de su mayor serenidad curricular, y conocido por lo tanto por su legendaria tendencia a no irritar jamás a nadie, les irritó a todos engarbullando sus considerandos hasta tal punto que no le quedó otra que abstenerse, más que nada porque ya no podía salir por la puerta sin más, y no siendo este el voto que tenía contratado, lo que ya en sí mismo nunca deja de ser un escándalo, sin necesidad de más considerandos y otrosíes.
De resultas de todo el mejunje salió un pronunciamiento inesperado, objeto de declaraciones por parte de unos ya próximas a la barbarie y de otros acogido con estupefacto silencio y preceptivas declaraciones de exquisito respeto a la ley, mientas bailaban claqué en la intimidad.
Y daría la sensación de que cuantas veces volviera a repetirse el procedimiento de dictar jurisprudencia, una mala digestión, una intervención médica de urgencia, una lectura reveladora de última hora, un súbito desajuste de conciencia, una llamada a tiempo para cobrarse un favor, un inopinado ataque de independencia de cualquiera de los componentes, llevaría sucesivamente y como aquel que lanzara dados al aire a enunciar sucesivas decisiones opuestas, parigualmente mesuradas, justificadas, razonadas y encima, y esto sí que ya es lo último, igual de comprensibles para la mayoría y vendidas con el mismo desparpajo en el Telediario.
La antiabortista que le sufraga el aborto a la niña, el clérigo que le acaricia el escroto al monaguillo, el diputado de izquierdas que no le paga el sueldo a la filipina, el docente de ética que le explica a pie de bidé los flecos del temario a las alumnas merecedoras de ello, el virrey que viceroba, el entrenador que desentrena, el republicano reponedor de coronas, la zorra que vigila gallinas, el policía malo, el buen ladrón, el cristo con dos pistolas, el informador que desinforma, el sabedor que desconoce, el inspector de Hacienda sin IVA, el fabricante de los agujeros de los preservativos, el pirómano de la cuadrilla forestal, el ideólogo sin ideología, la vendedora de niños de misa diaria, el socialista que privatizó la fuente de su pueblo, el financiero privado que ramonea sustento público, el empresario con beneficios que despide a quienes se los producen, todos ellos, todo ello y todo este saco de comportamientos humanos contradictorios parecería que vinieran siempre a aportar su parte a la pesada cada vez que se toca a rebato para efectuarla, sublimándose el batiburrillo en hiperconcentrado caldo en cubitos que diera sus frutos de jugosos potajes en cada uno de los sucesivos estamentos llamados a pronunciarse sobre esto y sobre lo otro, estamentos que no están compuestos en definitiva más que a base de un porcentaje de gente común y otro nunca desdeñable de cada uno de los tipos descritos, igualmente común, pareciendo así que cada decisión, cada conclusión, cada dictamen, cada ucase y ¡hágase! estarían entretejidos y mediatizados por todo este barro de clientelaje debido, de contradicciones en términos, de componenda, de inconfesable servidumbre humana, de contesto porque no sé, de sé pero no contesto, de hago según y como, de hago porquemesaledeloscojones, de hago lo que me digan, de no pienso hacer, de deshago porque puedo y puedo y además porque no sabe usted bien quién soy yo, ciudadano Sancho. –Y devuelvan ahora mismo a este desharrapado a su celda, agentes–.
martes, 10 de mayo de 2011
Haré un posteo hoy (¿Señor, no podrías inspirar me, inspirar nobis, con otro palabro?, tuyo rendido de rodillas, A) estilo Jano bifronte, es decir explicaré opuestos de esos que concurren concomitantes y por lo tanto molestan siempre.
Para empezar contestaré, más o menos, a un comentario a la nota sobre el asesinato de Ben Laden y que por merecerlo lo único que hará es darme trabajo, ¡porca miseria! Y contesto contraviniendo las propias costumbres que me impuse (normas estas que no tengo, es claro, y ya empezamos por los Janos) porque ya lo he hecho otras veces, pero mucho más en corto y a la ligera, porque si hay una cosa que me molesta particularmente son los agradecimientos.
Me resultan desgradables y difíciles de encajar precisamente en virtud de lo que siempre gusta de ellos, el halago público. Es decir (y seguimos con los Janos), que aún diciéndose uno para su coleto –¡Coño!, pero si es que me lo merezco, sabré yo–, porque es humano quererse, se ve uno despertado simultáneamente por un tronar y trinar de tambores y campanas y timbres que se ponen a lanzar avisos y gritan –¡tente, hombre, no prorrumpas en albricias, avergüénzate, escribidor!, pues de sobra sabe uno que el halago, el bienintencionado incluso, sin otro fin en sí mismo, y no digamos ya el artero, o adulación, aunque no sea el caso este, no llevan a otro lugar que al ablandadero de meninges y a habitar la autocomplacencia, ese desierto, con sus correspondientes costes. Y me permito reservarme nombres, pero conozco una suficiencia de casos como para saber muy bien de lo que hablo.
El halago, que después de la codicia se podría calificar como el segundo motor del mundo, es con ella padre y madre de todas las clientelas, de la de aquella parte de la tribu que se queda en corrillo de sus parciales con exclusión de los externos a él y por lo tanto se hace generadora del conchabamiento, asociación que por identidad de intereses acaba tomando cosas y bienes para sí excluyendo del pastel a otros. De ahí a la corrupción, al robo y a la toma del poder sólo falta un paso, que no me lo negará usted, Mister de Quincey.
Hacerse sensible al halago pues, ¡y claro que el halago gusta!, no sería definitivamente malo en sí, como no es malo comerse un pastel, lo peligroso es la adicción, el paquete de pasteles que no es nada difícil que te traigan a continuación, porque has dejado claro que te ha gustado, el que tú mismo corres a procurarte más tarde, y cuando vuelves a abrir los ojos eres otro, tal vez ya un imbécil, tal vez ya un adicto al azúcar. Y hará falta la fuerza de un Titán para desandar ese despeñadero.
Exagerado como soy, quiero disculparme ante el lector (persona de exquisito manejo con el lenguaje, por cierto) de las posibles majaderías que pueda yo haber expresado arriba y dejar claro que no es la cuestión el que sea un desagradecido. La cosa es de otra índole, de exclusiva responsabilidad mía y solamente es un echar las manos por delante. Gracias pues.
Y vayamos con la prensa.
Al ya casi legendario adagio de Don Rafael Sánchez Ferlosio sobre lo sospechoso que resulta que el periódico traiga a diario 32 páginas de noticias, ni una más ni una menos, se le podría añadir el corolario de la exactitud añadida en su exquisita compartimentación. La columna de Fulano, un sabio verdadero, constará de 1400 caracteres, +/- 4%, que viene a ser la cantidad de interletraje que puede aplicar el maquetista para ajustar. En casos excepcionales, y cuando el sabio sea un vago, al límite mismo de no merecer cobrar, mandará un 8% menos y tocará entonces hacer maravillas con el ensanchado de letra a un límite del 5%, nunca más, pues ópticamente no es tolerable. Cuestiones de corsé, y parafraseando a Mister Marshall, Mc Luhan, digo, el masaje es el corsé.
Si el sabedor, por contra, se levantara esa mañana rumboso mandaría un 15% más de texto, se aplicarían los remedios del caso anterior a la inversa, el diagramador, con cuatro minutos para acabar la faena, se cagaría con toda seguridad en la puta madre del prócer y llamaría a un tipo con un lápiz rojo que le indicaría lo que haya de mandarse preceptivamente al guano, o papelera de reciclaje. Si hay suerte y el del lápiz anduviera inspirado no se cargará el nucleo expositivo de lo que fuera que postulara el conocedor, si no la hay se seguiría un non sense, o memez, y las reclamaciones al maestro armero.
Partiendo pues de constricción semejante, todo lo que se siga de ella será pensamiento compartimentado, cuadriculado, medido, numerado, recortado, amputado, mal matizado y, en definitiva, ocioso. Y lo es por construcción, porque una idea, una exposición razonada, no pueden reducirse por decreto a tres líneas, treinta, trescientas o treinta mil. Es la primera de las esclavitudes de la prensa y la segunda lo es su nómina. ¿Por qué los sabedores fijos son siete, o catorce, y los mismos siempre y no otros? Los martes, Zutano, como los jueves la paella del menú. La prensa no es más que un trabajo, lector, y los libros de creación, libertad, salvo que te contraten para escribir siete libros en siete años, en cuyo caso, allá cada cual...
Volviendo arriba, el caso que expuse era el del sabedor, no digamos ya si fuera el del menos documentado, que los ejemplos sobran, o del directamente sufragado, paniaguado y expresamente colocado para mentir, cuyo trabajo entonces, haga más o haga menos, que se explaye o que no sepa más que añadir, a quién podrá importarnos, porque cuál otra función cumple el fementido que la de capataz de los intereses de su amo. A la que se le ve el plumero ¿querrá ningún lector documentado seguir leyéndole? Yo no desde luego. Y ya son más, muchos más, aquellos por los que paso por encima que en los que me detengo.
Y todo ello sin haber entrado ni de lejos en consideraciones sobre línea editorial, necesario respeto al dinero de los anunciantes –verdero motor moral de toda la industria–, libro de estilo y demás materia de pamplina, pues el que sabe escribir sabe y el que no, no aprende nunca, e idiosincrasias peculiares de la pirámide de cada empresa, cuya cadena jerárquica siempre deja bien claro de qué sí y de qué no se puede escribir, y en cuáles términos. Y el porqué de todo ello ya te lo pintas tú, tribulete, y si es que eres lo suficientemente conflictivo como para siquiera planteártelo... y mal te veo ya, chaval.
Y por cierto, trabajé en prensa, cinco años, de mis venticuatro a mis ventinueve, así que ya llovió, eso sí, pero con el hecho a favor de que no poco ha empeorado la cosa, lo cual sigo sabiendo bien como desdichado lector.
Empecé en una pequeña sección semi marginal que acabó siendo la segunda mejor valorada del lugar, según encuesta ad hoc entre los lectores, y por la sencilla razón, ahora sí me autocomplazco, de que quien escribe en la sección de mortadelas, y por milagros que haga, nunca podrá a aspirar a tener los lectores que habitan la sección de jabugos, es claro. Me dieron otra más, en este caso la de salchichones, ¡grande mejora!, hacía también una tira gráfica, terminé además diagramando la revista y finalmente busqué y obtuve una columna de opinión, ¡al fin el lomo embuchado!, en lo que cualquiera calificaría éxito y buen ejemplo de escalada profesional, qué duda cabe. Aunque estajanovista ya lo era entonces, también es verdad, que algo ayuda.
No recuerdo bien si acabé con tres o cuatro seudónimos, no podía salir el mismo nombre por tantos sitios. Me despedí motu propio al mes de entrar un nuevo director que literalmente me alteraba el metabolismo hepático, lo cual, por cierto, era mutuo, y cambié de oficio. No fue ninguna heroicidad, lo hubiera hecho él dos semanas después sin ninguna duda. Y el papel entintado en cuestión nunca fue de los malos, que los había y los hay bastante peores...
Aún sigue hoy en día el chorbo por esos medios..., ya momificado y glorificado en su afamada trayectoria, cubriendo de falsos ex abruptos y opinando sobre el interior de la ropa interior del famoseo desde esas cátedras informativas de la telerrealidad y otras trincheras informativas asimiladas. A ciascuno il suo (a cada cual lo suyo), amigo, y en conclusión, y por seguir de la mano siempre firme de Don Leonardo.
Yo poco perdí, lo confieso, una tribuna de segunda desde la cual sólo podía aspirar, mediante la necesaria efusión de codazos, dentelladas y pisado de cuellos, a llegar algún día a una tribuna de primera, cuya obtención y posterior conservación requerían y requieren, como mínimo, lo mismo, y todo ello vita natural durante, como se dice en italiano. Meneé la cabeza y abandoné el oficio. De las muchas decisiones que se toman y de las que la vida te otorga tiempo más que sobrado para arrepentirte una y mil veces, esta fue de las pocas por las que no he sentido aún la necesidad de hacerlo.
De una manera o de otra seguí escribiendo y si algo tengo hoy claro es que un blogue, si no lo toma uno como una obligación, sino como plataforma de una afición, como otros se hacen con una huerta soleada y otros más se van al karaoke, y si no se profesionaliza, eso sí, es un espacio de libertad único donde se es verdaderamente el dios del lugar. Aquí puedo escribir lo que quiera, cuelgo lo que me apetece, soy responsable único de lo que haga y no haga y si algo únicamente me retiene a veces la mano es la necesidad de dejar quieto algún material inédito para una publicación digamos estándar, es decir, libros.
La profesionalización del periodismo, a parte emolumentos, no trae otra cosa que compromisos, obligaciones, componendas, roce permanente con quien no se desea o, directamente, se odia, sometimiento a toda clase de normas y tiranías y exigencias de carrera y currículo en una espiral que no acaba más que en el paro o la jubilación, con el plus del Trolex en la muñeca grabado por la redacción, –con la admiración de tus colegas, a Eugenio D’Ors–.
Para el que tenga algo que decir, a estas alturas, mejor comer de otra cosa. Y si antes no era posible, por falta de plataformas, hoy día en Internet si lo es y, a la larga, el que quiera buscarte, te encuentra, dicho sea en el buen sentido.
Desde luego hoy perdí el hilo, no suelo hacerlo, y me disculpo, casi acabé escribiendo un engendro camino de la carta privada, pero sea esto bueno o malo, merecedor o no del interés ajeno ¿dónde diablo puede uno hoy irse a leer cosas libremente escritas más que por esos blogues de dios? Y la prensa no para de bajar y bajar y las redes sociales de subir. La adaptación de los tradicionales medios escritos a Internet a la larga les resultará imposible, no sólo por razones económicas, que las hay sobradas, sino porque por donde la libertad asoma, gratuita además, crea adictos. Será este el último de los conceptos que admitirían como causa para su caída, pues atañe directamente a la gestión que realizan de la verdad y la mentira, es decir, a la base final de su negocio, pero no será a la larga la menor de ellas.
Pero incluso este desacople de la escritura del bloguero de la constricción publicitaria –quien paga manda– se convierte en un poder muy real, cuando se hace verdad lo contrario, si no me pagan, a ver qué otra manera encuentran de mandarme. Costará mucho más hacerse con los lectores, sin duda, pero con cada uno que me vaya haciendo ¿quién me lo quita?
Los ratones, una vez y otra, nos comimos a los dinosaurios, y no será que a estos últimos les faltaran medios. ¿Medios dije?
Para empezar contestaré, más o menos, a un comentario a la nota sobre el asesinato de Ben Laden y que por merecerlo lo único que hará es darme trabajo, ¡porca miseria! Y contesto contraviniendo las propias costumbres que me impuse (normas estas que no tengo, es claro, y ya empezamos por los Janos) porque ya lo he hecho otras veces, pero mucho más en corto y a la ligera, porque si hay una cosa que me molesta particularmente son los agradecimientos.
Me resultan desgradables y difíciles de encajar precisamente en virtud de lo que siempre gusta de ellos, el halago público. Es decir (y seguimos con los Janos), que aún diciéndose uno para su coleto –¡Coño!, pero si es que me lo merezco, sabré yo–, porque es humano quererse, se ve uno despertado simultáneamente por un tronar y trinar de tambores y campanas y timbres que se ponen a lanzar avisos y gritan –¡tente, hombre, no prorrumpas en albricias, avergüénzate, escribidor!, pues de sobra sabe uno que el halago, el bienintencionado incluso, sin otro fin en sí mismo, y no digamos ya el artero, o adulación, aunque no sea el caso este, no llevan a otro lugar que al ablandadero de meninges y a habitar la autocomplacencia, ese desierto, con sus correspondientes costes. Y me permito reservarme nombres, pero conozco una suficiencia de casos como para saber muy bien de lo que hablo.
El halago, que después de la codicia se podría calificar como el segundo motor del mundo, es con ella padre y madre de todas las clientelas, de la de aquella parte de la tribu que se queda en corrillo de sus parciales con exclusión de los externos a él y por lo tanto se hace generadora del conchabamiento, asociación que por identidad de intereses acaba tomando cosas y bienes para sí excluyendo del pastel a otros. De ahí a la corrupción, al robo y a la toma del poder sólo falta un paso, que no me lo negará usted, Mister de Quincey.
Hacerse sensible al halago pues, ¡y claro que el halago gusta!, no sería definitivamente malo en sí, como no es malo comerse un pastel, lo peligroso es la adicción, el paquete de pasteles que no es nada difícil que te traigan a continuación, porque has dejado claro que te ha gustado, el que tú mismo corres a procurarte más tarde, y cuando vuelves a abrir los ojos eres otro, tal vez ya un imbécil, tal vez ya un adicto al azúcar. Y hará falta la fuerza de un Titán para desandar ese despeñadero.
Exagerado como soy, quiero disculparme ante el lector (persona de exquisito manejo con el lenguaje, por cierto) de las posibles majaderías que pueda yo haber expresado arriba y dejar claro que no es la cuestión el que sea un desagradecido. La cosa es de otra índole, de exclusiva responsabilidad mía y solamente es un echar las manos por delante. Gracias pues.
Y vayamos con la prensa.
Al ya casi legendario adagio de Don Rafael Sánchez Ferlosio sobre lo sospechoso que resulta que el periódico traiga a diario 32 páginas de noticias, ni una más ni una menos, se le podría añadir el corolario de la exactitud añadida en su exquisita compartimentación. La columna de Fulano, un sabio verdadero, constará de 1400 caracteres, +/- 4%, que viene a ser la cantidad de interletraje que puede aplicar el maquetista para ajustar. En casos excepcionales, y cuando el sabio sea un vago, al límite mismo de no merecer cobrar, mandará un 8% menos y tocará entonces hacer maravillas con el ensanchado de letra a un límite del 5%, nunca más, pues ópticamente no es tolerable. Cuestiones de corsé, y parafraseando a Mister Marshall, Mc Luhan, digo, el masaje es el corsé.
Si el sabedor, por contra, se levantara esa mañana rumboso mandaría un 15% más de texto, se aplicarían los remedios del caso anterior a la inversa, el diagramador, con cuatro minutos para acabar la faena, se cagaría con toda seguridad en la puta madre del prócer y llamaría a un tipo con un lápiz rojo que le indicaría lo que haya de mandarse preceptivamente al guano, o papelera de reciclaje. Si hay suerte y el del lápiz anduviera inspirado no se cargará el nucleo expositivo de lo que fuera que postulara el conocedor, si no la hay se seguiría un non sense, o memez, y las reclamaciones al maestro armero.
Partiendo pues de constricción semejante, todo lo que se siga de ella será pensamiento compartimentado, cuadriculado, medido, numerado, recortado, amputado, mal matizado y, en definitiva, ocioso. Y lo es por construcción, porque una idea, una exposición razonada, no pueden reducirse por decreto a tres líneas, treinta, trescientas o treinta mil. Es la primera de las esclavitudes de la prensa y la segunda lo es su nómina. ¿Por qué los sabedores fijos son siete, o catorce, y los mismos siempre y no otros? Los martes, Zutano, como los jueves la paella del menú. La prensa no es más que un trabajo, lector, y los libros de creación, libertad, salvo que te contraten para escribir siete libros en siete años, en cuyo caso, allá cada cual...
Volviendo arriba, el caso que expuse era el del sabedor, no digamos ya si fuera el del menos documentado, que los ejemplos sobran, o del directamente sufragado, paniaguado y expresamente colocado para mentir, cuyo trabajo entonces, haga más o haga menos, que se explaye o que no sepa más que añadir, a quién podrá importarnos, porque cuál otra función cumple el fementido que la de capataz de los intereses de su amo. A la que se le ve el plumero ¿querrá ningún lector documentado seguir leyéndole? Yo no desde luego. Y ya son más, muchos más, aquellos por los que paso por encima que en los que me detengo.
Y todo ello sin haber entrado ni de lejos en consideraciones sobre línea editorial, necesario respeto al dinero de los anunciantes –verdero motor moral de toda la industria–, libro de estilo y demás materia de pamplina, pues el que sabe escribir sabe y el que no, no aprende nunca, e idiosincrasias peculiares de la pirámide de cada empresa, cuya cadena jerárquica siempre deja bien claro de qué sí y de qué no se puede escribir, y en cuáles términos. Y el porqué de todo ello ya te lo pintas tú, tribulete, y si es que eres lo suficientemente conflictivo como para siquiera planteártelo... y mal te veo ya, chaval.
Y por cierto, trabajé en prensa, cinco años, de mis venticuatro a mis ventinueve, así que ya llovió, eso sí, pero con el hecho a favor de que no poco ha empeorado la cosa, lo cual sigo sabiendo bien como desdichado lector.
Empecé en una pequeña sección semi marginal que acabó siendo la segunda mejor valorada del lugar, según encuesta ad hoc entre los lectores, y por la sencilla razón, ahora sí me autocomplazco, de que quien escribe en la sección de mortadelas, y por milagros que haga, nunca podrá a aspirar a tener los lectores que habitan la sección de jabugos, es claro. Me dieron otra más, en este caso la de salchichones, ¡grande mejora!, hacía también una tira gráfica, terminé además diagramando la revista y finalmente busqué y obtuve una columna de opinión, ¡al fin el lomo embuchado!, en lo que cualquiera calificaría éxito y buen ejemplo de escalada profesional, qué duda cabe. Aunque estajanovista ya lo era entonces, también es verdad, que algo ayuda.
No recuerdo bien si acabé con tres o cuatro seudónimos, no podía salir el mismo nombre por tantos sitios. Me despedí motu propio al mes de entrar un nuevo director que literalmente me alteraba el metabolismo hepático, lo cual, por cierto, era mutuo, y cambié de oficio. No fue ninguna heroicidad, lo hubiera hecho él dos semanas después sin ninguna duda. Y el papel entintado en cuestión nunca fue de los malos, que los había y los hay bastante peores...
Aún sigue hoy en día el chorbo por esos medios..., ya momificado y glorificado en su afamada trayectoria, cubriendo de falsos ex abruptos y opinando sobre el interior de la ropa interior del famoseo desde esas cátedras informativas de la telerrealidad y otras trincheras informativas asimiladas. A ciascuno il suo (a cada cual lo suyo), amigo, y en conclusión, y por seguir de la mano siempre firme de Don Leonardo.
Yo poco perdí, lo confieso, una tribuna de segunda desde la cual sólo podía aspirar, mediante la necesaria efusión de codazos, dentelladas y pisado de cuellos, a llegar algún día a una tribuna de primera, cuya obtención y posterior conservación requerían y requieren, como mínimo, lo mismo, y todo ello vita natural durante, como se dice en italiano. Meneé la cabeza y abandoné el oficio. De las muchas decisiones que se toman y de las que la vida te otorga tiempo más que sobrado para arrepentirte una y mil veces, esta fue de las pocas por las que no he sentido aún la necesidad de hacerlo.
De una manera o de otra seguí escribiendo y si algo tengo hoy claro es que un blogue, si no lo toma uno como una obligación, sino como plataforma de una afición, como otros se hacen con una huerta soleada y otros más se van al karaoke, y si no se profesionaliza, eso sí, es un espacio de libertad único donde se es verdaderamente el dios del lugar. Aquí puedo escribir lo que quiera, cuelgo lo que me apetece, soy responsable único de lo que haga y no haga y si algo únicamente me retiene a veces la mano es la necesidad de dejar quieto algún material inédito para una publicación digamos estándar, es decir, libros.
La profesionalización del periodismo, a parte emolumentos, no trae otra cosa que compromisos, obligaciones, componendas, roce permanente con quien no se desea o, directamente, se odia, sometimiento a toda clase de normas y tiranías y exigencias de carrera y currículo en una espiral que no acaba más que en el paro o la jubilación, con el plus del Trolex en la muñeca grabado por la redacción, –con la admiración de tus colegas, a Eugenio D’Ors–.
Para el que tenga algo que decir, a estas alturas, mejor comer de otra cosa. Y si antes no era posible, por falta de plataformas, hoy día en Internet si lo es y, a la larga, el que quiera buscarte, te encuentra, dicho sea en el buen sentido.
Desde luego hoy perdí el hilo, no suelo hacerlo, y me disculpo, casi acabé escribiendo un engendro camino de la carta privada, pero sea esto bueno o malo, merecedor o no del interés ajeno ¿dónde diablo puede uno hoy irse a leer cosas libremente escritas más que por esos blogues de dios? Y la prensa no para de bajar y bajar y las redes sociales de subir. La adaptación de los tradicionales medios escritos a Internet a la larga les resultará imposible, no sólo por razones económicas, que las hay sobradas, sino porque por donde la libertad asoma, gratuita además, crea adictos. Será este el último de los conceptos que admitirían como causa para su caída, pues atañe directamente a la gestión que realizan de la verdad y la mentira, es decir, a la base final de su negocio, pero no será a la larga la menor de ellas.
Pero incluso este desacople de la escritura del bloguero de la constricción publicitaria –quien paga manda– se convierte en un poder muy real, cuando se hace verdad lo contrario, si no me pagan, a ver qué otra manera encuentran de mandarme. Costará mucho más hacerse con los lectores, sin duda, pero con cada uno que me vaya haciendo ¿quién me lo quita?
Los ratones, una vez y otra, nos comimos a los dinosaurios, y no será que a estos últimos les faltaran medios. ¿Medios dije?
domingo, 8 de mayo de 2011
Eso es todo
En casa de un buen amigo y habiéndome quedado mirando una lámina colocada delante de unos libros en una esquina de su biblioteca, me preguntó con toda su peor intención: —¿A que no sabes de quién es el cuadro?, —pues de Benito Moreno, hombre, de quién va a a ser...—. —¿Y tú cómo sabes eso?—, repreguntó, no sé qué más, si sorprendido, curioso o chulesco sin causa, —¿Y porqué no debería de saberlo, serás tú el guardián de mi memoria..., será que alguna vez la tuve mala?, pues no te jode...—, y así seguimos refunfuñando, a picotazos, como buenos compañones, y desde la lactancia, más o menos.
Ya en mi casa y a cuenta del tecleado subsiguiente en internet, aggiornamento, en fin, y metido en averiguación sobre qué había sido del autor (antes se salía de paseo o se cogía el teléfono y se preguntaba a quien se creía podría saberlo –¿Oye, te acuerdas de, o sabes qué fue de...?– y se lograba o no una contestación, verdadera o falsa que fuera, pero por lo menos se hablaba con un ser humano) vine a caer en una página que glosaba a Benito Moreno, cantautor personalísimo y después excelente pintor, y de allí, siguiendo el hilo, di sin haberlo esperado en esa casi sublime canción de amor suya, Eso es todo, arrinconada por este desuso de las cosas que es el vivir, pero inmediatamente vuelta a traer a la memoria en su completa totalidad, —¡jódete, que me sigo acordando!—, y que fue compañía de tres terribles meses de mi juventud, de amargas horas e insoportable desespero de amor rechazado, con sus lágrimas y su cocear y su no saber cómo ni dónde irse a morir, como es canónico, pero sin reírme para nada de ello todavía hoy, pues todo viene y va y vuelve y parte y llega, y el sí y el no son almas pálidas y débiles tantas veces, porque se sigue bebiendo en toda clase de aguas y en ocasiones sin haberse querido ni dar cuenta, y por las sensibilidades al acecho, de esas que luego y siempre recriminan y te califican de varón, como si de una discapacidad emocional se tratara, o de una consecuencia ya tardía de la sífilis, con su demencia asociada.
Transcribo la canción pues:
decir te quiero es todo lo que pude aprender
es todo lo que llego lentamente a escribir
y todo lo que debo y quiero comprender
te quiero y eso es todo lo que querría decir
lo demás es el tango, el tongo y la vecina
y los cuentos corrientes del banco y del t.b.o.,
lo demás es consumo, con humo y gasolina
es jugar a ser juez y verdugo y no el reo
decir te quiero así, toma ya, pum, en seco
te quiero comprar, no, ni quiero que me traigas
sólo el te quiero antiguo, de diluvio y de eco
que hasta tiene compás y que incluso se baila
después de tantos años sólo sé decir eso
sin cupido ni flechas ni espada ni sombrero
mi gran revolución también es dar un beso
y alzar sólo la voz para decir te quiero
La perfecta declaración de una oveja, los primeros cuatro versos, desde luego, y como podríamos jugar a decir yo mismo y algunos que yo me sé, incluyendo al amigo de arriba en cuestión, pero también y además cuatro sabios, acerados, halagadores y maravillosos versos de amor, como tampoco voy a privarme de decir, y como es y como debe de tratarse con la realidad de los sentimientos, siempre con más caras que agonías o alegrías traigan, con más ductilidad que todo lo que pueda decirse de ellos por escrito, y porque a fin de cuentas, no pocas noches, aún habito en la poesía, parrilla al fuego blanco, pero también mármol, agua y jardín de Taj Mahal propio y gratuito y del que ningún casero, nacido o por nacer, me podrá desahuciar nunca.
Ese te quiero, pues, en castellano, con exclamaciones o sin ellas, pero ¡con cuál caudal de manejo del idioma en la canción, con qué sabiduría en la presión del lápiz!, desde el explosivo decir te quiero así, toma ya, pum, en seco, al lento y suave y dulcísimo sólo el te quiero antiguo, de diluvio y de eco... hasta el definitivo y alzar sólo la voz para decir te quiero.
Y qué barbaridad, el te quiero mismo y en sí, una de esas perfectas expresiones polisémicas del castellano –me disculpo por el pavoroso término– mucho más rica en matices de los que cabría suponerle atendiendo a las dos simples palabras que la constituyen y a poco que nos paremos el escribidor y el lector a tomar aliento y a pensarlo.
Contiene amalgamados en su sencilla llaneza de frase corta y sin pretensiones los significados de varios verbos: amar, poseer, desear, pretender, gustar...; el querer pues, el motor del mundo, entendible por un extremo en un sentido fuerte, imperativo casi, el que ponemos al decir ‘yo quiero esto’, cuando se expresan la voluntad y exigencia de entrar en posesión de un objeto o un bien, y en otro, en cambio, como casi un sinónimo del te estimo (a la catalana) o de un te amo, donde el matiz de posesión, de urgencia, aparecen más debilitados frente al de simple constatación de un estado del sentir.
Así se puede decir te quiero entendiéndolo como un ‘te quiero a tí, te exijo a tí, quiero entrar en tu posesión’, imperativamente. El otro te quiero, llano, suave, casi meditativo, de confesionario más que de pretendido titular de un derecho a ejercer, es expresión de dulzura, no de combate sin duda y de pretendida o alcanzada suave intimidad.
El italiano, riquísimo en matices, comparte con el castellano el ti amo, expresión idéntica en todo al te amo. Sin embargo ese ¡te quiero! fuerte, traducido literalmente ti voglio, es allí expresión mucho más fuerte aún, al borde mismo de lo malsonante o socialmente poco recomendable y su significado primero es el de reclamo sexual (quiero cópula, quiero joder, te tengo que poseer y te voy a echar atada encima de la mula y te voy a encerrar sine die en la alcoba, para entendernos).
Llevados a estas lides tremendas –hoy ya inconstitucionales, mal que bien y en todas partes, creo– por causa de tan directo y posesivo significado, los transalpinos usan principalmente otra expresión emparentada, el ti voglio bene (o tanto bene) por el te quiero, o el te quiero tanto, en nuestro segundo sentido suave ya indicado. Disfrutan así de tres expresiones finamente gradadas donde nosotros jugamos con dos, de más suave a más fuerte: ti voglio bene, ti amo, ti voglio, donde la primera expresión al igual que el te quiero castellano, puede incluir también (o no) un matiz sexual, pues se le puede decir a un hijo, a un familiar, a una persona a la que se estima mucho o al amor platónico, pero también a la pareja (o parejas) de edredón y pajar y de urgencia insoslayable de portal y descampado. Así con tres expresiones despachan en la práctica cinco situaciones donde el castellano lo hace con dos, y una de ellas, nuestro te quiero de marras, habitado por cuatro matices básicos, desde el te rapto al me gustas, ¡ahí es nada!, y esto por no hablar de sus derivadas.
En resumen, amadas (y amados) que lo mejor y lo más sensato y a la que le digan a uno te quiero, y antes de contestar: –yo también–, o –yo más–, o de irse desabrochando, o de dar una bofetada fulminante o de usar el más suave y acreditado –¿pero bueno, tú qué te has creído?–, será informarse antes: –¿Ya, pero me quieres en cuál sentido exactamente, Ovidio, rey moro: el fuerte, el lato, el llano o el débil?–, y a continuación, atenerse a lo que pueda ocurrir, celebrarlo, o paciencia y barajar.
Concluir por mi parte que este juego tan japonés de entonaciones diferentes: de proclama, de casi susurro, de dulce exigencia apenas musitada, de grito alto, de asustada guturalidad en ocasiones, de casi apenas un rogar o un tratar de obtener, de conceder quizás, de un todo por dar y un todo por pedir del te quiero castellano me fascinan y me parecen un tesoro incomparable. Permiten, mediante el tono de la voz y el matiz adecuado en la dicción, desde la perfecta suavidad a la perentoria declaración, ir un punto más allá, quedarse un dedo más acá, decir suavemente que quizás, proponer dulcemente que sí, rozarse o recular, posponer o avanzar. Abrazarse al amor con fuerza, finalmente. Pedir o dar el sí que glorifica, el sí del poeta.
Eso es. Eso es todo.
Ya en mi casa y a cuenta del tecleado subsiguiente en internet, aggiornamento, en fin, y metido en averiguación sobre qué había sido del autor (antes se salía de paseo o se cogía el teléfono y se preguntaba a quien se creía podría saberlo –¿Oye, te acuerdas de, o sabes qué fue de...?– y se lograba o no una contestación, verdadera o falsa que fuera, pero por lo menos se hablaba con un ser humano) vine a caer en una página que glosaba a Benito Moreno, cantautor personalísimo y después excelente pintor, y de allí, siguiendo el hilo, di sin haberlo esperado en esa casi sublime canción de amor suya, Eso es todo, arrinconada por este desuso de las cosas que es el vivir, pero inmediatamente vuelta a traer a la memoria en su completa totalidad, —¡jódete, que me sigo acordando!—, y que fue compañía de tres terribles meses de mi juventud, de amargas horas e insoportable desespero de amor rechazado, con sus lágrimas y su cocear y su no saber cómo ni dónde irse a morir, como es canónico, pero sin reírme para nada de ello todavía hoy, pues todo viene y va y vuelve y parte y llega, y el sí y el no son almas pálidas y débiles tantas veces, porque se sigue bebiendo en toda clase de aguas y en ocasiones sin haberse querido ni dar cuenta, y por las sensibilidades al acecho, de esas que luego y siempre recriminan y te califican de varón, como si de una discapacidad emocional se tratara, o de una consecuencia ya tardía de la sífilis, con su demencia asociada.
Transcribo la canción pues:
decir te quiero es todo lo que pude aprender
es todo lo que llego lentamente a escribir
y todo lo que debo y quiero comprender
te quiero y eso es todo lo que querría decir
lo demás es el tango, el tongo y la vecina
y los cuentos corrientes del banco y del t.b.o.,
lo demás es consumo, con humo y gasolina
es jugar a ser juez y verdugo y no el reo
decir te quiero así, toma ya, pum, en seco
te quiero comprar, no, ni quiero que me traigas
sólo el te quiero antiguo, de diluvio y de eco
que hasta tiene compás y que incluso se baila
después de tantos años sólo sé decir eso
sin cupido ni flechas ni espada ni sombrero
mi gran revolución también es dar un beso
y alzar sólo la voz para decir te quiero
La perfecta declaración de una oveja, los primeros cuatro versos, desde luego, y como podríamos jugar a decir yo mismo y algunos que yo me sé, incluyendo al amigo de arriba en cuestión, pero también y además cuatro sabios, acerados, halagadores y maravillosos versos de amor, como tampoco voy a privarme de decir, y como es y como debe de tratarse con la realidad de los sentimientos, siempre con más caras que agonías o alegrías traigan, con más ductilidad que todo lo que pueda decirse de ellos por escrito, y porque a fin de cuentas, no pocas noches, aún habito en la poesía, parrilla al fuego blanco, pero también mármol, agua y jardín de Taj Mahal propio y gratuito y del que ningún casero, nacido o por nacer, me podrá desahuciar nunca.
Ese te quiero, pues, en castellano, con exclamaciones o sin ellas, pero ¡con cuál caudal de manejo del idioma en la canción, con qué sabiduría en la presión del lápiz!, desde el explosivo decir te quiero así, toma ya, pum, en seco, al lento y suave y dulcísimo sólo el te quiero antiguo, de diluvio y de eco... hasta el definitivo y alzar sólo la voz para decir te quiero.
Y qué barbaridad, el te quiero mismo y en sí, una de esas perfectas expresiones polisémicas del castellano –me disculpo por el pavoroso término– mucho más rica en matices de los que cabría suponerle atendiendo a las dos simples palabras que la constituyen y a poco que nos paremos el escribidor y el lector a tomar aliento y a pensarlo.
Contiene amalgamados en su sencilla llaneza de frase corta y sin pretensiones los significados de varios verbos: amar, poseer, desear, pretender, gustar...; el querer pues, el motor del mundo, entendible por un extremo en un sentido fuerte, imperativo casi, el que ponemos al decir ‘yo quiero esto’, cuando se expresan la voluntad y exigencia de entrar en posesión de un objeto o un bien, y en otro, en cambio, como casi un sinónimo del te estimo (a la catalana) o de un te amo, donde el matiz de posesión, de urgencia, aparecen más debilitados frente al de simple constatación de un estado del sentir.
Así se puede decir te quiero entendiéndolo como un ‘te quiero a tí, te exijo a tí, quiero entrar en tu posesión’, imperativamente. El otro te quiero, llano, suave, casi meditativo, de confesionario más que de pretendido titular de un derecho a ejercer, es expresión de dulzura, no de combate sin duda y de pretendida o alcanzada suave intimidad.
El italiano, riquísimo en matices, comparte con el castellano el ti amo, expresión idéntica en todo al te amo. Sin embargo ese ¡te quiero! fuerte, traducido literalmente ti voglio, es allí expresión mucho más fuerte aún, al borde mismo de lo malsonante o socialmente poco recomendable y su significado primero es el de reclamo sexual (quiero cópula, quiero joder, te tengo que poseer y te voy a echar atada encima de la mula y te voy a encerrar sine die en la alcoba, para entendernos).
Llevados a estas lides tremendas –hoy ya inconstitucionales, mal que bien y en todas partes, creo– por causa de tan directo y posesivo significado, los transalpinos usan principalmente otra expresión emparentada, el ti voglio bene (o tanto bene) por el te quiero, o el te quiero tanto, en nuestro segundo sentido suave ya indicado. Disfrutan así de tres expresiones finamente gradadas donde nosotros jugamos con dos, de más suave a más fuerte: ti voglio bene, ti amo, ti voglio, donde la primera expresión al igual que el te quiero castellano, puede incluir también (o no) un matiz sexual, pues se le puede decir a un hijo, a un familiar, a una persona a la que se estima mucho o al amor platónico, pero también a la pareja (o parejas) de edredón y pajar y de urgencia insoslayable de portal y descampado. Así con tres expresiones despachan en la práctica cinco situaciones donde el castellano lo hace con dos, y una de ellas, nuestro te quiero de marras, habitado por cuatro matices básicos, desde el te rapto al me gustas, ¡ahí es nada!, y esto por no hablar de sus derivadas.
En resumen, amadas (y amados) que lo mejor y lo más sensato y a la que le digan a uno te quiero, y antes de contestar: –yo también–, o –yo más–, o de irse desabrochando, o de dar una bofetada fulminante o de usar el más suave y acreditado –¿pero bueno, tú qué te has creído?–, será informarse antes: –¿Ya, pero me quieres en cuál sentido exactamente, Ovidio, rey moro: el fuerte, el lato, el llano o el débil?–, y a continuación, atenerse a lo que pueda ocurrir, celebrarlo, o paciencia y barajar.
Concluir por mi parte que este juego tan japonés de entonaciones diferentes: de proclama, de casi susurro, de dulce exigencia apenas musitada, de grito alto, de asustada guturalidad en ocasiones, de casi apenas un rogar o un tratar de obtener, de conceder quizás, de un todo por dar y un todo por pedir del te quiero castellano me fascinan y me parecen un tesoro incomparable. Permiten, mediante el tono de la voz y el matiz adecuado en la dicción, desde la perfecta suavidad a la perentoria declaración, ir un punto más allá, quedarse un dedo más acá, decir suavemente que quizás, proponer dulcemente que sí, rozarse o recular, posponer o avanzar. Abrazarse al amor con fuerza, finalmente. Pedir o dar el sí que glorifica, el sí del poeta.
Eso es. Eso es todo.
sábado, 7 de mayo de 2011
Eskupeando
Se empieza por igualar miembras a miembros, se sigue confundiendo matrimonio con patrimonio, se prefiere monomarental* a monoparental —si fuera que de mamás (con perdón) y no de papás se tratara— y se acaba concluyendo que la concordancia de número no es otra que una antigualla sin más. Eso sí, el error de número seguramente siga siendo todavía independiente del error de género, es decir, no se considera obligatorio que hayan de ir ligados y por lo tanto aún pueden volar libres, cada cual a su gusto y al mejor estilo ‘tú mimmo con tu mecanimmo’, razón por la cual no hay forma por el momento de saber si la cita que sigue la redactarían en su origen hembra, varón o cualesquiera otro estado humano de su preferencia. Vean si no:
El presidente afgano ha declarado que los atentados contra edificios oficiales en Kandahar es una venganza por la muerte de Bin Laden. En la imagen, una de las protestas...
Claro, que si creen que exagero también pueden ver el siguiente eskup (y tajo) exactamente en la anterior noticia del mismo día y casi hora del mismo diario, aunque en este caso se trate más seguramente de una simple errata que no de una disfunción cerebral o cognitiva, como el anterior, aunque abundando, por desgracia, en la misma dirección.
Las autoridades afganas obligan a cuatro menores a contar en televisión que iba a actuar como terroristas suicidas. Fuentes de Inteligencia han explicado que los niños son...
Eskup, diario El País.com, una noticia del sábado 7 de Mayo de 2011.
Y esto a diario, nunca mejor dicho, y muchas, inacabables veces. Y en todos los medios, como se dice ahora, y con tanto, tanto, tanto ruido, como ladraba de pena y horror Joaquín Sabina, que a veces se viera uno tentado a pensar que los inverosímiles subtítulos con sus portentosas erratas del Telediario de la Uno, y los titulares del diario gratuito Qué, y los de El País, y los de El Mundo Today, incluso, fueran todos obra del único periodista aún no acogido al paro, de una sola mano pluriempleada e incesante, pero incesable, que corriera desesperada de acá a acullá, con su manojillo de tildes y jotas y ges y bes y uves y haches siempre mal repartidas, apretadas y estrujadas en su puño cerrado como mejor y buenamente pudiera y el cual abriera de vez en cuando, extendiera su palma y las fuera soplando a su mejor albedrío sobre el teclado de cada uno de los mil medios en los que trabaja, saltando enloquecido con ellas escurriéndoseles por todas partes, de taxi a moto, de bici a bus, de cursillo de perfeccionamiento a máster de comunicación, de conferencia de prensa sin preguntas a puerta de juzgado sin juicio, de atrio de hotel de lujo a portón trasero de morgue, de vestuario de acaudalados mocetones musculados a camerino de folclórica amargá, colocando el micro y la grabadora igual ante los más aterradores hocicos que frente a las más glamurientas boquitas pintadas, encuadrando en cámara lo mismo a santateresas que a benládenes, a Jorgeguashintones pretendidos que a ladrones negados, a aspirantes al estrellato que a estrellados, y atendiendo al móvil, pellizcando el áipad, de la Real Academia a la Complutense, de Valladolid al Toboso, y pasando todas sus letras y escribimientos con mimo infinito por el Photoshop, por mor de su necesario aseo, por razón de buen diseño tipográfico, ese dios, y en procura de su mejor aspecto y para alegría y beneficio sin fin de sus empleadores, en lugar de por el corrector ortográfico, o siquiera por el del cernido, y resoplando agotado, derrotado y acabado sí, pero triunfante y logrando reunir finalmente sus sudados 934 euros mensuales, gajes, pluses y extras incluidos, para depositarlos en el banco y para no volver a verlos jamás, como sin duda bien conocerá, el desdichado.
Y ya al margen de erratas o no y de libérrimas y sacras creencias ortográficas de cada redactor, lo cierto es que sí queda una evidencia meridiana. No ha habido corrección, ni sombra de correctores detrás, ni siquiera ojeada desganada y con bostezo. Porque de haberlos... ¡ay madre mía!, de haberlos... ¿se los imagina el lector trabajando con parecido celo y competencia profesional cortando uñas de ancianos impedidos, en salas de seguridad nuclear, en depuración de software, en el taller de frenos de su coche de usted, cosiendo vasos sanguíneos en quirófano o como controladores aéreos?
¡Ampárame Señor! o, mejor aún, tómeme de su mano huesuda y sabia, tóqueme con su pluma y lléveme ya y de una vez por todas con Usted, Don Elio Antonio.
Bueno, o tómame ya, colegui, si t peta, Eli, tío, que x fabó t lo pío.
*http://www.diariovasco.com/agencias/20110503/mas-actualidad/politica/valenciano-defiende-monomarental-describir-mejor_201105031945.html
El presidente afgano ha declarado que los atentados contra edificios oficiales en Kandahar es una venganza por la muerte de Bin Laden. En la imagen, una de las protestas...
Eskup, diario El País.com, una noticia del sábado 7 de Mayo de 2011.
Claro, que si creen que exagero también pueden ver el siguiente eskup (y tajo) exactamente en la anterior noticia del mismo día y casi hora del mismo diario, aunque en este caso se trate más seguramente de una simple errata que no de una disfunción cerebral o cognitiva, como el anterior, aunque abundando, por desgracia, en la misma dirección.
Las autoridades afganas obligan a cuatro menores a contar en televisión que iba a actuar como terroristas suicidas. Fuentes de Inteligencia han explicado que los niños son...
Eskup, diario El País.com, una noticia del sábado 7 de Mayo de 2011.
Y esto a diario, nunca mejor dicho, y muchas, inacabables veces. Y en todos los medios, como se dice ahora, y con tanto, tanto, tanto ruido, como ladraba de pena y horror Joaquín Sabina, que a veces se viera uno tentado a pensar que los inverosímiles subtítulos con sus portentosas erratas del Telediario de la Uno, y los titulares del diario gratuito Qué, y los de El País, y los de El Mundo Today, incluso, fueran todos obra del único periodista aún no acogido al paro, de una sola mano pluriempleada e incesante, pero incesable, que corriera desesperada de acá a acullá, con su manojillo de tildes y jotas y ges y bes y uves y haches siempre mal repartidas, apretadas y estrujadas en su puño cerrado como mejor y buenamente pudiera y el cual abriera de vez en cuando, extendiera su palma y las fuera soplando a su mejor albedrío sobre el teclado de cada uno de los mil medios en los que trabaja, saltando enloquecido con ellas escurriéndoseles por todas partes, de taxi a moto, de bici a bus, de cursillo de perfeccionamiento a máster de comunicación, de conferencia de prensa sin preguntas a puerta de juzgado sin juicio, de atrio de hotel de lujo a portón trasero de morgue, de vestuario de acaudalados mocetones musculados a camerino de folclórica amargá, colocando el micro y la grabadora igual ante los más aterradores hocicos que frente a las más glamurientas boquitas pintadas, encuadrando en cámara lo mismo a santateresas que a benládenes, a Jorgeguashintones pretendidos que a ladrones negados, a aspirantes al estrellato que a estrellados, y atendiendo al móvil, pellizcando el áipad, de la Real Academia a la Complutense, de Valladolid al Toboso, y pasando todas sus letras y escribimientos con mimo infinito por el Photoshop, por mor de su necesario aseo, por razón de buen diseño tipográfico, ese dios, y en procura de su mejor aspecto y para alegría y beneficio sin fin de sus empleadores, en lugar de por el corrector ortográfico, o siquiera por el del cernido, y resoplando agotado, derrotado y acabado sí, pero triunfante y logrando reunir finalmente sus sudados 934 euros mensuales, gajes, pluses y extras incluidos, para depositarlos en el banco y para no volver a verlos jamás, como sin duda bien conocerá, el desdichado.
Y ya al margen de erratas o no y de libérrimas y sacras creencias ortográficas de cada redactor, lo cierto es que sí queda una evidencia meridiana. No ha habido corrección, ni sombra de correctores detrás, ni siquiera ojeada desganada y con bostezo. Porque de haberlos... ¡ay madre mía!, de haberlos... ¿se los imagina el lector trabajando con parecido celo y competencia profesional cortando uñas de ancianos impedidos, en salas de seguridad nuclear, en depuración de software, en el taller de frenos de su coche de usted, cosiendo vasos sanguíneos en quirófano o como controladores aéreos?
¡Ampárame Señor! o, mejor aún, tómeme de su mano huesuda y sabia, tóqueme con su pluma y lléveme ya y de una vez por todas con Usted, Don Elio Antonio.
Bueno, o tómame ya, colegui, si t peta, Eli, tío, que x fabó t lo pío.
*http://www.diariovasco.com/agencias/20110503/mas-actualidad/politica/valenciano-defiende-monomarental-describir-mejor_201105031945.html
martes, 3 de mayo de 2011
Confieso que esa espontánea manifestación y expresión de júbilo de la población estadounidense al anuncio de la asesinato o, más suavemente dicho, eliminación extrajudicial de Osama Ben Laden, si bien perfectamente comprensible, no deja de causarme un punto de desasosiego y de perturbación. Aún no siendo evidentemente capaz de ponerme en el sentir de un hijo promedio de esa justiciera sociedad, justiciera de horca y cuchillo, como ella misma, sus leyes, usos, idiosincrasia e industria cultural nunca han dejado de poner de manifiesto, si me cabe la consideración y la comparativa con lo que previsiblemente podría ocurrir en Europa, o en Rusia (si es que acaso esta no fuera Europa), de darse un caso semejante en cualquiera de estos pagos nuestros de aquende la mar océana.
De terroristas, asesinos y de los más generalmente llamados por cualquier organización constituida a sí misma como estado, enemigos del pueblo, surgidos al amparo de una creencia religiosa o de idea política o social no andamos desde luego faltos en la vieja Europa, si no es que los inventamos aquí, y bregando llevamos con ellos toda una historia universal. Y se les dan a tales enemigos dos tratamientos a su captura: aniquilación inmediata in situ o bien aniquilación posterior, una vez extraída la información necesaria, en las catacumbas ad hoc de cada uno de estos estados nuestros de hecho, o de derecho o de deshecho que sean, al mejor estilo Baader-Meinhof, Lasa-Zabala o de la escuela de Beslán o, más generalmente, captura y posterior juicio, con condenas bien pregonadas y ejemplarizantes, ajustadas a cada ordenamiento jurídico, y con exhibición de todo el necesario aparato de la justicia entronizada en su pompa más magna, sin faltarle nunca su correspondiente delirio de puñetas, bonetes, balanzas, mucetas y decimonónicas damas vendadas.
Sin embargo, lo que no me consta, es la espontánea celebración, y este sí que es el quid del hecho del que hablo, de un acontecimiento no bélico, pues no había dos ejércitos enfrentados, sino de un acto meramente policial como es el de entrar con los medios suficientes en una casa y llevarse detenidos, de grado o por fuerza, vivos o muertos por causa de su resistencia a los moradores, aunque llevado a cabo con métodos, procedimientos y material militar. Celebraciones con actitudes y vivas que más parecían propios de una victoria deportiva, de haberse ganado una millonaria lotería navideña o del día del Orgullo de la preferencia de cada cual.
Chocan aquí con pavoroso crujir de huesos el derecho constituido, el humanitarismo laico, la caridad religiosa y la simple piedad, tan vieja como Homero, patrimonio este verdaderamente diferenciador entre unos y otros seres humanos, con estos comportamientos de los llamados élites y pueblo, justificados siempre por las primeras en supuestos estados de necesidad y por el segundo y para celebrarlo estruendosamente con el también, y humanísimo dicen, sentimiento de alegría por la venganza al fin alcanzada y habida.
Pero estado de necesidad no lo había, digan lo que digan, el mal ya estaba hecho y, si me perdonan la consideración, casi amortizado, y la satisfacción de una simple venganza se podría perfectamente haber llevado a cabo por otros medios igual de modernos que los visores nocturnos, los jurídicos.
Pero proclamar, de antemano, que el objetivo era matar, hacerlo así con un hombre desarmado y después sustraer el cuerpo pone a esos dirigentes y militares casi a la altura de aquel generalillo y dirigente local este nuestro, que sembró el país de venganzas tan atadas y bien apisonadas que ni siquiera conociendo la localización de las fosas ha habido fuerza humana ni espiritual capaz de acudir a abrirlas, enterrar a los muertos como disponen los dioses de cualquier lugar y a darles las exequias o el culto que sea que merecieran, y así fueran las huesas de asesinos o no.
Porque la venganza y el asesinato extrajudicial ningún bien añaden a nadie ni a nada, sólo incrementan el horror y la deshumanización y generan espirales sucesivas de lo mismo, o como mínimo, de aterradora insensibilidad social hacia las muertes y los escarmientos, precisamente, y a nosotros van a venir a contárnoslo.
Y todo ello y ni que decir tiene, sin entrar siquiera de refilón en el debate sobre la pena de muerte, que lugar habría para ello.
Pero los jerarcas alemanes en Nüremberg, el panameño general Noriega, el mismo Saddam Hussein, el dirigente serbio Karadzjic o el general croata Mladic, entre otros, sentados sucesivamente en el banquillo por la justicia de sus vencedores, y asunto por lo tanto este sin duda matizable en lo tocante a hablar de justicia, pero responsables todos ellos de lo que prácticamente nadie se podría rehusar a calificar como de grandes crímenes y genocidios, y aún admitiendo las infinitas justificaciones de ideología y de parte que sus partidarios pudieran aducir, disfrutaron, si es que se puede de usar tal término, de unas garantías jurídicas estándar o incluso avanzadas y de los derechos que la ley bajo la que se les juzgaba a su vez también les garantizaba a ellos.
Un juicio justo, en la medida en que cualquiera pueda serlo, y una condena en los términos que el ordenamiento jurídico del estado ofendido o que la parte juzgadora contemple hubieran llevado en este caso a la misma situación, la ejecución del capturado, para satisfacción igualmente de quienes se vieran satisfechos por ello, y para la misma consternación de quienes han quedado consternados por la desaparición de su líder, pero manteniendo unas formas que para nada son ociosas en derecho, ni siquiera en la patria del juez Lynch y aún aplicando incluso la pena capital. Y no son ociosas porque aunque sólo sirvieran para la contención de los siempre inacabables aspirantes a juez Lynch y a los jaleadores de sus métodos ya estarían más que justificadas.
Sin embargo ya no se dan en Europa desde hace varios decenios estas manifestaciones de júbilo por hechos semejantes, por extralimitaciones de ley, incluso amparadas en modificaciones especiales que la exceptúan y desvirtúan. A la captura de los asesinos del concejal Miguel Ángel Blanco, a la captura de los asesinos de los trenes de Madrid o a la toma por el ejército ruso del teatro tomado a su vez por los terroristas chechenos no se produjeron manifestaciones de este tipo. No recuerdo que la detención del terrorista Carlos produjera nada similar ni tampoco la muerte extrajudicial en la cárcel de los integrantes de la llamada banda Baader/Meinhoff. Hubo manifestaciones de repulsa y de de dolor por los hechos que perpetraron. Exigencias de justicia, pero no más.
Que todas estas comunidades sacudidas por estos crímenes suspiraran aliviadas es asunto de humanidad y de lógica, pero celebrar la muerte en público, incluso la de los seres odiados y de los más merecedores de la execración mayoritaria, debería de ser asunto justificado sólo para el interior del caletre de cada cual, sólo entre amigos en una taberna, en la intimidad de la comida familiar y en los comentarios entre compañeros de oficina. Llevarla a la categoría de fiesta popular en la calle poco dice de bueno de aquellas sociedades en las que se produce o incluso tolera y estimula. O así debiera de ser al menos desde Jovellanos y Beccaría. Y algo ya ha llovido.
El primer indicador del estado de la lucha contra la barbarie (contra la cual, por cierto, cualquiera ve razonable protegerse) no es otro que el trato que se le depara al bárbaro una vez vencido. Pero además bárbaro, o su traducción equivalente, conviene no olvidarlo nunca, es como tantas culturas califican simplemente al otro, al ajeno, al meteco, al distinto. Y un cazabombardero moderno, con bombas de 1.000 kilogramos puede ser perfectamente entendido como bárbaro por cualquier campesino asiático o ser humano de cualquier otra parte y también, cómo no, por cualquier estandarizado ciudadano medio de nuestro opulento primer mundo al que le caigan encima, o incluso sin que le lluevan sobre la cabeza. Bastaría con sentarse a pensarlo. Igual de bárbaro es el bombardero que una maleta explosiva en un tren o en un balón lleno de dinamita dejado a la salida de un colegio. Matan igualmente a culpables e inocentes, y más generalizadamente, matan. Cuestión de lecturas, nada más.
Esto al margen, el viejo ¡Vae victis! y la ejecución de un ser humano maniatado, sin juicio y perpetrada por un estado autodenominado de derecho, y no por una asociación mafiosa, no debería de ninguna manera ser todavía un principio jurídico aceptable casi por la misma razón por la cual los candiles han sido postergados en su uso por las bombillas eléctricas. Lo que ya tiene más miga es tenérselo que explicar a esos mismos que inventaron las bombillas eléctricas. Y a tantísimos otros.
Nota, y para concluir, no deja de ser chusco que ayer mismo por la tarde-noche, día 1 de mayo, mientras estos hechos más o menos ocurrían estuviera yo terminando de leer un libro más de Leonardo Sciascia, Porte aperte (puertas abiertas) en alusión a aquel adagio del fascismo italiano que afirmaba que bajo el régimen de Mussolini la gente podía dormir tranquilamente con las puertas abiertas; latiguillo este repetido aquí mil veces y escuchado otras tantas en mi infancia, en la España del general del que hablaba arriba. Y trataba el libro de un caso de ficción, allá sobre el año 38-39, en el cual un juez, no necesariamente antifascista, pero tampoco fascista, simplemente un hombre de conciencia y de estudios, arruina su carrera y su futuro por negarse a condenar a muerte y por dirigir las deliberaciones del jurado en ese sentido, a un acusado juzgado por tres asesinatos atroces y confesos y que sí había cometido, y por los que no mostraba arrepentimiento alguno.
La altura moral, ejemplificadora y apologética de su relato me acostaron anoche presa casi de dulzura. Esta mañana, ante las imágenes con que me desayunó la realidad, en absoluto desasosiego, me senté a escribir. Pero sé bien que la mano que mecía la cuna donde crecieron estas líneas era la de Leonardo Sciascia. Grazie sempre, maestro.
De terroristas, asesinos y de los más generalmente llamados por cualquier organización constituida a sí misma como estado, enemigos del pueblo, surgidos al amparo de una creencia religiosa o de idea política o social no andamos desde luego faltos en la vieja Europa, si no es que los inventamos aquí, y bregando llevamos con ellos toda una historia universal. Y se les dan a tales enemigos dos tratamientos a su captura: aniquilación inmediata in situ o bien aniquilación posterior, una vez extraída la información necesaria, en las catacumbas ad hoc de cada uno de estos estados nuestros de hecho, o de derecho o de deshecho que sean, al mejor estilo Baader-Meinhof, Lasa-Zabala o de la escuela de Beslán o, más generalmente, captura y posterior juicio, con condenas bien pregonadas y ejemplarizantes, ajustadas a cada ordenamiento jurídico, y con exhibición de todo el necesario aparato de la justicia entronizada en su pompa más magna, sin faltarle nunca su correspondiente delirio de puñetas, bonetes, balanzas, mucetas y decimonónicas damas vendadas.
Sin embargo, lo que no me consta, es la espontánea celebración, y este sí que es el quid del hecho del que hablo, de un acontecimiento no bélico, pues no había dos ejércitos enfrentados, sino de un acto meramente policial como es el de entrar con los medios suficientes en una casa y llevarse detenidos, de grado o por fuerza, vivos o muertos por causa de su resistencia a los moradores, aunque llevado a cabo con métodos, procedimientos y material militar. Celebraciones con actitudes y vivas que más parecían propios de una victoria deportiva, de haberse ganado una millonaria lotería navideña o del día del Orgullo de la preferencia de cada cual.
Chocan aquí con pavoroso crujir de huesos el derecho constituido, el humanitarismo laico, la caridad religiosa y la simple piedad, tan vieja como Homero, patrimonio este verdaderamente diferenciador entre unos y otros seres humanos, con estos comportamientos de los llamados élites y pueblo, justificados siempre por las primeras en supuestos estados de necesidad y por el segundo y para celebrarlo estruendosamente con el también, y humanísimo dicen, sentimiento de alegría por la venganza al fin alcanzada y habida.
Pero estado de necesidad no lo había, digan lo que digan, el mal ya estaba hecho y, si me perdonan la consideración, casi amortizado, y la satisfacción de una simple venganza se podría perfectamente haber llevado a cabo por otros medios igual de modernos que los visores nocturnos, los jurídicos.
Pero proclamar, de antemano, que el objetivo era matar, hacerlo así con un hombre desarmado y después sustraer el cuerpo pone a esos dirigentes y militares casi a la altura de aquel generalillo y dirigente local este nuestro, que sembró el país de venganzas tan atadas y bien apisonadas que ni siquiera conociendo la localización de las fosas ha habido fuerza humana ni espiritual capaz de acudir a abrirlas, enterrar a los muertos como disponen los dioses de cualquier lugar y a darles las exequias o el culto que sea que merecieran, y así fueran las huesas de asesinos o no.
Porque la venganza y el asesinato extrajudicial ningún bien añaden a nadie ni a nada, sólo incrementan el horror y la deshumanización y generan espirales sucesivas de lo mismo, o como mínimo, de aterradora insensibilidad social hacia las muertes y los escarmientos, precisamente, y a nosotros van a venir a contárnoslo.
Y todo ello y ni que decir tiene, sin entrar siquiera de refilón en el debate sobre la pena de muerte, que lugar habría para ello.
Pero los jerarcas alemanes en Nüremberg, el panameño general Noriega, el mismo Saddam Hussein, el dirigente serbio Karadzjic o el general croata Mladic, entre otros, sentados sucesivamente en el banquillo por la justicia de sus vencedores, y asunto por lo tanto este sin duda matizable en lo tocante a hablar de justicia, pero responsables todos ellos de lo que prácticamente nadie se podría rehusar a calificar como de grandes crímenes y genocidios, y aún admitiendo las infinitas justificaciones de ideología y de parte que sus partidarios pudieran aducir, disfrutaron, si es que se puede de usar tal término, de unas garantías jurídicas estándar o incluso avanzadas y de los derechos que la ley bajo la que se les juzgaba a su vez también les garantizaba a ellos.
Un juicio justo, en la medida en que cualquiera pueda serlo, y una condena en los términos que el ordenamiento jurídico del estado ofendido o que la parte juzgadora contemple hubieran llevado en este caso a la misma situación, la ejecución del capturado, para satisfacción igualmente de quienes se vieran satisfechos por ello, y para la misma consternación de quienes han quedado consternados por la desaparición de su líder, pero manteniendo unas formas que para nada son ociosas en derecho, ni siquiera en la patria del juez Lynch y aún aplicando incluso la pena capital. Y no son ociosas porque aunque sólo sirvieran para la contención de los siempre inacabables aspirantes a juez Lynch y a los jaleadores de sus métodos ya estarían más que justificadas.
Sin embargo ya no se dan en Europa desde hace varios decenios estas manifestaciones de júbilo por hechos semejantes, por extralimitaciones de ley, incluso amparadas en modificaciones especiales que la exceptúan y desvirtúan. A la captura de los asesinos del concejal Miguel Ángel Blanco, a la captura de los asesinos de los trenes de Madrid o a la toma por el ejército ruso del teatro tomado a su vez por los terroristas chechenos no se produjeron manifestaciones de este tipo. No recuerdo que la detención del terrorista Carlos produjera nada similar ni tampoco la muerte extrajudicial en la cárcel de los integrantes de la llamada banda Baader/Meinhoff. Hubo manifestaciones de repulsa y de de dolor por los hechos que perpetraron. Exigencias de justicia, pero no más.
Que todas estas comunidades sacudidas por estos crímenes suspiraran aliviadas es asunto de humanidad y de lógica, pero celebrar la muerte en público, incluso la de los seres odiados y de los más merecedores de la execración mayoritaria, debería de ser asunto justificado sólo para el interior del caletre de cada cual, sólo entre amigos en una taberna, en la intimidad de la comida familiar y en los comentarios entre compañeros de oficina. Llevarla a la categoría de fiesta popular en la calle poco dice de bueno de aquellas sociedades en las que se produce o incluso tolera y estimula. O así debiera de ser al menos desde Jovellanos y Beccaría. Y algo ya ha llovido.
El primer indicador del estado de la lucha contra la barbarie (contra la cual, por cierto, cualquiera ve razonable protegerse) no es otro que el trato que se le depara al bárbaro una vez vencido. Pero además bárbaro, o su traducción equivalente, conviene no olvidarlo nunca, es como tantas culturas califican simplemente al otro, al ajeno, al meteco, al distinto. Y un cazabombardero moderno, con bombas de 1.000 kilogramos puede ser perfectamente entendido como bárbaro por cualquier campesino asiático o ser humano de cualquier otra parte y también, cómo no, por cualquier estandarizado ciudadano medio de nuestro opulento primer mundo al que le caigan encima, o incluso sin que le lluevan sobre la cabeza. Bastaría con sentarse a pensarlo. Igual de bárbaro es el bombardero que una maleta explosiva en un tren o en un balón lleno de dinamita dejado a la salida de un colegio. Matan igualmente a culpables e inocentes, y más generalizadamente, matan. Cuestión de lecturas, nada más.
Esto al margen, el viejo ¡Vae victis! y la ejecución de un ser humano maniatado, sin juicio y perpetrada por un estado autodenominado de derecho, y no por una asociación mafiosa, no debería de ninguna manera ser todavía un principio jurídico aceptable casi por la misma razón por la cual los candiles han sido postergados en su uso por las bombillas eléctricas. Lo que ya tiene más miga es tenérselo que explicar a esos mismos que inventaron las bombillas eléctricas. Y a tantísimos otros.
Nota, y para concluir, no deja de ser chusco que ayer mismo por la tarde-noche, día 1 de mayo, mientras estos hechos más o menos ocurrían estuviera yo terminando de leer un libro más de Leonardo Sciascia, Porte aperte (puertas abiertas) en alusión a aquel adagio del fascismo italiano que afirmaba que bajo el régimen de Mussolini la gente podía dormir tranquilamente con las puertas abiertas; latiguillo este repetido aquí mil veces y escuchado otras tantas en mi infancia, en la España del general del que hablaba arriba. Y trataba el libro de un caso de ficción, allá sobre el año 38-39, en el cual un juez, no necesariamente antifascista, pero tampoco fascista, simplemente un hombre de conciencia y de estudios, arruina su carrera y su futuro por negarse a condenar a muerte y por dirigir las deliberaciones del jurado en ese sentido, a un acusado juzgado por tres asesinatos atroces y confesos y que sí había cometido, y por los que no mostraba arrepentimiento alguno.
La altura moral, ejemplificadora y apologética de su relato me acostaron anoche presa casi de dulzura. Esta mañana, ante las imágenes con que me desayunó la realidad, en absoluto desasosiego, me senté a escribir. Pero sé bien que la mano que mecía la cuna donde crecieron estas líneas era la de Leonardo Sciascia. Grazie sempre, maestro.
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